Prólogo a Prisión Verde
por Longino Becerra
Esbozo biográfico incluído en el Prólogo de Prisión
Verde.
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Ramón Amaya Amador fue un novelista nato. Concebía
con una gran facilidad el argumento, el plan y los episodios fundamentales
de sus obras. Asimismo, el trabajo de redacción, que para
muchos escritores es una tarea laboriosa y de grandes esfuerzos,
no le ofrecía mayores dificultades, pues Ramón Amaya
Amador redactaba a chorros. Su técnica era la siguiente:
primero preparaba un esquema general de la obra, luego escribía
a mano, en un cuaderno, los capítulos de la misma. El manuscrito
obtenido de esta manera era pasado a máquina por el autor
y, para diferenciarlo de nuevas versiones, se cuidaba de escribir
en él la siguiente frase: "Primer Bosquejo". El texto mecanografiado
era sometido a una revisión completa y pasado nuevamente
en limpio para enviarlo a la imprenta. Este trabajo le consumía
al novelista de tres a cuatro meses, por lo cual durante la última
etapa de su actividad, Ramón Amaya Amador escribió
hasta tres novelas por año. Sus obras póstumas suman
aproximadamente unas cinco mil páginas en total, las que
incluyen no menos de veinte títulos, entre novelas, cuentos,
obras de teatro, diarios personales y hasta poesías. Ramón
Amaya Amador nació en la ciudad de Olanchito, departamento
de Yoro, el 29 de abril de 1919. Fue el producto de los amores clandestinos
del cura Guillermo R. Amador y de María Isabel Amaya. Pasó
la educación elemental en la escuela Modesto Chacón,
de la referida ciudad, e inició estudios secundarios en el
Instituto Manuel Bonilla, de La Ceiba, los que se vio obligado
a interrumpir por motivos económicos. De las aulas secundarias
salió para trabajar como maestro empírico en las escuelas
rurales del Municipio de Olanchito. Con el objeto de no quedarse
sin una base cultural que le permitiera aportar algo a su pueblo,
Ramón Amaya Amador aprovechó las horas libres de su
docencia campesina para leer cuanto libro puede encontrarse al alcance
de su mano, lo cual no le resulta tan difícil, dada la inquietud
intelectual que siempre ha caracterizado a Olanchito. El producto
de estas lecturas y de este esfuerzo individual, fue el despertar
de su vocación literaria, como lo confirman las numerosas
colaboraciones remitidas por él al semanario El Atlántico,
dirigido en La Ceiba por Angel Moya Posas. Así se hizo escritor.
Por eso, igual que Máximo Gorki, pudo hablar de "mis universidades",
refiriéndose a la aldea y a la lucha de los aldeanos por
un destino mejor.
La pedagogía no era la vocación de Ramón
Amaya Amador, aunque lo caracterizaba una gran bondad y un extremado
afecto por los niños. Para ser maestro de escuela, sobre
todo en aquellos tiempos, le faltaba la autodisciplina que permite
mantener conforme al espíritu pueblerino, virtud muy alejada
de su carácter y temperamento. La vocación de Amaya
Amador -lo hemos dicho ya- era la pedagogía de las letras.
Por eso abandonó el aula y, mientras le era posible dedicarse
por entero a ese magisterio, no menos difícil y elevado que
el otro, tuvo que trabajar de cualquier cosa en los campos bananeros,
principalmente en Palo Verde y Coyoles Central. Uno de esos trabajos
fue el de regador de veneno, quizás el más duro y
menos remunerado que entonces podía realizarse en el infierno
de las bananeras. Consistía este trabajo -si es que no era
una tortura- en asperjar las matas de banano con el famoso caldo
bordelés, una solución a base de sulfato de cobre,
que si bien tiene poderes para matar los gérmenes de la sigatoka,
también los tiene para destruir el organismo de los hombres
que lo aplican. Es indudable que la brutalidad de este trabajo y
la observación directa de los estragos producidos por él
en los "veneneros" más antiguos, influyó enormemente
en la orientación, no sólo literaria, sino también
ideológica, de Ramón Amaya Amador.
El 8 de octubre de 1943 fundó, con su amigo Dionisio Romero
Narváez, el semanario ALERTA, en el que se consagró
a la defensa de los intereses de los trabajadores bananeros. Este
paso, que puede considerarse insignificante en una época
distinta a aquella, constituye una muestra formidable de la combatividad
y la entrega incondicional de Ramón Amaya Amador a las causas
de nuestro pueblo, pues entonces vivíamos bajo el terror
de la dictadura encabezada por Tiburcio Carías Andino, quien
se apoyaba en el desenfreno de los famosos "comandantes de armas",
es decir, una banda de asesinos con autorizaciones en blanco para
hacer su voluntad en cada pueblo. La aparición del semanario
ALERTA bajo aquellas condiciones, significaba un desafío
temerario, no sólo al poder de un régimen abiertamente
despótico, sino también a los medios represivos de
las compañías bananeras, las cuales disponían
también de sus propios recursos en tal sentido. Prueba de
ello es que, poco tiempo después de fundado el periódico,
Amaya Amador fue detenido y llevado a las cárceles de La
Ceiba, donde el Comandante de Armas respectivo -el famoso general
Rufino Solís- ordenó darle una soberana paliza para
obligarlo a retirarse de sus actividades revolucionarias. El parque
central de la bella ciudad norteña fue testigo de semejante
barbarie.
Pero Ramón Amaya Amador, naturalmente, no era hombre que
iba a renunciar a sus convicciones por un culatazo. Lleno del ardor
que todo revolucionario auténtico experimenta frente a la
acción represiva de los enemigos de su pueblo, el escritor
continuó firme en aquella desigual y quijotesca batalla.
Hubo, entonces, lo de siempre: los planes secretos para quitarle
la vida. Los amigos más cercanos salieron en su ayuda y,
mediante oportunas reflexiones, lo hicieron desistir de la actitud
de desafío con que él enfrentaba la situación.
Obedeciendo a estos consejos, Ramón Amaya Amador salió
al exilio en 1947. Guatemala -la sacrificada y mártir Guatemala
de hoy- era por aquellos años el foco de atracción
de los hombres con una conciencia progresista, pues en dicho país
había comenzado, a partir de octubre de 1944, una revolución
democrático-burguesa que estremeció las bases de las
dictaduras semifeudales instauradas por el imperialismo norteamericano
en todo el continente. Allí, aprovechando la relativa tranquilidad
que le brindaba el proceso político guatemalteco, Amaya Amador
inició formalmente su carrera literaria, en un nivel y en
unas proporciones que hasta la fecha le había sido imposible
poner por obra.
Cuando en junio de 1954 cayó la revolución democrático-burguesa
de Guatemala, bajo la conspiración de la Agencia Central
de Inteligencia, coludida con las oligarquías terrateniente-burguesas
del resto de Centroamérica, Ramón Amaya Amador se
vio obligado a buscar refugio en Argentina, juntamente con otros
compañeros del esfuerzo guatemalteco, en el que nuestro escritor
había tenido señalada actuación, incluso echando
mano del fusil. El exilio argentino fue más duro para Amaya
Amador, pero aun en esas condiciones, el novelista continuó
preocupándose por hacer obra y por perfeccionar sus medios
expresivos. En 1956, bajo la Junta Militar que puso fin al ridículo
y despótico gobierno de Julio Lozano Díaz, se emitió
una amnistía general que permitió el regreso al país
de todos los emigrados políticos, Amaya Amador, siempre sediento
de volver a su tierra: a su Honduras pequeñita y dolorida,
aprovechó aquella circunstancia para reincorporarse a la
Patria. Pero no volvió solo, pues, en el exilio argentino,
había contraído matrimonio y su retorno fue con esposa.
En 1957 se fundó en Praga, Checoslovaquia, la Revista
Internacional, órgano teórico e informativo de
los partidos comunistas y obreros del mundo. Los organizadores solicitaron
a varios partidos comunistas de América Latina el nombramiento
de representantes para preparar la edición española
de dicha publicación, la cual circula en ciento cincuenta
países, consta de medio millón de ejemplares y se
edita en veinticinco idiomas. El Partido Comunista de Honduras recibió
esta solicitud en 1959 y la dirigencia del mismo acordó designar
para el desempeño de tal trabajo al novelista Ramón
Amaya Amador, tomando en cuenta que éste era militante de
dicha organización desde que la misma se fundara en abril
de 1954. Amaya Amador partió al cumplimiento de esta responsabilidad
con mucho entusiasmo, aunque con el presentimiento de que ya no
regresaría a su patria. La noche del 19 de abril de 1959,
después de recibir los abrazos de despedida de sus amigos,
escribió en su diario: "Esta es nuestra última
noche en Tegucigalpa. ¿Hasta cuándo retornaremos a ella
y en qué condiciones? Ni siquiera lo podría predecir
porque el futuro es un enigma". Ciertamente, ese futuro
enigmático le tenía deparado, siete años después,
un accidente de aviación en el que perdería la vida.
El 24 de noviembre de 1966, viajando de Bulgaria a Checoslovaquia,
el avión Ylyushin 18 que lo conducía se estrelló
en una colina próxima a la pequeña ciudad checa de
Vratislava.
Ramón Amaya Amador publicó relativamente pocas obras
a lo largo de su activísima y fecunda existencia. En 1950
editó Prisión Verde, su obra fundamental; en
1953 vio la luz su novela Amanecer, vinculada al proceso
revolucionario guatemalteco; en 1959 salieron de las prensas dos
novelas: Los Brujos de Ilamatepeque y Constructores.
Por último, en 1962 apareció la malograda edición
de Destacamento Rojo, novela sobre el surgimiento del Partido
Comunista en Honduras, de la que apenas circularon unos pocos volúmenes,
ya que la policía política del régimen presidido
por Ramón Villeda Morales, decomisó la mayor parte
del tiraje, efectuado en México. Su novela Operación
Gorila, fue editada en ruso en 1970, faltando todavía
la edición española. Naturalmente, aparte de estas
publicaciones, Amaya Amador escribió numerosos artículos
y ensayos, sobre todo de contenido político, los que fueron
publicados, con seudónimo o con su propio nombre, en diversos
órganos de prensa de Honduras y el extranjero.
La mayor parte de la obra escrita de Ramón Amaya Amador
se encuentra aún inédita. Esa obra está en
el archivo dejado por él en Praga. Algunos amigos de Honduras
poseen también manuscritos, pero, según nuestra opinión,
se trata de borradores o bosquejos elaborados antes de los años
cincuenta y, en casi todos los casos, reelaborados por el escritor
durante su permanencia en Checoslovaquia. Esos manuscritos tienen,
pues, una importancia histórica, porque, si bien no contienen
obras acabadas de nuestro novelista, si recogen el proceso creador
del mismo. Alguna vez habrá que recogerlos para organizar
la "Sala Ramón Amaya Amador" en lo que debe ser el Museo
de Literatura Hondureña. Son, pues muy numerosas las obras
no publicadas por el autor de Prisión Verde. Basándonos
únicamente en el archivo de Praga, mencionamos los siguientes
títulos: Biografía de un Machete (1959), Buscadores
de Botijas (1961), Un Aprendiz de Mesías (1961),
Tierras Bravas del Coyol (1962), Huellas Descalzas por
la Aceras (1963), El Hombre Embotellado (1965), Tierra
Santa (1965), Operación Gorila (1965), Jacinta
Peralta (sin fecha), La Abanderada (sin fecha), Ciclo
Morazánico (1966): tomo I, Los Rebeldes de la Villa
de San Miguel; tomo II, El Sombrero de Junco; tomo III,
La Paz y la Sangre; tomo IV, Sombras de la Montaña;
tomo V, La Ultima Orden. Además de estos escritos,
en el archivo existe un poema bastante largo, con el título:
Poema Cósmico, sin fecha; hay tres volúmenes
de apuntes de viajes, con el título: Hombres, Rumbos y
Horizontes; y dos novelas inconclusas: El Ojo de Yerix
(1959) y La Balanza del Truchero (sin fecha). Asimismo, hay
tres obras de teatro: dos sin título y una bajo el nombre
de La Mujer Mala (1959). Por último, Amaya Amador
escribió un volumen sobre los problemas económicos,
políticos y sociales de Honduras, titulado: La Ruta Histórica
del Pueblo Hondureño.
Al hacer la evaluación crítica de las obras escritas
por Ramón Amaya Amador es preciso señalar, en cumplimiento
de la objetividad científica, que no se trata de un escritor
extraordinario, en el que se conjuga el dominio de las técnicas
literarias más avanzadas con el desarrollo de una temática
siempre universal. Quien penetre en el mundo amadoriano impulsado
por el deseo de encontrar cualquiera de estos dos elementos, lo
más probable es que sufra una desilusión, por cuanto
Amaya Amador fue un novelista espontáneo que, por razones
del maldito subdesarrollo impuesto a nuestro país bajo la
dominación neocolonial del imperialismo norteamericano, no
pudo concurrir a los centros de cultura superior, donde, calzándose
los guantes de la ciencia literaria, se aprende a escribir a la
manera de las academias. Por eso es posible encontrar imperfecciones
en sus obras o, mejor dicho, elementos que no coinciden con las
características de un arte estudiado. Al analizar su producción
es preciso tomar en cuenta esta circunstancia, no para asumir una
actitud piadosa frente a él, sino para no cometer el error
de anclar la mirada en la corteza de sus escritos, cuando lo importante
es ir más allá, al fondo del esfuerzo productivo del
autor.
Por otra parte, la temática desarrollada por Ramón
Amaya Amador no es de esas que suelen calificarse de universales
porque hunden sus raíces en los problemas de un hombre etéreo:
habitante de todos los climas. En realidad, Amaya Amador tuvo un
solo tema: el hombre hondureño, visto con la óptica
del que contempla desde abajo, desde la entraña misma del
pueblo. Por eso, la creación de nuestro novelista es frecuentemente
filiada, en las taxonomías literarias al uso, dentro del
"regionalismo", al que, para cumplir cabalmente la tarea, se le
pega una tarjeta con la docta saliva del academicismo y se le manda
al rincón donde descansa el "arte superado". A esto se debe,
entre otras cosas, que las obras de Amaya Amador no siempre encuentran
buena acogida en ciertos círculos intelectuales de nuestro
continente, sobre todo aquellos que agitan los estandartes de la
renovación total frente a un arte de sabor criollo, al estilo
de Huasipungo, Los de Abajo, Doña Bárbara,
Cuentos de Pago Chico, y tantos testimonios más de
una temática que es siempre fecunda, como lo demuestra El
Llano en Llamas, de Juan Rulfo.
Pero hay que decir más. La actividad literaria no tuvo
en Amaya Amador un propósito esteticista. En realidad, ese
trabajo fue para el escritor de Olanchito una forma de militancia
revolucionaria; pero no cualquier forma, sino la más apasionada
e importante. De su pluma no salió una sola palabra, una
sola letra, que no estuviera dirigida a contribuir con eficacia
a la lucha del pueblo hondureño contra sus explotadores,
tanto nacionales como extranjeros. Sus páginas son todas
militantes, les guste o no a quienes prefieren una literatura de
oropeles, exhibicionista, similar a esas parejas que son capaces
de embelesarnos con un cuadro de amor en el escenario, pero que
se vuelven inútiles cuando se trata de repetirlo en la soledad
de la alcoba. Amaya Amador no tocaba flautas para encantar serpientes:
fue el novelista de la clase obrera hondureña y, por ello,
sus obras, más que un arte puro, son el grito de combate
de uno más de los soldados proletarios. Quien las quiera
así, que las tome; quien no, que las deje, pues están
destinadas al pueblo trabajador y éste sí sabe valorarlas.
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