París en Rayuela de Julio Cortazar: un París de la mente.  Vuelve al principio


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Y mientras alguien como siempre explica alguna cosa, yo no sé por qué estoy en el café, en todos los cafés, en el Elephant & Castle, en el Dupont Barbès, en el Sacher, en el Pedrocchi, en el Gijón, en el Greco, en el Café de la Paix, en el Café Mozart, en el Florian, en el Capoulade, en les Deux Magots, en el bar que saca las sillas a la plaza del Colleone, en el café Dante a cincuenta metros de la tumba de los Escalígeros y la cara como quemada por las lágrimas de Santa María Egipcíaca en un sarcófago rosa, en el café frente a la Giudecca, con ancianas marquesas empobrecídas que beben un té minucioso y alargado con falsos embajadores polvorientos, en el Jandilla, en el Floccos, en el Cluny, en el Richmond de Suipacha, en El Olmo, en la Closerie des Lilas, en el Stéphane (que está en la rue Mallarmé), en el Tokio (que está en Chivilcoy), en el café Au Chien qui Fume, en el Opern Café, en el Dôme, en el Café du Vieux Port, en los cafés de cualquier lado donde

We make our meek adjustments,
Contented with such ramdom consolations
As the wind deposits
In slithered and too ample pockets.

Hart Crane dixit. Pero son más que eso, son el territorio neutral para los apátridas del alma, el centro inmóvil de la rueda desde donde uno puede alcanzarse a sí mismo en plena carrera, verse entrar y salir como un maníaco, envuelto en mujeres o pagarés o tesis epistemológicas, y mientras revuelve el café en la tacita que va de boca en boca por el filo de los días, puede desapegadamente intentar la revisión y el balance, igualmente alejado del yo que entró hace una hora en el café y del yo que saldrá dentro de otra hora. Autotestigo y autojuez, autobiógrafo irónico entre dos cigarrillos.

En los cafés me acuerdo de los sueños, un no man's land suscita el otro; ahora me acuerdo de uno, pero no, solamente me acuerdo de que debí soñar algo maravilloso y que al final me sentía como expulsado (o yéndome, pero a la fuerza) del sueño que irremediablemente quedaba a mis espaldas. No sé si incluso de cerraba una puerta detrás de mí, creo que sí; de hecho se establecía una diferencia entre lo ya soñado (perfecto, esférico, concluido) y el ahora. Pero yo seguía durmiendo, lo de la expulsión y la puerta cerrándose también lo soñé. Una certidumbre sola y terrible dominaba ese instante de tránsito dentro del sueño: saber que irremisiblemente esa expulsión comportaba el olvido total de la maravilla previa. Supongo que la sensación de puerta cerrándose era eso, el olvido fatal e instantáneo. Lo más asombroso es acordarme también de haber soñado que me olvidaba del sueño anterior, y de que ese sueño tenía que ser olvidado (yo expulsado de su esfera concluida).

Todo eso tendrá, me imagino, una raíz edénica. Tal vez el Edén, como lo quieren por ahí, sea la proyección mitopoyética de los buenos ratos fetales que perviven en el inconsciente. De golpe comprendo mejor el espantoso gesto del Adán de Masaccio. Se cubre el rostro para proteger su visión, lo que fue suyo; guarda en esa pequeña noche manual el último paisaje de su paraíso. Y llora (porque el gesto es también el que acompaña el llanto) cuando se da cuenta de que es inútil, que la verdadera condena es eso que ya empieza: el olvido del Edén, es decir la conformidad vacuna, la alegría barata y sucia del trabajo y el sudor de la frente y las vacaciones pagas.

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