Ni rencores ni perdón. ¡No me grites. No me llores! ¡lo nuestro ya se acabó!. ¿Rencores? ¿Por qué rencores? ¡No le da a mi señorío guardarle rencor a un río que fué regando mis flores! Tú me diste los mejores cristales de tu corriente, y no sería decente maldecirte por despecho si sé que tienes derecho a dar o a negar la fuente.
¡Debo estarte agradecido por tu generosidad! Tú me diste por bondad lo que yo dí por cumplido: Me brindaste tu latido, tu boca nunca besada, tu carne nunca estrenada, tus ojos siempre esperando con dos ojeras temblando debajo de la mirada; me diste el primer te quiero, que es el que más atociga, y llenita de fatiga me diste el beso primero. Y hasta que llegó a tu alero aquel mal viento ladrón, yo sé que tu corazón fue mío por vez primera, y sólo mía la acera debajo de tu balcón. Por eso, yo, bien nacido, no te odio ni te aborrezco, ¡al contrario!, te agradezco todo cuanto me has querido. No me importa si te has ido con tu barca hacia otro mar, que yo no te puedo odiar por esta mala partida; porque odiar es en la vida un cierto modo de amar. No vengas ahora a mi lado para pedirme perdón, el perdón es la razón de volver a lo pasado, ¡y lo pasado acabado! ¿qué pasó? ... ¿por qué pasó? ¡Déjame que viva yo sin perdón y sin rencores! Porque por más que me llores ... ¡lo nuestro ya se acabó!
Manuel Benítez Carrasco.