CAPITULO VI 
LA RUEDA Y SUS RELACIONES CON OTROS SIMBOLOS TRADICIONALES
La mayor parte de los autodenominados "astrólogos" de hoy día ignoran todo lo referido a la ciencia a la que pretenden dedicarse y entre otras cosas, parece que no saben que la palabra "zodíaco" significa "rueda de la vida". Estos astrólogos de consumo, con una formación intelectual que, en el mejor de los casos, araña la media de una sociedad cientificista-positivista, pretenden sobresalir de la mediocridad del grupo al que pertenecen, mediante la posesión de ciertos conocimientos adquiridos a costa de penosos esfuerzos, en tristes academias o en sospechosas organizaciones ambiguamente humanitarias. 

Este personal (que se inmiscuye en la vida privada de la gente sencilla, que recurre a ellos para que se la oriente a través de un horóscopo –o alguna otra mancia– o se le brinde alguna oportunidad de salida en la horrible situación planteada por el medio socio-cultural en el que han tenido que vivir) no tiene ningún nivel de conocimiento de ningún tipo, al punto de que ignora totalmente la existencia de otros planos que no sean los de la mínima realidad existencial psico-física, fenoménico-material, a la que ellos se adscriben, y que "espiritualizan" mediante la superstición, el engaño y la fantasía, en la tarea de agregar ilusión a la ilusión, de presumir de poderes y conocimientos, y de manipular en su provecho determinadas terminologías robadas y fuerzas nacidas de la sugestión más grosera. Que la ilusión engendre la ilusión es algo que no debe ni puede sorprender a nadie. 

La astronomía, ciencia oficial, no deja sin embargo de reconocer en sus orígenes una herencia astrológica más o menos vergonzosa, algo ya superado pero que al mismo tiempo le da cierto status jerárquico. Otro tanto acontece con la química en relación con la alquimia. La verdad es que tanto química como astronomía son degradaciones de alquimia y astrología. Las tradiciones antiguas incluían en la alquimia y la astrología a la química y la astronomía, como partes de estas ciencias, en el aspecto vinculado con la experiencia cuantitativa y el análisis empírico. Sólo esa lectura parcial ha subsistido, aislada de sus principios y del contexto, conformando las ciencias oficiales. Y esa misma degeneración de pensamiento –en cuanto al nivel de lectura actual de las auténticas ciencias tradicionales– existe también entre los entusiastas de la "astrología", denominando de esta manera a ocultistas, espiritistas-espiritualistas, teosofistas, parapsicólogos, hipnotistas, naturistas y brujos y "magos" de distinto pelo. 

La alquimia es la ciencia de la transmutación integral, simbolizada por las propiedades de los minerales, y la astrología es el conocimiento de los verdaderos cielos, ritualizado por las estrellas y expresado por el código del firmamento. En el caso particular del zodíaco, la división en doce de la circunferencia, correspondiente a las estaciones que hace el sol en un recorrido anual alrededor de la tierra, y que la fragmentan en porciones de treinta grados, es representada por una rueda de doce rayos, siendo cada uno de ellos un mes del año, y treinta los días o unidades que lo componen. Esta es la rueda de la vida o el límite espacio-temporal que cohesiona y hace que gire la máquina del mundo. Y la simbolización de esta rueda cíclica, en el plano, es el círculo, con el punto central claramente marcado o a veces supuesto. Este símbolo, como ya se ha dicho, vale para cualquier ciclo, así sea el anual, el de los días de un mes, el de los años de la vida de una persona o el de los siglos en una civilización, que vienen y vuelven y retornan.1 Todos los pueblos han conocido este supuesto, este principio filosófico del tiempo cíclico. Ese ir y venir, morir y renacer del año –para hablar sólo del ciclo anual–, es el devenir que los calendarios simbolizan. 

En el caso de las civilizaciones azteca y maya, la circunferencia está dividida en dieciocho partes de veinte grados –y en trece de igual número de grados para el calendario esotérico-ritual–, pero el significado es el mismo: el de la perennidad de la regeneración y la sincronización o medida rítmica del movimiento, "del dios tiempo que penetra todas las cosas". Resulta inconcebible que los "científico? de hoy en día puedan seguir afirmando que los precolombinos no conocían la rueda. No sólo los calendarios azteca y maya son ruedas, sino que ésta puede verse en su forma práctica aplicada en "juguetes" (o miniaturas) prehispánicos, incluso exhibidos en uno de los principales museos antropológicos. Por otra parte son innumerables los diseños de formas circulares, espirales, y sus interrelaciones, realizados en todos los materiales posibles por los pueblos de América del Norte, Centro y Sur, elaborados como expresiones de su conocimiento metafísico, cosmogónico y del principio que la rueda representa. El que la rueda "técnica" fuese un tabú para estas civilizaciones y que su aplicación práctica estuviese censurada –por ejemplo en el transporte–, es un hecho que está referido a la repugnancia de utilizar algo sagrado a niveles profanos. Ruedas y engranajes son los que han traído la mecanicidad, la deshumanización y la desintegración del mundo contemporáneo. 

Ahora bien, si transponemos lo macrocósmico a lo microcósmico, y atendemos a ese permanente retorno del ciclo sobre "sí mismo", trayéndolo del plano cosmológico al psicológico, podremos observar con nitidez la sucesión de anécdotas de nuestra vida, el juego teatral de sombras y luces de su historia, el escenario donde se monta su espectáculo, los personajes que entran y salen y que cambian constantemente de nombres, de disfraces, de máscaras, de situaciones y roles, y la increíble ilusión del conjunto, en cuanto que en él cualquier cosa es posible e insignificante, y por lo tanto un fantasma, un amorfo relativo, sujeto al desgaste del tiempo y la memoria. La superficie de la rueda de la vida gira una y otra vez; y así vemos pasar las etapas del día, los años, los seres que amamos y por los que fuimos amados, y todo aquello que ha de morir, lo sujeto a causa y efecto, a principio y fin. Esa es la ley de la vida, y no la de la vida eterna, sino la de la existencia perecedera, reencarnándose permanentemente en innumerables formaciones, a las que se dedican trabajosa y activamente los astrólogos y pseudo-espiritualistas, tomándolas por la metafísica, cuando en realidad no son sino fenómenos y situaciones, por los que estamos condicionados; comenzando por el signo de nuestro nacimiento, al que debemos trascender. 

A la periferia móvil y substancial, asociada con el tiempo, se opone la inmutabilidad esencial del centro o eje de la rueda. Situándose ambas a los extremos de un radio o rayo, que los conecta, comunicándolos. Esta superficie cambiante, inestable y sinuosa, está' asociada con la serpiente y la forma serpentina y también con su equivalente: el dragón de las tradiciones orientales y occidentales. En el centro de la rueda se halla un personaje que la tradición hindú denomina Çakra-Varti, el servidor de la rueda, idéntico al mítico Taranis druídico, al "sabio perfecto" de los chinos, al Ometéotl náhuatl (y otras parejas de deidades), que tendido e inmóvil da la vida a través de Tonatiuh, representados siempre en la actitud impasible del principio, de donde emana toda la manifestación y los cambios y retornos de las formas existenciales. 

Ya hemos dicho que la rueda de la que estamos hablando es la figura de un círculo en el plano. También hemos visto la relación de esta figura con el cuadrado, y que ambas son en el espacio la esfera y el cubo respectivamente. Lo mismo sucede con la espiral plana y la hélice. Al agregar volumen a la figura se le añaden nuevas posibilidades significativas, al ser visualizada ésta a otro nivel. El plano nos sirve como soporte para la visión en profundidad, para la comprensión espacial.2 

La figura del círculo es más perfecta que la del cuadrado, pues en esta última no todos los puntos de los lados son igualmente equidistantes del centro. Esta "primacía" del círculo sobre el cuadrado, es la misma que existe entre el cielo y la tierra, el punto y la circunferencia, el hilo y la trama, pues sin aquél ésta no sería. La complementariedad de estas dos figuraciones, su valorización y su utilización conjunta en numerosas asociaciones, es una de las claves del lenguaje simbólico. Ya que se necesitan juegos de símbolos, conjuntos, para que el símbolo adquiera su propia significación. Unos nos llevan a otros, y éstos a unos terceros y es en estas mutuas relaciones, y en las posibilidades a que dan lugar, donde se comprende la naturaleza de la simbólica y la función mediadora del símbolo. Pues a pesar de que el conocimiento posibilitado por su medio, y lo que nosotros pensábamos acerca de él antes de haberlo obtenido, son cosas distintas, se puede sin embargo advertir que fue a través de la actuación del símbolo, y del conjunto de la simbólica y sus relaciones, que se lo ha conseguido. Por otro lado se comprueba que estas simbólicas constituyen la manera más fiel y clara, exacta y despojada, en la que pudiera sintetizarse un pensamiento, un estado especial de la conciencia o una visión del cosmos; al extremo de que la unidad entre ambos parece evidente. 

La cruz de brazos iguales es la estructura interna del círculo, la representación de las tensiones que lo equilibran y conforman. Y también lo es del cuadrado. Asimismo, la cruz tridimensional cumple esa función con respecto a la esfera y el cubo. La cruz plana simboliza al número cinco. En este caso se toma al punto central como un elemento independiente. El éter de los antiguos, que al emanar su irradiación genera el cuaternario de los brazos cruciformes, opuestos dos a dos, los que alcanzando su propio límite necesariamente retornan al punto original, a su quinta esencia. Este es el corazón del símbolo y el reflejo de la potencia que él está manifestando y que incansablemente reabsorbe. Es el centro del plano horizontal, desde donde se irradia la energía del plano vertical, del axis mundi, que él difunde hasta enmarcar un espacio; como un oscuro vórtex, que pese a su inmutabilidad generará todos los gestos mutables, siendo de esta manera simultáneamente todas las cosas, el punto original y cualquier otro punto de la circunferencia, la esencia y la substancia, Purusha y Prakriti, y todos los grados posibles de la manifestación de los principios en la creación, o ser universal.3 

El número cinco tradicionalmente simboliza al hombre y su representación geométrica también es una estrella de cinco puntas. Esta estrella tiene la particularidad de ser un continuo, y se la puede dibujar de un sólo trazo, sin levantar el lápiz del papel, y volver al punto que la generó, completando la figura. Por otro lado, su diseño corresponde a la representación de un hombre con los brazos Y piernas en cruz (en forma de equis) y su tronco y su cabeza como eje vertical. La cabeza está simbolizando la sumidad, la posibilidad de evadirse de los propios límites, o sea, de conocer lo ilimitado a través de la salida del cosmos, y alcanzar la entera libertad de lo que no está condicionado por el espacio y el tiempo. Lo que es en sí mismo eterno, pues no tiene nacimiento ni fin, ni se halla dimensionado por ninguna extensión. El corazón o el ombligo del mundo, como imágenes del centro, reflejan en el plano creacional la posibilidad de lo que no tiene discurso por no ser sucesivo, y de aquello que no podrá ser comprendido a menos que se preste urgente y minuciosa atención a los símbolos que lo expresan, o mejor, a lo que está oculto en sus diseños. 

Por otra parte, la proyección de un cubo en el plano, nos da una cruz de seis brazos o rueda de seis radios. Al agregársele al eje norte-sur una semicircunferencia en el extremo de su brazo norte, para designar el polo, la sumidad, y también la tridimensionalidad de lo alto-bajo, expandida en las cuatro direcciones cardinales, obtenemos el símbolo llamado crismón, muy difundido en la cristiandad y asimilado al "ojo de la aguja". Y muy semejante en su forma, y exacto en su significado a la cruz denominada ansata, que puede verse abundantemente representada en la tradición egipcia. 

Asimismo, hemos visto ya que, en la simbólica del templo de base cuadrada y cúpula semiesférica, los valores numéricos asignados a esas formas geométricas, eran de cuatro y nueve, respectivamente. En numerosos casos el domo, de valor nueve, como el de la circunferencia, es reemplazado por el triángulo, que corona la estructura cuadrangular de la base. Tal es el caso de muchos edificios griegos y romanos y también el de las pirámides egipcias y precolombinas. Igualmente el de los obeliscos, el de muchísimos portales que no rematan en arco, y el de los altares cristianos, que repiten el cosmograma simbólico del templo en su estructura vertical. 

La iniciación en la tetraktys pitagórica suponía el conocimiento más alto, mientras que la del cuadrado de cuatro, se refería al conocimiento de la tierra y constituía un paso para obtener la primera, estando simbolizadas ambas por el triángulo y el cuadrado. El número nueve está implícito en el tres ya que es su potencia cuadrada y significa la expresión de la trinidad como principio universal, y su manifestación en un plano delimitado, cerrado, cíclico, que junto con la unidad con la que se complementa, configura la imagen del todo. Lo mismo sucede con el triángulo y su punto central (3 + 1 = 4), los que generan la forma cuadrangular. El número cuatro ha sido tomado siempre como el número del despliegue de lo manifestado o la expresión de los principios en el plano de la creación.4 Respecto a las relaciones entre el tres y el nueve –o entre el triángulo y el círculo– recordaremos que la suma de los ángulos de un triángulo siempre es igual a dos ángulos rectos. Es decir a ciento ochenta grados, que es el valor de una semicircunferencia, cúpula o domo, el que por otra parte es un número circular o cíclico, ya que es sabido que así se denomina a aquellos números en los que, al sumarse los dígitos componentes entre sí, se obtiene el nueve. 

La asociación entre el simbolismo de la rueda y el del fuego es muy frecuente en las tradiciones antiguas y los pueblos "primitivos". Para enumerar algunos ejemplos bíblicos citaremos a Daniel (VII, 9) que nos dice que: "Su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente": o a Ezequiel (X,6): "Toma fuego de en medio de las ruedas, de entre los querubines"; o la Epístola de Santiago (III, 6): "Y la lengua es fuego... prende fuego a la rueda de la vida". Esta misma relación está implícita en el llamado fuego de rota, imprescindible para la transmutación según algunos alquimistas medioevales. Refiriéndonos a esta mutua vinculación, debemos decir que en ocasiones se ubica al fuego en el centro de la rueda, como es en el caso de los círculos mágicos. También como eje o centro del templo, piedra o altar de sacrificio, sagrario, ara, residencia oculta de Agni, el fuego, el principio radiante. Inversamente, en algunas simbólicas se lo transfiere del medio a la periferia, y se ven así ruedas de innumerables fuegos, como se puede observar en diferentes ritos y danzas, y en la pirotecnia de las fiestas de varias tradiciones.5 En verdad el simbolismo es el mismo, aunque tomado desde dos puntos de vista. En una perspectiva, el fuego se ha multiplicado en innumerables fuegos; desde otra, el fuego central absorbe la división de la pluralidad de los fuegos, para significar el fuego original o arquetípico. Por una parte, la unidad del ser en sí mismo, por otra, su presencia perenne en la manifestación.  

Una antigua sentencia de la filosofía griega, expresada posteriormente por Nicolás de Cusa, y en general por todos los neoplatónicos y hermetistas, nos dice que: "Dios es un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna". Por lo mismo, los contrarios de periferia y centro se hacen intercambiables. Todo punto periférico es el centro de un sistema. "Dios está en el mundo y el mundo está en Dios". "El rostro de los rostros, está velado en todos los rostros". "Dios está en el círculo de sus bailarines y es al mismo tiempo el centro de la danza". Se trata de la permanente paradoja de una ausencia siempre presente, de una inmanencia trascendente. Cualquier punto de la circunferencia, al transformarse en centro, todo lo abarca. Y cualquier punto de este círculo, o sistema, lleva en forma inherente, constitutiva, esa misma posibilidad. La unión de contrarios ha dado lugar a la simultaneidad de lo que ya no se diferencia: "Trascendencia e inmanencia coinciden en Dios, al que se le conoce como el Uno invisible e indivisible y se lo reconoce en lo múltiple visible y divisible".6 Todo está en todo, y todo en uno. 

Es por Dios, que nos ha dado el nacimiento físico y espiritual, que a El mismo lo conocemos. La unidad no puede conocerse sino por si misma, pues si hubiera algo fuera de ella, que pudiera comprenderla, dejaría entonces de ser la unidad. Si visualizamos este hecho utilizando el símbolo de la rueda en el plano y situamos el principio de la vida en el extremo norte del círculo, a las cero horas del día, y el mediodía (o mitad de la vida), en el extremo sur, el fin coincidirá con su comienzo –a las cero horas–, conformando el alfa y el omega de toda manifestación. El sentido de la creación es este perpetuo reconocimiento del sí mismo en todas las cosas. Lo invisible, haciéndose visible, es que se manifiesta al mundo y los sentidos. 

Esto sucede todos los días en todos los lugares y el hombre lo ha simbolizado siempre llevándolo a las múltiples áreas de su pensamiento o de su actividad cotidiana. En una sociedad tradicional la vida entera es un rito colectivo, y el trabajo, el placer, o cualquier acción diaria, es la ritualización, o la puesta a ritmo, de acuerdo a las energías cósmicas-telúricas, siempre presentes. En ese sentido, toda construcción, utensilio, ceremonia, lenguaje, gesto o imagen de una sociedad tradicional, es un símbolo o una señal de conocimiento (o reconocimiento) de la cosmogonía,7 que se imita y repite de acuerdo al modelo creacional, que por cierto está vivo en este momento. 

Así, el símbolo constituye y forma parte de la vida normal de un pueblo tradicional y se lo encuentra diseminado por doquier, en cada una de las expresiones de la cotidianidad de esa comunidad. La palabra latina orbs (mundo) deriva de orbis, el círculo. Por extensión, el orbe sería (etimológicamente) un plano circular o su equivalente cuadrado. 

Es frecuente encontrar en el centro de patios cuadrangulares, a cielo descubierto, una fuente (redonda), símbolo del eje y de las aguas originales (también capaces de saciar la sed espiritual o de conocimiento), que se escalona a tres niveles que van de menor a mayor y de alto a bajo y que fluyen y se vuelcan sucesivamente el uno en el otro. Los juegos y las diversiones –como todo hecho cultural– reconocen por cierto un origen sagrado y han constituido siempre formas rituales de expansión y recreación. Sin ir más lejos, el Tarot es un juego de naipes, y el mismo bridge (puente), refleja valores de orden cosmológico, así como el ajedrez, aunque sus simpatizantes lo ignoren. El juego de pelota de los mesoamericanos es un cosmograma en movimiento, donde los participantes juegan conscientemente su vida, al igual que en otras expresiones lúdicas y castrenses, como la "guerra florida" o los torneos medioevales europeos y todas las competencias marciales de los innumerables pueblos, incluidas sus fiestas "olímpicas". Estas manifestaciones culturales tenían como objeto recrear la cosmogonía, como se ha dicho, y al mismo tiempo revelarla. Cumplían, pues, también una función didáctica –aún a nivel de enseñanza subliminal–, pues es bueno recordar aquí que el hombre debe aprenderlo todo y vivenciarlo permanentemente, pues sin la idea de un orden repetido de manera invariable, aunque de mil formas diferentes, corre el riesgo seguro de precipitarse en la desintegración y la confusión de lo amorfo. 

La transmisión del conocimiento adquiere los modos de expresión más variados, tantos como tal o cual cultura haya desarrollado en cualquier dirección, refiriéndose todas a un plano arquetípico común. Y mismo hoy día, en la sociedad occidental, son muy numerosos los fragmentos que se encuentran presentes en la cultura media (y que son los que la justifican), que no son en el fondo sino los restos dilapidados de nuestra herencia tradicional. 

El circo podría tomarse como una ilustración de lo que estamos exponiendo. Desde la etimología de esta palabra, relacionada con el círculo (circus) y con el límite, hasta la diversidad de atracciones y espectáculos que ofrece, es todo él un muestrario de retazos simbólicos. La carpa redonda se articula a través de un eje central, creando un espacio significativo, donde ha de realizarse la función. Cuatro aberturas de la carpa marcan la orientación cardinal y corresponden a los lugares donde han sido sujetados a tierra los cuatro primeros cordeles, a los que se agregan otros cuatro en los puntos intermedios. El juego de las tensiones de estas cuerdas y su ubicación direccional, equilibran y estructuran la carpa del circo. Y la función ya puede comenzar. Payasos que se golpean y realizan cosas imposibles despertando la risa, el aplauso e igualmente el llanto; enanos y gigantes y todo tipo de desproporciones y fenómenos de la naturaleza, actores, ilusionistas que extraen de sus sombreros mundos de fantasía, caballos y animales amaestrados, personas que vuelan en el espacio, luces y sonidos cambiantes, configuran un todo mágico donde se recrea la ilusión, para subrayarla, y se imita el espectáculo del mundo y de sus indefinidas, secretas, y aún monstruosas posibilidades. Durante siglos este arte de fascinación ancestral, con estrechísimas vinculaciones con el teatro ambulante y el de títeres, y los trovadores y juglares medioevales, ha despertado el entusiasmo, la emoción (a veces teñida de nostalgia o de filosofía) y ha enseñado a numerosas generaciones. Como hoy lo hace también el tiovivo y el parque de diversiones, cuyas atracciones, sobre todo desde el comienzo de la sociedad industrial y mecánica, están basadas todas en ruedas, generadoras de movimiento y sensaciones. 

Hay que recordar, además, el carácter errático del circo, su peregrinaje a través de los países, su nomadismo. En ese sentido nos gustaría decir unas palabras referidas a la asociación de la rueda con la psicología de la marcha, el viaje, la búsqueda, la idea de superación de obstáculos, desafío, progreso, desarrollo, evolución. Conceptos todos que siendo muy loables desde un punto de vista –tomados como movimientos del alma–, sin embargo llevan implícito su propio fin. A no ser que puedan ser transferidos del plano horizontal, donde comúnmente se los encuentra, al vertical. De la necesidad psicológica, o de la simple ansiedad de ir más lejos, por curiosidad, o por querer experimentar algo novedoso, al hallazgo y la realización espiritual. O sea, siempre que esa aspiración encuentre un orden ascendente y no nos precipite en un desorden descendente, originado por la propia dinámica del deseo, que jamás puede ser satisfecho, pues al obtenerse lo pretendido, éste sigue subsistiendo y origina nuevamente su proceso reincidente, que por agotamiento comienza a decrecer. Vale decir, cada vez que se ha considerado como un medio que posibilite un fin superior y desconocido, y no como un fin en si mismo, en el cual lo desconocido sería suplantado por el simple cambio de formas y su perpetua reincidencia. O por las distancias cuantitativas atribuidas a ese más allá, o la suma de las posibles experiencias sensibles. 

Esas aspiraciones horizontales, bien entendidas, son la memoria inconsciente de lo vertical. La atracción hacia el centro, la fuerza que posibilita el retorno a los orígenes. Por ello el hombre es un privilegiado, pues en cualquier momento puede recuperar la memoria de sí, intentar reconstruir su pasado glorioso, volver a sus fuentes perdidas. El hilo del tiempo teje permanentemente en su rueca esta urdimbre y trama, que es un soporte para conocer lo atemporal, lo eterno, presentido oscuramente en nuestro interior, y que es, en definitiva, el motor secreto que nos impele a realizar todos los actos, aunque no sepamos este hecho o lo traduzcamos de mil maneras tan superficiales como anecdóticas. Minucias de corto alcance que nos distraen, nos encandilan y supeditan a ellas al someternos a su yugo. En ese sentido el símbolo es una valiosísima ayuda, pues concentra nuestra atención y nos permite orientarnos y ordenarnos, con respecto a nuestro eje. Así, nos facilita la realización de todo tipo de correspondencias y transposiciones, ya sea a nivel psicológico, filosófico, u ontológico. 

En cuanto a ciertas formas como la espiral, que es la prolongación del círculo –y la rueda–, o más bien la salida de ambas hacia otros planos ya no horizontales sino verticales –significando la verdadera evolución o el progreso espiritual sucesivo–, es un símbolo que se encuentra en todas las tradiciones y tiempos, desde el extremo oriente a las culturas americanas y que, asimismo hoy en día, no deja de representarse una y otra vez como parte integrante del acervo y patrimonio humano. En efecto, la espiral, que es el signo de la evolución y la salida del cosmos, es asimismo el de la involución o la reiteración sucesiva de un enrulamiento paulatino. De hecho, la espiral evolutiva y la espiral involutiva se representan como dobles espirales, o serpientes, en numerosas tradiciones; y son los símbolos de los dos principios o corrientes de energía cósmica simultáneas, que se hallan en todas las cosas. Una ascendente y otra descendente, como las dos mitades del día, permitiendo ambas, en su equilibrio, la estabilidad y la armonía, como se las puede ver en el caduceo de Mercurio o rodeando el calendario azteca. También las formas sinuosas del yin y el yang expresan esta idea en el plano, conformando un círculo (o una esfera en lo volumétrico), figura perfecta que no tiene principio ni fin: el Tao. Esta espiral (que en la tridimensión es una hélice), funcionando conjunta y simultáneamente con su opuesta, configura el huevo del mundo o el alma de una esfera, articulada entre dos polos invisibles, opuestos y gravitacionales.8 Siendo que estas dos hélices están unidas en un punto estático de equilibrio, que genera un plano horizontal, el plano ecuatorial, formando en verdad el conjunto una sola figura. La que podría ponerse en relación con los tres gunas hindúes: sattwa, energía ascendente; rajas, energía expansiva, y tamas, energía descendente. 

Esta idea también pudiera representarse en lo espacial por dos conos unidos por la base –la superficie de las aguas–, o en el plano, por dos triángulos equiláteros invertidos y unidos en un punto, o muchas veces entrelazados, mostrando bien claramente la unión de los contrarios y su coexistencia e interdependencia, lo que en verdad constituye la estrella de seis puntas, o sello salomónico, verdadero símbolo de la analogía en el espejearse y el corresponderse de un plano superior con otro inferior, que es su complemento. Señalando asimismo lo alto y lo bajo y los cuatro límites del mundo horizontal, que sus energías generan, al relacionarse, lo que suele simbolizarse por una circunferencia que circunda y toca en seis puntos a la estrella, completando la imagen. 

También a la espiral y a la doble espiral se las suele figurar de manera cuadriforme, lo que ha dado lugar a numerosas guardas simbólicas –enmarques de un todo continuo–, hoy ordinariamente percibidas como simplemente decorativas. La misma cruz svástica, símbolo tan expandido y graficado como el de la espiral –a la que la une un estrechísimo parentesco–, es una hélice a la que se representa con una direccionalidad de giro hacia un lado y su inverso y es sabido que en numerosas tradiciones se la encuentra representada por el entrecruzamiento de dos formas helicoidales.9 

Pero nada de esto podría ser percibido, si no fuera por ese cubo interior, que todo hombre tiene dentro de sí, su espacio propio, que le permite orientarse en el plano y le indica qué es adelante y qué atrás, qué la derecha y qué la izquierda y, sobre todo, lo que le dice qué es lo alto y qué lo bajo, gracias a lo cual disfruta de su verticalidad y su equilibrio, ya que sin ello nada tendría sentido. Esa estructura invisible está íntimamente relacionada con el medio del hombre, puesto que también es la estructura del cosmos, al que el hombre pertenece. Y constituye el lenguaje que le permite la comunicación entre él y el mundo. Pues participando ambos de un mismo modelo, se hace posible la cohesión del sistema, la coherencia del discurso en las seis direcciones del espacio, a saber, en todas las posibilidades de lo creado. Espacio compuesto por coordenadas y tensiones, que abarcan todos los rumbos del compás, en el centro del cual hay un punto de reposo y descanso –el "ojo" del huracán– que es igualmente en otras transposiciones analíticas el fin y el principio de la semana en el tiempo: el sabath; siendo las seis restantes los días de la creación, o de la manifestación, o construcción sefirótica del mundo; y también las caras de un cubo. 

Hemos visto hasta ahora ruedas de cuatro y seis rayos y sus vinculaciones con otros símbolos. Podríamos mencionar la de ocho e ilustrarla con la rosa de los vientos o el timón de las naves; o la de doce, y volver a decir que corresponde al zodíaco y al horóscopo.10 Pues tanto el plano zodiacal, modelo con el que fueron construidas las ciudades de la antigüedad (la ciudad de la tierra era un reflejo de la ciudad celeste), como el horóscopo, pueden ser cosas muy diferentes a las que sospechan los modernos astrólogos. Los cuales no se detienen a pensar que la astrología es nada menos que la ciencia del cielo, y que ésta, juntamente con la alquimia –ciencia de la tierra–, constituyen el conocimiento de una cosmogonía, y configuran la ciencia de los ritmos y los ciclos. 

Creemos, sin embargo, que el esfuerzo de estos investigadores pudiera verse recompensado (y validaría la enseñanza de la astrología, tal cual hoy se la expone) por el hecho de que sus trabajos les hicieran ejercitarse en el lenguaje analógico y les brindaran la posibilidad de concebir en forma espacial, tridimensional. Y sobre todo, si les permitieran comprender la idea de ciclo, repetición y circularidad del tiempo. Nunca si se ocupasen hasta la obsesión de problemas personales, materiales o psicológicos, que pueden parecerles a ellos grandes acontecimientos mágicos o universales sólo en razón de su miopía y falta de comprensión del símbolo. Pues la comprensión del símbolo, tal cual la concebimos y aquí la exponemos, es la condición sine qua non del conocimiento de la astrología, que por cierto es una simbólica. 
  
NOTAS  

1     Es además, como todo "astrólogo" y "ocultista" sabe, el que corresponde al sol y al oro filosofal.  

2    Esta comprensión "espacial" del mundo o de su "tridimensionalidad", sería análoga a la imagen de una cuarta dimensión espacial, equivalente a un más allá no visible, por supuesto, en la visibilidad. Todo lenguaje incluye un metalenguaje. Con la realidad que perciben los sentidos no pasa otra cosa.  

3    Quiere destacarse especialmente la importancia capital que toma esta concepción –y su relación con el número cinco– en las tradiciones precolombinas, como igualmente en las extremo orientales.  

4    En la serie numeral, si se hace a un lado la unidad y se suman por tríadas los demás números sucesivos, estos suman siempre nueve; ejemplo: (2 + 3 + 4 = 9), (5 + 6 + 7 = 18 = 1 + 8 = 9). Esto es también válido en el orden de las decenas, las centenas y los miles, en forma indefinida, o sea en los múltiplos de nueve, que al reducirse vuelven indefectiblemente al nueve, pues están repitiendo la misma operación en otro orden. Vgr.: si tomamos la tríada sucesiva de (35 + 36 + 37 = 108 = 1 + 0 + 8 = 9) obtenemos el mismo resultado que si sumáramos (35 = 3 + 5 = 8) más (36 = 3 + 6 = 9) más (37 = 3 + 7 = 10 = 1 + 0 = l); a saber: (8 + 9 + 1 = 18 = 1 + 8 = 9), es decir que la serie se repite demostrando que es un ciclo indefinido, que se produce "fuera" de la unidad, que ha sido sin embargo su origen, y en la que radica todo su sentido aritmético.  

5    En la India, al dios Shiva se lo suele representar bailando dentro de una rueda de fuego.  

6    Las citas son de E. Wind: Los Misterios Paganos del Renacimiento. Barral Editores. Barcelona 1972.  

7    La palabra símbolo es de raíz griega, y significa el reconocimiento de dos personas o sujetos mediante una marca o signo.  

8    Geométricamente hablando, una hélice es una curva de longitud indefinida que da vueltas en la superficie de un cilindro, formando ángulos iguales con todas las generatrices.  

9    En el símbolo del huracán, o cicló-n, torna-do, representado también por espirales o dobles espirales, es necesario advertir igualmente esta dualidad e interrelación de lo centrípeto con lo centrífugo (y su vinculación con los movimientos de rotación y translación del fenómeno). Además es interesantísimo constatar que estos ciclones en el hemisferio norte se producen de izquierda a derecha (como las manecillas del reloj), o sea, que son dextrógiros. Mientras que en el hemisferio sur presentan el giro de derecha a izquierda (al revés de las manecillas del reloj), vale decir, como levógiros o retrógrados.  

10   Se podrían extender indefinidamente estas asociaciones de la rueda con otros símbolos tradicionales. Sólo se ha querido dar una muestra de la posibilidad del trabajo simbólico, que es un juego prácticamente inagotable. Y no por ello menos preciso, riguroso, exacto y verdadero. Siempre referido a un centro y a un orden, que nada tienen de arbitrarios, aunque hay que advertir que los frutos de este trabajo no son la obtención de la lógica de las relaciones en sí mismas, o su grado de probabilidad, sino el estado de conciencia que éstas actualizan en nosotros. 

 
 
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