Otros caminos

 Para Ernesto Sábato y Martín-Armando Díez

1

Las imágenes de la gran muchedumbre que lloraba, encerradas en aquella materia maleable, informe, como de gelatina, subían desde la profundidad del olvido y se quedaban flotando sobre las aguas pudorosas de La Memoria, de su memoria.

Días hubo en que creyó que los ojos lo engañaban, tal la certeza de la existencia de aquellas criaturas; y días también en que la sustancia misma del alma temblaba, atrapada toda por la belleza de la figuración, en el margen exacto del libro de la vida.

Por sí solas iniciaban la peregrinación, con cánticos vírgenes, sin que mediara conjuro alguno, como aventadas por un terror inapreciable.

2

El único gran pecado capital de Don Ernesto fue dejarse llevar, abrirles la frontera a aquellos caminantes rendidos.

Y mire usted que nunca pudo disfrutar de la palabra amada; nunca nadie le llamó poeta. Nunca, nunca... porque los otros estaban ciegos, sordos, mudos, cojos... vacíos.

Y ocurrió todo este engaño porque las ciudades, los pueblos, el orbe entero, todo, todo, caminaba por otros caminos: la gente no tiene corazón; o simplemente porque son sólo unidades ínfimas de carbono que imaginan que se comunican, que bailan incansablemente sobre el escenario inventado por un dramaturgo loco y aburrido.

3

Don Martín-Armando comprendió la vida en el crepúsculo de la existencia, cuando la imposibilidad de la rectificación se hizo navaja afilada, cuando el espejismo falso del abismo verdadero se trocaba en este manjar amargo de los fracasados.

Aprendió pues a mantenerse así, en el borde mismo de lo minúsculo, ante la visión apocalíptica de los acantilados, dejando que aquella ridícula esperanza primera fuera crisálida:

<< mis visiones reclaman una celda de papel y de tinta >>, había llegado a pensar.

 4

Y supo que siempre había estado solo, como tú lector, ahora, ante este libro. 


La flor del invierno

Para Pedro

Los colores perennes te siguen nombrando, recuerdan tu certero abrazo pictórico de entonces, cuando el séptimo día amanecía y tú lo esperabas escondido bajo la manta de los elegidos. Caen chaparrones de óleo y de espátulas, de pinceles y de trementina, con disimulo, como una tentación, cual si estuvieras ciego y no supieras que ellos siguen quietos, atentos, desconcertados, esperando la magia irreverente de tus manos de artistas auténtico.

 

Escuchas el tambor viejo de esta lluvia desde la altura de las cepas amadas, simulas que te distraes. Él enarbola entonces la canción antigua, como una espada que te taladra ... y tú sientes que el curandero de las barrancas te cauteriza la herida con ese alcohol que mana de esta fecha sin tiempo : " ella habrá de servirte el retorno en bandeja de plata ", susurran los labios del mulato mientas escupen el agua bendita, al tiempo que inflaman el aire con las pompas de jabón de la esperanza.

 

Pero tú, a renglón seguido, adviertes que el movimiento nunca se detuvo; apuras pues la pócima de la ambición nocturna, olvidas sí el yugo del hambre y la familia, pintas, cómo no, unos ojos; e incluso la lágrima salada salta, la que prometía caer en los labios de esa niña, brinca, vuela, y llega y se entierra en el corazón del abandono... y finalmente, a destiempo, florece la flor del invierno, ese aliento rojo sobre este paisaje blanco y frío.


Aquel viejo automóvil

Para Elena

Las amigas se han quedado sentadas en aquel viejo automóvil que siempre deseaste y que nunca llegaste a conducir, establecidas en aquella pasión tuya que conjuraba el espíritu de la libertad, el mismo que ofrecen las carreteras vacías : desde allí ellas escuchan el canto embriagador de las llanuras que pasan y se pierden en el eje central de las perspectivas.

Las amigas hablan de la lección de plenitud que Gloria Lasso te mostró aquel día de marzo, yendo al volante de un seiscientos : pasaba delante mismo de la ventana de la vetusta casa del Batán; recuerdan que los ojos de niña se te quedaron prendidos en las alas de aquel gorrión, el que levantara el vuelo y se perdiera en el cielo, en aquel lejano mundo desconocido.

Las amigas duermen en los vanos de las catedrales que nunca visitaste, viajan en la sangre alocada que el deseo insatisfecho de la amplitud genera, aspiran el aire añejo de los mares del saber verdadero que los egipcios enterraron en las pirámides; bailan eternamente en el recuerdo, cuchichean, dicen las verdades : levantan el gemido lastimero del presidio.

Las cenizas de los sueños alzan este salón desnudo desde el que observas los espejismos ofrecerse; pero tú te mantienes en la distancia, que el miedo a quebrarte te ata. Te escondes en las labores, en el paso baldío de los días, en la distancia. Te sabes finalmente atrapada, rodeada de esta realidad pobre que salva sólo el amor, esta llama que quema y consuela.


La vereda de los siete sabios

Para Juan Solano

Tú forjas la voz del sepulcro; y es cual si un pesado pichón metálico deseara levantar el vuelo sobre esos días ajenos. También, esa voz sin referente concreto; y parece que se fuera a restaurar la mañana de Ra, la que en la noche de los tiempos todavía pervive, aquella hora de la deidad en la que aún no se había pensado en la palabra como soporte de lo humano. Y finalmente, esta voz de la vereda que ahora nos muestran los siete sabios;

no algo distinto a un diamante en el vientre de la tierra, cuando discurría el equívoco de la historia.

Pero ellas, pese a su fortaleza, son livianas y se las lleva el viento; las arrastra de acá para allá, sobre los campos floridos. También suena el golpe de tus voces entre la gente; y es lágrima cuando choca con las amapolas, y es recuerdo cuando cruza su espada con la inanidad de los días, y es suspiro audible cuando despierta la impotencia generada por ese deseo insatisfecho de un volver inmediato e imposible. Y finalmente, la voz, esa voz, tu voz,

cae ...; como si la muerte real fuera el esperar infinito de una arribada a puerto que se dilata.

Y el mar, la mar, ese objeto omnipresente, grita que no tiene ya peces.


El gran desprendimiento

Para mi esposa

Se han ido todos a La Fiesta, a ver la sangre sobre la arena y el sudor frío del novillero;

se han ido todos a La Misa, a sentir la presencia de ese Dios vivo que se desangra y que llora de soledad;

se han ido todos a La Manifestación; a exigir una paz cualquiera, a mostrar el rencor y la amenaza contenida;

se han ido todos a Ese Mundo, a seguir creyendo que es posible aprehender esa sonrisa de los labios tras el antifaz.

Se han ido todos, sí; todos menos tú.

Tú te has quedado dentro de la casa, a este lado de la reja que oscurece la ventana, con estas palabras y estas sospechas;

a escribir que se ha perdido el sedimento último del Gran Desprendimiento,

a recordar la arena microscópica que iba en la lágrima postrera que vertieron tus ojos.

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