El texto que transcribimos a continuación contiene el o(/roj o definición dogmática y los cánones anti-iconoclastas del II Concilio de Nicea (séptimo ecuménico), que bajo la presidencia de los legados romanos, enviados a propósito por el papa Adriano I (772-795) y con la guía de Tarasio, patriarca de Constantinopla, se celebró en el 787 en la ciudad que había sido sede del primer concilio ecuménico, y se clausuró en el palacio bizantino de Magnaura, contando con la presencia del emperador Constantino VI y de su madre, la emperatriz Irene[3].
El santo y gran concilio ecuménico, por gracia de Dios y por decreto de nuestros piadosos y cristianos emperadores Constantino e Irene, su madre, reunido por segunda vez en Nicea, famosa sede metropolitana de Bitinia, en la iglesia de santa Sofía, siguiendo la tradición de la iglesia católica, define lo que sigue.
Aquel que nos ha regalado la luz de su conocimiento y nos ha liberado de las tinieblas y de la locura de los ídolos, Cristo nuestro Dios, habiendo hecho su esposa a la santa iglesia católica sin mancha ni arruga[4], prometió conservarla de este modo. Confirmó esta promesa diciendo a sus discípulos: yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo[5]. Pero esta promesa no la hizo solamente a ellos, sino también a nosotros, que a través de ellos hemos creído en su nombre[6]. Pero hay algunos hombres que, descuidando este don, embrujados por los engaños del enemigo, se han desviado de la recta razón y en su rebelión respecto a la tradición de la iglesia católica han fracasado en su comprensión de la verdad. Como dice el proverbio, han ido errando por las sendas de su propio campo y han llenado sus manos de esterilidad porque han intentado desacreditar las sagradas imágenes, convenientes al culto de Dios. Ellos pretenden ser sacerdotes, pero no lo son, como dice el Señor por boca del profeta: Muchos pastores han devastado mi viña, han pisoteado mi campo[7]. Siguiendo a hombres que escuchan sólo a sus propias pasiones, han acusado a la santa iglesia, esposa de Cristo nuestro Dios, y no han distinguido entre lo sagrado y lo profano[8], poniendo en el mismo plano las imágenes de Dios y de sus santos y las estatuas de los ídolos diabólicos.
Por esto, el señor Dios, no pudiendo soportar más que sus fieles fueran contagiados por semejante peste, nos ha convocado de todas partes a nosotros los obispos, mediante el ferviente celo y la invitación de Constantino e Irene, nuestros fidelísimos emperadores, con la finalidad de reforzar con un voto común la divina tradición de la iglesia católica. Después de investigaciones y discusiones profundas, con el único objetivo de seguir la verdad, nosotros no quitamos ni agregamos nada, sino que conservamos intacto el patrimonio doctrinal de la iglesia católica, en el surco de los seis santos concilios ecuménicos, y especialmente de aquel reunido en la espléndida sede metropolitana de Nicea y del otro, celebrado más tarde, en la ciudad imperial que Dios protege:
Creemos en un solo Dios...[9]
De tal modo,
procediendo sobre la vía regia, siguiendo la doctrina divinamente inspirada de
nuestros santos padres y la tradición de la iglesia católica –reconocemos de
hecho, que el Espíritu Santo habita en ella– nosotros definimos con todo rigor
y cuidado que, a semejanza de la representación de la cruz preciosa y
vivificante, del mismo modo las venerables y santas imágenes, tanto pintadas
como realizadas en mosaico o en cualquier otro material apto, deben ser
expuestas en las santas iglesias de Dios, sobre los vasos y vestiduras sagrados, sobre las paredes y
tablas, en las casas y en los caminos; ya se trate de la imagen del Señor Dios
y Salvador nuestro Jesucristo, o la de la inmaculada Señora nuestra, la santa
Madre de Dios, de los santos ángeles, de todos los santos y justos. De hecho,
cuanto más frecuentemente son contempladas estas imágenes, tanto más son
llevados aquellos que las contemplan al recuerdo y al deseo de los modelos
originales y a tributarles, besándolas, respeto y veneración. No se trata,
ciertamente, de una verdadera adoración [latreiva],
reservada por nuestra fe solamente a la naturaleza divina, sino de un culto similar
a aquel que se tributa a la imagen de la cruz preciosa y vivificante, a los
santos evangelios y a los demás objetos sagrados, honrándolos con el
ofrecimiento de incienso o de luces según la piadosa costumbre de los antiguos.
En realidad, el honor tributado a la imagen pertenece a quien en ella está
representado y quien venera a la imagen, venera la realidad de quien en ella
está reproducido.
De este modo se refuerza la
enseñanza de nuestros santos padres, o
sea la tradición de la iglesia universal, que ha recibido el Evangelio de un
confín al otro de la tierra. Así somos seguidores de Pablo, que ha hablado en
Cristo, del divino colegio apostólico, y de los santos padres, manteniendo las
tradiciones que hemos recibido[10].
Así podemos cantar a la iglesia los himnos triunfales a la manera del profeta: Alégrate, hija de Sión exulta hija de Jerusalén; goza y alégrate
con todo el corazón; el Señor a quitado de en medio de ti las iniquidades de
tus adversarios, has sido liberada de las manos de tus enemigos. Dios, tu rey,
está en medio de ti; ya no serás más
oprimida por el mal[11],
y la paz habite contigo para siempre.
Quien osase pensar o enseñar de otro
modo, o, siguiendo a los impíos herejes, violase las tradiciones de la iglesia
o inventase novedades o rechazase algo de lo que ha sido confiado a la iglesia,
como el Evangelio, la representación de la cruz, las imágenes pintadas o las
santas reliquias de los mártires; quien pensase subvertir con astutos embrollos
cualquiera de las legítimas tradiciones de la iglesia universal; o quien usase
para usos profanos los vasos sagrados o los venerables monasterios, nosotros
decretamos que, si es obispo o clérigo, sea depuesto, si es monje o laico sea
excluido de la comunión.
I
Si alguno no admite que Cristo, nuestro Dios, está circunscrito según la humanidad, sea anatema.
II
Si
alguno no admite que los relatos evangélicos sean representados en imágenes,
sea anatema.
III
Si
alguno no honra estas imágenes, [hechas] en el nombre del Señor o de sus
santos, sea anatema.
IV
Si alguno rechaza cualquier tradición eclesiástica, sea escrita o no escrita, sea anatema.
Notas
[1] Tomado de Conciliorum Oecumenicorum Decreta, editado por Giuseppe Alberigo y otros, Boloña: Edizioni Dehoniane, 1991, 133-138. Traducción, introducción y notas de Fr. Ricardo W. Corleto OAR.
[2] Cf. Hubert Jedin, Breve storia dei concili. I ventuno concili ecumenici nel quadro della storia della Chiesa. 8ª edición, Roma – Brescia: Herder - Morcelliana, 1989, 47-48. Contra esta tesis Hans-Georg Beck, La iglesia griega en el período del iconoclasmo, en Manual de historia de la Iglesia, III, Barcelona: Herder, 1987, 90.
[3] Historia de los concilios ecuménicos, ed. Giuseppe Alberigo, Salamanca: Sígueme, 1993, 127-134.
[4] Ef 5, 27.
[5] Mt 28, 20.
[6] Cf. Jn 17, 20.
[7] Jr 12, 10.
[8] Ez 22, 26.
[9] Sigue el símbolo de Nicea-Constantinopla y luego se enumeran las herejías condenadas y las verdades de fe definidas por los concilios anteriores.
[10] Cf. 2 Tes. 2, 15.
[11] Sof 3, 14 ss (LXX).
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