CAPITULO III
PERSPECTIVAS DESDE EL ARTE 
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Generalmente al hablar de arte hoy en día, nos referimos vagamente a la historia del mismo, o imprecisamente a un hecho cultural de cierto "status" intelectual y socioeconómico, que la pintura (la más injustamente afortunada de las artesanías) ejemplifica. También solemos referirnos a él como a un inventario musicológico de obras acabadas y fechadas en tal o cual tiempo y localizadas en este o aquel sitio. Desde el punto de vista en que nos situamos no nos interesan tanto estas perspectivas, que por cierto no negamos, sino que preferimos ver al arte como una actitud específicamente humana, no ubicada en ningún esquema clasificatorio o histórico-geográfico, sino perfectamente viva, actualizada por el hombre de todos los tiempos y reflejada en sus símbolos culturales y sagrados, que si bien reconocen un origen preexistente, son la materia a partir de la cual se produce la re-generación cíclica de las civilizaciones, del mismo modo que en el firmamento la actividad solar recrea permanentemente las diversas condiciones o formas de vida de su sistema. En ese sentido siempre nos ha interesado el arte como forma de conocimiento, o mejor, la actitud del artista como una manera de adentrarse en determinadas dimensiones del mundo lineal de su entorno –aunque él mismo sea poco consciente de ello–, mediante una concentración de sus posibilidades, ya fuese a través de un trabajo ordenado y paciente o de la síntesis catártica totalizadora. O de ambas, puesto que por cierto la una no tiene por qué excluir a la otra, sino que más bien se complementan allí donde el hallazgo o contemplación de la belleza produce una especie de emoción relacionada con un sentimiento de plenitud, ausencia o vacío, donde todos los seres y las cosas no son sino ellos mismos, en su pura realidad despojada, lo que equivale a vivenciar la idea arquetípica de armonía, aun en la desarmonía, y de equilibrio y justicia, aun en los conceptos que dialécticamente se les oponen. 

Esta emoción intelectiva es un modo de conocer. Una manera, una actitud por cierto imprecisa, no lógica, de aproximarse al objeto del conocimiento por el sujeto que conoce y que llegada a su clímax, funde al sujeto que conoce con el objeto conocido, produciendo el conocimiento, que deja entonces de ser sucesivo, inclusive espacial, para pasar a ser algo diferente al producirse una transformación –cualquiera que ésta sea–, siempre aprehendida a través de la experiencia directa, aunque el soporte simbólico utilizado fuese cualquier cosa o ser manifestado. Puede verse aquí una estrecha vinculación con el amor, en cuanto ambas posibilidades emotivas unen o religan, o actúan como prolongaciones de la identidad del sí mismo en todas las cosas. Nos interesa además rescatar un elemento de incertidumbre, o de aventura, inherente a los riesgos del arte y del amor, dos maneras de encarar por lo más alto el proceso del conocimiento, que se halla en el origen y en la identidad del ser mismo. Y ese riesgo, esa pasión, ese fuego, está siempre presente en todo lo que implique la búsqueda y la realización de la belleza y la sabiduría, es decir la unidad en amor, lo que constituye el arte en la vida. 

Así pues, nos referimos al arte como una "poética" comprometida con el conocer del hombre, al que consideramos parte imprescindible de este proceso perenne de interrelación y expresión, donde la inteligencia universal que él mismo refleja, manifestándose como un arte de indefinidas posibilidades, le brinda la opción de ser todo lo que él conoce. Esta "poética" incluye a todas las artes: 1 arquitectura y construcción, artesanías, técnicas y ciencias, oficios (cerámica, vidrio, jardinería, herrería, ropa y calzado, joyería, carpintería, etc.), las artes llamadas marciales y la danza, escultura, música, teatro y poesía, geometría, gramática, alquimia, etc., es decir a las artes liberales y al hombre integral.  

Y como nada deja de ser simbólico en el orden microcósmico, esta "poética", referida al hombre y su actividad creadora, puede transponerse al orden macrocósmico, donde la naturaleza, la vida y el universo, no son sino un conjunto análogo de seres y funciones, unido en el amor. Y entonces la tierra y el hombre pueden ser considerados como obras de arte, u objetos de diseño, frutos de una poética general, cuyo origen es un sonido llamado verbo o logos, que no es sino la manifestación surgida del mayor grado de concentración posible.2

 
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Es obvio afirmar que sin hombre no hay arte, aunque no está de más efectuar esta aclaración en una sociedad que por una especie de manía empírica, separa a las cosas de su contexto, y les otorga una categoría diferente, como si tuvieran vida o realidad por sí mismas, clasificándolas en el casillero imaginario correspondiente, en este caso bajo el nombre de "arte", otorgándole una serie de características perfectamente arbitrarias o ilusorias, tendientes a hacernos creer –de manera casi publicitaria–, que aquello es una verdad objetiva, para colmo casi científica, siempre algo concreto, tangible, dispuesto a ser analizado y catalogado. El hombre es el sujeto-objeto del verdadero arte, y a través de él se materializa la posibilidad de la obra creativa, reflejo de una obra más vasta, en la que el hombre está incluido. El mago –que saca cosas de la sustancia informe, y al realizarlas actualiza las posibilidades que ésta tiene en sí, al igual que las que porta él mismo interiormente–, ubicado en el centro de su círculo ritual, es el creador del espacio donde se dan todas sus posibilidades y las de su obra. Este es su cosmos, simbolizado por el círculo, que cumple también funciones limitativas, además de protectoras. Y su imagen vertical, ubicada espacialmente en el centro o eje de la figura, es la mediación entre cielo y tierra; es decir la de un vehículo entre el mundo invisible de las ideas y la manifestación horizontal y material de las mismas, a través de una gestación o encarnación de las potencialidades del ser que han de reflejarse en el acto creativo.  

Este hombre es el artista,3 individuo de oficio o de conocimiento, que recrea el mundo a través de su actividad redentora, al vivificar las potencialidades que todo hombre lleva en sí mismo en forma latente, y toda substancia de manera inmanente. Se conecta así con el ritmo de todas las cosas, el ritmo universal,4 y su obra constituye el pasaje entre lo increado y lo creado, como una síntesis que manifestara a la unidad, para inmediatamente plasmarla en la multiplicidad de las formas. Lo que equivale a asimilarlas análogamente a un doble movimiento de concentración-expansión, de expresión energética centrípeta-centrífuga, yin-yang, solve-coagula, siempre presente en todas las cosas, y que hace vibrar al artista como un diapasón armónico en su conexión vertical, que necesariamente debe irradiar en el plano horizontal.  

Y esta conversión de energía estática en dinámica, que va de lo uno a lo múltiple, tiene su réplica instantánea en la acción inversa, la del reciclaje de lo múltiple a lo uno, ya que la obra de arte concebida y ejecutada se transforma a su vez en objeto estático, y es contemplada por otro hombre, que a partir de ella, como cosa creada, se remonta al acto creativo y a la revelación de la idea –o arquetipo– inspiradora, que originó todo el proceso. En esa labor transmisora, donde el ser humano como sujeto dinámico –en este caso el artista– recibe, emite y da lugar al objeto o símbolo revelador, que a su vez retransmite la energía originaria, convirtiéndose así en un soporte, en un vehículo apto para la comprensión, reside el misterio del arte. En suma, el misterio del hombre, o de toda la creación –ya que este proceso es válido para cualquier manifestación–, la que se expresa siempre en forma rotativa o cíclica.  

Queremos recordar aquí la idea de la fecundación por la palabra, y la ya mencionada del verbo o logos como origen de la manifestación. Y también la de Purusha como principio activo y Prakriti como principio pasivo o sustancial de la creación universal. El artista, mago, chamán o demiurgo, es también el rey o emperador de un espacio donde él es el eje o centro.5 Y estando todo concatenado en la vida universal, habiendo siempre algo preexistente, y de manera análoga algo que ha de ser preexistente para otros –que abrirán los ojos después de nosotros–, cada gesto o actitud moverá energías indefinidas, algunas de ellas visibles o de un historicismo evidente, pero la mayor parte serán invisibles, ni siquiera conocidas por aquellos mismos que participan en ellas.  

La ley de correspondencia siempre actúa, como no podría dejar de ser, ya que se trata de una ley universal; y la voluntad de ser crea un nuevo espacio donde la obra creativa o el reino florecen, pues donde no había sino un amorfo, o un vacío, la substancia universal virgen para ser fecundada por la energía positiva, ahora se ha engendrado un mundo, que ya estaba contenido en esa substancia de un modo pasivo. Y así lo que era pasivo será ahora activo, y la energía activa, que funcionó como un detonador, se convertirá en un símbolo, u objeto estático creado, que llevará implícito en él mismo la energía activa original, sintetizada en forma pasiva o potencial, dispuesta a ser vivificada, para poder adquirir así una nueva configuración espacio-temporal, entre la bipolaridad del eje de una esfera, o el punto original y la circunferencia de un círculo, o el centro y la periferia móvil de una rueda. El hombre sería entonces un mediador, un intermediario, el creador de un plano de expansión entre la idea arquetípica y su cristalización final en el mundo, entre la unidad original primigenia y la individualidad de la obra creada en la diversidad de un género, ya que cualquier punto de la circunferencia es un reflejo -y como tal invertido- del punto original, y lleva dentro de sí mismo, como él, la posibilidad de engendrar un campo, o cosmos, es decir una obra o creación. Esta es la razón de ser del arte, y por cierto de la magia, y también del símbolo y el rito.  

De este modo, el hombre, al identificarse por el arte con el punto virtual, o unidad sintética, escapa de la relación espacio-temporal, pues lo inmóvil, absoluto o infinito, no tiene fin ni fines. Y así es como extrae de la idea arquetípica la manifestación creativa, que siempre nació y siempre nace. Esto se debe a que la unidad, desdoblándose en el ritmo de la dualidad, mediante sus emanaciones o intermediaciones, genera la multiplicidad de los seres -o los estados del ser universal-, o las cosas creadas, puntos individuales en la circunferencia espacio-temporal, simientes que portando en sí mismas la posibilidad de crear, o sea de imitar 6 la unidad arquetípica, hacen que ésta refluya incesantemente con el movimiento de una rueda, imagen y modelo del cosmos. Así, la inspiración artística, su expresión, y el retorno a la idea original a través de la síntesis que hizo posible la concreción de la obra u objeto artístico, es lo que constituye un esquema simbólico siempre presente en cualquier manifestación.

 
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A esta altura del discurso parece evidente que lo que se tiene hoy día considerado por arte, lo que se entiende por tal, poco o nada tiene que ver con las concepciones expresadas con anterioridad. No se tratará aquí de hacer una crítica exhaustiva de las hipótesis o controversias estéticas actuales –ni del mercado y la profesión de artista–, y tampoco de las circunstancias cíclicas, histórico-socio-culturales económicas, que han engendrado estos tremendos equívocos y mermas. Aunque sí se querrían puntualizar ciertos detalles o errores ejemplificadores:  

Uno de ellos consiste en tomar por arte a una serie de trabajos escogidos más o menos arbitrariamente, condicionados por circunstancias temporales que se canalizan por medio de las modas, usos y costumbres, y atribuirles una categoría "artística". Otro el de otorgarle al arte una naturaleza objetiva, como si se tratara de una realidad tangible que pudiera transponerse a tal o cual artefacto. "Las obras están hechas con arte, no son arte", nos advierte lúcidamente A. Coomaraswamy. Se podría objetar que todas las cosas son arte, pero siempre que se viera en ellas un símbolo expreso de la idea, es decir una posibilidad de encarnar a la misma. Pero si la visión fuese literal se entendería una vez más al símbolo no como mediador, sino de manera objetal, separándolo de su contexto, convirtiéndolo en una deidad idolátrica, un fetiche o un tabú. Un equívoco más sería tomar el arte como algo más o menos intrascendente o placentero, pero casi necesario, algo que "espiritualiza" o hace más agradable el ambiente general. Como una experiencia lúdica, una técnica inteligente –casi exquisita– de evasión, proveedora de una alta dosis de comfort y status. O inversamente, dramatizar las circunstancias creativas, adjudicándoles una importancia absoluta, tratando de hacer trascendentes las vivencias psicofisicas o la materia con la que se trabaja, que por definición no son trascendentes. Otro más: la división entre lo que es bello o simbólico y lo que es útil, ignorando que lo que es bello o simbólico, tiene por sí mismo lo máximo de la utilidad. Asimismo el reducir el arte al gusto, que como el ego deviene constantemente, y hoy es una cosa y mañana otra. Igualmente, la actitud de aquellos que pretenden utilizarlo como un medio de propagación ideológica o de influencia psíquica, cualquiera que ésta sea, por lo mismo anotado anteriormente.  

El arte tomado como expresión de la personalidad es una falacia, puesto que esa personalidad, tal cual hoy se la visualiza, es inexistente. Ha sido extraída del medio que la ha condicionado. Y no es sino la reproducción o mera imitación de gestos, cuando no la copia decidida de estilos, actitudes, modas, maneras, "Ideas"; en suma: de una serie de historietas tan falsas como las nuestras. Ya que los modelos a quienes, conscientemente o no, copiamos, se han visto abocados a situaciones análogas a las que nos han tocado a nosotros y han procedido de igual forma, disfrazándose de la mejor manera posible, en el baile de fantasía progresista en el que estamos. Y así, las máscaras van cambiando a lo largo del tiempo, con la constante de que en cada caso creemos ser "nosotros" esa misma máscara. Esto es, la identificación con la morisqueta de turno,7 con la cual estamos vinculados emocionalmente, las más de las veces por un acontecimiento fortuito, por un hecho casual de uno u otro sentido, ante el que reaccionamos de tal o cual manera. Situaciones que extraemos del ambiente y que quedan impresas en nuestra psique como algo propio y personal e importantísimo, cuando en realidad son enteramente inventadas por la ilusión de otros que comparten nuestra ignorancia.  

Es necesario advertir que estamos completamente programados, y aquello por lo que estamos dispuestos a morir, vale decir nuestra identidad personal, no es sino algo impuesto por las circunstancias contingentes (socio-económicas, histórico-geográficas y familiares) que nos ha tocado vivir. ¿Qué hombre realmente pudiera identificarse, siendo universal, con el número de su documento de identidad o con su impresión dígito-pulgar o con sus obsesiones, fobias y manías?  

Se ha dicho que la vida es sueño, y también que la sociedad moderna, que afirma enfáticamente sus supuestos indiscutibles, y que nos moldea "positiva" y "materialmente" en ellos, es una farsa. En todo caso es evidente que nosotros internamente no somos esa ilusión, ese engaño compartido que hemos visto cambiar ante nuestros ojos de manera evidente en sus formas políticas, históricas, sociales, científicas, afirmando con la misma seguridad, solidez y desparpajo, anteayer una cosa, ayer otra, hoy una diferente –completamente opuestas y contradictorias–, actitud que seguirán manteniendo hasta el fin, como lo vienen haciendo, justificándose siempre. Y lo que es más paradójico: tomando este estado de total confusión y de reincidencia de errores filosóficos y desviaciones que vienen señaladas desde la antigüedad, como progreso y evolución. Si nos negamos a ser ese producto social, cabe preguntarse: ¿qué somos? Y encontrar una salida. Lo cual sería lo mismo que reconocer la propia identidad, el ser, el verdadero yo. Se está en medio de una rueda y no se puede huir. Atrapados, todo se repite una y otra vez, y no conseguimos escapar de nuestros patrones, que se reciclan en un perpetuo retorno, ya que estamos apresados en la cárcel del principio y el fin, de la dualidad de la causa y el efecto, que obliga a nuestra psique a repetir indefinidamente sus conductas en perfecto acuerdo con el tiempo, que se reitera de tal suerte, que cada día que pasa es un acercarse del plazo de la vejez, la enfermedad y la muerte.  

Sucede que los hombres de este siglo no recordamos que el ser humano todo lo aprende. Nos enseñan a comer, a caminar, a hablar, y de allí en más toda la serie. Nada sería el hombre de lo que pretende si no lo hubiera aprendido. Somos lo que sabemos, y eso siempre nos es enseñado. Y sorprendentemente creemos y damos como algo natural –como consubstancial con el ser humano– un saber infuso común a una especie privilegiada, propietaria y rectora de la tierra, cuando ciertamente no hacemos sino imitar imitaciones que nos conforman. Esto es válido no solamente para los conocimientos racionales o conscientes, sino que asimismo lo es para el "sentimiento" y hasta para el "instinto" –ambos aprendidos–, que en la época actual son la mayor garantía de certeza.  

Por eso, se trataría de abandonar la confusión de la idea de tiempo, tal cual hoy se nos ofrece, para conocer y vivir lo atemporal, la eterna belleza, a través del soporte de la obra creativa, y acceder al estado donde la causalidad no existe. Sin lugar a dudas el arte es una actividad contemplativa, pues promueve el conocimiento a través de la identificación del sujeto y el objeto, por mediación de la belleza. Pero el "esteta", el personaje oficial que se ocupa de estos asuntos, lo ignora, ya que es un enamorado de apenas la superficie de las cosas.8 El arte es la evocación de la idea arquetípica, invocada en el rito de la creación. Es la irrupción de lo invisible e inaudible, que mediante la forma y el pensamiento se expresará a sí mismo, reconociéndose en el gesto y la palabra, que configuran toda manifestación –aun la cósmica–, lo que es equivalente a la acuñación de un lenguaje o código, que va de lo universal a lo particular, y de éste reviene a lo universal, por la atracción de lo perfecto de la obra –a la que nada hay que agregarle ni quitarle–, que simboliza la perfección de su creador, por las correspondencias que se establecen entre ellos.  

Las partidas de ajedrez del siglo XVIII, XIX o XX, tienen estilos tan diferentes entre sí, como lo tienen las artes visuales, la literatura, la música y toda moda o actividad, en íntima relación con las ideas filosóficas, las ciencias y las mentalidades de esos períodos. El gusto cambia, es relativo y perecedero como la apreciación "estética". Pero si las obras han sido ejecutadas rectamente, esto es, de acuerdo al arte, y como expresión de la naturaleza universal, de la vida, del conocimiento, de la comprensión de las pautas del modelo cósmico, o en concordancia con la ciencia de los ritmos –lo que equivale a decir perfectas en su género–, han de reflejar necesariamente la belleza completa de aquello que las inspiró.  

Pero hoy en día se reemplaza al significado por la anécdota, olvidando que es el contenido de las imágenes mentales de quien realiza la obra, lo que efectiviza el rito de la creación. Que sin ellas y su sentido, todo sería una mera reproducción o parodia (muy hábil, espectacular o rutinaria), sin ningún objeto ni significado, salvo el de la multiplicación cuantitativa, el halago momentáneo de la vanidad, la degustación de un pequeño poder o el cumplir con la "conciencia" moral (o inmoral), satisfaciéndola con la mera acción, a la que se atribuyen así características mágico-sagrado-religiosas, dentro de un contexto social, material y profano. Desde estos puntos de vista, la actividad artística es un negocio como cualquier otro, acaso una profesión especializada o un trabajo que alguien quiere cumplir. De acuerdo con el patrón social vigente, es el marchand quien saca el mayor provecho rentable, puesto que él crea y maneja el mercado en relación con sus gustos, ideologías e intereses particulares, en compañía o en contra de otros personales análogos, con el que se reparten el poder del "botín" cultural y su traducción monetaria. El arte no es algo ligero, netamente snob y clasista, relacionado con el triunfo en la vida y el éxito. Una actividad para "listos", que por motivo de ciertas facilidades, se sobrevaloran sin recordar que, por otra parte, cualquiera tiene estas disposiciones naturales en uno u otro campo, no todos hoy considerados como "artísticos".9  

En fin, y para no seguir abundando en detalles y en críticas archiconocidas para aquéllos que se interesan en estos asuntos, y volviendo a nuestros temas específicos, si no fuese un exceso, diríamos que el símbolo, por definición, es indefinible, ya que es algo significante, distinto de sí mismo, en razón de lo cual él es tal. Sin embargo no debemos confundir su significado con su función significante o significativa. En efecto, el significado de los signa (o milagros) es el de la revelación de lo sobrenatural. Nunca el efecto que esos signa producen en el medio.10 Esta "definición" le cuadra a la creación artística –símbolo por excelencia– y asimismo al hombre, que es el símbolo más alto de la obra creacional. Si consideramos el modelo de la rueda y lo transponemos al ser de este hombre, diremos que el punto central corresponde a su Yo, a su interioridad, a su identidad, a su espíritu, y la periferia a sus egos personales, a su exterioridad, a sus circunstancias y a su cuerpo. Lógicamente, si el punto central representa el espíritu y la circunferencia el cuerpo, es fácil inferir que lo que va del punto virtual al límite del plano, la zona intermedia, que es casi la superficie entera de la figura del círculo –vale decir los indefinidos radios o rayos que comunican lo más interno, profundo y misterioso, con lo más externo, superficial y manifiesto–, corresponderá a la función del alma, ánima o psique, verdadero vehículo del arte.  

Tomando debida cuenta de que esta mediación tiene una parte más alta, la más cercana al espíritu (donde convergen las irradiaciones en el punto central y están más próximas a él), y otra más baja, la más cercana al cuerpo (en donde los rayos se han ido separando, alejándose del centro). Esta es la antigua distinción entre la Venus Urania y la Venus Pandemos, y entre Diana y Hécate, y también entre el verdadero arte relacionado con la cognición y la belleza y el arte de halago, o festivo, vinculado con el gusto y la superficialidad. En verdad estos extremos no se excluyen, salvo en la mentalidad de los que han tomado partido por uno, negando y menospreciando al otro –habiendo optado ciertamente por el más bajo–, y nos han enseñado como única y buena esa elección, intentando complicarnos en sus maniobras.  

No nos queda entonces más remedio que negar la negación y afirmar entonces los principios, o sea lo inmóvil y eterno (sagrado), para poder complementarlo con su opuesto incesante, lo que se mueve y cambia (profano) y comprender así el tiempo y su sentido simbólico, al igual que el de la manifestación, sabiendo que en la inmanifestación primordial, en la inmutabilidad, han de hallar su complemento y su origen. Ya que lo sensible es el reflejo de lo inteligible, o como se ha dicho: "lo invisible se deja ver a la inteligencia por sus obras".11  

Tengamos cuidado de ciertas personas,12 que han hecho de su conformismo o su rebeldía un credo, las que por un imperativo lógico e histórico de su estructura interna, no pueden superar la periferia, la ilusión, la literalidad, el consumo psicológico e ideológico, la mala fe congénita, y sobre todo, la ignorancia, que hace unos siglos está de última moda.

 
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Casi resulta innecesario señalar que por detrás de cualquier manifestación hay algo previo que la ha conformado y que a esa energía le debe su razón de ser, tanto fuese tomada esa manifestación como fenómeno o expresión de cualquier tipo. Los ejemplos más bellos de este hecho son la espontaneidad, el gesto puro, la verdadera intuición intelectual y el acto gratuito. La vida, la naturaleza, y el cosmos, serían ilustraciones admirables de este sencillo y magno acontecimiento permanente. Ellos se expresan en el encuadre espacio-temporal en que se plasma cualquier manifestación, estando por cierto el hombre incluido como parte integrante de la misma. Serían, pues, todas estas revelaciones simultáneas de los seres y las cosas, coetáneas con el tiempo en un enmarque espacial determinado. Y por lo tanto las expresiones posibles sujetas a estas dimensiones espacio-temporal es –en donde se produce la existencia humana–, que cuajan en formas cristalizadas, han de tener una estructura previa, respondiendo a ciertas coordenadas –modelos o ideas arquetípicas–, para que puedan ser ellas mismas las cosas o los seres que constituyen el universo. En verdad, estos entes a que nos estamos refiriendo, no son sino símbolos o energías-fuerza que representan –cada cual a su forma o manera substancial– ideas que ellos encarnan, dando lugar de esa manera al cosmos entero, al que configuran. En el simbolismo del tejido, es fácil advertir que la faz brillante y luminosa de lo visible, del diseño exotérico, es la expresión del laborioso, oculto, oscuro y ordenado trabajo de la trama y la urdimbre. La idea de una estructura "anterior", o previa, a un fenómeno o expresión cualquiera, no es sólo obvia para el filósofo, el arquitecto, el artesano o profesional –o para un operarlo de cualquier índole–, sino para todos los que hayan pensado alguna vez en el lenguaje o simplemente en cualquier morfología. La imagen visible es, pues, la proyección o el reflejo del pensamiento, de la idea, o de la intuición intelectual, mediante la cual se manifiestan las cosas o se las pretende expresar. Va de suyo que estos símbolos o juegos de símbolos –que establecen entre sí diversas relaciones de distinto tipo–, configuran códigos o lenguajes diferentes, que al ser expuestos a un nivel de comprensión menos sutil, necesariamente han de obscurecer su contenido, u ocultarlo, desde el punto de vista de un nivel más denso o enrarecido de lectura. De allí la función mediadora de los símbolos, como emisarios, puentes o puertas de pasaje de un plano de la realidad a otro, que está siempre más allá de éste.13 Sobre todo en un mundo que suponemos chato e igualitario, cuando en verdad se trata de un universo diferenciado y jerarquizado. Prueba de ello nos dan las distintas especies que lo pueblan, así como los diversos espacios que lo constituyen, y los diferentes tiempos que suceden en él. Por eso es que todo símbolo es significativo, o significante, cualquiera que éste sea, y en particular aquéllos en que las distintas tradiciones de la antigüedad volcaron su experiencia, como testimonio de su conocimiento acerca de lo simbolizado. Porque para estos pueblos los símbolos no son arbitrarios, o convencionales, o "metafóricos", sino que figuran los principios mismos, con los que guardan una unidad analógica tan viva como real. Eso es lo que permite al símbolo pasar del orden fenoménico al trascendente. O sea: que facilita la revelación sintética o la comprensión de un lenguaje universal y eterno, de la que el propio símbolo es apenas un soporte, para acceder a un orden distinto, que se halla a otro nivel respecto de la visión literal o alegórica que solemos tener de los hechos y las cosas.  

Por otro lado, el símbolo –generalmente numérico o geométrico– se oculta de la mirada ordinaria bajo el oropel de lo decorativo o lo funcional, porque esa es la manera en que se cumple el orden natural de las cosas manifestadas. Esto es particularmente destacable en el simbolismo constructivo, en especial en lo que se refiere al centro o al eje. Tal es el caso del centro invisible de cualquier espacio, en el que son extremadamente notorios los muros y las paredes o el enmarque que los circunda. Lo mismo sucede con el simbolismo del arco arquitectónico, donde las evidentes columnas han sido levantadas simétricamente a partir de un centro, en el plano horizontal, que no es sino la proyección del eje vertical. El cual, por otra parte, permanece perfectamente oculto e imperturbable, mientras solemos admirar las lujosas y pesadas colgaduras exteriores y los agregados más o menos tardíos.14 El símbolo ha pasado desapercibido y debemos realizar un trabajo con nosotros mismos, interno, para poder rescatar los valores simbólicos. Por otra parte, ya se sabe que este lenguaje ha sido utilizado unánimemente por los maestros y artistas de todas las civilizaciones tradicionales. Debemos empezar entonces por crear en nuestro interior las posibilidades de la comprensión, necesarias para interpretar y vivenciar estos "secretos" del arte y el símbolo. Pues entre ellos y nosotros sólo se halla una muralla psicológica, que puede transponerse pese a una inmensa dificultad atribuible al olvido y más que nada a la inversión total de los valores actuales acerca del mundo y del mismo hombre, el que sin embargo, hoy como ayer, ha nacido para el conocimiento. Y si bien el símbolo, el mito y el rito, pueden ser tratados en forma conjunta, quizá sea necesario establecer alguna diferenciación entre ellos. 

El símbolo iconográfico está más relacionado con el espacio y de hecho –como es notorio en los yantrams hindúes y en los iconos del cristianismo oriental– trata de inducir, o crear, un espacio distinto en la conciencia del que lo contempla. El mito, Por el contrario, podría vincularse en mayor grado con el tiempo y en verdad nos conecta con un tiempo diferente del cotidiano. En el templo se combinan estas dos características y el espacio sagrado pretende "atrapar" el tiempo de los héroes y los dioses. El rito, por su parte, dramatiza (o psicodramatiza, para hablar en términos modernos) la ceremonia, y reitera, a través de la voz, el gesto y el movimiento, el tiempo y el espacio primigenios.15 Los rescata a su virginidad y pureza original, otorgando al orden interno y al pensamiento, su auténtico valor, su intrínseca armonía.16 Y aquí debemos recordar que todo arte reconoce orígenes sagrados (no necesariamente religiosos). Tal es el caso de la danza, la música, la poesía (vates, de donde Vaticano), etc. Por otra parte el arte no se ha propuesto otra cosa como meta a lo largo de los tiempos, en cuanto él ha sido una permanente búsqueda del conocimiento, o mejor, del reconocimiento. Ahora bien: si existen ideas arquetípicas, o juegos prototípicos estructurales anteriores a toda manifestación y que al expresarla la conforman, es lógico inferir que esas coordenadas constituyen un modelo universal exacto, preciso y concreto. 

Por cierto que tal modelo no sería rígido, maquinal o un artefacto de relojería, según pudiéramos imaginarlo con nuestra programación industrial. Y menos aún una computadora infernal o una gigantesca cassette indefinida, que finalizaría, junto con nuestras vidas y la del mundo, en una constante relación causa-efecto. Más bien se trataría de un organismo vivo, al igual que el hombre y la naturaleza, y por lo tanto un misterio lleno de puntos de coyuntura, imposibles de ser computados por su propio comportamiento supralógico y metacuantitativo. En suma, una poética. Una obra de arte. En ese sentido, el cosmos y el plan o plano en que se ha conformado, configuran la más gigantesca posibilidad de expresión y concepción artística imaginable, ya que de este modelo, y su manifestación, derivan todas las formas posibles y secundarias de realización, así éstas tengan un sentido cualquiera, el inverso, o estén neutralizadas entre ambos. Puesto que la desarmonía constante de las partes es la que produce necesariamente la armonía y el equilibrio del conjunto. Esto es tan válido para el modelo cósmico universal, como para el hombre en su integralidad, que no es sino una miniatura de aquél. De un lado el hombre verdadero como punto interior o corazón del cosmos, de otro, opuestamente, el universo como una proyección del ser. 

La forma más simple está en todas las formas, lo cual equivale a decir que todo está en todo y que todo está en uno mismo. Y es curioso observar que estas sencillas verdades, que de alguna manera conocemos –y que por cierto todos hemos experimentado–, están hoy como cubiertas por un velo de vergonzosa autocensura, porque tal vez sentimos temor de que nos retrotraigan a la infancia, o a la adolescencia, y nos hagan acaso perder el bagaje "intelectual" a veces tan trabajosa y esforzadamente conquistado. Para algunos sería de un gusto dudoso afirmar que la vida –o la naturaleza como una ilustración de ella– nunca se equivoca. O que su piel tiene todo tipo de texturas y que cambia de muda todas las estaciones. También asegurar que crece, se desarrolla, envejece y muere. Que la manifestación universal –simbolizada por la danza de Shiva– es la perfección, el equilibrio y la armonía; que a lo largo y a lo ancho del mundo, o del cosmos, toma todas las formas posibles y no hay olor ni sonido que no esté incluido en ella. Igualmente si aseguramos que esta manifestación es lo único que no ha dejado de ser novedoso, o sorpresivo, y que siempre un hombre o una mujer la podrá contemplar por primera vez. O que ha podido superar el pesimismo y el optimismo de sus proyectos, pues éstos son sus realidades de todos los días. Que entre sus símbolos y ella misma no hay ninguna diferencia. Y que a través de la contemplación de su simbólica trascendemos la dualidad de la cárcel de la mente, pues contemplar es recrear la obra de arte permanente. Y que, asimismo, somos regenerados cada vez que se cumple un nuevo ciclo y se nos abre una puerta de acceso a otras realidades tanto más efectivas cuanto menos ilusorias. 

El símbolo y el arte –transmisores y receptores de energías– nos brindan la posibilidad de una salida, de una escala, de un camino a ser recorrido mucho más fácilmente de lo que uno se imagina. A veces las sendas se pierden en el laberinto. Tal vez esa sea la única forma, para algunos, de salir de él. En el caso del arte y el artista, son particularmente válidas las palabras de William Blake: "por el camino del exceso también se llega al palacio de la sabiduría". Además, habiendo un modelo cósmico universal, la obra de arte ya está hecha. Ha sido simbolizada. Y tiene un plan y un orden. Todo nuestro trabajo consiste en rescatar y unir los fragmentos de uno mismo, hacia la síntesis definitiva. Lo más sencillo está siempre al alcance de la mano y en la interioridad de cada cual. Realizar nuestra labor con la suma de nuestras posibilidades, participando de la gran obra universal mediante pautas y métodos concretos; el primero de los cuales, ya se sabe, es la entrega al trabajo: una forma de amor. Y comprendiendo que no estamos excluidos de la vida y la manifestación, sino que más bien se está esperando todo de nosotros, de acuerdo a nuestras particularidades, cualesquiera que éstas fueran, sin establecer comparaciones ni juicios, tan relativos como arbitrarios. 

Se dice que el símbolo es uno mismo. Que la verdadera obra de arte es lo que pueda hacer cada cual consigo en el fondo de su corazón. Las producciones son secundarias, y llegan por añadidura. Lo realmente válido se sitúa en la zona más misteriosa y desconocida. Y que por cierto nadie podrá juzgar sin equivocarse, pues la libertad interior es incalificable. Mucho menos por el propio interesado. Ya que ella no necesita de nada, pues siendo apenas la virtualidad de un punto, un espacio vacío, es simplemente lo que es. Así nos guste o no nos guste. A nosotros, a los "amigos" o "enemigos", o a nuestra ilusoria superestructura mental, que ciertas veces nos aplaude a rabiar para que saquemos pecho como pavos, y otras nos deprime muchísimo para que nos perdamos en el primer resumidero. 

NOTAS 

1       Una poética no es sólo una metafórica ni una confusa ensoñación o un vago "sentimiento cósmico" –como el símbolo no es sólo alegoría–, sino más bien una forma de ser, una manera de vivir, siempre relacionada con la búsqueda de la verdad –y en este sentido es heroica–, la sed de conocimiento y por lo tanto la reintegración al sí mismo.  

2      Ver más adelante la teoría de la Tsim-Tsum cabalística.  

3      Nombre con el que también gustaban autodenominarse los alquimistas.  

4      La expresión ritmada o rima, es propia de la poética, así como de la música y la danza.  

5      El pontífice deriva su nombre del de puente. Lo que equivale a decir: de un vehículo mediador entre dos orillas o puntos, que son el cielo y la tierra, los dos polos de la creación.  

6      En el sentido en que Platón, en el Timeo, dice que "el tiempo es una imagen móvil de la eternidad; imita la eternidad".  

7      Las máscaras teatrales griegas han dado lugar, por medio del latín, a la palabra "persona".  

8      "¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!" (Mateo, XXIII, 24).  

9      En la cocina, en la jardinería, en la medicina, en la caza, en los juegos de manos, en el cálculo aritmético, etc.  

10     Cf. cap. II nota 12.  

11     Romanos, 1, 20.  

12     Esas personas también somos nosotros o muchos de nuestros egos.  

13     Todo mensaje o mensajero es la expresión de una realidad más vasta y superior, de la cual él sólo es el representante  

14     Lo mismo es válido para cualquier figura geométrica o "estructura primaria" relacionadas con la numerología y en especial con la serie de 1 a 9.  

15     El templo reúne al espacio y al tiempo, como el movimiento –ritual de la rueda– los conjuga y efectiviza. Templus es un diminutivo de tempus. Un microespacio y un microtiempo simbolizan todo el espacio y todo el tiempo puestos en acción por la "rueda de la vida".  

16     Afortunada o desgraciadamente, no se puede comprender el ritual, el símbolo o la creación entera, si no es en posesión de las claves que esas expresiones llevan implícitas, en el encuadre en el que se han manifestado. Si la obra de arte corresponde a una idea, o al menos a una forma de pensamiento, debemos retrotraernos al origen de esa idea o a la identificación con ese modo de pensamiento, para poder realmente comprenderla. De allí la necesidad de una enseñanza y el gradual aprendizaje en la realización del conocimiento. Es decir, el camino iniciático a través de la vía simbólica o mítica o poética. Porque éstas proporcionan, en efecto, un medio especialmente adecuado, un andamiaje que permite la encarnación, en relación con la apertura de la conciencia y que, por cierto, no sólo modifica nuestra mentalidad, sino nuestra vida. Pues si somos capaces de oír las voces reveladoras que se hallan en nuestro interior, mediante un trabajo paciente y delicado, un arte, llegaremos a la convicción de que esas voces corresponden a las enseñanzas que nos han sido dadas y que, por otra parte, son las que constituyen ese símbolo o mito que comenzamos a comprender y que se efectiviza o vivifica en forma ritual en el interior de la conciencia, que de esa manera adquiere categoría universal.

 
 
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