Reencuentro con la ilusión

 

 

Parece que todavía no ha acabado el buen tiempo, yo ni siquiera me he acostumbrado a ponerme algo de abrigo encima de la camiseta del Pato Donald, y ya está aquí la Navidad. Se presenta como siempre, de improviso. Parece que permanentemente tienes en cuenta lo que falta para el verano, y cuando todavía te resistes a despedirte del último que ha pasado, aparecen las luces, los villancicos, el turrón (ya hace años que lo como desde noviembre), los anuncios de juguetes, las castañas... en fin, todo un ambiente que te pilla por sorpresa, año tras año.

 

Todavía recuerdo la ilusión con que esperaba cada año el día de Reyes. Ya sabía que los regalos me los compraba mi madre, por lo que siempre intentaba convencerla para que me los diera unos días antes. Aunque no lograba mi propósito, tras sutiles indagaciones acababa encontrando el lugar donde los escondía, así que con dejar todo tal como estaba tras acariciar un ratito aquel deportivo rojo teledirigido o aquella maquinita de King Kong, conseguía que nunca se descubriera el truco. Son muchas cosas las que recuerdo con alegría de mi niñez en esa época mágica. Sin embargo, algo comenzó a cambiar más tarde, justo cuando me convertí en adulto. Los típicos problemas que tarde o temprano te llegan, impedían que año tras año respirara el ambiente navideño tan profundamente como lo hacía antes. Siempre había algo que dominaba todo como una siniestra sombra, los estudios, aquella novia tan problemática, las primeras decepciones con el trabajo... siempre pensaba en aquellos años mágicos en que todo era bonito, todo brillaba con un fulgor diferente. Pensaba que con la libertad de que antes no disponía y de la que por fin podía disfrutar, todo debería ser mejor, mucho mejor que antes... pero no lo era.

 

A veces los recuerdos agradables se tornan tristes cuando crees que ya no vas a poder vivir como lo hacías entonces, disfrutar como antes, pero la Navidad nunca deja que la olvides completamente.

 

Fue hace dos años, en el último día del año. Dentro de la situación de desencanto, a la que ya me había acostumbrado cada Navidad, algo parecía no ir mal del todo. Iba a pasar la nochevieja a solas con mi novia en una casa de la sierra, y aunque no era algo que tuviera un encanto especial por ser Navidad, no dejaba de ser una noche romántica digna de ser recordada. Horas antes de iniciar el viaje, ella se dejo convencer por esas amigas que toda novia tiene y que adoran estropearlo todo, quedándose en la ciudad para ir a una fiesta y sentenciando nuestra relación para siempre. ¿Que me voy a quedar en casa solo en nochevieja? ¡ni hablar! ¡antes me muero! ¿pero a quien llamo a estas alturas?. Comenzó entonces una frenética aventura con la vieja agenda en una mano, el teléfono en la otra, y muy pocas horas por delante.

Afortunadamente, los viejos amigos estaban dispuestos a que les acompañara esa noche, pero tras otra tanda de llamadas, descubrí que ninguno de los sitios a los que pensaban ir disponía ya de entradas. La desesperación se adueñó de mi, y me dominó durante la media hora que transcurrió hasta que me acordé de él. Era un compañero de la época en que practicaba artes marciales, no éramos muy buenos amigos, pero era una posibilidad al fin y al cabo, y él siempre me había demostrado mucha confianza. No tuve que hacer mas llamadas ese día. No era una fiesta multitudinaria, sino él, yo y otro viejo amigo en casa de éste último, con tres o cuatro juegos de mesa, otras tantas películas de video, palomitas y sidra... y allí si que no se me iba a exigir entrada.

 

Sí, ese fue el año en que me re encontré con el espíritu de la Navidad, el año en que todo volvió a brillar igual que antaño. Al año siguiente sí fui a una fiesta multitudinaria, y no recuerdo que con tanta gente y tanta música lo pasara mejor que con ellos dos jugando al Trivial y viendo "El Cuervo" las Navidades anteriores. Nunca los olvidaré, y nunca más dejaré que nada se interponga entre la Navidad y yo.

 

 

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