Dado en Roma en san Pedro, en 22 de mayo del año de la Encarnación del Señor 1542
PAULO OBISPO, siervo de los
siervos de Dios: para perpetua memoria. Expresado en otras letras Apostólicas.
Nos vimos en consequencia necesitados a buscar otro lugar, y señalar otra
ciudad, que no ocurriéndonos por el pronto oportuna ni proporcionada, nos
hallamos en la precisión de prorrogar la celebración del concilio hasta el
primer día de noviembre. Entretanto nuestro cruel y perpetuo enemigo el Turco,
invadió la Italia con una grande y numerosa esquadra; tomó, destruyó y saqueó
algunos lugares en las costas de la Pulla, y se llevó cautivas muchas personas.
Nos estuvimos ocupados, en medio del grande temor y peligro de todos, en
fortificar nuestras costas, y ayudar con nuestros socorros a los comarcanos, sin
dexar no obstante de aconsejar entretanto, ni de exortar los Príncipes
Cristianos a que nos manifestasen sus dictámenes acerca del lugar que tuviesen
por oportuno para celebrar el concilio. Mas siendo varios y dudosos sus
pareceres, y creyendo Nos que se dilataba el tiempo más de lo que pedían las
circunstancias; con muy buen deseo, y a nuestro parecer también con muy
prudente resolución, eligimos a Vincencia, ciudad abundante, y que además de
tener la entrada franca, gozaba de una situación enteramente libre y segura
para todos, mediante la probidad, crédito y poder de los Venecianos, que nos la
concedían. Pero habiéndose adelantado el tiempo mucho, y siendo necesario
avisar a todos la elección de la nueva ciudad; y no siendo posible por la
proximidad del primer día de noviembre, que se divulgase la noticia de la que
se había asignado, y estando también cerca del invierno; nos vimos otra vez
necesitados a diferir con nueva prorroga el tiempo del concilio hasta la
primavera próxima, y día primero del siguiente mes de mayo. Tomada y resuelta
firmemente esta determinación, habiendonos preparado, así como todas las demás
cosas, para tener y celebrar exactamente con el auxilio de Dios el concilio;
creyendo que era muy conducente, así para su celebración, como para toda la
cristiandad, que los Príncipes cristianos tuviesen entre sí paz y concordia;
insistimos en rogar y suplicar a nuestros carísimos hijos en Cristo, Carlos
Emperador de Romanos siempre Augusto, y Francisco rey Christianísimo, ambos
columnas y apoyos principales del nombre cristiano, que concurriesen a un
coloquio entre sí, y con Nos: en efecto con ambos habíamos procurado muchísimas
veces por medio de cartas, Nuncios y Legados nuestros a latere, escogidos entre
nuestros venerables hermanos los Cardenales, que se dignasen pasar de las
enemistades y discordias que tenían a una piadosa alianza y amistad, y
prestasen su auxilio a los negocios de la cristiandad que se arruinaban; pues
teniendo ellos el poder principal concedido por Dios para conservarlos, tendrían
que dar rígida y severa cuenta al mismo Dios, si no lo hiciesen, ni dirigiesen
sus designios al bien común de la cristiandad. Por fin movidos los dos de
nuestras súplicas, concurrieron a Niza, a donde Nos también emprendimos un
viaje largo y muy, penoso en nuestra anciana edad, llevados de la causa de Dios,
y del restablecimiento de la paz: sin que entretanto omitiésemos, pues se
acercaba el tiempo señalado para principiar el concilio, es a saber, el primer
día de mayo, enviar a Vincencia Legados a latere de suma virtud y autoridad,
del número de nuestros mismos hermanos los Cardenales de la santa Iglesia
Romana, para que hiciesen la abertura del concilio, recibiesen los Prelados que
vendrían de todas partes, y executasen y tratasen las cosas que tuviesen por
necesarias, hasta que volviendo Nos del viage, y conferencias de la paz, pudiésemos
arreglarlo todo con la mayor exactitud. En el tiempo intermedio nos dedicamos a
aquella santa, y en extremo necesaria obra, es a saber, a tratar de la paz entre
los Príncipes; lo que por cierto hicimos con sumo cuidado, y con toda caridad y
esmero de nuestra parte. Testigo nos es Dios, en cuya clemencia confiábamos,
quando nos expusimos a los peligros de la vida y del camino. Testigo nos es
nuestra propia conciencia, que en nada por cierto tiene que reprehendernos, o
por haber omitido, o por no haber buscado los medios de conciliar la paz.
Testigos son también los. mismos Príncipes, a quienes tantas veces, y con
tanta vehemencia hemos suplicado por medio de Nuncios, cartas, Legados, avisos,
exortaciones y toda especie de ruegos, que depusiesen sus enemistades, se
confederasen y ocurriesen unidos con sus providencias y auxilios a socorrer la
república cristiana, puesta en el mayor y más inminente peligro. En fin,
testigos nos son aquellas vigilias y cuidados, aquellos trabajos que día y
noche afligían nuestro ánimo, y aquellos graves y frecuentísimos desvelos que
hemos tenido por esta causa y objeto: sin que aun todavía hayan tocado el fin
que han pretendido nuestros designios y disposiciones. Tal ha sido la voluntad
de Dios; de quien sin embargo no desesperamos que mirará alguna vez con
benignidad nuestros deseos. Nos por cierto, en quanto ha estado de nuestra
parte, nada hemos omitido de quanto era correspondiente a nuestro Pastoral
oficio. Y si hay algunos que interpreten en siniestro sentido estas nuestras
acciones de paz; lo sentimos por cierto; mas no obstante en medio de nuestro
dolor damos gracias a Dios omnipotente, quien para darnos exemplo y enseñanza
de paciencia, quiso que sus Apóstoles se tuviesen por dignos de padecer
injurias por el nombre de Jesucristo, que es nuestra paz. Y aunque en aquel
nuestro congreso, y coloquio que se tuvo en Niza, no se pudo y por nuestros
pecados, efectuar una verdadera y perpetua paz entre los Príncipes; se hicieron
no obstante treguas por diez años: y esperanzados Nos de que con esta
oportunidad se podría celebrar más cómodamente el sagrado concilio, y además
de esto efectuarse la paz por la autoridad del mismo; insistimos con los Príncipes
en que concurriesen personalmente a él, conduxesen los Prelados que tenían
consigo, y llamasen los ausentes. Mas habiendose escusado los Príncipes en una
y otra instancia, por tener a la sazón necesidad de volver a sus reynos, y ser
debido que los Prelados que habían traído consigo, cansados del camino, y
apurados con los gastos, descansasen, y se restableciesen; nos exortaron a que
decretásemos otra prorroga para la celebración del concilio. Como tuviésemos
alguna dificultad en concederla, recibimos en este medio tiempo cartas de
nuestros Legados que estaban en Vincencia, en que nos decían, que pasado ya,
con mucho, el día señalado para principiar el concilio, apenas había venido a
aquélla ciudad uno u otro Prelado de las naciones estrangeras. Con esta nueva,
viendo que de ningún modo se podía celebrar en aquel tiempo, concedimos a los
mismos Príncipes que se difiriese hasta el santo día de Pasqua, y fiesta próxima
de la Resurrección del Señor. Las Bulas de este nuestro precepto, y decreto
sobre la dilación, se expidieron y publicaron en Génova el 28 de junio del año
de la Encarnación del Señor 1538: y con tanto mayor gusto convinimos en esta
demora, quanto los dos Príncipes nos prometieron que enviarían sus Embaxadores
a Roma para que ventilasen y tratasen en ella con Nos más cómodamente los
puntos que quedaban por resolver para la conclusión de la paz, y no se habían
podido evacuar todos en Niza por la brevedad del, tiempo. Ambos soberanos nos
habían también pedido por esta razón, que precediese la pacificación a la
celebración del concilio; pues establecida la paz, seria sin duda el mismo
concilio mucho más útil y saludable a la república cristiana. Siempre por
cierto han tenido mucha fuerza sobre nuestra voluntad las esperanzas que se nos
daban de la paz, para asentir a los deseos de los Príncipes; y estas esperanzas
las aumentó sobre manera la amistosa y benévola conferencia de ambos soberanos
entre sí, después de habernos retirado de Niza; la qual entendida por Nos con
extraordinario júbilo, nos confirmó en la justa confianza de que llegásemos a
creer que al fin Dios habla oído nuestras oraciones, y aceptado nuestros deseos
por la paz; pues pretendiendo, y estrechando Nos la conclusión de esta, y
siendo de dictamen no solo los dos Príncipes mencionados, sino también nuestro
carísimo en Cristo hijo Ferdinando, rey de Romanos, de que no convenía
emprender la celebración del concilio a no estar concluida la paz, y empeñandose
todos con Nos por medio de sus cartas y Embaxadores, para que concediésemos
nuevas prorrogas, e instando con especialidad el serenísimo César,
demostrandonos que había prometido a los que están separados de la unidad católica,
que interpondría con Nos su mediación para que se tomase algún medio de
concordia; lo que no se podía hacer cómodamente antes de su viage a la
Alemania; persuadidos Nos con la misma esperanza de paz que siempre, y por los
deseos de tan grandes Príncipes; viendo principalmente que ni aun para el día
asignado de la fiesta de Resurrección habían concurrido a Vincencia más
Prelados, escarmentados ya con el nombre de prorroga, que tantas veces se habla
repetido en vano: tuvimos por mejor suspender la celebración del concilio
general, a arbitrio nuestro, o de la Sede Apostólica. Tomamos en consecuencia
esta resolución, y despachamos nuestras letras a cada uno de las mencionados Príncipes,
fechas en diez de junio de 1539, como claramente se puede ver en ellas. Hecha
pues por Nos de necesidad aquella suspensión, mientras esperábamos tiempo más
oportuno, y algún tratado de paz que contribuyese después a dar magestad, y
multitud de Padres al concilio, y remedio más pronto y saludable a la república
cristiana; de un día en otra cayeron los negocios de la cristiandad en estado más
deplorable; pues los Úngaros, muerto su rey, llamaron a los Turcos; el rey
Ferdinando les declaró la guerra; una parte de los Flamencos se tumultuó para
rebelarse contra el César, quien pasando a sujetarlos a Flandes por la Francia,
amistosamente, con gran conformidad del rey Cristianísimo, y con grandes
indicios de benevolencia entre los dos, y de allí a la Alemania,, comenzó a
celebrar las dietas de sus Príncipes y ciudades, con el objeto de tratar la
concordia que había ofrecido. Pero frustradas ya todas las esperanzas de paz, y
pareciendo también que aquel medio de procurar y tratar la concordia en las
dietas, era más eficaz para suscitar mayores turbulencias, que para sosegarlas;
nos resolvimos a volver a adoptar el antiguo remedio de celebrar concilio
general; y esto mismo ofrecimos al César por medio de nuestros Legados,
Cardenales de la santa Romana Iglesia; y lo mismo también tratamos última y
principalmente por su medio en la dieta de Ratisbona, concurriendo a ella
nuestro amado hijo Gaspar Contareno, Cardenal de santa Práxedes, nuestro
Legado, y persona de suma doctrina e integridad: porque pidiendosenos por
dictamen de aquella dieta lo mismo que habíamos recelado antes que había de
suceder; es a saber, que declarásemos se tolerasen ciertos artículos de los
que están apartados de la Iglesia, hasta que se examinasen y decidiesen por el
concilio general; no permitiendonos la fe católica cristiana, ni nuestra
dignidad, ni la de la sede Apostólica que los concediésemos; mandamos que más
bien se propusiese abiertamente el concilio para celebrarlo quanto antes. Ni jamás
tuvimos a la verdad otro parecer ni deseo, que el que se congregase en la
primera ocasión el concilio ecuménico y general. Esperábamos por cierto que
se podría restablecer con él la paz del pueblo cristiano, y la unidad de la
religión de Jesucristo; mas no obstante deseábamos celebrarlo con la aprobación
y gusto de los Príncipes cristianos. Y mientras esperábamos su voluntad;
mientras observábamos este tiempo recóndito, este tiempo de tu aprobación, o
Dios! nos vimos últimamente precisados a resolver, que todos los tiempos son
del divino beneplácito, quando se toman resoluciones de cosas santas, y
conducentes a la piedad cristiana.
Por tanto viendo con gravísimo
dolor de nuestro corazón, que se empeoraban de día en día los negocios de la
cristiandad; pues la Ungría estaba oprimida por los Turcos; los Alemanes en
sumo peligro, y todas las demás provincias llenas de miedo, tristeza y aflicción;
determinamos no aguardar ya el consentimiento de ningún Príncipe, sino atender
únicamente a la voluntad de Dios omnipotente, y a la utilidad de la república
cristiana. En consequencia pues, no pudiendo ya disponer de Vincencia, y
deseando atender así a la salud eterna de todos los cristianos, como a la
comodidad de la nación Alemana, en la elección de lugar que habíamos de hacer
para celebrar el nuevo concilio; y que aunque se propusieron otros lugares,
conocíamos que los Alemanes deseaban se eligiese la ciudad de Trento; Nos,
aunque juzgábamos que se podían tratar más cómodamente todos los negocios en
la Italia citerior, conformamos no obstante, movidos de nuestro amor paternal,
nuestra determinación a sus peticiones. En consequencia eligimos la ciudad de
Trento para que se celebrase en ella el concilio ecuménico en el día primero
del próximo mes de noviembre, determinando aquel lugar como que es a propósito
para que puedan concurrirá él los Obispos y Prelados de Alemania, y de otras
naciones inmediatas con suma facilidad; y los de Francia, España y provincias
restantes más remotas, sin especial dificultad. Dilatamos no obstante la
abertura hasta aquel día señalado, para dar tiempo a que se publicase este
nuestro decreto por todas las naciones cristianas, y tuviesen tiempo todos los
Prelados para concurrir a él. Y para haber dexado de señalar en esta ocasión
el término de un año en la mudanza del lugar del concilio, como hemos
prescrito en otras ocasiones en algunas Bulas; ha sido el motivo, no haber Nos
querido diferir por más tiempo la esperanza de sanar en alguna parte la república
cristiana, que tantas pérdidas y calamidades ha padecido. Vemos no obstante las
circunstancias del tiempo; conocemos las dificultades; comprehendemos que es
incierto quanto se puede esperar de nuestra resolución; pero sabiendo que está
escrito: Descubre al Señor tus resoluciones, y espera en él, que él las
cumplirá; tuvimos por más acertado colocar nuestra esperanza en la clemencia y
misericordia divina, que desconfiar de nuestra debilidad. Porque sucede muchas
veces al principiar las buenas obras, que lo que no pueden hacer los consejos de
los hombres, lo lleva a debida execución el poder divino. Confiados pues, y
apoyados en la autoridad de este mismo Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, y de sus bienaventurados Apóstoles san Pedro y san Pablo, de la qual
también gozamos en la tierra; y además de esto, con el consejo y asenso de
nuestros venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia Romana; quitada
y removida la suspensión arriba mencionada; la misma que removemos y quitamos
por la presente Bula, indicamos, anunciamos, convocamos, establecemos y
decretamos, que el santo, ecuménico y general concilio se ha de principiar,
proseguir y finalizar con el auxilio del mismo Señor, a su honra y gloria, y
para beneficio del pueblo cristiano, en la ciudad de Trento, lugar cómodo,
libre y oportuno para todas las naciones, desde el día primero del próximo mes
de noviembre del presente año de la Encarnación del Señor 1542; requiriendo,
exortando, monestando, y además de esto mandando en todo rigor de precepto, en
fuerza del juramento que hicieron a Nos, y a esta santa Sede, y en virtud de
santa obediencia, y baxo las demás penas que es costumbre intimar y proponer
contra los que no concurren quando se celebran concilios, que tanto nuestros
venerables hermanos de todos los lugares Patriarcas, Arzobispos, Obispos, y
nuestros amados hijos los Abades, como. todos los demás a quienes por derecho,
o por privilegio es permitido tener asiento en los concilios generales, y dar su
voto en ellos; que todos deban absolutamente concurrir y asistir a este sagrado
concilio, a no hallarse acaso legítimamente impedidos, de cuya circunstancia no
obstante estén obligados a avisar con fidedigno testimonio; o asistir a lo
menos por sus procuradores y enviados con legítimos poderes. Rogando además, y
suplicando por las entrañas de misericordia de Dios, y de nuestro señor
Jesucristo, cuya religión y verdades de fe tan gravemente se combaten ya de
todas partes, a los mencionados Emperador y rey Cristianísimo, así como a los
demás Reyes, Duques y Príncipes, cuya presencia si en algún tiempo ha sido
necesaria a la santísima fe de Jesucristo, y a la salvación de todos los
cristianos, lo es principalmente en este tiempo; que si desean ver salva la república
cristiana; si comprehenden que tienen estrecha obligación a Dios por los
grandes beneficios que de su Magestad han recibido; no abandonen la causa, ni
los intereses del mismo Dios; concurran por sí mismos a la celebración del
sagrado Concilio, en el que será en extremo provechosa su piedad y virtud para
la común utilidad y salvación suya y de los otros, así la temporal, como la
eterna. Mas si (lo que no quisiéramos) no pudieren concurrir ellos mismos, envíen
a lo menos sus Embaxadores autorizados que puedan representar en el Concilio
cada uno la persona de su Príncipe con prudencia y dignidad. Y ante todas cosas
que procuren, lo que les es sumamente fácil, que se pongan en camino, sin
tergiversación ni tardanza, para venir al Concilio, los Obispos y Prelados de
sus respectivos reynos y provincias: circunstancia que en particular es
absolutamente conforme a justicia, que el mismo Dios, y Nos alcanzemos de los
Prelados y Príncipes de Alemania; es a saber, que habiendose indicado el
Concilio principalmente por su causa y deseos, y en la misma ciudad que ellos
han pretendido; tengan todos a bien celebrarlo, y darle esplendor con su
presencia, para que mucho más bien, y con mayor comodidad se puedan quanto
antes, y del mejor modo posible, tratar en el mismo sagrado y ecuménico
Concilio, consultar, ventilar, resolver y llevar al fin deseado quantas cosas
sean necesarias a la integridad y verdad de la religión cristiana, al
restablecimiento de las buenas costumbres, a la enmienda de las malas, a la paz,
unidad y concordia de los cristianos entre sí, tanto de los Príncipes, como de
los pueblos, así como a rechazar los ímpetus con que maquinan los bárbaros e
infieles oprimir toda la cristiandad; siendo Dios quien guíe nuestras
deliberaciones, y quien lleve delante de nuestras almas la luz de su sabiduría
y verdad. Y para que lleguen estas nuestras letras, y quanto en ellas se
contiene, a noticia de todos los que deben tenerla, y ninguno de ellos pueda
alegar ignorancia, principalmente por no ser acaso libre el camino para que
lleguen a todas las personas a quienes determinadamente se deberían intimar;
queremos, y mandamos que quando acostumbra juntarse el pueblo en la basílica
Vaticana, y en la iglesia de Letrán a oír la misa, se lean públicamente, y
con voz clara por los cursores de nuestra Curia, o por algunos notarios públicos;
y leídas se fixen en las puertas de dichas iglesias, y además de estas, en las
de la cancelaria Apostólica, y en el lugar acostumbrado del campo de Flora, en
donde han de estar expuestas algún tiempo para que las lean, y lleguen a
noticia de todos; y quando las quitaren de allí, queden no obstante colocadas
sus copias en los mismos lugares. En efecto nuestra determinada voluntad es, que
todas y qualesquiera personas de las mencionadas en esta nuestra Bula, queden
tan obligadas y comprehendidas por la lectura, publicación y fixación de ella,
a los dos meses después de fixada, contados desde el día de su publicación y
fixación, como si se hubiese leído e intimado a sus propias personas. Mandamos
también, y decretamos, que se dé cierta e indubitable fe a los exemplares de
ella que estén escritos, o firmados por mano de algún notario público, y
refrendados con el sello de alguna persona Eclesiástica constituida en.
dignidad. No sea pues lícito a persona alguna quebrantar, o contradecir
temerariamente a esta nuestra Bula de indicción, aviso, convocación, estatuto,
decreto, mandamiento, precepto y ruego. Y si alguno presumiere atentarlo, sepa
que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente, y en la de sus
bienaventurados Apóstoles San Pedro y San Pablo. Dado en Roma en san Pedro, en
22 de mayo del año de la Encarnación del Señor 1542, y octavo de nuestro
Pontificado.
Notas
1. Texto castellano traducido de la edición auténtica de Roma, 1ª edición 1564 y publicado por LÓPEZ DE AYALA, I. (Ed.). El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento. Madrid : Imprenta Real, 1785].
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