En España, a diferencia del resto de Europa, la entrada de la regla de San Benito va a ser un proceso tardío. Durante la época visigoda, la españa árabe y la alta reconquista, era común a una comunidad monástica «reglar» su vida usando un conjunto de reglas contenidas generalmente en códices regularum,(1) colecciones con las reglas y tratados ascéticos de los monjes de Egipto: Pacomio, Macario, Basilio; las reglas de San Agustín, San Jerónimo, Casiano etc. Muchos obispos españoles comenzaron a sentir la necesidad de adaptar estas reglas a la realidad y necesidades de la península y comenzaron a escribir también reglas y escritos que se fueron añadiendo a estos códices. La primera y más antigua que se tenga noticia es la compuesta antes del 590 el obispo de Gerona, Juan de Biclaro, desgraciadamente hoy perdida.(2) Hacia el 600 San Leandro de Sevilla escribe su De institutione virginum et contemptu mundo, conocida como regla de San Leandro, obra escrita por el santo a instancias de su hermana Florentina y su comunidad de vírgenes. El hermano menor de San Leandro, San Isidoro, escribe también entre el 615 y el 624 su Regula monachorum. Isidoro intenta mitigar la dureza de las reglas orientales y escribe en lenguaje sencillo y llano. Ofrece un modo concreto de organizar el oficio divino, la admisión de novicios, la abolición de las clases sociales en la comunidad, el trabajo manual y el castigo de los trasgresores de la regla. En Galicia van a surgir otras reglas con adaptaciones hispanas de los textos de Agustín, Jerónimo, etc., pero la más importante es la Regula monachorum de Fructuoso de Braga escrita entre el 630 y el 635. Esta regla junto con una segunda recensión llamada la Regula communis compuesta entre el 665-680, reflejan la situación de la vida monástica galaico-portuguesa, con los peligros latentes de comunidades heterodoxas, monasterios familiares y presbiterales, los antagonismos entre el episcopado que vivía bajo alguna regla y el episcopado secular, las admisiones en la vida monástica de familias enteras, de ancianos y de fugitvos de la justicia, la cercanía sospechosa de monasterios masculinos y femeninos, etc. Al final traen el famoso pactum, una profesión monástica que tiene la forma de un contrato casi-feudal entre el abad y sus monjes.(3) Las reglas monásticas ibéricas van a trascender su origen geográfico e influyeron en la reforma monástica carolingea. En efecto, San Benito de Aniano incorpora las reglas de San Isidoro y San Fructuoso a su Codex regularum. En España la regla de San Benito comienza a abrirse paso recién a fines del siglo IX. Tan tarde como 1055, el Concilio de Coyanza permitía a los monasterios elegir entre las reglas de San Isidoro y San Benito. A fines del siglo X va a aparecer la última de las reglas hispánicas. Se trata del Libellus regularis, regla de monjas compuesta en la Rioja por el abad Salvo de Albelda (951-962). Consiste de extractos de la regla de San Benito, la Explanatio de Esmargardo, el oficio litúrgico hispanico y la profesión en forma pactual.
Los
Pactos monásticos ibéricos(4)
La formula de profesión de votos religiosos en la españa
visigoda va a ser conocida con los términos pactum, placitum
o pctio. Estos asumen una forma individual o colectiva. Para
encontrar las raíces y el origen de esta peculiar forma de
expresar los votos religiosos, debemos remontarnos al derecho
germánico. En efecto, tanto por la fraseología como por el carácter
jurídico, el pacto refleja el juramento de fidelidad
que hacían los reyes godos recién elegidos. Se trata de una fórmula
contractual, de carácter casi feudal, pero con una veta
notablemente --salvando el anacronismo-- democrática. Los monjes
expresan una sumisión al abad que eligen pero sujetando los
poderes de éste al recto cumplimiento de su oficio. Los pactos
monásticos van a desaparecer definitivamente con el triunfo del
benedictismo bajo el rey Fernando I (1035-1065). Trascribimos a
continuación el pacto de la Regla de San Fructuoso de
Braga.
«EN EL NOMBRE DEL SEÑOR EMPIEZA EL PACTO
En el nombre de la santa Trinidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, lo que creemos en nuestro corazón lo confesamos también de palabra; creemos en el Padre, no engendrado; en el Hijo, engendrado; en el Espíritu Santo, que procede de ambos que sólo el Hijo tomó carne de una virgen y bajó al mundo por la salvación de todos los que creen en El, y que nunca se separó del padre y del Espíritu Santo. Porque El dijo: Yo y el Padre somos una sola cosa (Jn 10,30); y: El que me tiene , tiene también al Padre, y el que me ve, ve también al Padre (Jn 14,9); y asimismo dijo: El cielo es mi trono, y la tierra escabel de mis pies (Is 66,1 Hch 7,49). En el cielo, los ángeles adoran a toda la Trinidad, y en la tierra, el Señor predica a los hombres con estas palabras; Id, vended todo lo que poseéis y dadlo a los pobres; y venid, seguidme (Lc 12,33; Mt 19,21); y en otro lugar; Si alguien quiere venir tras de mí, niéguese a sí mismo y levante su cruz y sígame (Mt 16,24; Lc 9,23); y en otro lugar: Quien estimare al padre o a la madre, a la mujer, a los hijos, o a todos los que pasan con el mundo, más que a mí, no es digno de mí (Mt 10,27; Lc 14,25); y en otro pasaje; Quien no aborrece a su vida por mi causa, no es digno de mí; y: Quien perdiere la vida por mí, la encontrará en la vida eterna (Jn 12,25; Mt 10, 39; Lc 9,24).
Por eso, es mejor, mucho mejor, hollar el mundo, obedecer a Cristo, cumplir el Evangelio, poseer la vida bienaventurada con los santos ángeles para siempre por todos los siglos. Por eso, encendidos en el fuego divino, he aquí que todos los que hemos de subscribir abajo entregamos nuestras almas a Dios y a ti, señor y padre nuestro, para que, según la enseñanza y norma de los apóstoles y tal como sancionó la autoridad de los padres precedentes, habitemos en el mismo monasterio, siguiendo los pasos de Cristo y tus lecciones. Y todo lo que quisieres anunciar, enseñar, impulsar, increpar, mandar, excomulgar según la regla o enmendar para la salud de nuestras almas, con corazón humilde, sin ninguna arrogancia, con toda adhesión y ardiente deseo, con la ayuda de la gracia divina, sin excusa y con el favor del Señor, todo lo cumpliremos.
Si con todo, alguno de nosotros protestando contra la regla y tu mandato, resultare contumaz, desobediente o calumniador, entonces tendremos potestad de reunirnos todos en asamblea y después de leer ante todos la regla, probar oficialmente la culpa; y cada uno y todos, convicto de su responsabilidad, aceptará los azotes o excomunión en proporción a la consideración de la culpa. Asimismo, si alguno de nosotros, a una con sus padres, hermanos, hijos, parientes y afines, o al menos con un monje cohabitante, tramare un designio contra la regla ocultamente, estando tú, sobredicho padre nuestro, ausente, deberás tener potestad contra todo el que atentare tal delito de que durante seis meses, vestido de una capa raída o de cilicio, desceñido y descalzo, a sólo pan y agua, practique en una celda obscura excomulgado cualquier trabajo. Si con todo, alguno no quisiere cumplir ese castigo con dócil voluntad, recibirá, tendido y desnudo, setenta y dos azotes; y después de dejar el hábito del monasterio, vistiendo el vestido roto de que se despojó al ingresar, será expulsado del monasterio con manifiesta verguenza. Y decimos esto tanto de los varones como de las mujeres.
Prometemos también a Dios y a ti, nuestro padre, que, si alguno pretendiere pasar a habitar otros parajes sin la bendición de los monjes y sin tu orden, por vicio, tengas autoridad de contrarrestar la temeraria voluntad de quien intentare tal cosa y reducirlo a la pena de la regla una vez apresado por los guardias de los jueces; y si alguno pretendiere defenderlo, fuere obispo o de un orden inferior, o lego, y tratare de retenerlo en su casa después de escuchar tu advertencia, quedará en comunicación con el diablo y en participación con Judas Iscariote en el infierno; y en el siglo presente quedará excomulgado de toda reunión de cristianos y no recibirá el viático ni al fin de la vida quien así obrare.
Por nuestra parte, te representamos a ti señor nuestro que si pretendieras lo que al menos no puede creerse y lo que Dios no permita que suceda, tratar a alguno de nosotros injustamente, o con soberbia, o con ira, o tener predilección por uno y despreciar a otro con odio, a uno mandar con imperio y a otro adular, como hace el vulgo, entonces tengamos también nosotros potestad, concedida por Dios, de presentar queja sin soberbia ni ira a nuestro prepósito por cada decanía, y el prepósito de besarte humildemente los pies a ti, señor nuestro, y manifestar en cada caso nuestra queja, y tú deberás escuchar pacientemente, y humillar la cerviz en la regla común, y corregirte y enmendarte; y si en manera alguna quisieres corregirte, en ese caso tengamos también nosotros potestad de excitar a los demás monasterios, o por lo menos de convocar a nuestra conferencia al obispo que vive bajo regla, o al conde católico defensor de la Iglesia, para que en su presencia te corrijas y cumplas la regla aceptada, y nosotros seamos discípulos sujetos o hijos adoptivos humildes, obedientes, en todo lo que se debe, y tú, en fin, nos ofrezcas puros a Cristo sin mancha. Amen.
Estos son los nombres de los que cada uno firmó por su mano o puso su signo en este pacto. Esto es fulano, fulano, o fulana y fulana.
Notas
1. Cf. C.J. Bishko, Reglas monásticas, en: DHEE, III, 2068-69.
2. Cf. J. Campos, Sobre la Regla de San Juan de Biclaro, en «Salmanticensis» 3 (1956) 240-248.
3. Las reglas de San Leandro, San Isidoro y San Fructuoso se pueden consultar en: Santos Padres españoles, introducción, versión y notas de Julio Campos Ruíz e Ismael Roca Meliá, BAC (Madrid 1971) II, 7-211.
4. Cf. C.J. Bishko, Pactos monásticos, en: DHEE, III, 1858.
5. Texto tomado de: Santos Padres españoles, BAC (Madrid 1971) II, 208-211.
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