LA MINORÍA ANTI-INFALIBILISTA EN EL VATICANO I[1]

  

            El artículo cuya traducción damos a continuación es obra del insigne historiador bávaro Ignaz von Dölinger, quien durante el Concilio Vaticano I (1869-1870) se opuso con vehemencia a la declaración del dogma de la infalibilidad pontificia. Este artículo nos muestra lo esencial de su argumentación, y también es un ejemplo del pensamiento de aquellos asistentes al concilio que por razones teóricas, se oponían a la definición de la infalibilidad.

            Ignaz von Döllinger, quien fue excomulgado el 17 de abril de 1871, no dio ningún paso por reintegrarse a la Iglesia Católica; en torno suyo se reunió un grupo de fieles y sacerdotes que con el tiempo darían origen a la Iglesia de los vetero-católicos.

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Algunas palabras sobre la petición de definición de la infalibilidad.

            Ud. ha presentado la curiosa petición surgida en el seno del concilio vaticano en el que se ruega al Papa que se digne dar los pasos necesarios para definir su propia infalibilidad, a través de la presente asamblea, como dogma de fe[2]. 180 millones de seres humanos -esto es lo que exigen los obispos que han firmado tal petición- deberán ser obligados bajo pena de expulsión de la Iglesia, de privación de los sacramentos y de condenación eterna, a creer y confesar lo que la Iglesia hasta ahora no ha creído ni enseñado. No lo ha creído pues aun aquellos que hasta ahora han sostenido como verdad esa infalibilidad papal no podían creerla, tomando esta palabra en sentido cristiano. Entre la fe (fide divina) y la aceptación razonable de una opinión tenida por verosímil hay una inconmensurable diferencia. El católico puede y debe creer solamente aquello que le ha sido divinamente revelado, que pertenece a la substancia de la doctrina de salvación, la verdad que por encima de toda duda es comunicada y presentada por la Iglesia misma; solamente aquello, de cuya confesión depende la pertenencia a la Iglesia, aquello cuyo contrario la Iglesia simplemente no tolera y condena como doctrina manifiestamente errónea. En rigor de verdad desde el inicio de la Iglesia hasta hoy nadie ha creído en la infalibilidad del papa, del mismo modo en que se creyó en Dios, en Cristo, en la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, etc., sino que muchos han conjeturado, han tenido por verosímil, o a lo sumo por humanamente cierto (fide humana) que tal prerrogativa corresponde al Papa. Por consiguiente el cambio en la fe y en la enseñanza de la Iglesia, como el que quieren propiciar los obispos peticionantes, sería un acontecimiento único en la historia de la Iglesia: En dieciocho siglos no ha ocurrido algo semejante. Lo que ellos anhelan es una revolución eclesial, tanto mas grave cuanto se trata aquí del fundamento de la fe religiosa de cada hombre, que en el futuro debería sostener y afirmar lo que establezca un solo hombre, el papa, en lugar del conjunto, en lugar de la Iglesia Universal. Hasta ahora el católico decía: Creo en tal o cual doctrina por el testimonio de la entera Iglesia de todos los tiempos, porque ella tiene la promesa de que permanecerá siempre en la continua posesión de la verdad. En el futuro en cambio debería decir el católico: Creo, porque el Papa, declarado infalible, ordena enseñar o creer tal cosa. Que él sea infalible lo creo porque él lo afirma de sí mismo. Porque 400 o 600 obispos reunidos en Roma en el año 1870, han decidido que el papa fuera infalible. Todos los obispos solos y cualquier concilio sin el Papa están sometidos a la posibilidad de errar. La infalibilidad es un privilegio y una posesión exclusiva del Papa. Su testimonio no puede ser fortalecido ni debilitado por los obispos, sean estos pocos o muchos; cada decisión tiene pues solamente tanta fuerza y autoridad cuanta el papa mismo le ha otorgado y que él se ha arrogado a sí mismo. De este modo pues en ultima instancia todo se reduce a un autotestimonio del Papa, lo cual es desde luego muy sencillo. Sólo que respecto a esto debería recordarse lo que hace 1840 años dijo alguien inconmensurablemente más alto: "Si yo doy testimonio de mi mismo, entonces mi testimonio no es digno de creerse" (Jn. 5,31).

            La petición nos brinda la ocasión de formular los siguientes reparos:

            Primero: La petición  circunscribe la infalibilidad del Papa a aquellas declaraciones y decretos, que el mismo dirige al conjunto de los creyentes, o sea los que emana para enseñanza de toda la Iglesia Católica.

            De esto se seguiría que cuando un papa se dirigía solamente a personas particulares, corporaciones, Iglesias particulares, estaba continuamente sujeto al error. Ahora bien, los papas durante doce o trece siglos no han cumplido jamás la condición a la cual está ligada la infalibilidad de sus decisiones o enseñanzas: todas las declaraciones de los papas sobre cuestiones de doctrina antes del final del siglo XIII han sido dirigidas solamente a personas determinadas o a los obispos de un país, etc. Durante el milenio de unidad jamás se ha comunicado a toda la Iglesia oriental un decreto general de un papa. Los papas han dirigido escritos dogmáticos a patriarcas aislado o a emperadores, y esto en forma muy espaciada.

            Es pues claro que durante al menos mil años los papas mismos no han tenido idea de esa cualidad de la cual debe depender la seguridad e infalibilidad de sus decisiones, cómo pues tal afirmación fue concebida tan tarde y fue desconocida por la Iglesia antes de 1562. En este año en efecto el teólogo Johann Hessels expuso esta afirmación. De él la tomó prestada Belarmino y la apoyó con citas de las decretales seudoisidorianas y con testimonios ficticios de san Cirilo.

            Según esta teoría, con una simple palabra antepuesta, por una simple afirmación, los papas habrían podido otorgar a sus propias declaraciones dogmáticas la alta prerrogativa de la inerrancia. Ellos no lo hicieron y de este modo han puesto a personas y comunidades en el peligro de caer en el error por la aceptación de sus decisiones dadas sin la garantía de la certeza divina.

            Segundo: Es falso que "de acuerdo con la tradición común y constante de la Iglesia las sentencias dogmáticas de los papas sean irreformables". Lo contrario está a la vista. La Iglesia siempre ha sometido los escritos dogmáticos de los papas primero a prueba, y como consecuencia de esa prueba los ha aprobado como hizo el concilio de Calcedonia con los escritos de León; o los ha rechazado como erróneos, como hizo el quinto concilio (553) con el Constitutum de Vigilio, o el sexto concilio (681) con los escritos de Honorio[3].

            Tercero: No es cierto que en el segundo concilio de Lyon (1274), con la aprobación tanto de los griegos como de los latinos haya sido adoptada una profesión de fe en la cual se declaraba que "las controversias sobre la fe debían ser dirimidas por el juicio del papa". Ni los griegos ni los latinos, esto es, los obispos occidentales reunidos en Lyon, adoptaron esa confesión de fe, sino que el difunto papa Clemente IV se la había enviado al emperador Miguel Paleólogo como condición de su admisión a la comunión eclesial. Miguel, que a duras penas conservaba el dominio sobre la capital recientemente reconquistada[4], severamente amenazado por el emperador latino Balduino y por el rey Carlos de Sicilia, requirió con urgencia la ayuda del papa, que era el único capaz de obligar a su enemigo capital a la paz y consintió en someterse a las condiciones de la sumisión eclesiástica que los papas le habían prescrito, aunque bajo las persistentes protestas de los obispos griegos y de la Nación. Así insertó Miguel la fórmula que había sido impuesta en el escrito leído ante el concilio y confirmado por su enviado el Logoteta. El mismo declaró en su ciudad, Constantinopla, que las tres concesiones que él había hecho al papa eran ilusorias. (Pachymeres de Michaele Paleol. 5, 22). No obstante, los obispos reunidos no se encontraron en condiciones de emitir un juicio sobre esta fórmula.

            Cuarto: El decreto del sínodo florentino es aquí citado parcialmente[5], justamente ha sido omitido del párrafo la frase principal, cuya formulación es el producto de largas negociaciones entre los griegos y los italianos y a la cual se otorgó la máxima importancia, porque la precedente debía entenderse solamente de acuerdo a la limitación expresada, a saber: "iuxta eum modum, quo et in gestis et in sacris canonibus oecumenicorum conciliorum continetur" [con arreglo a lo establecido en las actas y sagrados cánones de los concilios ecuménicos]. El papa y los cardenales exigieron insistentemente, que como definición más exacta de cómo debería comprenderse el primado del papa, debía apostillarse "iuxta dicta Sanctorum" [según los testimonios de los santos]. Esto lo rechazaban los griegos con la misma insistencia. Ellos sabían perfectamente que entre los "testimonios de los santos" se contaban una considerable cantidad de textos imaginarios o falsificados. El arzobispo latino Andrés, uno de los oradores, se había remitido ya en la séptima sesión a los tristemente célebres testimonios de Cirilo, los que habían alcanzado en occidente un efecto violento y duradero desde que Tomás de Aquino y el papa Urbano IV los habían creído verdaderos, pero ahora sin embargo fueron rechazados por los griegos. El emperador hizo notar además que cuando uno de los padres en una carta dirigida al papa se expresaba en forma deferente, no podía deducirse de esto ningún derecho o privilegio. Los latinos cedieron finalmente en quitar los dicta Sanctorum del texto preparatorio, y por ello como medida y  límite del primado papal fueron señalados los concilios ecuménicos y los sagrados cánones. Con esto quedaba excluido todo pensamiento sobre la infalibilidad papal, puesto que en los antiguos concilios y en los cánones pre-isidorianos, comunes a las dos iglesias, no se encuentra nunca algo que aludiese a una prerrogativa semejante, sino que la entera legislación de la Iglesia, tanto como la actuación e historia de los siete concilios (que a esto se referían) con toda evidencia presuponen un estado en el que la máxima autoridad doctrinal corresponde a la Iglesia entera, y no solamente a uno de los cinco patriarcas (que tal era el papa a los ojos de los griegos). Además, el arzobispo Besarión había declarado poco antes que el papa era menor que el concilio (y por lo tanto tampoco infalible) (Sess. IX, Concil. XIII, 150). Se trata pues de una mutilación, lo que equivale a una falsificación, el cancelar del decreto del Sínodo florentino justamente la frase principal, a la cual se atribuyó el máximo valor, para la cual fue hecho el decreto. La frase era tan indispensable a los ojos de los griegos que declararon que se marcharían sin conseguir su propósito si no se incluía es frase. También insistieron -con éxito- en que todos los derechos y privilegios de los restantes patriarcas debían quedar a salvo en el decreto. Pero los mismos papas habían declarado ya anteriormente que tal derecho debía establecerse únicamente por la decisión de toda la comunidad y no únicamente por las decisiones de un maestro infalible.

            Desde luego, existe todavía otra causa para la mutilación del decreto florentino que hace el redactor de la petición; ¿él debería haber dado el texto latino en su versión original, es decir, la correspondiente versión griega tal como lo hicieron Flavius Blondus, secretario de Eugenio IV, y los antiguos teólogos: "quemadmodum et in actis conciliorum et in sacris canonibus continetur"? ¿O debería apropiarse de la falsificación presentada por primera vez por Abraham Bartholomeus, en la que en lugar de "et" se ha puesto "etiam"? Con ese "etiam" se transforma completamente el sentido del Decreto y se aniquila el propósito de la añadidura; no obstante, y a pesar de ser una evidente falsificación, el texto ha  sido recogido así en las colecciones conciliares y en los tratados dogmáticos, y sería ya tiempo de quitar de en medio esa piedra de escándalo para los orientales y de restablecer el texto original, a saber el correspondiente texto griego. Pero entonces, claro está, el decreto ya no sería útil para los objetivos de los infalibilistas, como lo demostró hace ya doscientos años el arzobispo de París D [l.] de Marca (Concord. Sacerd. et imperii, 3,8). El hace notar correctamente: Verba graeca in sincero sensu accepta modum exercitio potestatis pontificiae imponunt ei similem quem ecclesia gallicana tuetur. At e contextus latini depravata lectione eruitur plenam esse potestatem, idque probari actis conciliorum et canonibus [Las palabras griegas tomadas en su sentido íntegro imponen al ejercicio de la potestad pontificia un límite semejante al que defiende la iglesia galicana. Pero del contexto de la depravada versión latina se deduce que la potestad del papa es plena y que esto puede probarse con las actas y cánones de los concilios].

            La petición se pronuncia con especial indignación (accerbissimi catholicae doctrinae impugnatores blaterare non erubescunt [los acérrimos impugnadores de la doctrina católica no se avergüenzan en afirmar...]) contra los que no consideran como ecuménico al sínodo de Florencia. Los hechos son elocuentes: como es sabido, el sínodo fue convocado para corregir de raíz al concilio de Basilea, cuando este había comenzado a decidir muchas reformas importantísimas de la Curia romana. El 9 de abril de 1438 fue abierto en Ferrara, y debieron esperarse aún seis meses sin que hubiera sesión alguna, dado que había pocos obispos presentes. De todos los países nórdicos de la entonces enteramente católica Europa, de Alemania, de los países escandinavos, Polonia, Bohemia, la Francia de entonces, Castilla, Portugal, etc. no fue nadie; se puede afirmar que nueve décimos del mundo católico de entonces no participó del sínodo porque lo tenían por ilegítimo, lo mismo que la asamblea de Basilea, y porque todo el mundo sabía que allí no se haría nada respecto a la cuestión decisiva de la reforma de la Iglesia. Finalmente Eugenio logró reunir con fatiga un grupo de obispos italianos, alrededor de 50. Además de estos llegaron luego algunos obispos enviados por el duque de Borgoña, algunos provenzales y un par de españoles. En total fueron 62 los obispos que firmaron. Los prelados griegos junto con su emperador se encontraban en peligro de ruina total a causa de sus deudas; barcos y soldados habían sido llevados hasta allí; el papa les había prometido pagar los costos de su estadía en Ferrara y Florencia y de su viaje de regreso. Cuando ellos se mostraron intransigentes, les quitó los subsidios, de modo tal que se encontraron en grave necesidad, y

finalmente, presionados por el Emperador y urgidos por el hambre, firmaron cosas que luego retractaron casi todos. El juicio de un contemporáneo griego, Amyritius, al que cita el  erudito romano Leo Allatius (de perp. consens. 3,1,4), fue entonces el general entre los griegos: ¿Puede alguien  -decía él- considerar en serio como ecuménico un sínodo cuyos artículos de fe fueron comprados por dinero, cuyas decisiones fueron establecidas simoniacamente, solamente ante la esperanza de recibir asistencia financiera y militar? En Francia, antes de la Revolución, el sínodo de Florencia fue rechazado como espurio. Así lo declaró el cardenal Guise en el Concilio de Trento, sin recibir por ello ninguna réplica. El teólogo portugués Payva De Andrada dice al respecto: Florentinam (Synodum) sola Gallia pro oecumenica numquam habuit, quippe quam neque adire dum agitaretur, neque admittere iam perfectam atque absolutam voluerit [solamente Francia no consideró jamás como ecuménico el Sínodo de Florencia, puesto que cuando se inició no quiso asistir al mismo y una vez concluido no quiso aceptarlo] (Defens. fid. Trident. p. 431, ed. Colon. 1580).

            El texto restante de la petición explica que la declaración del nuevo artículo de fe es ahora oportuna y urgentemente necesaria, porque algunas personas que se hacen pasar por católicos, han impugnado recientemente la opinión de la infalibilidad papal. Lo que el postulado en parte dice y en parte presupone (en Roma) como conocido es esencialmente los siguiente: En sí y por sí, opina el postulado, no habría sido absolutamente necesario aumentar el número de las verdades de fe con la declaración de un nuevo dogma, pero la situación se habría configurado de tal forma, que tal declaración sería ahora inevitable. Desde hace muchos años, la orden de los jesuitas, secundada por un grupo de simpatizantes, ha iniciado una agitación para promover el apoyo al dogma en cuestión contemporáneamente en Italia, Francia, Alemania e Inglaterra. Incluso ha sido fundada y presentada públicamente con este fin por los jesuitas una asociación religiosa especial, con el objeto de rezar y de actuar en orden a la consecución del nuevo dogma; su órgano de difusión, la [revista] Civiltà, publicada en Roma, ha señalado de antemano la tarea principal del concilio, a saber, la de ofrecer al mundo expectante el regalo del artículo de fe faltante; su [revista] Laacher Stimmen y sus publicaciones nuevas han debatido amplia e infatigablemente el mismo tema.

            En medio de esa agitación la obligación de los que piensan de otro modo debería haber sido el permanecer en un silencio reverente, dejando en paz a los jesuitas y a sus seguidores, y no someter a ninguna clase de prueba a los argumentos aportados por ellos en numerosos escritos. Lamentablemente esto no fue así, algunos hombres tuvieron la inaudita osadía de romper el sagrado silencio y de expresar públicamente una opinión discrepante. Tal escándalo puede ser reparado únicamente a través de un aumento de las confesiones de fe, de la alteración de los catecismos y de todos los libros de religión.

            A la comisión de peticiones

 

Notas

[1] El presente artículo fue publicado por primera vez en el Augsburger Allgemeine Zeitung, el 19 de enero de 1870. El texto que nos sirvió de base para la presente traducción lo hemos tomado de Acta et decreta sacrorum conciliorum recentiorum. Collectio lacensis, VII, Friburgo 1890, 1473-1476.

                Traducción y notas de Fr. Ricardo W. Corleto.

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[2] El autor se refiere aquí al postulatum presentado a la comisión de peticiones por un grupo de obispos de tendencia  infalibilista; el mismo solicitaba la declaración del dogma de la infalibilidad papal y comenzó a circular entre los padres el 30 de diciembre de 1869 y hacia finales de enero contaba ya con trescientas ochenta firmas de adhesión. (Cf. Roger Aubert, Vaticano I, (Historia de los concilios ecuménicos, XII), Vitoria (1970), 161.

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[3] Estas afirmaciones son esencialmente correctas; de hecho, ante la convocación del concilio de Calcedonia (451) S. León Magno quiso que su carta dogmática ad Flavianum fuese considerada como punto de referencia dogmático. Los padres no aceptaron sin más el Tomus Leonis, sino que primero fue leído en el aula conciliar y entonces sí aceptado como intérprete de la doctrina tradicional y aclamado con la conocida frase: “por la boca de León ha hablado Pedro” (Cf. Manual de historia de la Iglesia, dir. H. Jedin, II, Barcelona 1980, 174-181).

                En cuanto al Constitutum con que el papa Virgilio quiso sanjar la cuestión de los tres capítulos, hay que decir que las presiones que el emperador Justiniano ejerció sobre los padres del II concilio de Constantinopla (553) llevó a los obispos a rechazar el documento pontificio (cf. Manual de historia de la Iglesia, II, 617-618).

                El caso de Honorio I (625-638), llamado “el papa hereje”, es mucho más complicado y controvertido y fue esgrimido durante el concilio Vaticano I como un fuerte argumento en contra de la infalibilidad pontificia. De hecho, dentro de la disputa en torno al monotelismo (afirmación errónea sobre la existencia de una única voluntad en Cristo) algunas expresiones suyas tomadas de una carta al patriarca Sergio I de Constantinopla y no suficientemente meditadas, permitieron incluir al papa entre los teólogos de la corriente monoteleta, y como tal fue condenado por el III concilio de Constantinopla (VI ecuménico) del 680-681; esta condena, aunque con atenuaciones, fue confirmada por el papa León II (682-683) (Cf. Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Boloña 1991, 125 y Manual de historia de la Iglesia, II, 855-857; los párrafos de la carta de Honorio a Sergio I en DH, 487). Hay que decir no obstante, que este remanido asunto para nada pone en cuestión la prerrogativa pontificia de la infalibilidad, ya que esta se verifica solamente cuando el papa enseña “ex cathedra”, es decir como maestro de la Iglesia universal, una doctrina sobre fe o costumbres, y en este caso Honorio sólo habló como teólogo privado. Más aún, sus palabras, entendidas en su contexto verdadero son pasibles de una interpretación completamente ortodoxa.

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[4] Se refiere al emperador Miguel VIII paleólogo (1259-82) quien en 1261 había recuperado Constantinopla de manos de los cruzados, en cuyo poder había caído en 1204.

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[5] El autor se refiere aquí al decreto del Concilio de Florencia (1431-1445) en el que se definió el primado universal del romano pontífice. Cf. CONCILIUM FLORENTINUM, Sess. VI, Decreto Laetentur caeli, en Conciliorum Oecumenicorum Decreta, 528 y DH. 1300-1308.

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© Ricardo Corleto 2003
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