Dentro de un corto tiempo, concretamente en Octubre de 1992, se cumplirán como todos sabemos cinco siglos del «descubrimiento» de América. Queremos aquí destacar ese hecho y sumarnos a las celebraciones que se efectuarán tanto en el Viejo como en el nuevo Mundo. A los hispanoamericanos no nos separa el Atlántico, sino que este nos une. Para algunos, nuestra madre común, la Atlántida (presente en la raíz TL de los nombres de las ciudades-centros de Tula y Toledo) selló este pacto en el siglo XV con la sangre generosa de los vencedores y vencidos e hizo que sus hijos conciliaran los opuestos de dos tradiciones, de dos mundos aparentemente excluyentes, el cristiano y el indígena, el europeo y el americano que, sin embargo, se han influido mutuamente al punto de complementarse, tan identificados se encuentran el uno con el otro, aún más allá de la inmensa importancia de una lengua, una historia y en muchos casos una sangre común. Y, asimismo, más allá de las susceptibilidades y diferencias de dos tradiciones, la precolombina y la cristiana que al enfrentarse se resolvieron en conquistadores y conquistados, es enorme el sustrato común que se manifiesta en cantidad de hechos y cosas, conscientes e inconscientes, que nos hermanan para siempre y en forma definitiva, tomada debida cuenta, entre muchas otras razones, que en la Historia (de los hombres y los pueblos) nada hay de casual, y que próximos a arribar al fin de un ciclo nos toca un destino obviamente compartido. Bajo esta luz que hace a la Historia y a la Geografía trascendentes, otorgándoles la categoría de simbólicas sagradas, el descubrimiento de América recupera un sentido significativo y encuentra su verdadero lugar en el mapa mental de españoles y americanos. Los que haciendo caso omiso de las palabras huecas y los discursos que se estilan en estas ocasiones se consideran mutuamente responsables de comprender la magnitud de esta unión, bajo la tutela de un Dios único, un Arquitecto del Universo revelado de todos los pueblos del mundo, y una Tradición Universal y Unánime que se ha manifestado actualmente para América y España bajo una forma común: Hispano - América, lo que no sólo nos obliga solidaria y fraternalmente, sino que, además, nos mueve a actuar conjuntamente en los cauces ordenados del tiempo y el espacio, reuniendo los contrarios que más bien nos unen que separan, en aras de la realización ontológica y metafísica, o sea de la vida verdadera y la identidad, lo cual abonará una vez mas los vínculos fraternos y los ideales compartidos. Esta conmemoración, que prácticamente ya estamos viviendo y se nos ha venido encima en este diluvio de acontecimientos de todos los días, se encuentra también marcada por el ingreso de España en forma definitiva a la Comunidad Europea y por sus tres acontecimientos de carácter local: la Feria Internacional de Sevilla, las Olimpiadas de Barcelona y Madrid como capital cultural de Europa; asimismo se da en el encuadre de la cambiante, inestable y tensa situación económica y política mundial y en el estado de crisis que afecta al orbe entero. Pero el aluvión de actos oficiales no puede ocultar un cierto malestar por parte de los americanos, que tal vez estén desarrollando un complejo de abandono, en especial entre aquellos países que abrieron sus puertas a los españoles, a veces en momentos difíciles, proporcionándoles un futuro del que se beneficiaron sus descendientes, hoy americanos y muy ligados por innumerables lazos a su «madre patria». Sin embargo hay también que remarcar ciertos movimientos hostiles, que rechazan aun hoy después de cinco centurias la dominación española, particularmente en los países de ascendencia indígena o de mayoría mestiza. En este sentido en la VII reunión de la Conferencia Iberoamericana para el encuentro de dos mundos se ha dicho: «En la conversación del Quinto Centenario, la presencia y la voz de los pueblos indios deben tener la posibilidad de ocupar el papel protagónico que merecen y que con persistencia se les ha negado». A nuestro entender la labor de los actuales indoamericanos no debería ser la «politización» superficial, expresada en pequeñas actitudes aprensivas, sino la inmensa tarea de la unión de los fragmentos vivos de esta tradición, que al arribo de los europeos se mantenían dispersos, lo que por otra parte fue causa determinante de la dominación europea. Y eso sólo podrá lograrse cuando, juntos, indígenas, mestizos y extraños conozcamos los verdaderos valores de nuestras culturas, es decir su cosmogonía y su metafísica, análogas a las del mundo entero, y reconozcamos en ellas la propia identidad arquetípica, y nuestra posibilidad de realización allende las características formales que son las que nos separan, pero las que a su vez nos dan un sello propio y auténtico a los americanos, entre las numerosas tradiciones y civilizaciones. Los americanos sentimos la obligación de aclarar que el «indigenismo» no necesariamente representa el pensamiento del auténtico indio, que se siente tan alejado de la antigua dominación monárquica española, como de la que ejercen hoy día sobre él las repúblicas hispanoamericanas y sus representantes encaramados aun democráticamente en el poder. Por otro lado el desconocimiento europeo de las culturas tradicionales de los naturales, muertas por su propia mano, fomentado por toda clase de prejuicios vigentes aún hoy día, no hace sino sustentar esa ignorancia justificada por la falta de apreciación de lo que se considera menos. Lo cual hace necesaria la reflexión sobre un tema de debate completamente actual y valioso sobre el que de ninguna manera nadie ha dicho aún la última palabra. Nota * Publicado en la revista Otto Zutz, Barcelona (Nº 2 segunda época - 1991) |
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