CAPITULO IX
CONCLUSION
Llegamos al final de estos textos, que se han ido entretejiendo a si mismos en una especie de cadencia circular, dada por la propia naturaleza del tema que hemos pretendido describir. De más está decir que hemos realizado este trabajo sin intentar agotar un modelo simbólico, que, como el cosmos, es inagotable. Nos hubiera gustado tratar en extensión ciertos temas –siempre vinculados con el símbolo de la rueda– que aquí apenas se sugieren. Así, hubiéramos querido referirnos a la rueda en relación a la música y la danza de los pueblos y destacar en primer lugar la idea de ritmo que implícitamente estas artes acarrean. Del mismo modo, subrayar la circularidad de las estructuras musicales, del canto y del recitado, como igualmente las coreografías de rondas y reiteraciones, presentes en la totalidad de las tradiciones. Esto puede verse claramente, aún hoy en día, en el folklore universal, en la danza y el canto de los "primitivos" y los niños, cuya base rítmica y circular puede verificarse fácilmente. Si aceptamos que nuestra cultura aún recuerda ciertos fragmentos de su pasado tradicional –que constituyen su propia textura inconsciente–, podemos comprender estas manifestaciones unánimes. Ya hemos señalado los orígenes sagrados y míticos de todo arte o creación. 

También hemos dicho que el modelo de la ciudad, el de la cultura de las civilizaciones, ha sido estructurado de manera análoga al modelo del cielo y al conocimiento interno y directo de la cosmogonía, dentro de la cual el estado humano tiene un papel primordial. Y que estas estructuras culturales y simbólicas, como sus manifestaciones míticas y rituales, constituyen los principios a partir de los cuales estas civilizaciones progreden, hasta llegar posteriormente a olvidarlos en razón de su multiplicación, o caída, no obstante que éstos sigan conformando ocultamente el corazón de esa sociedad que los niega. Si por otro lado reflexionamos en que cada gesto o expresión es en última instancia simbólico, descubriremos por esa vía que, igualmente, todo acto es ritual. Y que en definitiva los ritos, los mitos y los símbolos, forman parte de la vida misma –o mejor, son la vida misma– y su reiteración cíclica y rítmica es la memoria arquetípica de un hecho original, no signado por el espacio y el tiempo ordinario y lineal, sino ubicado en otra dimensión que es la propia de lo sagrado. En este sentido, el símbolo de la rueda es extremadamente dual: por una parte significa la increíble generosidad de la vida manifestada, por la otra, el encadenamiento, la esclavitud de nuestras reiteraciones y hábitos, ejemplificados por los engranajes de la sociedad industrial y de consumo, que ha terminado de mecanizarnos; y peor aún –desde una dimensión más perturbadora: la posibilidad de permanecer prisioneros indefinidamente en la rueda de las encarnaciones. 

La reiteración cíclica y circular en las ceremonias culturales, recrea y regenera a quien participa de ellas –a cualquier grado que sea esta participación–, pues imitan consciente y deliberadamente un gesto original revelado, que estas personas, grupos o sociedades, han llegado a conocer a través de su manifestación simbólica. En esta nueva vida, o estado regenerado, se hallan las posibilidades del hombre verdadero, y en realidad, de toda la cultura –en el sentido más amplio del término–, ya que habiendo ella sido articulada de acuerdo al modelo simbólico de una cosmogonía, constituye un mensajero, o vehículo, para llevar a los hombres que la conforman al encuentro de esas realidades ocultas, de lo que es lo específicamente humano. La civilización –en la verdadera acepción de esta palabra– es un puente y una escala, una guía y un mapa de ruta en el viaje hacia el sí mismo. Y sus estructuras y sus expresiones constituyen no sólo un orden donde las cosas pueden ser posibles, sino también una didáctica, una enseñanza siempre viva y actual, que tanto se patentiza en sus deidades como en sus refranes "populares". Y por cierto que en todo esto participan la música, los cantos y recitados, las danzas y ceremonias de las naciones. De los estribillos a los rondeau, al canto gregoriano, o a las ceremonias de la iglesia ortodoxa; desde las composiciones modernas de esquema espiral, como el "Bolero" de Ravel, hasta los mantrams hindús y budistas, y los recitados hebreos e islámicos; de los bailes folklóricos, o los de los pueblos "primitivos", a las danzas derviches o al tai-chi, todas estas expresiones derivan de un mismo origen y están siempre presentes en las entrañas del hombre y sus sociedades. 

Además hubiéramos deseado hacer mayor referencia al símbolo de la rueda en su asociación con la simbólica del carro y el viaje. Sabidas son las virtudes renovadoras de un cambio de situación o rol y las de estar en un medio completamente extranjero, por cierto no siempre exento de peligros. En esta perspectiva debe incluirse al símbolo del peregrinaje (análogo al del cambio de la piel, que caracteriza a ciertos animales), que el sol igualmente ritualiza diaria y anualmente. El mismo carro es un símbolo solar, y se lo vincula también con el fuego –por ejemplo en la visión de Ezequiel– y como vehículo del ascenso a los cielos del profeta Elías. En este caso, el carro –cúbico y en movimiento, como ya hemos visto–, impulsado por la energía generativa de sus ruedas, recorre la vía láctea en el viaje iniciático, o ascensión al cielo de otras realidades, lo que incluye una lectura completamente diferente del mundo manifestado. No insistiremos en la iniciación como ciclo; sólo diremos que las ideas de hombre nuevo, nacimiento a la vida (y a la realidad), muerte y resurrección, fin y comienzo, y palingénesis, aparecen en las culturas de cualquier tipo de las que se tenga memoria. Agregaremos que el viaje iniciático o del conocimiento, es el comienzo de la vida del que emprende este camino. Es entonces perfectamente análogo a cualquier generación y sobre todo a la creación arquetípica del cosmos, que a pesar de los esfuerzos de nuestros contemporáneos sigue innegablemente vivo. El viaje iniciático –o recorrido de ultratumba– también describe una parábola circular, lo que se puede ver no sólo en los mitos de resurrección, vida-muerte-vida, y en los ritos de fecundación y vegetación, sino asimismo en algunos símbolos tan claros como la parusía cristiana, que era, y es, común a todas las tradiciones: el regreso del héroe civilizador y educador, la vuelta del salvador –portador del conocimiento y la verdadera vida– que ha de restaurar aquel tiempo mítico, aquella época y estado original donde la belleza y la sabiduría realmente existían sobre la tierra. Esto igualmente se advierte en el viaje extático del chamán, que sale de sí para recorrer los infiernos –el país de los difuntos–1 y los cielos y finalmente vuelve a sí mismo, a su ubicación tangible y concreta, luego de haber efectuado una circunvalación, una vuelta sobre sí mismo, que se ha realizado en su psique. Al finalizar esta revolución, la psique, se halla totalmente regenerada. Después de haber transcurrido todo un mundo o ciclo, se ha dado lugar a un nuevo ser. A saber: el conocimiento de ese ser por sí mismo, aunque ahora a otro nivel, lo que se advierte por la misma caducidad o muerte del estado "anterior", que se experimenta como algo pasado, como un sueño. 

Esta renovación consciente de la vida es más una integración que un descubrimiento. El hombre verdadero ha estado siempre presente aunque permaneciera desconocido para quien ocupaba su lugar. Desde otro punto de vista, éste es el conocimiento o constatación del supra-ser, o no-ser, por el ser. De lo supracósmico, a través del cosmos y su modelo ejemplar, o sea, de lo suprahumano, por la intermediación del hombre, en un proceso circular. Aquí debemos aclarar que si bien el ser es la afirmación del supra-ser, o no-ser, este último de ninguna manera es la negación –ni pudiera serlo– del primero. No se da esta oposición entre el ser y el no-ser, puesto que éstos no son equiparables. El no-ser, o supra-ser, por su propia condición no puede oponerse jamás a nada, porque realmente no es. El ser, que es su afirmación,2 manifiesta puntualmente la unidad, razón por la que podrá así polarizarse, y engendrar con ello su propia negación, en su reflejo, posibilitando, en la sucesión de su desarrollo y límite, el retorno a sí mismo, es decir: a su origen y al origen de toda manifestación. El no-ser no es pues la negación del ser, como el concepto hermético del vaciamiento o de la nada (el Ain de la cábala hebrea, por ejemplo) tampoco expresa lo que el nihilismo entiende por tal; ni lo invisible es aquello que está fuera de nuestro campo visual y menos aún ciertas vagas y nutridas ensoñaciones. Por otra parte, se dice que el pulimento de la piedra bruta exige herramientas cada vez más precisas y sutiles. Si al principio del viaje iniciático, o proceso de conocimiento, hay que eliminar lo más basto, es decir: advertir el engaño de la personalidad y correlativamente negarla, así como comprender la ilusión de nuestra vida y concepciones, y la relatividad de todas las cosas, posteriormente –se nos dice– se va encontrando mayor sentido en la totalidad de lo manifestado, tanto en lo individual o microcósmico, como en lo universal o macrocósmico, ya que esos estados son modos, o grados, de la conciencia del ser universal, transparentes emanaciones y opacamientos de la suprema identidad, que desembocarán en el cosmos y en el hombre, y que constituyen no sólo la huella digital de la deidad, sino que son, además, la forma en que ella se percibe a sí misma. 

La conexión del símbolo de la rueda con el del carro, el viaje y el movimiento, nos transmite también una sensación de avance, de evolución, que transpuesta al proceso cognoscitivo es el desarrollo de la conciencia del individuo que participa de él, y su proyección en la sucesión temporal. Es un hecho que cuanto más una persona se concentra en la búsqueda de la verdad, la obtención de la unidad y la realización de sí mismo, más se amplía su capacidad de percibir lo universal.3 Sin embargo, es necesario advertir que en un viaje de este tipo es imposible mirar hacia atrás, pues recordar el pasado es desatar a las Furias. También se debe dar noticia de que la personalidad puede extraviarse en los recovecos laberínticos de la psique –del alma– y que son necesarios los instrumentos y el vehículo que nos ofrecen la tradición y la doctrina, pues ellas nos ubican y orientan. Haciendo la salvedad, de que esta doctrina es la expresión del conocimiento interno de la cosmogonía y que debe diferenciarse claramente del dogma, que es la imposición autoritaria de pretendidos axiomas elegidos arbitraria o interesadamente. Así pues, esta promoción al conocimiento, que se verifica por sí misma, es un ingreso –por medio del enlace con la intimidad de la doctrina– al mandala vivo de la cosmogonía: lo que supone una ordenación en lo interno y un conocimiento directo de lo sagrado. 

También hubiéramos querido escribir sobre la rueda como símbolo de refugio, como protección mágica, y en ese sentido emparentarla con cualquier recinto sagrado, vinculado siempre con la salvación, ya sea éste el círculo mágico o el arca de Noé. Asimismo como defensa contra las tinieblas exteriores y como talismán. E igualmente recalcar sus cualidades terapéuticas y curativas, que coinciden con las que se atribuyen a los símbolos y a los conjuntos de simbólicas tradicionales, en general. Por otro lado, la rueda es el instrumento principal de la ciencia de los ritmos, cuyo fin es ritmar, conectarse con el ritmo del ser universal. La palabra "rosario" deriva de rotarium y con ella se designan los recordatorios religiosos del cristiano, islámico y budista. Es interesante observar que ciertas ruedas utilizadas en esta última tradición, para la reiteración ritual, se hayan conocido en Occidente como "máquinas de orar". La oración misma puede verse como un circuito de comunicación tierra-cielo-tierra, y el rito rítmico de la plegaria un volver al sí mismo. Ciertos símbolos clásicos y renacentistas, como el de las tres Gracias, están dispuestos en forma encadenada y relacionados de tal modo los unos con los otros, que nos transmiten por sus gestos y las expresiones de sus rostros, la idea de dar-aceptar-devolver. Asimismo se corresponden con las tres Parcas, que tejen el destino del cosmos y de los hombres: una hila, la otra mide, la tercera corta; también asimiladas al pasado, al presente y al futuro.4 

Si nos acordamos de que el símbolo manifiesta verdaderamente la realidad, y que el rito imita conscientemente el ritmo de la estructura cósmica –así como el mito la ejemplifica–, podemos comprender la importancia fundamental que éstos tienen, ya sea como factores de poder regenerativo o de protección y defensa psico-física. Por cierto que estas funciones no se efectúan en desmedro de su capacidad transmisora, pues antes que nada, el símbolo es un vehículo cognoscitivo. Pero estas características son propias de los símbolos, mitos y ritos, en general, y, en este caso particular, atributos que se le suelen adjudicar a la rueda. 

También hay una constante tradicional en la que se suelen asociar el acto creativo, el sonido, la luz y el nombre, con el símbolo de la rueda. En la tradición hindú se dice: "Mediante el nombre de los cuatro, él ha hecho girar la rueda redonda."5 Con respecto al sonido, el monosílabo AUM (OM) con el que se evoca y repite el acto creativo, "pasa de la vocal más abierta a la consonante más cerrada cercando las posibilidades indefinidas del sonido", como nos dice Lanza del Vasto.6 En lo que se refiere a la luz, la simple enunciación del Fiat Lux hace que la luz sea y con ella todas las cosas. En este último caso, el sonido es anterior a la luz y ésta es su manifestación, en cuanto se identifica con el rayo creacional, que une el centro con la periferia, conformando un orden inteligible. 

Con respecto a nuestra individualidad o a la manifestación de la personalidad, podríamos hacer notar que no sólo estamos condicionados por nuestro pasado, madre o matriz, lo cual resulta casi obvio, sino igualmente por nuestro futuro –puesto que estos extremos se conjugan siempre en la actualidad del presente– que como otro polo nos atrae hacia sí.7 Esta es la idea de destino, en cuanto éste es la efectivización de nuestro ser. Pero esto únicamente es posible si se ha desencadenado la potencia dramática del sí mismo, actitud que revela la búsqueda del origen, o la memoria de un pasado arquetípico. Lo que es idéntico a viajar en el sentido –aparentemente inverso–, del encuentro del destino, ya que este destino es el origen, y este origen el destino. 

Ya hemos dicho que el símbolo sagrado y tradicional, como expresión directa y revelada de la manifestación cosmogónica, su resonancia y comprensión, promueve una transmutación lenta, sutil y verdadera, que conforma un camino o vía simbólica, mientras que la insignia, la divisa y los códigos convencionales, producen estímulos de superficie, sumamente estadísticos, que actúan casi como movimientos reflejos de nuestro condicionamiento. Si el símbolo nos da la libertad, la insignia y la convención nos atan a la unilateralidad de un punto de vista juzgado como "bueno" y, por extensión, "natural" y "universal". En realidad, el grado de comprensión del signo, hace que éste sea tomado como un verdadero símbolo, una insignia o una convención, cuando no una alegoría: "la insignia uniforma, el símbolo unifica". También hemos explicado que la unidad, desdoblándose en el ritmo de la dualidad, engendra, mediante sus emanaciones, la multiplicidad de los seres o los estados del ser universal, que se focalizan en puntos individuales, cosas o seres creados, simientes que portan en ellas mismas la posibilidad de engendrar. O sea, la de imitar la unidad arquetípica: lo que hace que ésta refluya incesantemente como el movimiento de una rueda, imagen y modelo del cosmos. 

Igualmente queremos destacar –aunque parezca hoy extraño– las buenas maneras y las leyes de la cortesía y el mutuo respeto, como formas rituales cotidianas, que producen un movimiento completo de ida-vuelta y retorno, que facilita constantemente la posibilidad de ser. Esta actitud se encuentra, mismo hoy en día, en algunas comunidades donde llega a tomar la forma del amor y de la armoniosa y equilibrada convivencia. Ha sido parte de todas las culturas e incluye un compromiso con la vida y una aceptación del orden, favoreciendo la creación en un ambiente adecuado para la gestación-nacimiento-realización de sus integrantes. Permitiendo además una interpenetración de energías entre ellos y una comunicación de todo tipo a través de parámetros simbólicos especialmente diseñados con ese fin, pero que, como todas las cosas, una vez que se transforman en algo institucional, oficial, pierden su sentido y pasan sólo a ser formas huecas y convencionales, que terminan muriendo por la rigidez de su solidificación. 

Es como si cada gesto tuviera su réplica opuesta, que formara parte del todo. Y todo origen-desarrollo y fin, volviese sobre sí mismo –como bien lo demuestra el ciclo de la vida humana: generación-duración-entrega (o retorno)– y este apagarse y prenderse, nacer y morir, de los ciclos, constituye la armonía universal; pues aquel rotar conforma un conjunto visible e invisible de causas y efectos que garantiza la coherencia y solidaridad del mismo y que "en sí" es su propia explicación o conforma su dialéctica. Todo esto en forma simultánea, por mediación de una serie de planos horizontales, que al llegar a su límite, término o muerte, desencadenan la creación de otros nuevos, que han de correr igual suerte que sus predecesores, como asimismo la de sus sucesores. De tal modo, este conjunto carece de principio y de fin en el tiempo y no puede ni podría tenerlo. La ley causa-efecto funciona hasta cierto nivel, humano o cósmico. Más allá están –valga la paradoja– las posibilidades supra-humanas del hombre y las supra-cósmicas del cosmos, lo que equivale a decir: el conocimiento de otros niveles del ser universal. Hay un sentido interno en el concierto cósmico, unido por la energía que simbolizan los nombres de amor arquetípico, amor divino (o sea la atracción que siente el creador por sus criaturas y que éstas devuelven haciéndolo mutuo) o amor a secas.8 Y el juego de sus tensiones internas (derecha-izquierda, adelante-atrás, arriba-abajo), confluyen y se atraen y repelen, produciendo la aparente solidez del conjunto. Estas oposiciones, necesariamente suponen un espacio, en el que la simultaneidad debe manifestarse en forma sucesiva. Toda posibilidad humana está contenida en este esquema. Por lo tanto, la idea de lo supra-humano y de lo supra-cósmico, es inmanente al hombre y al cosmos y necesariamente los trasciende. La rueda no dejará de girar y volver conforme un plan perfecto e invariable, que en su propio diseño contiene al mismo tiempo su ley y además su clave –o llave–, es decir: la posibilidad de lo que está más allá de ella. 

Otros temas de mucho interés son el del símbolo de la rueda como ombligo y ojo cósmico y sobre todo el de la corona como una modalidad del de la rueda. En efecto, la corona, como ciertos objetos de uso diario (alianzas, collares, pulseras, aros), participa de este simbolismo central y axial, aunque ésta nos interesa ahora en particular porque significa ciertos atributos propios de la autoridad y el poder, y no es casual que su ubicación en el cuerpo humano –en su sumidad– corresponda a ideas de realización y grandeza. El rey figura la encarnación de las energías de la deidad, de la cual es intermediario en la tierra. Gobierna y ordena, y de ahí su vinculación unánime con el sol, al que también se denomina astro-rey. En ese sentido, es también el centro crístico,9 la posibilidad divina, y representa al hombre adámico, al hombre verdadero, regenerado. En la simbólica cristiana se le atribuye a Jesús un doble papel; uno el de sacerdote y el otro el de rey. Este último es también un símbolo axial (como bien lo expresa en la iconografía el cetro con que se le representa), que psicológicamente se traduce como un estado obtenido al llegar precisamente al centro: reintegración que determina el que podamos ser los emperadores –ni autoritarios ni pretenciosos– de nosotros mismos, acaso reyes con corona de espinas, tal como la describe el Evangelio. La tonsura de los frailes representa esto y es importante insistir en que el símbolo se halla ubicado en la cúspide del microcosmos, señalando su punto de salida, como lo hace la estrella polar en el macrocosmos. El sombrero de paja –y todo sombrero–, construido a partir del centro y en forma circular, por el entrecruzamiento de la urdimbre y trama, no sólo es protección contra el sol, o abrigo, sino que como el paraguas, o parasol –que tiene forma de domo–, es un adminículo mágico y celeste de importancia capital, para quienes no toman a broma estas cosas. 

Se habrá notado que a lo largo de estos escritos no se ha puesto el índice sobre los aspectos prácticos y artesanales de la rueda sino en forma secundaria. Muchos han querido ver en la rueda el primer instrumento técnico de la humanidad, ya sea como productor de fuego, es decir, como un transformador y generador de energía o también como medio de transporte y sobre todo como factor de reproducción indefinida. Es probable que desde su punto de vista estén en lo cierto. Pero esas características son derivadas de las significaciones principales del símbolo. 

En la sociedad moderna, las ruedas y los engranajes juegan tal papel, que bien podría decirse que estas sociedades en realidad no existirían si no fuese por tales artefactos. Y pudiera seguirse en esa misma línea afirmando que la rueda es la entraña de las naciones contemporáneas. Así lo es, en efecto, y aquí podemos ver nítidamente otra muestra de la ambivalencia del símbolo; ya que lo que significa la perfección celeste puede también significar la esclavitud infernal, según sea el contenido que le atribuyamos o asignemos, el cual está en proporción directa con la comprensión y el respeto que tengamos por el símbolo en general. Lo cierto es que en la sociedad mecánica y técnica en que vivimos, las mismas máquinas y sus funciones son simbólicas y hablan a todos aquéllos que están dispuestos a escucharlas, a pensar en ellas, pues bien pueden constituir soportes para la meditación y la reflexión, como todas las cosas. En primer lugar, ellas están basadas en la dualidad macho-hembra; y en segundo, se articulan de acuerdo a las leyes de la simetría, que son otras formas de lo anterior. Se suele pensar que estas características –y otras– que poseen las máquinas, están inspiradas en el cuerpo humano, al que copian y al que acabarán finalmente por reemplazar. La verdad es que tanto la máquina como el cuerpo humano no pueden evadirse de las estructuras y leyes cósmicas y su modelo inmutable, en los que están comprendidos. Sin embargo, nos es bastante difícil entender estas sencilleces, porque es tan grande el condicionamiento que las máquinas nos han producido en pocos siglos que han terminado por dominarnos, ya que no podemos salir de los esquemas mentales que su uso nos ha impuesto. Pues actuando directamente sobre nuestra psique, han modificado no sólo nuestros hábitos, costumbres y conductas, sino que han determinado nuestras emociones y gustos y, lo que es aún peor, han mecanizado nuestra inteligencia rebajándola sólo a niveles cuantitativos de producción y eficacia, que pretenderían excluir a todos los otros. Nuestras concepciones mentales están signadas por el medio en que vivimos y en éste domina lo mecánico y técnico. Tal vez no nos damos cuenta de este hecho porque soñamos que somos artistas o filósofos, o muy originales, pero nuestra imagen íntima del cosmos es más parecida a un ingenio mecánico, a una fábrica –o a un hormiguero–, que a cualquier otra cosa. 

Sin embargo muchísimos de los inventos del mundo moderno son casi modelos herméticos a escala. Tal es el caso del cinematógrafo: en un plano cuadrangular –equivalente al espacio cúbico de la sala de proyección– irrumpe un rayo de luz en la oscuridad y se suceden entonces acciones de posibilidades y duración indefinidas, pero siempre limitadas. Todo sucede allí. Esa película es la totalidad de sí misma. Como ella pueden haber millones, pero siempre el hecho es el mismo. Por otra parte, la imagen que vemos es proyectada por un aparato movido por una rueda que nos va presentando sucesivamente las secuencias. Pero para que esto sea posible, es necesario que otra rueda rebobine la cinta, pues la imagen de la proyección está invertida con respecto a la imagen de la filmación. Lo curioso es que cuando se hace la "toma", sucede lo mismo con respecto a lo que se filma y la máquina debe invertir ópticamente la imagen, tal cual, por otra parte, lo hace el ojo humano. Se podría extender mucho este interesante tema pero no es el caso de hacerlo en este lugar. Otro invento evidente es el del fonógrafo. Gira en un plato un disco –esta vez la rueda produce sonido– y todo lo que es ese disco, su ciclo de duración completo, su espacio musical, está allí presente. Su desarrollo va desde su principio a su fin. Hay muchísimos discos y cada uno de nosotros somos artistas que grabamos nuestro propio disco. Jamás nadie podrá contar todos esos discos –o mundos– y aunque pudiese, no le valdría absolutamente para nada. Eso nos lleva a la idea de un disco que contuviera todos los discos. El universo en que vivimos bien pudiera ser ese disco, cassette o rollo de pianola tridimensional y "quíntuple-sensorio". Pero entonces, sería lícito preguntarse: ¿cuándo empezó y cuándo acaba?, y además ¿quién lo puso? Creemos haber dado algunas ideas al respecto. Podríamos responder que del organismo vivo del cosmos los hombres derivan todas las mecánicas, y que no de nuestras concepciones mecánicas, derivan el cosmos y el hombre. Podríamos también decir que esas concepciones, a su vez, son secuelas de ideas filosóficas erróneas, que han dado lugar precisamente a la sociedad industrial, caracterizada por el racionalismo, el materialismo y lo cuantitativo. La cual nos lleva a formular las susodichas preguntas equivocadamente y a concebir al hombre, la naturaleza y el cosmos, como máquinas; en este caso máquinas de responder. Y podríamos además dar un montón de explicaciones y tal vez escribir una vez más este libro. A veces no conviene dar demasiadas explicaciones, y otras no hay nada más que explicar. Hemos visto al cosmos como una vibración que se propaga en todas direcciones alrededor de sí misma, por ondas concéntricas, en forma isótropa, como un vortex espiral o una helicoide indefinida o una esfera que no se cierra jamás. Este fenómeno no tiene ni principio ni fin, se regenera ad infinitum, y sólo es la proyección, la huella o manifestación, de un misterio invisible e inaudible que se encuentra oculto en sí mismo. Pero esto es sólo una forma de decírnoslo, de comprenderlo. En realidad todo es mucho más sencillo, presente, intangible, e indeterminado; y siempre, con respecto a los ojos de los sentidos, completamente otra cosa. 

Por otra parte, no hay nadie en el desván de los fantasmas de la mente. Los dioses benéficos y los maléficos son exactamente los mismos, pero invertidos. Y ambos son ilusorios. Los horrores y los éxtasis por los que atravesamos son igualmente vanos. Mientras no podamos salir de la idea de causa y efecto, seremos atormentados por nuestro karma. Pero si bien la ignorancia es dolor y sufrimiento, el saber que somos víctimas de las imágenes y los trucos mentales –aún los más sofisticados y autojustificados–, que nosotros mismos proyectamos o emitimos, es curativo e iluminador y puede liberarnos del compromiso de nuevas acciones o identificaciones con lo relativo. Puesto que no realizándolas, o no esperando nada de ellas, se convierten en simples hechos que ya no causan efecto alguno. Y este es el caso de lo que puede acontecer con nuestros egos, disfraces, máscaras, personalidades, estados anímicos, gustos, conductas y formas de vida, que no dejan de ser cosas secundarias o aleatorias. 

El pensamiento analógico es mágico e igualmente es mágico el viaje del conocimiento. En éste, debemos tomar determinados vehículos apropiados para ciertos tramos que debemos cumplir. Posteriormente, y en diferentes terrenos y momentos, debemos dejarlos –a veces definitivamente– y coger otros nuevos. Para algunas personalidades, son unos los vehículos y no otros. Lo mismo con la época en que deben ser utilizados. Algunos seres tiene ciertas facilidades particulares y simpatías por determinadas cosas y rechazo por otras. Las formas del despertar y del trabajo de desarrollo, son tan distintas como hombres existen en el mundo, aunque todo el proceso bien pudiera calificarse de prototípico. Es muy útil –y desde nuestro punto de vista casi necesario– el estudio en profundidad de varias formas tradicionales, pero el enlace íntimo con la tradición, que actúa en nosotros, es imprescindible. El concepto de la deidad en la filosofía y la tradición hermética no es religioso, ni su criterio de la moral responde a los tabúes, requisitos y aspiraciones de la mediocre convención burguesa contemporánea. Otra cosa que es casi imprescindible a los occidentales, es el conocimiento preciso de las ideas que hacen a la doctrina, aunque no se las comprenda con la lógica racional, o el interesado no las sepa enunciar en forma consciente. El rito del estudio, de la meditación, de la atención concentrada, del dejarse fluir, y la encarnación de la enseñanza, son necesarios. La casi totalidad de las tradiciones han apoyado estos ritos y viajes simbólicos con la ingestión de determinadas yerbas, plantas o substancias psicodélicas, consideradas específicamente como sagradas o mágicas y utilizadas durante determinados períodos del proceso iniciático. Por cierto que estos vehículos no son imprescindibles, y ni siquiera necesarios, pero es importante hacer hincapié en ellos, ya que no sólo nos hacen vivenciar en profundidad estados internos, ideas y realidades del hombre y del cosmos, sino que contribuyen activamente, por ellos mismos, en este recorrido de ordenación e integración, donde el amor –a cualquier nivel que se presente, aun como pasión– es una energía que funciona como un motor fundamental, como un medio especialmente adecuado para la realización; siempre y cuando no se lo tome como algo estrictamente personalizado de lo que somos propietarios, que sólo existe –y que se agota– en su propia esterilidad. Al amor como intermediario le caben las generales de la ley simbólica, que claramente expresan que no se debe tomar al símbolo por lo simbolizado; que no se puede confundir al vehículo con el nuevo espacio al que nos transporta; que mal haríamos con hacer un absoluto de algo relativo, por más satisfactorio o útil que esto nos resulte o haya resultado. Pues corremos el peligro de cambiar un plano ordinario o literal, por otro de mayor calidad –el cual sólo constituye un preámbulo para ir escalando otros mundos–, que tiene casi las mismas características, aunque más ricas y ampliadas del primero, pero que también se acaba en sí mismo y por lo tanto puede igualmente consumirse. Repetimos: el amor, de cualquier naturaleza que fuere, ha sido unánimemente considerado una vía de acceso al conocimiento. Especialmente cuando esa emoción se transfiere a la sabiduría, la que suele ejemplificarse con la mujer como imagen del intelecto trascendente. Esto es especialmente neto en el Cantar de los Cantares y en el Libro de la Sabiduría atribuidos a Salomón: "Me robaste el corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya, con una vuelta de tu collar". "¡Qué hermosos tus amores, hermana mía, novia! ¡Qué sabrosos tus amores! ¡Más que el vino! ¡Y la fragancia de tus perfumes, más que todos los bálsamos!" (Cantar de los Cantares IV, 9, 10). 

Y el rey cuenta su historia: "La amé más que la salud y la hermosura, y preferí tenerla a ella más que la luz, porque la claridad que de ella sale no conoce noche. Con ella me vinieron a la vez todos los bienes, y riquezas incalculables en sus manos. Y yo me regocijé con todos estos bienes porque la Sabiduría los trae, aunque ignoraba que ella fuese su madre". (Sabiduría VII, 10-12). Y sigue: "Pues hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, perspicaz, inmaculado, claro, impasible, amante del bien, agudo, incoercible, bienhechor, amigo del hombre, firme, seguro, que todo lo puede, todo lo observa, penetra todos los espíritus, los inteligentes, los puros, los más sutiles. Porque a todo movimiento supera en movilidad la Sabiduría, todo lo atraviesa y penetra en virtud de su pureza. Es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente, por lo que nada manchado llega a alcanzarla. Es un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su bondad. Aun siendo sola, lo puede todo; sin salir de sí misma, renueva el universo; en todas las edades, entrando en las almas santas, forma en ellas amigos de Dios y profetas, porque Dios no ama sino a quien vive con la Sabiduría. Es ella, en efecto, más bella que el sol, supera todas las constelaciones; comparada con la luz, sale vencedora, porque a la luz sucede la noche, pero contra la Sabiduría no prevalece la maldad" (Sabiduría VII, 22-30). Continuando: "Se despliega vigorosamente de un confín a otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo. Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y llegué a ser un apasionado de su belleza. Realza su nobleza por su convivencia con Dios, pues el Señor de todas las cosas la amó. Pues está iniciada en la ciencia de Dios y es la que elige sus obras. Si en la vida la riqueza es una posesión deseable, ¿qué cosa más rica que la Sabiduría que todo lo hace? Si la inteligencia es creadora, ¿quién si no la Sabiduría es el artífice de cuanto existe? (Sabiduría VIII, 1-6). 

Se ve claramente aquí que esta hembra es una deidad: una diosa. Y para ser exactos: la Diosa, que va cambiando sus nombres y quitando sus ropajes antes de entregarse definitivamente. Ella es madre y esposa, hermana y novia, hija y concubina, su sexualidad se expande en forma esférica en todas direcciones. La promesa que exhala su fragancia es la misma que nuestra necesidad de copular místicamente con ella. Nos llama con el fuego de su ardiente amor, amor divino, y se nos revela virgen y vacía, oscura, sutil y misteriosa, perfectamente invisible, pero también pura, limpia y clara como el esplendor desnudo de la idea. La tierra, la naturaleza y la vida han heredado estos atributos que reflejan generosamente y nos los ofrecen como medios de realización. Por el amor a la vida y a las criaturas –amor que de ninguna manera es "ideal"– y a través de ellas, y conjuntamente con ellas, se reitera el rito cósmico permanente. Las asociaciónes de la mujer con el amor, la generación y la vida son conocidas por todo el mundo (Afrodita nace de una concha, símbolo de la concepción, Deméter preside las bodas, Hera dirige la vida de los héroes). Ella simboliza la recepción, en cuanto es la contraparte femenina del cielo, y genera el dulce y delicioso vino de la vida, la comunión en la sangre del cosmos, en los efluvios secretos y nutritivos de la savia de la tierra, y nos transmite el vértigo y el éxtasis de la belleza. 

Llegamos ya al final de estos textos, que tal vez hayan dejado traslucir la posibilidad de una vía simbólica como forma y método de acceder al conocimiento. En verdad, la simbólica es una ciencia de estructuras, una ciencia arquetípica, una ciencia de ciencias.10 Existe desde siempre, y todos los pueblos y dioses se han expresado a través de ella. Asimismo puede plantearse –y de hecho actualmente así se la plantea– como una ciencia nueva: la simbología11 que cumplirá sus funciones y propósitos en cuanto restituya al símbolo su sentido original y haga de esta manera que las energías potenciales que yacen en él, resuciten, vivificando a su vez todo su entorno. 

Y por último nos toca ahora a nosotros formular una pregunta: si aceptamos que más allá del tiempo no hay causalidad y por lo tanto no hay historia, ni personalidad. Y si consideramos que la eternidad no ocupa lugar, entonces, con toda franqueza, ¿adónde es que vamos? 
  
NOTAS  

1      El viaje iniciático se equipara al recorrido del alma post-mortem.  

2     Lo determinado es el ser de lo indeterminado.  

3     Esto se debe a dos energías que coexisten simultáneamente en él y que se figuran con el símbolo de la doble espiral. No es el momento de hablar de este tema, puesto que ya se ha hecho en otras partes de este trabajo.  

4     La mitología griega tiene igualmente una estructura circular. Las aventuras y andanzas de los dioses y héroes son análogas y se remiten las unas a las otras, se encadenan entre sí. Las historias de los personajes están todas relacionadas; y ésta deriva de aquélla, la cual a su vez está íntimamente vinculada con esta otra. Los mismos personajes aparecen en distintas historias, las cuales reiteran idénticos mitos en otras circunstancias espacio-temporales, con otras anécdotas y nombres. También la Biblia es un claro ejemplo de cómo y en qué diversas épocas y formas, en un mismo pueblo, se repiten los mitos ejemplares encarnados de distintos modos, por diferentes protagonistas, lo que constituye ciclos de repetición arquetípica, en los que se expresa tanto el orden interno de una cosmogonía, como el proceso iniciático.  

5     Rig-Veda, 1,155,6.  

6     Algo similar ocurre con la construcción de la palabra AZOTH, criptograma de la búsqueda y el hallazgo alquímico. Ella está formada por la primera letra de los alfabetos griegos, latino, hebreo y árabe. La Z es la letra final del latín, así como la O (omega) lo es del griego y la TH corona los alfabetos hebreo y árabe. Está aquí clara la imagen de la reabsorción del fin en el principio.  

7     Es muy interesante pensar que estamos signados por nuestro futuro y adoptar frecuentemente ese punto de vista: reconocer que esa persona que hoy vemos por primera vez y que nos resulta tan familiar, ya la conocemos de nuestro futuro. Si nos fijamos bien, es probable que a casi toda la gente uno la haya conocido del futuro.  

8     Al final de La Divina Comedia, Dante nos dice que el amor es el que hace girar armónicamente la rueda que mueve el sol y a las demás estrellas.  

9     Ubicado ahora espacialmente en el corazón como reflejo de lo suprahumano y supra-cósmico. 

10    Que no está sujeta a la sistematización, ni a la manía clasificatoria de la epistemología. 

11    O la simbólica, como prefieren llamarla la mayor parte de sus investigadores y estudiosos. 

 
 
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