En
un capítulo anterior veíamos a la historia como un código
de señales significativas, como una simbólica del alma de
los hombres –análoga al alma del mundo–, que bajo distintas formas
se va manifestando en la vida de los pueblos. Y si bien esa historia no
se repite exactamente –ni jamás podría hacerlo, pues es imposible
para el ser manifestarse dos o más veces en el mismo estado de existencia,
por las mismas leyes del espacio, el tiempo, y el movimiento, que los números
y las figuras geométricas simbolizan– es evidente que ella abunda
en reiteraciones y analogías. Ello se debe, sin duda, a la circularidad
del tiempo y a la teoría de los ciclos –inscriptos los unos dentro
de los otros–, así se trate de los más pequeños, como
los del día o el año, o los mayores, aquéllos del
manvántara y del kalpa, que se refieren respectivamente
al ciclo de nacimiento-desarrollo-fin de una humanidad, en correspondencia
con el cielo y la tierra de ese período, y de un mundo, y su condición
temporal.
Es importante señalar también que los acontecimientos históricos se dan siempre en un lugar geográfico determinado, tomando a veces ciertas regiones primacía sobre las otras, por muy distintos factores, entre ellos los referidos a lo tocante a la propia naturaleza de la tierra y sus variaciones en el desarrollo temporal, que van desde el cambio climatológico, hasta la desaparición de continentes enteros. En general se tiende a pensar en una geografía fija y en un espacio estelar solidificado, cuando la propia tierra es un punto de referencia móvil –como todos los planetas– y el espacio no es propiamente sino el juego de la tensión dinámica de distintas fuerzas, o el permanente desequilibro y equilibrio de los elementos que lo componen. La relación espacio-tiempo, y su mutua correspondencia, está claramente expresada en la historia y la geografía sagrada de los distintos pueblos, así como en sus mitos, ritos y símbolos, y por lo tanto, en la leyenda y el folklore de las sociedades actuales. En el cristianismo, la historia de Jesús comienza en un lugar pequeño, humilde, apartado, un pesebre o caverna, y velan por el niño y le dan su aliento dos animales instalados a su lado como dos columnas, que simbolizan el rigor y la justicia (el asno) y la gracia y la misericordia (el buey); la tozudez y la mansedumbre que se han de ver posteriormente homologadas por el mal y el buen delincuente, al final de la historia, en otra situación geográfica, o en otra posición sobre el mismo eje, esta vez en la sumidad de un monte llamado Gólgota, que significa cráneo –símbolo de la cúpula axial, caput o cabeza–, la cúspide donde se produce la exaltación gloriosa, la absorción en el regazo del Padre, lugar elevado, especialmente señalado en todas las tradiciones como sitio de contacto con otras realidades que están más allá del cosmos. No abundaremos dando numerosos ejemplos ilustrativos de tradiciones y civilizaciones en donde la correspondencia y la complementariedad entre los símbolos de tiempo y espacio resultan obviamente significativas, pues no conviene a la naturaleza de este estudio, que en cierto sentido pretende ser una síntesis, y no una demostración. Sólo diremos que a un tiempo mítico corresponde un espacio diferenciado, propio, y que determinados espacios (como el paraíso terrenal y la Jerusalén celeste), se relacionan con tiempos distintos. El alma humana entra al mundo por una puerta y sale por otra, y en el ínterin –signado por el espacio y el tiempo– tiene la oportunidad de reconocerse y escapar de esa condición por la identificación con otros estados del ser universal, que puede vivenciar por medio de la conciencia individual –semejante a la conciencia universal– y que constituyen la posibilidad de la regeneración particular –y también de la universal–, siempre, claro está, tomando como soporte a la generación y la creación en el espacio y el tiempo. Lo que nos indica que la vida del hombre –y del mundo– no sólo constituye una gran oportunidad para la integración con el ser universal y sus numerosos estados, absolutamente desconocidos para el grueso de la población, sino que nos señala igualmente que ese ser universal se manifiesta, o existe, gracias a estas coordenadas espacio-temporales, que vienen a ser como su corpus sensible –los "sentidos" del mundo, análogos a los sentidos de los hombres–, en los que tanto él como nosotros nos reflejamos, tomando conciencia así de la unidad original; o dicho de otro modo: que el espíritu se reconoce a sí mismo por sí mismo. Por otra parte, toda la historia y la geografía sagradas no son sino la ejemplificación de estas mutuas correspondencias entre espacio y tiempo y, como acabamos de ver, la manera en que el ser universal se expresa o manifiesta, reflejándose en estas cualidades sensibles, en este código simbólico. O en otros términos: que el cosmos y sus coordenadas constitutivas vienen a ser la manifestación sensible del ser u hombre universal. Agregaremos que el tiempo es mensurable en la medida en que se expresa en una variable divisible, es decir, el espacio. Por lo que siempre el tiempo está en relación con el espacio y lo supone necesariamente. Lo mismo sucede con el movimiento, que también se manifiesta en el espacio y que tiene del tiempo el orden sucesivo, razón por la que se lo suele identificar con él, al punto de quese lo puede considerar como una representación espacial del tiempo. En verdad, el movimiento –que no es sino la actualización de las potencialidades espacio-temporales– hace coexistir en sí mismo al espacio,1 que es simultáneo, con el tiempo, que es sucesivo, equilibrando de esta manera el orden universal. Tiempo y espacio se complementan e interactúan. El tiempo signa, da color, y modifica el espacio, como bien puede observarse en la simbólica del paisaje y sus cambios y variaciones a través de las cuatro estaciones del año, que no son en definitiva sino el reflejo directo de símbolos cíclicos más amplios, que encuentran su sentido en la idea del ciclo arquetípico. Y es de esta manera cíclica que conviene leer a la historia y la geografía –y a las artes y las culturas que en ellas se producen–, pues conforman una simbólica –una poética– del tiempo y el espacio. El modelo simbólico de la rueda expresa y reúne de la manera más clara y sencilla la coexistencia del espacio (o plano de irradiación, donde todo está comprendido) y el tiempo, significado por el movimiento (en el que las cosas se manifiestan en forma sucesiva). Y si nos atenemos a este modelo cósmico, comprenderemos que el punto virtual, siempre central –reflejo de un eje vertical–, organiza el espacio, que en definitiva es la actualización de la potencia de ese punto rebatida en el plano horizontal, la cual es recorrida sucesivamente, temporalmente, por la línea recta, o rayo, que establece la relación bipolar entre el punto original y el punto límite de la circunferencia, los que coexisten como sucesivos y simultáneos, temporales y atemporales, cuantitativos y cualitativos; y también como móviles e inmóviles, y que plasmados en el principio substancial, determinarán la forma (modo, color o signo) de la vida del modelo. Y repitámoslo, la coexistencia de estas dos coordenadas, que condicionan todo el mundo "físico", se hace posible merced al movimiento de la rueda –que desde un punto de vista puede ser tomada como la conjunción espaciotemporal–, que ha de generar la vida y también la forma en que esos principios se expresan'. Pero para poder comprender claramente estas ideas debemos ubicarnos necesariamente en alguna escala y verter estos conceptos en términos de magnitudes, o sea, traducirlos a nuestra existencia o forma de conocer sensible, en estricta correspondencia con la naturaleza de las cosas y el plano arquitectónico de la creación. De allí el papel fundamental de la cantidad –y el de la manifestación–, lo que, sin embargo, aislada de su principio y sin relación con su contexto, tomada de forma literal, y hasta endiosada por sus características fenoménicas aparentes, se convierte en el principal obstáculo del conocimiento, al considerársela como una deidad idolátrica a la cual se rinde todo tributo, lo que desemboca en el fanatismo ciego de sus adeptos. En la economía divina, lo indefinidamente grande y lo indefinidamente pequeño se sitúan en una escala, o enmarque, que está en correspondencia con el hombre y el mundo, sin lo cual todo carecería de sentido y por lo tanto no podría ser aprehendido, ni existir de ninguna manera. Lo que nos reconduce a la idea de que el cosmos (macro y micro) constituye una sola "cosa", y una sola "materia", y por lo mismo un conjunto análogo, compuesto por leyes semejantes, aunque tomen formas diferentes, como lo ejemplifican el cuerpo humano, la cultura de las civilizaciones y el discurso musical. Esta escala se expresa en y por el movimiento pendular de los ritmos y los ciclos, y se computa y comprende en términos dimensionales. Desde este punto de vista el espacio y el tiempo pueden ser visualizados como indefinidos, precisamente al situarnos a nosotros, y al mundo, en un orden de magnitudes variables y finitas. Conocidos son los ejemplos modernos que sitúan a la nave de la tierra (y a su tripulante el hombre) en la inmensidad del espacio. Así, debemos decir que esta "nave" se mueve en el cielo a muchos miles de kilómetros por hora2 y pertenece al sistema del sol, por ser el "astro rey" su centro, como el corazón lo es del mundo celular. Este sistema, a su vez se inscribe dentro de la Vía Láctea, una nebulosa espiral, que es obviamente un mundo mayor que el solar y del cual éste depende. Habría pues en la Vía Láctea un sol de nuestro sol, como la célula lo es con respecto a la molécula, y ésta con referencia al electrón. Asimismo ese papel le corresponde a la naturaleza en relación con el hombre, y también a la tierra con respecto a la naturaleza, y al sol con referencia a la tierra, la cual le debe su causa, así como la naturaleza debe su existencia a la tierra, el hombre a la naturaleza, la célula al hombre, la molécula a la célula y el electrón a la molécula. En cierto sentido puede decirse que cada mundo más amplio es el origen, o un padre, para el más restringido, y que éste juega ese mismo papel con respecto al que le sigue. Esta concatenación, que resulta perfectamente normal, tiene la característica de sorprendernos en cuanto reflexionamos en las magnitudes con las que topamos en nuestro intento de ubicación en la escala de lo indefinidamente grande y lo indefinidamente pequeño. Efectivamente, se supone que el sol gira alrededor de su centro galáctico empleando doscientos millones de años en recorrerlo, lo cual constituiría un "día" solar. A su vez, la Vía Láctea giraría en torno a un centro desconocido y tardaría en recorrerlo veinte millones de millones de años, lo que conformaría un "día" galáctico.3 En cuanto a las magnitudes de lo pequeño, diremos que el "día" de una célula sanguínea es de dieciocho segundos, y el de la molécula, apenas un poco más de un segundo. Nada agregaremos respecto al electrón y a mundos mucho mas pequeños (aunque señalaremos que la microelectrónica produce en la actualidad computadoras que operan con señales de trescientos mil millones de ciclos por segundo). Por otra parte, son de todos conocidos aquellos datos que nos sitúan a tanta distancia de determinadas estrellas, que algunas de las más cercanas se hallan a magnitudes medidas en años luz, lo que equivale a decir que el tiempo que se tardaría en recorrer la distancia que nos separa de ellas, de acuerdo con la velocidad con que la luz se propaga en el universo, es tan grande, que una estrella visible en una noche cualquiera, es contemplada desde la tierra como seria hace cientos de millones de años y no como es en la actualidad. Lo mismo vale en forma inversa y si un observador se hallase hoy en alguna de aquellas estrellas más cercanas, mirando hacia la tierra con algún aparato, artefacto, o método, lo que vería sería, por ejemplo, el comienzo del presente kalpa, por decir algo. Esto, sin duda, es una manera de expresarse, pues las magnitudes espaciales a que nos referimos, medidas en tiempo cronológico, no son verdaderamente mensurables, y no guardan la debida proporción, que quizás deba buscarse sólo en la escala del sol y su sistema, teniendo en cuenta que la antigüedad y la tradición hacen unánimemente referencia a esta "medida". Si una célula sanguínea, cuyo ciclo dura dieciocho segundos con relación a su centro, el corazón, pretendiera ubicarse a sí misma respecto al gran ciclo o "día" solar, que es el período de precesión de los equinoccios (veinticinco mil novecientos veinte años), o sin ir tan lejos, con el año solar de trescientos sesenta y cinco días, o aún mejor, con un simple día de veinticuatro horas, observaría que este último tiempo cronológico, en el que cabe la vida de cuatro mil ochocientas generaciones de su especie (lo que equivaldría en el plano humano a un espacio de ciento veinte mil años, considerando la duración actual de una generación en veinticinco años), no sólo no le sirve para sus cálculos, sino que además ella se encuentra condicionada intrínsecamente por los acontecimientos propios de su medio, en este caso el organismo humano y su centro, el corazón, que en veinticuatro horas vive toda suerte de traslados y cambios espacio-temporales. El tiempo, con el que se mide el espacio, no es en ningún modo uniforme. Está vivo ahora, como una cualidad sensible del cosmos; y su computación cronológica, con la que solemos, dimensionar el espacio, es uno sólo de sus aspectos o cualidades. El tiempo es una categoría del alma, que nace del interior del corazón y que constantemente se regenera a sí misma4. Por otra parte, el espacio geométrico es uniforme, el físico no lo es. Se puede hablar de un espacio cuantitativo o mensurable, que se supone homogéneo, pero el espacio no es sólo la cantidad, sino también la cualidad de los elementos que lo componen.5 Asimismo, queremos destacar que los ciclos y nuestra ubicación respecto a ellos, nos dan una proporción entre las cosas, idea muy cercana a la de armonía –y justicia–, conceptos que están muy estrechamente ligados a aquél de "rnedida" a que nos hemos referido, y que expresarían las cualidades inherentes a la cantidad, y no sólo su magnitud continua y sucesiva. Además, hemos dicho que cada ciclo o mundo es un símbolo de otro mundo mayor o superior; una imagen de un encadenamiento, que va más allá del tiempo específico del ciclo, o mundo, que se toma como punto de referencia, y que pudiera ser entonces considerado como extratemporal, con respecto al ciclo o mundo menor, o no sujeto a las mismas "medidas", por referirse ambos a distintas cualidades vivas del tiempo y el espacio, que conforman las diferentes partes del ser u hombre universal. Y esta proporción, o ritmo, "magnitud", o "medida", constituye el orden del mundo, su ley, en el que cada una de sus partes se articula en proporción con todas las otras, pero guardando una relación que no siempre puede medir la serie numeral discontinua, puesto que en primer lugar el cosmos no es un espacio absolutamente continuo, y en segundo término, no es un modelo geométrico o mecánico,6 sino un organismo vivo, o las posibilidades que el germen o embrión porta en sí mismo.7 Para la tradición hindú, el kalpa es la medida o módulo del tiempo, equiparable en otro orden al módulo espacial del sistema solar. Este kalpa supone todo nuestro mundo, y es donde se da propiamente el estado humano –expresado en los distintos manvántaras por las formas correspondientes a las diferentes posiciones de los planetas y estrellas, y sus correlativas mudanzas en la fisonomía de la tierra–, que es un estado del ser universal, signado por el tiempo y el orden sucesivo, que caracterizan precisamente a nuestro mundo y su desarrollo. Como se sabe, un kalpa contiene una serie de catorce manvántaras. De estos, seis han pasado y siete son los futuros, pues nos encontramos actualmente en el final del séptimo de la serie. La duración de un manvántara es de cuatro millones tres cientos veinte mil años. La duración del kalpa sería entonces cuatro millones trescientos veinte mil por catorce, lo que daría un total de sesenta millones cuatrocientos ochenta mil años, o un "día" de Brahma. El año de Brahma se obtiene multiplicando esta cifra por trescientos sesenta, o sea, veintiún mil setecientos setenta y dos millones ocho cientos mil años. Y la vida de Brahma dura cien años, por lo que se debe multiplicar la cantidad anterior por ésta y obtendremos así lo que , los hindúes llaman un Para. Se trata de expresar de esta manera lo indefinido, saliendo de toda proporción computable. Esta cronología, debe ser tomada en su expresión numérica y cuantitativa, como constituyendo un símbolo-magnitud.8 Sobre todo si se tiene en cuenta que "a un Brahma le sigue otro Brahma; uno se acuesta, el otro se levanta. No se pueden contar. El número de estos Brahmas no tiene fin .... más allá de la visión más lejana, allende todo espacio imaginable, nacen los universos y se desvanecen indefinidamente. Como barcos ligeros estos universos flotan sobre el agua pura y sin fondo que forma el cuerpo de Vishnú. De cada poro de este cuerpo sale un universo a cada instante y estalla. ¿Tendrás la presunción de contarlos?".9 Evidentemente, se trata de un tiempo indefinido que progrede ad infinitum. Y que sin embargo constantemente se regenera, en forma cíclica, lo que lo actualiza perennemente y lo pone a nuestra disposición de manera virginal, por la repetición del ritmo fundamental del cosmos: su destrucción y su recreación periódicas, experimentadas constantemente por el hombre. Debe destacarse que esto sucede siempre en el microcosmos con la función respiratoria, la que está íntimamente asociada con los ciclos y con los ritmos. Cada vez que es oxigenada una célula sanguínea, mueren y renacen sus moléculas. Podría decirse, en este sentido, que cada vez que aspiramos nacemos, y cada vez que espiramos morimos. Y lo mismo sucede con el aspir y el expir universal.10 En verdad, todo el trabajo para librarse de lo que en términos budistas es el samsara –o dar vueltas a la rueda de las existencias–, es decir, trascender el espacio cósmico y el tiempo cíclico, se realiza por medio del tiempo, o mejor, con el tiempo y en el espacio. O sea, con los elementos vivos de la creación física, que posibilitan este pasaje, o transmutación, la que se efectúa de numerosas maneras. Así, sobre el fondo prototípico de un proceso iniciático, se teje una historia personalizada, en la que el recuerdo de los orígenes y la memoria de sí mismo son traducidas en el tiempo, como una evocación de la infancia en la que ésta tenía de más puro, o como la rememoración de vivencias pasadas que fueron significativas y a las que se les descubre un sentido que muchas veces yacía oculto por la maraña de la psique. Este recuerdo del sí mismo, aunque sea frágil y fragmentario, por una parte no se refiere a la personalidad tal como estamos acostumbrados corrientemente a considerarla, y por otra, se relaciona con el hecho de ir vislumbrando poco a poco otra dimensión del tiempo; el tiempo mítico (o la anamnesis tal cual la consideraba Platón), mucho más real y efectivo que aquel cómputo parcializado del devenir, el cual se nos aparece bajo esta nueva luz como un amorfo más o menos ilusorio. La audición de estas voces internas, es lo mismo que escuchar al hombre interior fuera de sus circunstancias externas; vivenciar el ser, el hombre universal, afortunadamente separado ahora de sus máscaras o roles y también de sus variadas conductas y formas de existencia. Se pasa así a vivir una experiencia mucho más cercana a uno mismo, que nos va haciendo comprender una presencia que siempre ha estado allí, como un invisible componente de toda individualidad. Este conocimiento de la unidad del ser, a cualquier nivel que se produzca, se puede considerar como una ruptura del espacio profano en el que habitualmente estamos encerrados, y el acceso a otro plano, área o mundo, de mucha más sutileza y calidad, y por lo tanto de mayor riqueza cualitativa. Se opera, por eso mismo, una ruptura de nivel espacial, a partir del tiempo tomado como un soporte de la eternidad, ya que él mismo constituye una manifestación refleja, o invertida, del no tiempo –o de otro tiempo–, que en la línea de nuestra horizontalidad histórica se comprende como algo anterior, cuando en verdad este tiempo mítico vertical coexiste con la sucesión, razón por la cual de él puede decirse que: "es una imagen móvil de la eternidad". Y ese mismo tiempo corriente, y el espacio donde se produce, han de tener algo de la cualidad de lo que expresan o simbolizan, pues como ya hemos dicho, si no fuera así, de ningún modo podrían manifestarlo. Si fuera lícito hablar de "historia" a determinadas magnitudes, el mundo entero ha sido un "huevo", luego un embrión, que posteriormente se ha manifestado en y con todas sus especies –las que comienzan a desarrollarse en forma independiente y armónica, en relación con su medio, su contexto–, o partes, tal cual un hombre, un animal o un árbol; y tal como ellas se regenera y reproduce cíclicamente a los niveles en que se manifiesta. De hecho, ésta es una manera de decir,11 pues en realidad lo que se expresa como sucesivo, es simultáneo en otro orden, y aún dentro del mismo orden espacio-temporal es perenne, sucede constantemente –y por lo tanto en este preciso instante–, y se expresa a través de leyes prototípicas. Estamos acostumbrados a ver la creación como algo absolutamente histórico, cuando en verdad éste es sólo un punto de vista, ya que el hecho creativo no es únicamente horizontal, sino que fundamentalmente es vertical, en cuanto a que el origen presente en cada forma substancial es extratemporal y no signado por el tiempo y el espacio. Ese origen de todos los ciclos es el ciclo prototípico, que en su dimensión increada está siendo siempre. Es preciso advertir que lo que muta son las indefinidas formas, nunca las estructuras primarias prototípicas, y jamás los arquetipos, bien llamados eternos. Todo el tiempo está sucediendo ahora en el corazón del hombre. El creador genera todo el cosmos y lo asegura mediante la polarización en un dios conservador y otro destructor y transformador. Nos interesa seguir considerando la rueda como espacio, como tiempo, y asimismo como movimiento, es decir en cuanto a su actuación generada por el espacio y el tiempo. Ya nos hemos referido a las cuatro edades de la humanidad, o a las cuatro etapas de la vida de un ser humano. Sería interesante también reflexionar sobre el ciclo de la función respiratoria, que se divide en forma binaria: aspiración-expiración –y que tanto es válido para el hombre como para el universo–, el que puede subdividirse en cuatro tiempos –o movimientos espaciales–, de los cuales el primero es una toma de aire, el segundo su retención, seguido de un tercero de expulsión completa –equiparado a una muerte–, al que continúa un cuarto de total vacío. Inevitablemente en este punto ha de producirse una nueva aspiración, indispensable para la regeneración cíclica. En cuanto a la rueda como espacio, ya nos hemos referido a ella cuando la consideramos como mandala 12 vale decir, como espacio significativo y sagrado, en oposición a cualquier lugar indeterminado, caótico o profano. O sea: la rueda estática asociada al espacio, en contraposición con la rueda dinámica vinculada al tiempo. El espacio genera tiempo, El tiempo crea espacio. Y entrambos producen el movimiento de la rueda, que constituye la ritualización del mandala cósmico, o la puesta en acto, o en función, de las potencialidades ocultas en lo inmóvil, que posteriormente han de tomar vida y forma substancial. Y esa vida y esa forma producidas por el movimiento, han de estudiarse en relación con otro ciclo cuaternario. Nos referimos al reciclaje perenne de los elementos, o los componentes de la vida que conforman la "materia", y que, como es sabido, se denominaban fuego-agua, aire-tierra, para la antigüedad. En verdad, como tal, esta "materia" no existe, sino que podemos hablar de ciertos estados de la misma en relación con el mayor o menor grado de intervención del principio o elemento que la conforman. Suponiendo un estado relativamente estable de esta materia de que se trata, ella se nos aparece de tres modos básicos: como sólida, líquida y gaseosa, los que corresponden a los elementos tierra, agua y aire. El cuarto elemento o principio, el fuego, es también llamado el principio radiante de la materia. Es por intermedio del calor, o fuego, que se transforman los restantes elementos o estados, los unos en los otros, al derretir éste a los sólidos, evaporar a los líquidos, y por su ausencia, condensar a estos últimos, solidificándolos. En este sentido, la liberación o absorción del calor determina en realidad el estado de la materia. Por lo tanto, un estado relativamente estable de materia, sólo se diferenciará de otro, de acuerdo a la proporción del calor, que hace que las moléculas de un cuerpo se hallen a tal o cual distancia entre sí, lo que permite la libertad de movimiento que es posible entre ellas. De todos modos, y volviendo a nuestro tema de la proporción y la medida, y teniendo en cuenta que el sol es el elemento ígneo, o radiante, en cuanto a los estados de la materia de nuestro planeta, es lógico pensar que este astro esté en perfecta armonía, coincidencia y equilibrio, con la vida de este mundo, con su estructura misma –al igual que la del hombre– ubicados ambos en una onda de energía afín, en la cual al existir los elementos en forma individualizada, por acción del sol mismo, pueden constantemente mutar y combinarse y proseguir a su nivel la obra creacional. Si se alterasen las proporciones, las magnitudes, las medidas de este equilibrio armónico, si la tierra se alejara o se acercara al sol desmesuradamente, se acabaría la vida por congelamiento o por evaporación, por el excesivo apretujamiento molecular de lo compacto o por la dispersión molecular de lo gaseoso. Lo que nos expresa bien a las claras la relatividad de aquello que tomamos como algo fijo, real e inamovible, cuando es evidente que se trata de todo lo contrario. Sobre todo si consideramos que este permanente reciclaje de los elementos se produce igualmente, y con las mismas características, en el hombre, y que, más allá de ser sucesivo se da en forma simultánea. Ya que en cada uno de estos estados de la "materia" se encuentran presentes todos los elementos, interactuando en distintas proporciones entre sí; lo que asimismo equivale a decir que la "materia" del universo es una sola. Siguiendo con la relatividad de los fenómenos y la mutabilidad de las cosas, indicaremos que algunas de las imágenes que se nos aparecen como firmes y nos convencen de nuestra propia individualidad –y de la segura garantía que nos ofrece la historia–, son extremadamente banales y jamás hemos meditado sobre ellas. Como curiosidad, y con respecto a la historia, haremos hincapié en que un individuo cualquiera sólo puede recordar fehacientemente a sus abuelos y su época, a lo sumo tres generaciones, que son las que constituyen "su mundo" –aunque él mismo suponga lo contrario–, que no se remonta a más de un siglo, permaneciendo todo lo demás en un estado de difusa confusión, tal cual si hubiese perdido la memoria y tuviera que referirse a circunstancias externas contingentes –"histórico-científicas"–, a las que tiene que otorgar una categoría real, objetiva, verdadera; pues al identificarse con ellas, adquiere inmediatamente la seguridad de la posesión de un hipotético "yo", que pasa a ser nada menos que su identidad, su presunto ser en el mundo y la razón de su existencia. Esta módica perspectiva, jamas confesada interiormente por temor a la desintegración, hace sin embargo a los contemporáneos sentirse partícipes de la historia mundial, como si esta fuera una institución oficial y universalmente objetiva para todos los pueblos y seres, algo sustancial y garantizado que avanza hacia el progreso y que dicta una ley inmutable y científica, de la que ellos son los depositarlos y árbitros. No nos atrevemos a calificar estas actitudes, de las que algunos se carcajean sin disimulo, y que otros enjuician con, una seriedad que no admite descargos. En cuanto a la idea humorística de la posesión individualizada de la personalidad "a ultranza" –que nos hace sentirnos únicos y exclusivos en el mundo–, ella constituye una paradoja en la comprobación estadística, ya que en poco mas o menos cuatro siglos se han tenido más de un millón de antepasados (cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, etc.), lo que equivale por ejemplo a decir, que en el siglo XV –fecha del descubrimiento y comienzo de la conquista de América–, es casi seguro que han existido aquí y allí más de un millón de nuestros antecesores directos, tan propietarios de su ego como nosotros mismos.13 Lo cual nos conduce nuevamente al tema de la proporción y la medida, o sea el de la ubicación, íntimamente vinculado al equilibrio y la armonía de los ritmos y los ciclos y la necesidad de un encuadre y una orientación. Coincidamos en que la época histórica en que nos ha tocado vivir es dura y difícil en razón de su situación en el tiempo cíclico.14 Es más, se advierte que estamos en el ocaso de una cultura y al final de un período que se produce en el mundo entero. Diversas voces, desde distintas tradiciones, vienen advirtiendo este hecho –cada vez más expresamente– desde hace ya años. Esto ha dado pie asimismo a la aparición de pseudoprofetas y especuladores, que aprovechan de esta circunstancia para profitar con artes y engaños a nuestras expensas. Se dice en varios libros sagrados que estos personajes se han de multiplicar en nuestra época. Sin embargo, ellos mismos no son sino un símbolo del fin. Y este fin, no es sino el segundo advenimiento, la liberación. Por cierto algo más difícil de imaginar, y que guarda poca relación, proporción, o medida, con los parámetros con que estamos acostumbrados a ver las cosas. Hay, sin embargo, una promesa vertida en forma clara en todas las tradiciones, y que los cristianos llaman parusía. El mismo evangelio nos dice que de ese día y hora nadie sabrá nada, y que andaremos trajinando y afanándonos por lo de siempre, en forma normal. Hay quienes estudian estos temas en detalle, de acuerdo a fuentes y datos tradicionales, y muchos de ellos destacan al "milenio" –décadas más o menos– como fecha promedio de los límites del actual manvántara. Pero, lo que sí puede con seguridad afirmarse, es que a los efectos del ser individualizado, el fin de una civilización es perfectamente equiparable al fin de sus días, ya que todos los ciclos son análogos.15 Quien ha pasado por la muerte ya no puede morir. Y nada de esto será más o menos doloroso de lo que ha sido siempre y por cierto es también ahora mismo.16 Por otro lado, el fin de los tiempos se refiere a la abolición de nuestro condicionamiento espacio-temporal y a un retorno a la frescura virginal de los orígenes no determinados, que por cierto incluyen la posibilidad de un renacimiento. En este contexto, las palabras libertad, igualdad y fraternidad adquieren su último sentido y también nos marcan una tarea a realizar o un destino que cumplir.
NOTAS 1 Las civilizaciones son ciclos que tienen principio, desarrollo y fin; que poseen vida, como los hombres y los continentes geográficos. Se generan al igual que los organismos vivos y corren su misma suerte. 2 Es interesante destacar como curiosidad que el hombre apoya sólo las plantas de los pies, u otra pequeña superficie de su cuerpo, sobre la tierra. La mayor parte de su volumen vive y transita en el espacio a esa enorme velocidad y es aéreo. Sin duda, los habitantes modernos de las grandes ciudades no nos enteramos de este hecho –como casi de ningún otro–, pues fijamos nuestros propios límites al identificarnos con nuestras concepciones, y nos sentimos bien anclados en una hipotética tierra material, absolutamente sólida, cuando en verdad es una superficie porosa en la que el aire circula libremente, penetrándola y conformándola, como es además notorio en el cuerpo humano. Por otro lado, la parte que no es aérea es líquida, como lo atestiguan claramente también el propio conjunto de fluidos del cuerpo y la constitución geográfica y sustancial de la tierra. Tomando además debida cuenta de que estos elementos tan inestables están constantemente en movimiento, e interactúan entre sí. 3 Estos cálculos aquí citados se consignan sólo a título de ejemplo ilustrativo y sin pretensiones cientificistas. 4
Es obvio que las épocas cronológicas de igual duración
no responden necesariamente a tiempos equivalentes. El tiempo no transcurre
uniformemente.
7 Debemos, por lo tanto, referimos a un orden, a un encuadre correlativo y proporcional entre el hombre y el cosmos, dejando de lado los ciclos muy mayores, que son exclusivamente cósmicos, y los muy menores, que ya no poseen una relación significativa con respecto al ser humano. 8 Lo mismo sucede con el número diez mil en la tradición china, con el cuatrocientos en las mesoamericanas, y también con el milenio, u otros símbolos-magnitud, en diferentes civilizaciones. 9 Si se lleva un poco más lejos este ejemplo, pudiera decirse que cada vez que encendemos un fósforo se produce un mundo, un sistema completo; o que cada vez que parpadeamos asistimos inconscientemente a la creación de un campo, que tendrá dentro de sí la posibilidad de generar otro, y así en una serie ilimitada. Por otro lado, un milenio no es ni la fracción de un segundo en la vida de un dios. 10 Según Platón, desde el norte al sur se desarrolla un movimiento ascendente, a partir de allí retorna nuevamente hacia el norte (impulsado por sí mismo, abandonado a su suerte), recorriendo en sentido inverso su ruta circular. También es interesante poner a lo anterior en relación con la vida existencial e histórica del ser humano, así como con los ciclos de las distintas civilizaciones. 11 Como lo sería el referirnos a nuestro propio ciclo existencial humano tomado como independiente del resto. O sea, considerarlo como un circuito cerrado y autónomo, uniforme y autosuficiente, cuando bien por el contrario la realidad nos indica la interdependencia, que es posible gracias a lo que todo ciclo tiene de individual, aunque esta individualidad adquiera su sentido en la vida del conjunto, como está claramente ejemplificado en el caso del ciclo de una célula sanguínea. 12 Recordemos que la traducción de mandala es círculo. 13 Este sencillo ejemplo no lo es tal, en cuanto comprobamos que el hombre en sí, sintetiza a todos sus antepasados y proyecta todos sus descendientes. Si esto se simbolizara gráficamente, se haría mediante dos triángulos invertidos, o dos conos, o espirales, unidas por un punto o vértice común, que representaría al hombre en su función mediadora. 14 Aunque este hecho no justifica las responsabilidades individuales. Ha sido el hombre, en facultad de su libre albedrío, el que ha llevado al mundo a la situación en que se encuentra. El ser humano es tanto el mediador de la construcción como el de la destrucción. 15 En virtud de su aceleración, el tiempo se contrae en el espacio y acorta las distancias de tal suerte, que en verdad se contrae en sí mismo. Hasta que ese exceso de velocidad en que reitera sus ciclos, lo lleva al grado de devorarse y ser absorbido por la simultaneidad del espacio. Ese sería el fin de los tiempos, el retorno al origen, en el cual la rueda dejará de girar, cesará el movimiento. Y en esa indiferenciación virginal se generará entonces un nuevo espacio, un cielo y una tierra nuevos, y también un nuevo hombre o humanidad, otro ciclo –en este caso un manvántara–, con un tiempo regenerado, como sucede analógicamente con cada año nuevo. 16 "Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta". (Mateo VI, 26). |
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