Louis Ferdinand Cèline, ave del paraíso

 

 

 

Hace exactamente un año, dos meses, tres días, cuatro minutos y cinco segundos estuve a punto de cometer un asesinato. Desde entonces vago por la vida sumida en el más absoluto remordimiento.

Todo sucedió aproximadamente así:un domingo por la mañana regresaba de comprar los periódicos cuando coincidí en el portal con Josep Puig, mi vecino del 5º 2ª. Ambos nos detestamos cordialmente desde el día en que en una asamblea de vecinos acusó, infundadamente, a mi perro de ser un saco de pulgas, transmisor de toda clase de calamidades y yo le recriminé sus probados hábitos de abrir nuestros buzones y leer nuestra correspondencia. Debido a ello, cuando el azar y el ascensor nos forzaba a compartir un mismo espacio intercambiábamos mutuos puyazos o manteníamos un tenso silencio.

Ese domingo me sorprendió saludándome casi con amabilidad, para después notificarme lo orgulloso que estaba por haber sido elegido miembro de un jurado popular entre miles de ciudadanos. Afortunadamente el ascensor llegó a mi rellano antes de que pudiera emitir ningún sonido, enmudecida por el asombro. Abrí la puerta pensando que la Justicia, además de ciega, muda y sorda también era gafe ya que un sorteo podía hacer que fuera impartida por tan ecuánime personaje.

Entré en casa y salieron a recibirme alborozados mi perro Bob, mi vecina Irene y Louis Ferdinand Céline, su amada mascota. Louis Ferdinand Céline (en adelante LFC) es un loro viejo, canalla, vengativo y sádicamente inteligente, que más que pájaro parece una auténtica mosca testicular plumífera y a colorines. Con ínfulas de intelectual, porque habla diez mil palabras, asegura que es la reencarnación del escritor francés y ha hecho que Irene le imprima unas tarjetas de visita con su nombre y profesión: Louis Ferdinand Céline, ave del paraíso. Su pasatiempo favorito consiste en incordiarnos: al vecindario, de manera ocasional, y a Bob y a mí de forma sistemática. Sabiendo que mi infinito cariño por Irene me impide negarle la entrada no pierde oportunidad de acompañarla en cada una de sus visitas. Mientras Irene está presente hipócritamente se interesa por el reuma de Bob o por mi colesterol y, acto seguido, en cuanto Irene se despista nos detalla las largas y dolorosas agonías que padecen los enfermos de gota o el número de muertos por infarto del último mes. Datos todos que obtiene de las tertulias radiofónicas a las que es un gran aficionado. Otras veces, conocedor de los amores imposibles entre mi bobtail y Lara, una yorkshire cursi y presumida, comenta como ayer la vio paseando embelesada, unida a la misma correa que Rodi, un chihuahua patizambo y malcarado, pero con más probabilidades físicas que Bob de poder hacer realidad su amor. Por no hablar de las mañanas en que, habiéndome oído regresar al amanecer, pone en el tocadiscos, a todo volumen, las sardanas de la cobla de la Bisbal con el noble propósito de hacerme llegar puntual al trabajo, pero sin preocuparse antes de averiguar si ese día es festivo.

Y así se podría seguir indefinidamente, aunque la enumeración de sus encantos es larga y la vida breve.Yo lo soportaba por Irene. Una catalana grande, de formas rotundas y alma generosa, esposa y madre a tiempo completo, que dedica su vida a hacer felices a su marido y dos hijos adolescentes.

Su marido, Joan, es un médico adicto a las jovencitas, los bares de moda y las timbas de póker. Sí, en una racha de suerte, consigue reunir un pingüe capital, desaparece del brazo de una de esas chicas más simples que una regla de tres, pero con el culo y las tetas aún en périodo de garantía. Regresa cuando el dinero se acaba o, habiendo ampliado su vocabulario de “guai y super” a “fantástico, alucinante, genial y maravilloso” la joven le deja plantado por alguien más adecuado para su futuro profesional. Irene se autoengaña justificando sus ausencias con excusas imposibles: congresos, becas de investigación en recónditas universidades, y si las escapadas se prolongan más de lo habitual, incluso llega a afirmar que está en Africa colaborando con Médicos sin Fronteras. Hasta LFC cierra el pico y respeta su autodefensa.

Marc, su hijo, tiene 16 años y es un holgazán cariñoso y alegre que siempre está encerrado en su cuarto con el ordenador y el equipo de musica a todo trapo. Amenaza con irse de casa a los 18 pero es de los que hay que echar con agua hirviendo a los 38.

Su hija Sandra es una guapa pelirroja de 18 abriles. Odia estudiar y tampoco quiere trabajar. Sueña con ser azafata del telecupón y tiene la habitación repleta de wonderbras de todos los colores. Se avergüenza de su madre porque es una “foca sin estilo” y jamás se la presenta a sus amigas. A esta encantadora familía Irene ha añadido dos miembros más: LFC y yo.

A LFC se lo dejó en custodia, hace aproximadamente 8 años, una conocida del barrio que se iba de vacaciones a Marruecos. Como nunca más regresó, LFC convenció a Irene de que había sido víctima de los traficantes de blancas y que estaría formando parte de un harén musulman. Irene adoptó al pobre lorito huérfano y así fue como LFC se instaló en nuestras vidas. A mí me conoció hace 10 años , recién llegada a la ciudad. Yo buscaba piso y élla alquilaba uno. Tardó dos días en convertirse en mi casera y dos minutos en acogerme bajo su manto protector. Me hizo practicar el “setze jutges d’un jutjat mengen fetge d’un penjat” hasta que conseguí hablar correctamente el catalán, aunque, de tanto exagerar los gestos, ahora cuando pronuncio las eses y algunas vocales parece que voy lanzando besos al vacío.

Me ayudó a integrarme en una cultura y una ciudad recién estrenadas quemando mis nostalgías y acompañando mi soledad. Yo compensaba sus desvelos con pequeñeces: invitándola al teatro, acompañándola de tiendas, y, sobre todo, inventándome historias aberrantes de pasiones cantineras y finales desgraciados, que la hacían llorar opacas lágrimas de su propia tristeza. Sin apenas enterarnos yo me convertí en la amiga que siempre quiso tener y ella en la madre que yo nunca tuve.

El domingo de autos, Irene había acudido a tomar el vermut y charlar un poquito. Y así fue como hablando “de nuestras cosas” LFC introdujo el tema de los refugiados africanos. Nos encontrabamos en una de las prolongadas ausencias de Joan que Irene “atribuía” a su estancia en el Zaire. Observé como los ojos de mi amiga se nublaban y mientras ella se dirigía al lavabo a ocultar sus lágrimas, un irrefrenable instinto de matar se apoderó de mis genes. Había visto la escena tantas veces en mis sueños que fue fácil. Mientras LFC picoteaba distraído las almendras le agarré por el tronco y quedó paralizado por la sorpresa. Entonces puse mis dedos alrededor de su pescuezo, bastaba un simple giro en torno del mismo y, ¡voilá!, un torturador menos para la humanidad. Pero no pude hacerlo, en el último momento fui víctima de un exceso de autoestima. No me detuvo ninguna cuestión ética: el dolor de Irene por su pérdida, la certeza del abuso que suponía la superioridad del fuerte frente al débil; ni tampoco estética: mis manos manchadas de alpiste, el salón lleno de plumas ... Fue algo más simple, me faltó valor y me sobró arrogancia: mi orgullo no podría soportar ver sentado en el tribunal que me juzgara a Josep Puig. Mil veces preferible el tormento cotidiano de LFC a la estúpida sonrisa de triunfo pintada en la cara de mi vecino del 5º 2ª. Han pasado exactamente un año, dos meses, tres días, cuatro minutos y cincuenta segundos. Vuelve a ser domingo, LFC e Irene acaban de irse. Lanzo un suspiro y recojo los restos del vermut, Bob me mira con complicidad. Soy feliz, pero ... los años que viva no serán suficientes para arrepentirme por aquel maldito instante en que la soberbia me impidió torcer el pescuezo de Louis Ferdinand Cèline, ave del paraíso

Lourdes

 

 

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