En el marco de la controversia entre el rey Enrique IV de Alemania (1056-1106) y el papa Gregorio VII (1073-1085) la carta del monarca que ofrecemos a continuación fue la chispa que hizo estallar el barril de pólvora que lentamente se había acumulado. Varios eran los motivos de disensión entre el rey y el pontífice; ya antes de la muerte de Alejandro II (1061-1073) varios consejeros del monarca habían sido excomulgados por lo cual el nuevo papa, precisamente Gregorio VII, no se sintió obligado a comunicarse con el rey con motivo de su elección. Las relaciones mutuas se enrarecieron aún más a causa de la investidura por parte del monarca de varios obispos de Italia septentrional, contrariando lgunos decretos del pontífice. El programa reformista de Gregorio VII que incluía como puntos claves la observancia estricta del celibato para los clérigos, la condena de toda forma de simonía y la restitución a los correspondientes cuerpos electivos de la elección de los candidatos para los diversos oficios eclesiásticos, quitando así a los reyes las atribuciones que poco a poco habían ido adquiriendo, irritaron sobremanera no sólo al rey alemán sino también en buena medida al mismo episcopado alemán[2]; máxime que para llevar adelante este proyecto de reforma Gregorio había favorecido frecuentemente a un movimiento de laicos reformadores llamados patarinos.
El nombramiento del clérigo Tedaldo para el arzobispado de Milán por parte de Enrique IV, con ostensible violación de los derechos metropolitanos de Roma, llevaron al Papa a amenazar la excomunión. El rey convocó una dieta en Worms que condensó las quejas de todos los descontentos frente a la política de reforma de la Sede Apostólica; en ella algunos obispos antigregorianos pronunciaron la deposición del papa[3]. Reflejo de esta dieta es nuestro documento.
Varias son las acusaciones que contra Gregorio VII se levantan en la carta de Enrique IV: en primer lugar se lo considera un usurpador de la sede de Pedro, se lo acusa de no respetar la autoridad real ni la de los obispos, de entregar a los laicos el gobierno de la Iglesia, por último se acusa al papa de usar de la violencia para imponer sus deseos.
Enrique, no por usurpación, sino por ordenación de Dios rey, a Hildebrando, que ya no es Papa, sino falso monje.
Este saludo es el que tú has merecido para tu confusión, porque no has honrado ningún orden en la Iglesia, sino que has llevado la injuria en vez del honor; la maldición, en vez de la bendición. Pues para no decir sino pocas e importantes cosas de las muchas que has hecho, no sólo no has vacilado en avasallar a los rectores de la Santa Iglesia, como son los arzobispos, los obispos, los presbíteros, ungidos del Señor, sino que los has pisoteado como siervos que no saben lo que su señor haga de ellos. Al pisotearlos te has proporcionado el aplauso del vulgo. Has creído que ninguno de esos sabe nada y que sólo tú lo sabes todo, pero has procurado usar esa ciencia no para edificación, sino para destrucción; de suerte que lo que dice aquel beato Gregorio, cuyo nombre has usurpado, creemos que lo profetizó sobre ti: “La afluencia de súbditos exalta el ánimo de los prepuestos, que estiman saber más que todos, cuando ven que pueden más que todos”[4]. Y nosotros hemos aguantado todo esto intentando mantener el honor de la sede apostólica. Pero tú entendiste que nuestra humildad era temor y no vacilaste en alzarte contra la misma potestad regia concedida por Dios a nosotros y te has atrevido a amenazarnos con quitárnosla; como si nosotros hubiésemos recibido de ti el reino, como si el reino y el imperio estuviesen en tu mano y no en la mano de Dios. El cual Señor nuestro Jesucristo nos ha llamado al reino, pero no te ha llamado a ti al sacerdocio. Tú, en efecto, has ascendido por los grados siguientes: por la astucia, aun cuando es contraria a la profesión monacal, has obtenido dinero; por dinero has obtenido merced; por merced, hierro; por hierro, la sede de la paz, y desde la sede de la paz has perturbado la paz armando a los súbditos contra los prepuestos; enseñándoles a despreciar a los obispos nuestros, llamados por Dios, tú que no has sido llamado por Dios; tú has arrebatado a los sacerdotes su ministerio y lo has puesto en manos de los laicos[5] para que depongan o condenen a aquellos que ellos mismos habían recibido de la mano de Dios por imposición de manos episcopales para enseñarles. A mí mismo, que aunque indigno he sido ungido entre los cristianos para reinar, me has acometido; a mí, que según la tradición de los Santos Padres sólo puedo ser juzgado por Dios y no puedo ser depuesto por otro crimen que por el de apartarme de la fe, lo que está muy lejos de mí. Pues ni a Juliano el Apóstata la prudencia de los Santos Padres se atrevió a deponerlo, sino que dejó a Dios sólo esta misión. El verdadero Papa, el beato Pedro, exclama: “Temed a Dios y honrad al rey”[6]. Pero tú, que no temes a Dios, me deshonras a mí, que he sido constituido por Dios. Por eso el beato Pablo, en donde no exceptúa al ángel del cielo si predicase otra cosa, no te ha exceptuado a ti, que en la tierra predicas otra cosa. Pues dice: “Si alguien, yo, o un ángel del cielo, os predicase otra cosa de la que os ha sido predicada, sea anatema”[7]. Pero tú, condenado por este anatema y por el juicio de todos nuestros obispos y por el nuestro también, desciende y abandona la sede apostólica que te has apropiado; sólo debe ascender a la sede de San Pedro quien no oculte violencia de guerra tras la religión y sólo enseñe la sana doctrina del beato Pedro. Yo, Enrique, por la gracia de Dios rey, con todos nuestros obispos te decimos: desciende, desciende, tú que estás condenado por los siglos de los siglos.
Notas
[1] El texto que reproducimos lo hemos tomado de: Martha C. Douzon, Documentos de historia medieval. Selección, 3a. ed., Buenos Aires: s. f., 48-50. Introducción y notas de Fr. Ricardo W. Corleto OAR.
[2]
Cf. Ute-Renate Blumenthal, La lotta per le investiture, Nápoles 1990, 160-176.
[3] Manual de historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, III, Barcelona 1987, 587-588.
[4]
Cf. Gregorius Magnus, Regula
Pastoralis, II, VI, 21.
[5] En esta acusación parece manifestarse una acerba queja por el apoyo dado en su momento por el archidiácono Hildebrando a la pataria, movimiento laical reformista nacido en Lombardía y capitaneado en sus comienzos por el sacerdote Arialdo de Varese y el milanés Landulfo Cotta. Los laicos pertenecientes a este movimiento se habían jurado no reconocer a ningún sacerdote amancebado o simoníaco. Manual de Historia de la Iglesia, III, 566-567.
[6]
I Pe. 2, 17.
[7] Gal. 1, 8.
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