He residido demasiado en Babia,
confiado en los festines de la gloria.
Ahora, en un hito de mi trayectoria,
advierto la ausencia de aquella savia
candorosa de mi entrañable infancia,
cuando la vida sabía a pan tierno
y no había pecado en mi ignorancia.
Hoy, fugado de estéril arrogancia,
desoigo los tambores del infierno
y rezumo fe en mi final estancia.
Posee el consuelo
de saber que el pan existe,
que es blanco,
que es tierno
y huele a mies.
En sus ojos flagelados
por la vida, tan breve,
y en el rictus de sus labios,
apenas abiertos por falta de uso,
se perfila tenue
la faz del adulto...
que nunca será.