Prisión Verde
1
En la oficina de la Superintendencia, tras un escritorio de caoba,
sobre el cual estaban esparcidos numerosos documentos y croquis,
míster Still observaba con su mirada azul profundo, ora a
uno, ora a otro de los hombres que, frente a él, ocupando
sillones grises, sostenían entre sí una acalorada
discusión. Diríase que el rostro de míster
Still era de cedro y su cabello, oro puro del Guayape; inmediatamente
se reconocía en él, al hombre de energía ilimitada,
severo y autoritario, habituado a ordenar y dirigir.
De los otros hombres, tres eran de piel trigueña y tostada,
cabellos negros y manos duras que revelaban su condición
de hombres del campo; y el otro, muy robusto, casi obeso, pálido,
de manos cerámicas, parecía necesitar del latigazo
del sol vallero; la pulcra presencia de este hombre denunciaba su
origen de la ciudad y su profesión liberal.
La discusión se acaloraba al hablar los tres terratenientes
al unísono. Las enronquecidas voces golpeaban con rudeza,
apagando el eco metálico de las máquinas de escribir
en que trabajaban varios empleados en las oficinas contiguas.
- ¡Eres un terco, López! ¿Qué te cuesta
vender?
- ¡Bah, mis tierras son mis tierras! -afirmó el
de más edad.
- Tu finca no vale ni cinco mil pesos...
- ¡Cho, carajo! ¡Vos no sabés ni valorar, Cantillano!
- No se producen en ellas los bananos...
- ¡Mentís, Lupe Sierra!
- Vendé, López; es un bien para vos.
- No vendo mi finca, ¿entienden?
Míster Still intervino. Se podía comprender que
su paciencia se agotaba, tal su gesto severo; mas su voz era pausada
y serena.
- Oiga usted, amigo López -dijo con pronunciado acento
inglés y poniéndose de pie.- Nosotros conocemos
perfectamente que su hacienda tiene buenas tierras, aunque para
cultivar banano son medianamente estériles, pero la Compañía
está dispuesta a pagar por ella ochenta mil lempiras. Oigalo
bien: ¡Ochenta mil lempiras, que son, nada más ni
nada menos, cuarenta mil dólares! Además, como ya
le expresó el abogado Párraga, también le
puede comprar sus vacadas a buen precio. Podemos hacer un negocio
redondo, amigo López.
- Y, ¿por qué he de vender mis propiedades? Ellas
son el producto de las luchas y sacrificios de muchas vidas. Mis
abuelos las comenzaron; las continuaron mis padres; las he fortalecido
yo desde mi infancia; y en ellas continuaran mis hijos, Dios primero.
¿No comprenden ustedes que esa es mi heredad, que estoy ligado
a ella con todas las fuerzas de mi vida?
El viejo Luncho López se había puesto de pie, visiblemente
emocionado. Volvió a sentarse y, con tono pausado, continuó:
- Soy como un árbol: tengo mis raíces muy adentro
de esa tierra. Su dinero no me sirve, míster; yo lo tengo,
lo saco de esa buena tierra en que he nacido. Si mis amigos, Cantillano
y Sierra, aquí presentes, quieren vender sus propiedades,
está bien, es lo suyo, es su regalada gana; pero yo, ¡qué
carajo! no venderé por ningún dinero, aunque le
pongan flores y tonadas de palabras bonitas.
- ¡Ah, Luncho López! -intervino el abogado Párraga,
dándole golpecitos cariñosos en la espalda.- Déjate
de sentimentalismos y tonterías; ya no eres un niño.
Comprende que se trata de un negocio ventajoso para ti. Sabes
bien que he sido tu amigo desde hace mucho tiempo y que siempre
te he sabido aconsejar. Vende tus propiedades por lo que la Compañía
te ofrece; es un buen precio. Con ese dinero te puedes ir a la
ciudad tranquilamente a pasar tus últimos días,
o bien, si es que no quieres separarte de los montes, si es que
los amas tanto como para languidecer por su separación,
entonces, compra otra propiedad agraria en otro lugar del valle
y, ¡todo arreglado! Ya ves, el problema es muy sencillo.
Luncho callaba con la mirada fija en una pata del escritorio. Su
frente oscura se había cubierto de sudor.
- Además, querido amigo Luncho -intervino el extranjero,
queriendo ser convincente- con la venta de La Dolora usted contribuye
de manera especial a impulsar el progreso de su país.
- Claro, Luncho -prosiguió el abogado, elevando el tono
de sus palabras-, cuando tú vendes tu propiedad a la Compañía,
no sólo te beneficias en lo personal, sino que das un aporte
patriótico para el progreso de nuestro país. Mira
cuánta prosperidad está dando ya la Compañía
a este valle. Hay que colaborar con ella por patriotismo.
El semblante de Luncho López, terrateniente del valle del
Aguán, reflejaba las dudas del hombre y diríase que
su obstinación en no vender, iba cediendo ante las argumentaciones
del míster y del abogado. El nada tenía en contra
del progreso, pero no veía clara la vinculación entre
la venta de su propiedad a la empresa extranjera y su patriotismo.
Se veía como esos venados a los que acosan los perros en
los montes, sin darles lugar para huir del cazador; estaba acorralado.
López parecía ya dispuesto a ceder ante la insistencia
de aquellos hombres que lo inducían a deshacerse de su antigua
heredad.
- Hay que ser razonable, querido -prosiguió el abogado,
levantándose, y, tomando un legajo de papeles del escritorio
y una pluma fuente, le dijo:- ¡Firma y vamos adelante!
Pero Luncho no se movió; en su interior se libraba una batalla
tremenda. Miraba allí el documento de venta ya escrito, la
pluma, los ojos profundamente azules del gringo, los rostros de
sus amigos; pero no se atrevía a dar aquel paso definitivo,
como si una resistente pialera le atase las manos y el espíritu.
- ¡Firmá, así como lo hicimos nosotros! -le
invitó Sierra.
- ¡Y acordate, hombre de Dios, que lo hacés pal'pogreso!
-recordóle, con su peculiar vozarrón, el terrateniente
Cantillano.
Entonces levantó la cabeza con un gesto soberbio, como cuando
a un potro se le da un zurriagazo. Ya no refleja indecisión
en su rostro avejentado; ya no se debatía entre las dos fuerzas
intrínsecas en lucha. Se había decidido y exclamó,
retador:
- ¡Al diablo con los dólares! ¡Qué carajo!
¡No vendo mis tierras! ¡Es mi última determinación,
míster! ¡No vendo! ¡No venderé ni por
todo el oro del mundo! ¡Palabra!
Estas frases de rebeldía, pletóricas de llana firmeza,
abrieron el hueco de un silencio largo. La cara redonda de míster
Still se puso más roja que el cedro y se mordió los
labios. El abogado dejó caer la pluma sobre el escritorio,
con desaliento y fatiga. En los otros terratenientes predominaba
la sorpresa con cierto disgusto, como si se tratara de un negocio
de ellos. Todo estaba como al principio y las dos horas de derroche
verbal habían resultado infructuosas.
- Bien -habló míster Still, poniéndose
de pie y demostrando que suspendía la reunión-,
otro día continuaremos tratando, señor López.
Y, ustedes, amigos, míster Lupe Sierra y míster
Pancho Cantillano, muchas gracias por su valiosa colaboración.
Mañana les espero aquí para que tomen un motocarro
especial, el mío, y los conduzca al puerto donde podrán
cobrar sus dineros en el banco. El motocarro y su permanencia
allá, corren por cuenta de la Compañía. Un
empleado nuestro se pondrá a sus órdenes para lo
que deseen. Nosotros somos sus verdaderos amigos. Pueden contar
hoy y siempre con nuestra deferencia y nuestro apoyo. ¡Hasta
mañana, amigazos!
El primero en salir fue Luncho López; sus pasos fuertes
parecían coces en la sala de la Oficina. Tras él marcharon
los otros terratenientes, a quienes acompañaron míster
Still y el abogado Párraga hasta el portón enrejado
de la "yarda".
La Central era un grupo de oficinas y bungalows diseminados en
un amplio espacio de terreno sembrado de grama, laureles y palmeras;
su intenso verdor contrastaba con el gris de las paredes y el rojo
vivo de los tejados de zinc. Todos los edificios, limpios, higiénicos
y hermosos, tenían un aspecto elegante y atractivo que daba
impresión de vida, de juventud, de holgura, de placidez y
de belleza. Las emparradas, las flores en las escalinatas, las persianas
de colores, los pisos encerados y relucientes, todo en estas casas
demostraba buen gusto, lujo y comodidad. Allí estaban las
oficinas centrales de las plantaciones de banano que la Compañía
Frutera usufructuaba en el extenso, soleado y fértil valle
del Aguán, y, también, las cómodas habitaciones
de los jefes gringos y altos empleados nacionales. La Central de
Coyoles tenía un paisaje maravilloso; estaba ubicada entre
las fincas en la parte alta del valle pródigo y su perspectiva
era cortada por la franja azul de un cielo claro como conciencia
de niña. Las paralelas de hierro pasaban por el centro formando
como una calle muy ancha para luego dividirse en ramales que proseguían
hacia occidente.
Iban a ser las once de la mañana. Los dos terratenientes
que habían llegado de la otra ribera del río a rematar
las transacciones con la Compañía Frutera, regresaban
gozosos. Habían vendido sus propiedades agrarias por varios
miles de dólares. En sus espíritus rurales sentían
ahora la altitud que da el plinto de la riqueza dineraria. En sus
pensamientos y conversaciones decían que ellos no habían
sido ni tontos ni tercos para desperdiciar la oportunidad de vender
sus haciendas; semejante estupidez sólo la cometían
hombres sin seso, gente chapada a la antigua, de la talla de Luncho
López; pero a ellos no les importaba que su colega careciera
de buen razonamiento; allá él y su vacua terquedad.
Lo importante, lo trascendente, estaba en que ellos, Pancho Cantillano
y Lupe Sierra, ya habían vendido sus propiedades; en que
ahora ya eran dueños de capitales efectivos, de dinero contante
y sonante, por lo cual serían catalogados en la ciudad, en
el valle y quizá en todo el país, ya no como ganaderos
y agricultores vulgares, sino como grandes señores. Habían
logrado el sueño de toda su vida con el simple hecho de vender
sus tierras.
Ellos habían ganado. La propia Compañía Frutera
lo reconocía así; los jefes gringos y el abogado,
Estanio Párraga, no lo ocultaban. Y, ¡qué amables
y corteses eran esos hombres extranjeros, sin pizca de orgullo!
Para ellos, terratenientes del Valle, la Compañía
no negaba nada en absoluto: carros expresos, pases de cortesía
en los trenes, almuerzos, finos licores, atenciones a granel. Cantillano
y su amigo Sierra abandonaron la Central de Coyoles con la alegría
hecha un florecimiento en sus espíritus y llevando aún
en sus oídos la grata impresión de la palabra "míster";
con que el jefe gringo les había llamado.
No se marchó así Luncho López. Reacio a tratar
la venta de sus propiedades y con el ánimo enardecido, salió
del poblado, jinete en su brioso corcel, lanzando denuestos contra
aquellos hombres extraños que venían a turbar la paz
del valle y se esforzaban por hacerlo abandonar sus tierras. Ochenta
mil lempiras era un capital estimable, pero ¿cómo podría
vivir él alejado de su hacienda, de su hato La Dolora, de
sus vacadas, de sus pastizales, de su molienda de caña, de
sus bosques? ¿Cómo dejar aquella bendita tierra que
tantos dolores de cabeza y esfuerzos le costaba, sólo para
dar satisfacción a los extranjeros? El no era enemigo del
progreso, pero ¿cómo compaginar su tragedia de quedarse
sin tierras con el llamado desarrollo del progreso del país?
¿Acaso ese amor suyo para La Dolora no era en gran parte amor
para su patria?
En cuanto al dinero, allí tenía en su cofre antiguo
el producto de los trabajos de la hacienda, y no poco por cierto;
y para su felicidad, le bastaba la certidumbre de saberse dueño
de su heredad. De ahí que ahora, al ir de regreso a su finca,
situada al otro lado del río Aguán, se molestara consigo
mismo al recordar que, por un momento estuvo a punto de flaquear
ante las propuestas del gringo. Luncho iba rencoroso también
con sus amigos, Cantillano, Sierra y Párraga, porque casi
lograron hacerle firmar el contrato.
- "Son empujadores -pensaba Luncho-, con cuentos y palmaditas
son capaces de tirar a un cristiano a cualquier precipicio".
En el portón de la "yarda", míster Still y el abogado
se quedaron dialogando a la sombra de una palmera. Comentaban el
asunto de la compra de las tierras en el Valle y al referirse a
López lo hacían despectivamente y con enconado desprecio.
Para el gringo ya era demasiado que el viejo terrateniente se opusiera
al deseo de la Compañía; no era esa la costumbre en
las relaciones con los hacendados.
- No se preocupe, Míster, ya verá usted; dentro
de poco él será quien venga a proponer la venta.
Estos valleros así son siempre: cerrados como topos.
- Ese viejo quizá resista; parece desequilibrado.
- No se preocupe, para todo hay solución. ¿No me
tienen para arreglar sus asuntos? ¡Estanio Párraga,
abogado y notario, lo soluciona todo!
- Es verdad y le estamos reconocidos; pero nosotros deseáramos
arreglar estas cuestiones de las tierras, sin llegar a los métodos
que ya usted conoce, pues, por ahora -y acentuó significativamente
la palabra- no convienen a la Compañía. ¿Comprende
usted?
- Perfectamente, Míster, y ya verá que Estanio
Párraga no tiene aserrín en la cabeza. No se preocupe.
Al retornar a la oficina, donde los empleados continuaban trabajando,
un hombre les salió al paso. Era un jornalero, o parecía
serlo, pues portaba un machete y, por valija, una bolsa grande de
mezcal.
- Buenos días, míster Still -saludó con
cierta timidez.
- Buenos días, Martín. ¿Deseabas algo?
- Como usted recordará, míster... cuando convinimos,
hablamos... usted recordará... yo vengo ahora a verlo...
porque necesito que me ayude... quiero que...
- ¿Qué? -el gesto del gringo demostraba claramente
que no le era grata la presencia del hombre ni su conversación.-
Habla pronto que no tengo tiempo disponible.
- Pues, como me prometió un día que cuando necesitara
su ayuda, viniera con toda confianza...
- ¿Qué es lo que quieres?
- Necesito que me enganche como Capitán en alguna finca
de la Compañía. Yo quiero trabajar...
- Anda allá, a las plantaciones; aquí no hay trabajo
para peones, que es para lo que puedes... servir.
Y el gringo, precedido del gordo abogado, entró en el edificio
dando un violento portazo.
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