Ahí
estaba yo, ahí, a su lado, mirándola a los ojos,
ella observando el suelo. El escenario era perfecto.
Venecia, ciudad italiana con encanto sin igual.
Canales por calles, farolas por luceros.
Ahí
estaba yo, en lo más alto de un puente, admirando su
nítida belleza. Ella eleva sus ojos para descubrir,
en un instante, a unos enamorados que pasean, allá a
lo lejos, mirando fijamente el agua, agua tranquila y
eterna. Sus besos hacen descubrir que el amor ha
llegado a sus vidas. Ella, sin embargo, no dice nada, sigue
callada. Me siento triste, quiero morirme.
Las
góndolas nos divisan en su transcurrir tranquilo,
bajo nuestros pies, calladas, silenciosas. No quieren
alterar nuestros sentimientos. Las admiro: tienen un
cierto grado de consideración para con nosotros.
Ahora
yo miro al suelo, ella atisba mis ojos. Me siento
triste y avergonzado y los balcones de las casas que
nos rodean lo han apreciado, balcones pequeños y reservados.
Están oscuros, ¿tal vez sienten dolor por mi?.
También los elogio: no sólo ellos han sentido mi
sufrimiento.
Miro
al frente, ella desvía su mirada. Las puertas
comprenden mi tormento. Se me han cerrado todas.
Puertas negras, puertas con sentimientos, puertas con
amor. Intento abrir una con la mirada: puerta
cerrada.
Y a lo
lejos diviso un hotel, ella ya se cansa. El hotel se
rie de mi, está completo. Tras su enorme ventanal un
baile de disfraces ilumina la estancia. Todos están alegres,
mi ego está triste, ciego, y ella, ella ya no me
dice nada.
La
catedral es mi único destino, sus escaleras me
reclaman. Ella calla, tras una nube, otra noche, otra
patraña. Miro al suelo, cojo mi equipaje y camino al
hogar elegido para el sueño. El mundo no considera a
sus vagabundos.
Ahora
yo miro al cielo, ella se esconde, apaga su mirada.
Todo está oscuro a mi alrededor, no tengo
compañía. Luna, ¿por qué me abandonas? ¿ya no me
amas?
Miguel
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