El cielo de los gatos

 

 

- Mamá, ¿dónde ha ido Silvia?

- Al cielo, hija, al cielo de los gatos.

- Pero, y por qué.

- No lo sé hija, todos tienen que ir.

- Pero y por qué no me esperó; yo quería ir con ella. Y ni siquiera se despidió.

- Hija, de verdad, hazme caso, fue lo mejor-

Pamela miró a su madre conteniéndose las lágrimas, quería aparentar que era una chica fuerte, que ya se estaba haciendo mayor. Caminó hacia su cuarto cabizbaja, esperando que su cariñosa gatita saliera de algún rincón y ella tuviera que saltar para no pisarla. Pero esta vez Silvia no se cruzó entre sus piernas, ni saltó sobre la cama de Pamela cuando ésta se estiró sobre ella.

Ya no estaba, Silvia se había ido, según su madre, al cielo de los gatos, pero ¿y dónde estaba eso?.

Pamela nunca creyó que fuera a echar tanto de menos la presencia de su gatita, llevaba con ella casi desde que nació, la recordaba a su lado de toda la vida, y ahora, de repente, no estaba.

No lograba comprender como sería ahora la vida, si no estaba Silvia. ¿Quién vendría cuando la llamara? , ¿a quién acariciaría cuando se sintiera triste? , ¿y la comida, el agua y la caja de arena, quién la usaría? , ¿a quién regañaría mamá cuando Silvia se subiera a la mesa de la cocina?. Aunque, sino estaba Silvia, ¿quién se subiría? y ¿qué sería de las frías noches de invierno en que Silvia se acurrucaba a los pies de la cama?, ¿y de los momentos en que se ponían a jugar?, ¿desaparecerían?.

Pamela sabía que eso no podía suceder, ¿desaparecer?, ¿cómo?, pero, si Silvia no estaba, ¿con quién jugaría?

- Te compraremos otro gatito - le dijo su padre al verla sentada en la cama intentando ocultar las lágrimas.

- No quiero otro gatito.

- ¿Y un perrito?

¿Un perrito?. ¿Cómo podía ni tan siquiera sugerirlo ? Ella quería a Silvia. Un perrito, él no tendría ese hociquito chato que tanta gracia le hacía, ni esos ojos azules, ni el rabito tan graciosos y menos aún la barriguita que a Silvia le colgaba entre las patas traseras. Un perrito, ¿quién quería un perrito?, élla quería a Silvia.

Se levantó de la cama dejando escapar una lágrima que audaz y ligera, resvaló por su cándida mejilla. Pamela quería saber dónde estaba Silvia, sí, en el cielo de los gatos, pero ¿dónde estaba eso?

Abrió la ventana y mirando fijamente a una nube, dijo con voz susurrante:

- Ese es el cielo de los humanos, pero ¿y el de los gatos? ¿dónde está?

Pamela cerró fuertemente la ventana, corriendo abrió la puerta y con gran velocidad, localizó a su padre en el salón y se sentó sobre sus rodillas.

- Papá, dime, ¿dónde está el cielo de los gatos? - Su padre se quedó mirándola en silencio, mirándola fijamente - ¿Por qué mamá me ha dicho que Silvia está en el cielo de los gatos?.

- Bueno, sí. Ya sabes, el abuelo también está en el cielo.

- Si, sí . Pero, ¿y Silvia?

Bueno, mira hija. No existe ni cielo ni infierno, solo son estados anímicos. Cuando alguien sabe que ha hecho algo mal y tiene remordimientos y se siente culpable, está en el infierno; pero cuando se está muy feliz y agusto con uno mismo, se está en el cielo.

- Papá, ¿tú ahora estás feliz?

- Eh, sí.

- Pero estás aquí.

- Ya , ¿y?

- Que no estás en el cielo. No comprendo.

Pamela se levantó sin dejar que su padre le diera una explicación, sólo le había complicado más las cosas, lo mejor sería no hacerle caso, olvidar todo lo que le había dicho y salir a buscar el cielo de los gatos. Como sabía que no le dejarían, esperó hasta que sus padres se durmieron; la búsqueda podía ser larga, por eso había dejado parte de la cena sin tocar. La guardó en un tarro, y la echó en una mochila junto con un tenedor, una chaqueta de lana, una tarrina de comida para gatos y una botellita de agua. Y así, salió a hurtadillas de su casa dejando por escrito en una nota que regresaría pronto.

Como no sabía por donde comenzar a buscar, empezó a descartar sitios, como por ejemplo la comisaría, la casa de sus tíos, la panadería ... pero, ¿y el bosque?. Allí nunca había estado, no sabía lo que podía haber allí, y para saberlo solo podía hacer una cosa: ir.

Nueve calles abajo se dio por vencida: estaba cansada y tenía frío. No sabía por donde se iba al bosque ni por donde a su casa ya que había ido eligiendo un camino al azar y ya no lo recordaba. Pero no era capaz de admitir que se había perdido, así que se dijo así misma que no volvería a casa sin Silvia.

Se sentó en un banco blanco de un parque con muchas flores cabizbajas. “Que triste es la noche” pensó, y cuidadosamente desdobló la chaqueta que llevaba en la mochila y se la puso.

Acurrucada sobre el banco, recordaba a aquellas personas tan sucias que había visto en la tele, a esas que vivían en la calle, siempre se había preguntado por qué vivían en la calle, y de dónde había salido. Ahora lo sabía, eran gente que como ella, buscaban el cielo de los gatos o alguna otra cosa.

Una idea la sobresaltó, quizás alguno lo sabría, quizás se lo había contado a alguien ... Pamela levantó la vista hasta el oscuro y estrellado cielo, ¿a quién mejor que a la Luna se lo podría haber contado?

- ¿ Luna? ¿Lunita? ¿Señora Luna? Disculpe, sabría usted decirme dónde está el cielo de los gatos. Oh, venga, dígamelo señora, por favor, es que estoy buscando a mi gatita, me han dicho que está allí pero no se como llegar, ¿señora Luna?, ¿señora Luna?

Como nadie le contestaba, Pamela abrazó fuertemente su mochila y acurrucada rompió a llorar sobre el banco preguntándose por qué la Luna no se lo quería decir y como encontraría ahora a Silvia.

- No llores niña, no llores – suplicó una margarita.

- Ay, tú siempre tan sensible, ¡déjala! – reprochó un clavel.

Pamela sacó la cabeza de sus brazos cruzados buscando a quien le estaba hablando.

- Por favor, sonríe, por favor, nosotras te lo diremos, pero sonríe.

- ¿Quién me habla?

- ¡Nadie! ¡No te habla nadie! Tú a lo tuyo niña – gruñó el clavel.

Pamela se arrodilló ante ambas flores mirándolas con curiosidad.

- Dónde, dónde está el cielo de los gatos. Habeis dicho que me lo diriais, dónde, dónde está.

- Ay hija mía, con que dejarás de llorar, cualquier cosa - dijo la margarita inclinándose hacia delante.

- Nada, nada. No diremos nada – gruñía el clavel.

- Ay hombre, pero cómo no la vamos a ayudar.

- Nada, nada; no diremos nada.

- Pero qué te cuesta, anda, mírala.

- ¡Naaaaada!

- No le hagas casa, es un malhumorado – susurró la margarita a Pamela - . Bueno, pequeña, ¿cómo te llamas?

- Pamela, me llamo Pamela.

- Uy, que nombre tan bonito – dijo la margarita - . Bueno, hemos oído tu problema, pero tú tranquila que te vamos a ayudar, de verdad.

- ¿Me diréis entonces dónde está el cielo de los gatos? – preguntó Pamela entusiasmada.

- Claro, claro.

- ¡¡ Nada !! , ¡¡ Nada !! No diremos nada.- chilló el clavel abalanzándose sobre la margarita y agarrándola un pétalo con una de sus hojas.

- ¡Ay, ay! Suéltame – chillaba la margarita.

- ¡Nada, nada!

- Suéltala – ordenó Pamela.

Pero el clavel no le hizo caso, y por miedo a lastimarles, Pamela no les tocó.

- No te vamos a decir nada – decía el clavel sin soltar el pétalo de la margarita que no cesaba de quejarse – no diremos nada, porque la flores no hablamos.

- Ojalá fuera así – comentó una voz entre un rosal.

- En tu corazón, en tu corazón. – chillaba la margarita.

- ¡¡Nadaaa!! – gritó el clavel.

- ¿En mi corazón? – preguntó Pamela. Y antes de obtener respuesta cientos de luces pequeñísimas brillaban a su alrededor, el parque estaba iluminado por una clarísima luz blanca, sentía un agradable cosquilleo por todo el cuerpo, tenía muchas ganas de reír, se sentía feliz, pero se encontraba flotando sin saber que pasaba. De repente todo volvía a ser como antes, salvo que ahora todo era gigante o ella había encogido muchísimo.

- ¡Has perdido el hidrato en las raíces! - dijo la misma voz de antes.

- ¿Qué pasa? ¿qué pasa? – preguntaba Pamela mirándolo todo con los ojos muy abiertos, y moviéndose muy deprisa de un lado a otro.

- Nada, ésta, que ya está con sus truquitos - dijo la voz dándose a ver.

Era una chica de larga melena pelirroja, con las orejas puntiagudas, un pequeña vestido de cuero viejo que no le tapaba más que medio muslo, y con dos inmensas alas plateadas a cada lado de la espalda, y debajo de éstas, otras dos más pequeñitas. Ahora, lo que Pamela necesitaba era que alguien le explicara lo que estaba sucediendo, pero lo único que hizo fue desmayarse.

Cuando se despertó se encontró tendida en el suelo con la cabeza sobre las piernas de la chica con alas, y tanto el clavel como la margarita, le miraban muy atentamente.

- Uy, amor, que susto nos has dado – suspiró la margarita.

- Trata de incorporarte – le aconsejó la chica con alas – No ha pasado nada importante, sin tener en cuenta que ahora solo mides ocho centímetros.

- ¿Y cuánto es eso? – preguntó Pamela levantándose.

- Un poquito – sonrió la margarita - . Pero, ay, Clavel, ¿por qué has tenido que encoger a la chica?

- ¿Me habéis encogido?

- No pensarías que es que todo había crecido de repente – dijo la chica.

- Pues sí.

- Pues no, chica.

- Yo quiero ser como antes – lloriqueó Pamela.

- Ei, me da que en tu casa te tienen muy mal acostumbrada – señaló la chica - , aquí no se solucionan las cosas llorando.

- Pero es que yo soy una niña pequeña.

- Y yo un hada.

- ¿Un hada?

- Sí, y ella una margarita, y él un clavel, y eso de allá un roble... ¿y qué?

- Pero yo pensé que las hadas llevaban bonitos trajes y muchas joyas, y que tenían bonitos peinados y un aura dorada a su alrededor.

- Ya, y yo pensé que las niñas pequeñas estaban en su casa durmiendo a estas horas.

- Ay, no te enfades con la pequeña. – interrumpió la margarita.

- Es que estoy buscando a mi gatita Silvia. Mi mamá me ha dicho que está en el cielo de los gatos, y lo estoy buscando.

La margarita conmovida y orgullosa miró al clavel, y luego al hada pidiendo permiso para ayudarla.

- En tu corazón – dijo la margarita en un tono maternal.

- Bocazas – gruñó el clavel dándose la vuelta.

- ¿En mi corazón?

- Sí; tu gata está en el cielo de los gatos que hay en tu corazón.

- ¿Y cómo lo sabes tú? – se extrañó Pamela.

- Uy pequeña si yo te contara... – se ruborizó la margarita.

- En mi corazón – susurró pensativa Pamela mirando al infinito – Y, pero, ¿cómo llego hasta él? – dijo girándose hacia el hada.

El hada comenzó a levitar cruzada de piernas y brazos mirando fijamente a Pamela.

- Ya se está haciendo la interesante – comentó malhumorado el clavel a la margarita.

- Busca, busca en tu interior el recuerdo más antiguo que tengas de tu gatita – decía el hada con voz penetrante y melodiosa mientras Pamela cerraba los ojos escuchándola atentamente y obedeciéndola sin dudarlo ni un momento, como dando rienda suelta a uno de los más primitivos instinto – recuerda aquella primera mirada, recuerda aquellos momentos en que te dijeron que ella ya no estaba, piensa en ella, vuela con los ojos cerrados, con la mente y el corazón abiertos y pide, pídele lo que quieras. 

Sin darse cuenta, Pamela se encontró metida en su cama, agarrado fuertemente a la almohada, llorando y diciendo: “Vuelve, vuelve”; oyó como su puerta entornada se abría, algo saltó sobre la cama acompañado del debil sonido de un cascabel; ágilmente se acercó hasta la almohada, olisqueó las lágrimas de Pamela y ronroneando se acostó bajo su brazo después de que Pamela le miraba y le dijera: “Silvia, te quiero, quédate siempre conmigo”.

 Almudena Téllez

¡Relato ganador de un concurso!

 

 

 

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