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Cipotes

Cipotes

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- ¡Ahora a la panza, Pachán!

- ¡Otro sopapo a la trompa, Folofo!

- ¡Metele las patas, inútil!

- ¡Tan grandote, Pachán, y tan la reata!

- ¡Noquealo, Folofo! ¿Qué esperás, majadero?

Son gritos acompañados de expresivos gestos de los muchachos lustrabotas que, haciendo rueda, presencian y animan a dos chicos empeñados en brava y dura pelea a puñetazos, puntapiés y mordiscos. Numerosos mozalbetes de la ciudad se agrupan frente a la estatua ecuestre del General Francisco Morazán, en ese atardecer de otoño. Ríen, animan, azuzan, lanzan palabras chabacanas, gritan. Entre ellos se han formado dos bandos: pro-Pachán y pro-Folofo. Hay también adultos. Los transeúntes han detenido el paso para presenciar la riña entre los dos niños descalzos, que, resoplando como toros, se agreden sin piedad, pero dando ya demostraciones de cansancio.

- ¡Cipotes tan garañones! -exclama un señor vestido de casimir, mientras despliega una sonrisa admirativa.

- Pelean con todo: hasta con los dientes -dice otro individuo que tranquilamente fuma un puro demostrando complacencia por el espectáculo. Sólo al verle el rostro podría cualquiera adivinar que ese regordete señor que ha detenido su marcha es un aficionado a las peleas de boxeo, las corridas de toros o las riñas de gallos.

- ¡Mordele la oreja, Pachán! -Grita un niño moreno, de ojos inquietos y ropas remendadas.- ¡Arrancale un pedazo!

- ¡No! ¡Si ya Pachán no puede ni estar parado!

- ¡Folofo: una zancadilla! -aconseja uno de sus partidarios.

Ahora los dos ruedan por el pavimento. Folofo siguió el consejo y por ello están rodando entrelazados en una riña que parece de hombres por la rudeza. A veces se oye un ¡ay! o una palabra cortante de alguno de los lidiadores. Nadie interviene. Poyoyo, Fierabrás, Cara-de-hacha y otros muchachos mayores gozan presenciando. No hay tampoco un policía que se aproxime. Muchos son los lustrabotas y canillitas que hacen rueda, aunque van perdiendo el entusiasmo al notar que la pelea llega a su fin por el agotamiento de los rivales.

- ¡Ya está bien tanto relajo! ¡Dejen de pelear, carajitos!

Un hombre joven, en mangas de camisa, se abre paso entre los espectadores y, tomando con fuerza a cada contendor, los separa e incorpora.

- ¡A la policía los voy a llevar por escandalosos! -amenaza el intruso, que es un chofer de taxi con estacionamiento en el parque.

Los lustrabotas no protestan por la intervención y rodean a Pachán y Folofo, los que muestran rasguños y moretes en sus rostros sudorosos. El hombre del puro, único descontento con el chofer, siguiendo su camino, murmura:

- Hay que dejarlos que se atraquen: así se hacen hombres.

- Si fueran hijos suyos no diría lo mismo -le increpa, retador, el chofer de puños macizos; y, alejándose también, en voz alta, dice:- son los grandes los que los echan a pelear. ¡Carajitos!

- ¡No, no-no-no! -refuta, tartamudeando, un chico descalzo que lleva en la diestra una caja de lustrar zapatos y la sucia camisa desabotonada. -Fu-fu-fue Pachán que le qui-qui-quiso pegar al jo-jo-jo-jorobadito.

El chofer se aleja, sin replicar, hacia uno de los automóviles de servicio que permanecen estacionados en el sector norte del parque. Los dos reñidores están arreglándose los vestidos rotos y limpiándose el sudor con las faldas de la camisa. Ha pasado la prueba de hombría y no tienen deseos de continuar peleando. Pachán y Folofo tendrán unos diez años, a lo sumo, pero el primero es de mayor altura y desarrollo que el segundo; sin embargo, éste ha sido el vencedor.

Folofo es de piel canela, pelo liso, negro, desconocedor del peine. Sus pies están empolvados y oscuros y en el dedo gordo del derecho lleva una venda sucia, porque, dos días antes, por querer jugar fútbol con una piedra, se despegó la uña. Delgaducho, inquieto, reidor. Su cara infantil muestra las huellas de las fieras uñas de Pachán. Ya le pasó la cólera, pero no el cansancio, que le agita el pecho. Ahora se muestra alegre con sus amigos. Sabe que ha triunfado. Otro muchacho de su misma edad le entrega la caja de lustrar que le cuidaba. El grupo se disuelve, pero Folofo, viendo a Pachán a la distancia, aún le dice:

- ¡Si volvés a molestar a Miguelito te voy a zampar otra sopapeada! ¿Lo oís, Catreco?

Pachán, apodado Catreco por el ahuecamiento de sus piernas, dice algo entre dientes y le da la espalda, alejándose hacia la Catedral, en compañía de Garañón. Folofo toma rumbo opuesto, seguido de Miguelito y de Lalo, el tartamudo. Lalo es el mejor amigo de Folofo; siempre andan juntos y regularmente trabajan en sociedad. Se prestan entre sí los materiales de labor: un cepillo, una lata de betún, un lienzo de lustrar. Lalo es blanco y de cabellos claros, ojos negros, peludo y sucio, como andan casi todos los muchachos menores que lustran zapatos por unos cuantos centavos en calles y parques. Miguelito es pequeño, diminuto, jorobado de nacimiento, pero muy inteligente. Pelirrojo y con pecas; no lustra, pero vende periódicos con mucho entusiasmo y éxito.

- ¿Le doy lustre, señor?

- Sí, ven acá.

El ciudadano se sienta en una de las banquetas de cemento Y los dos muchachos corren hacia él, poniendo ambas cajas frente a sus pies. El hombre se sorprende y vacila, no encontrando a cuál preferir. Dice:

- A uno solo...

- No se preocupe -aclara Folofo, mientras prepara sus materiales- los dos vamos a darle lustre: un zapato cada uno.

- Pero yo sólo voy a pagar a uno.

- Así es, señor.

- E-e-e-es que somos so-so-so-socios -agrega Lalo, con seriedad.

Miguelito permanece un momento de pie, observándoles y luego les dice:

- Me voy. Ya va a ser de noche. Mañana vendré temprano.

- Está bien, Miguelito; pero tené cuidado con el Catreco Pach án.

- Si-si-si te encuentra solo, te-te-te va a querer pe-pe-pe-pegar...

- Con la paliza que le diste hoy no volverá a molestarme; Pachán sólo es golillas. Ya lo veremos. ¡Adiós, compas!

El pelirrojo se aleja con su figurita grotesca, mientras los dos amigos, de rodillas ante el cliente, sacan brillo a sus zapatos marrones, con la pericia de expertos lustradores. Lalo termina primero y, con su precoz mirada, observa que al frente se ha sentado otro señor de elegante aspecto. Debe ser rico por la traza. El lustrabotas acomoda con presteza sus utensilios en la caja y, llevándola izada al hombro, corre hacia el presunto cliente.

- ¿Lo-lo-lo lo lustro, se-se-se-señor...?

El hombre, de grave aspecto que despliega un periódico, apenas le dirige una oblicua mirada y, con gesto despectivo, dice no, moviendo la cabeza. Se quita el cigarrillo de la boca y expele el humo perfumado por la nariz. Lalo está acostumbrado a este trato y vuelve donde ya Folofo está recibiendo el pago. El cliente le da una moneda y, como Folofo no tiene el cambio, es Lalo quien lo aporta. Folofo ve al hombre elegante y va hacia él.

- E-e-e-ese no quiere -advierte Lalo-. E-e-e-es "gorguera" y pa-pa-pa-paga por no ha-ha-ha-hablar...

Folofo no atiende el consejo y se aproxima al hombre.

- ¿Lo lustro, Doctor?

El hombre aparta la vista del periódico y observa al lustrabotas, quien repite su oferta con voz afable:

- ¿Un lustrecito, Doctor? ¡Le dejaré sus superfinos como espejo!

- Lústramelos -dice el cliente, en cuyo rostro grave se dibuja una sonrisa.

Folofo, con un gesto, llama a su socio y ambos lustran los zapatos, que nada tienen de superfinos. El humo del cigarrillo es fragante. Folofo, después de recibir la paga por su trabajo, se despide con afectada cortesía:

- ¡Hasta la vista, Doctor! ¡Muchas gracias mi estimado Doctor!

El hombre murmura algo y se recuesta en el banco, sacando el pecho y mirando con porte señorial a su contorno. Dos mujeres pasan taconeando y han oído las palabras del chico; la mirada del señor es como lengua de toro tras el ritmo de sus caderas pomposas. Lalo pregunta a su socio:

- Qué-que-que carajo ese que-que-que que a mí ni me-me-me me contestó. ¿E-e-e-es cliente tuyo e-e-e-ese doctor?

- ¡Ah, mi cuate, tan grande y tan maje! -se burla Folofo, sonriendo con picardía.- ¡Qué doctor va a ser ese trompudo!

- Yo lo he visto cambalacheando en el mercado y una vez, bolo, se lo levantó la policía. ¡Ese no es más que un "coyote"!

- ¡Có-có-có-cómo es la gente, com-com-compa! U-u-u-uno se engaña...

- La gente es la gente. Si ves a uno de corbata, decile doctor, licenciado o coronel, y ya verás cómo se pone ñango. Ya viste: ese trompudo, cuando le dije doctor, se infló como sapo.

- E-e-e-es verdá: la-la-la la gente e-e-e-es la gente.

Los dos continuaron sus correrías por el parque, proponiendo lustrar zapatos por unos cuantos centavos, igual que decenas más de muchachos descalzos, famélicos y desgarrados. Un altoparlante expandía música, trasmitida por una radioemisora local. El atardecer estaba teñido de crepúsculos que se diluían ante el avance de la noche hondureña.

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