Cipotes
Prólogo a la 1ª edición
Tegucigalpa, D. C., 12 de marzo de 1981
LONGINO BECERRA
Esta obra de Ramón Amaya‑Amador fue escrita, definitivamente
en Praga durante el año 1963. Sin embargo, los materiales básicos
de la misma fueron elaborados por el autor en el corto período que
estuvo en Honduras después de su regreso del exilio, o sea en 1956‑1959.
El tema le fue sugerido por las conversaciones que, a su paso por
el Parque Central, rumbo a la redacción de El Cronista, tenía frecuentemente
con los lustrabotas que permanecen en dicha plaza. La obra, por
lo tanto, recoge la dolorosa y agitada vida de ese pequeño mundo
que tiene como centro la estatua en bronce del mártir de la unidad
de Centroamérica, y cuyos límites son la catedral metropolitana,
dos agencias bancarias y varios comercios de algún talante. Por
supuesto, en el libro también intervienen otros escenarios, como
las calles de Comayagüela, el barrio Casamata, el Parque Herrera
y el Parque La Libertad, pero ello solamente es en seguimiento de
los Protagonistas en sus correrías de excomulgados sociales.
Inicialmente la obra fue escrita con el nombre de Cipotes, vocablo
de indiscutible prosapia criolla, cuyo significado no es necesario
recordar. Tal denominación responde, naturalmente, al hecho de que
el libro describe los ires y venires de varios lustrabotas, compinches
todos de uno de los personajes centrales de la novela: el pillastre
Folofo Cueto, profesional también del betún y de la tira de franela.
Pero Ramón Amaya‑Amador, considerando que dicha denominación
restringía el ámbito geográfico de la obra, le cambió ese título
y le puso Huellas Descalzas por las Aceras. Con tal nombre, un tanto
descriptivo, envió el libro al Concurso Casa, en La Habana, el año
1964, sin que los doctos jurados repararan mucho en la historia
de unos niños hondureños convertidos prematuramente en hombres.
Por eso la presente edición se hace con el primer título, pues consideramos
que esta obra no está dirigida a un público extranjero, sino a nuestro
pueblo, lo que torna innecesario sacrificar los hondureñismos.
Esta novela, como todas las de Ramón Amaya‑Amador, no es
un ensayo estetizante. En la misma no se encontraran esfuerzos por
crear un lenguaje novedoso, al estilo del que emplea el cubano Carpentier
o el peruano Salazar Bondy. Todo lo contrario. El autor trabaja
aquí con un vocabulario coloquial: el que se escucha en los mercados,
las calles y los hogares más humildes de Honduras. Pero Amaya‑Amador
hace eso, no porque se proponga elevar a una jerarquía estética
dicho lenguaje, sino simple y sencillamente porque cuenta los hechos
tal como éstos se dieron en la realidad, con el objeto de que sean
conocidos así y no de otra manera. Los hechos, por lo tanto, no
son utilizados como pretextos para comunicar propósitos que son
única y exclusivamente del autor. En esta novela, como en la mayor
parte de las que escribió el célebre hijo de Olanchito, los hechos
valen por sí mismos y no son llamados a desempeñar el modesto papel
de sirvientes de la docta creación literaria.
Tampoco hay en la obra ninguna novedad en cuanto a forma y estructura,
al estilo de Lezama Lima o Cortázar. Amaya‑Amador no era un
académico de las letras. Los ejercicios formales no figuraron jamás
en sus preocupaciones de escritor. Por eso, si bien se mira, sus
obras son algo así como rápidos cronicones sobre los hechos vividos
personalmente o los conocidos en el contacto estrecho con los hombres,
las mujeres y los niños de nuestra Patria. Para él lo importante
no era cómo relatar sucesos reales o verosímiles, sino los sucesos
mismos. ¿Con qué propósito? Simple y sencillamente para fijarlos
como vivencias del pueblo al que perteneció y de la época en que
le tocó vivir. Si alguna definición literaria se puede formular
acerca de Ramón Amaya‑Amador, ninguna quizá le corresponda
mejor que la de "cronista literario del pueblo hondureño".
Como hemos dicho, Cipotes es la crónica de la vida azarosa de los
lustrabotas del Parque Central, sin más pretensiones que dejar constancia
de una realidad existente en Honduras a lo largo de un determinado
período de su evolución histórica. De esa manera, en un porvenir
no muy lejano, cuando, por el advenimiento de una verdadera revolución
social, hechos como los descritos sólo sean un triste recuerdo,
las nuevas generaciones podrán conocer el pasado doloroso de donde
proceden. Se trata, pues, de algo así como de una fotografía o una
pintura sobre el drama de los niños que lustran zapatos en la Plaza
Morazán, trabajo que aún ejercen, pero que dejarán indudablemente
de hacerlo cuando el pueblo hondureño, dirigido por su clase obrera,
imponga un nuevo orden social. Precisamente uno de los personajes
de la obra, afirma indignado: "¡Maldita injusticia, que nos
ahoga por todas partes! ¡No es posible que esto sea eterno! ¡La
quebraremos!"
El libro de Amaya‑Amador nos pinta un hecho brutal, frecuentemente
olvidado en la sociedad donde vivimos: los niños que se dedican
a ese trabajo van a él no porque lo deseen o porque les agrade arrodillarse
frente a quienes llevan zapatos lujosos, mientras ellos andan con
los pies desnudos. En realidad, como dice el autor: "dentro
de cada caja de lustrar zapatos hay una tragedia humana". En
efecto, por lo general se trata de familias que pierden el padre,
bien porque muere en un accidente de trabajo, en una riña callejera
o porque simplemente abandona el hogar. A partir de ese momento,
los niños ya no pueden ir a la escuela y deben incorporarse a cualquier
actividad para aportar algunos centavos a la casa. Lustrar zapatos,
por el hecho de que no requiere músculos adultos, se vuelve así
el refugio de estas víctimas del sistema. Esa es precisamente la
historia de Folofo y Catica Cueto, contada sin sombra de circunloquios.
Por supuesto, el relato es brutal, pues ¿quién no sabe a cuántos
peligros se expone una pareja de niños huérfanos en una sociedad
donde impera la ley de la selva?
Pero sí al autor le interesa el relato de este dolor humano por
el relato mismo, ello no es óbice para que aquí y allá engarce mensajes
de carácter político y ético. Sin embargo, esto lo hace de pasada,
sin dejarse atrapar por el deseo de convertir su obra en un manual
de concientización política. Para el caso, Amaya‑Amador nos
describe las conversaciones que se escuchan en los autobuses cuando
éstos se encaminan hacia los barrios periféricos de la capital.
En uno de tales diálogos, alguien afirma cosas como éstas: "¡Son
papadas! Para mí son iguales los "colorados" y los "azules".
Eso que te ha pasado no es nuevo. Siguen los mismos métodos de engaño,
de explotación, de montarse en los humildes". Esas eran las
opiniones del autor y bien pudo aprovechar este libro para insistir
más en sus puntos de vista políticos. Sin embargo, no lo hizo, lo
cual es una clara demostración de que había alcanzado plena madurez
en su oficio de escritor.
Lo importante para Ramón Amaya‑Amador, en este libro, no
es, pues, el mensaje explícito, sino las reflexiones que el relato
mismo es capaz de sugerir en el público. Por eso toda la obra no
es otra cosa que la presentación de múltiples y variadas escenas
de la vida en el Parque Central, en las calles de la ciudad o en
la penumbra humosa de los tugurios capitalinos. Hay cuadros alegres,
como cuando los niños se divierten a su manera, olvidándose de que
no han comido ese día. Pero también hay escenas brutales, como el
estupro que un viejo de alma perversa trata de llevar a cabo en
la persona de la huérfana Catica. Y hay, asimismo, escenas verdaderamente
sórdidas, como la que describe la habitación de unos depravados
sexuales a la que fue conducido Folofo por un perillán muy ducho
en la vida de los bajos fondos. Todo eso es puesto ante los ojos
del lector para que conozca lo que es la sociedad hondureña bajo
el régimen de la sacrosanta propiedad privada y, conociéndolo, reflexione
con seriedad sobre un destino mejor.
La obra misma sugiere la ruta que puede seguirse para lograr este
cambio necesario e imperioso. En efecto, mientras los lustrabotas
y todos los subhombres vinculados a ellos, son descritos en su impotencia
histórica, los obreros aparecen como el destacamento que organiza
la gran batalla por la justicia social. A causa de ello, la alianza
de los "Marginados" con los proletarios surge como la
vía magna de la liberación de unos y otros. Así lo confirma todo
el relato, pues cuando Folofo y Catica se encontraban sin más vínculo
social que sus amigos de la Plaza Morazán, eran víctimas de toda
clase de atropellos. Pero al ponerse en contacto con una familia
obrera "la familia pinos" no sólo pudieron hacerles frente
a las hostilidades de que eran objeto, sino que también le encontraron
una perspectiva firme a sus vidas. No es casual que la obra termine
con los preparativos de una huelga en la fábrica donde trabaja Roque
Pinos y que los dos niños, antes pertenecientes al submundo de los
lustrabotas, ahora se comprometan a participar en una batalla de
clase que se propone "arrancarle un mendrugo a la canalla".
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