Mi padre, Hernando Santos, sufrió un accidente cerebro-vascular la semana pasada. Cuando él, uno de los taurinos más reconocidos del país, libra la faena más dura de su vida, ante esos toros enormes, negros y difíciles salidos de los chiqueros del destino, mis palabras no serán las más precisas para destacar una de sus tantas facetas, que en mucho interpreta lo que es. Quiero entregar este espacio para una carta que entre lagrimas leímos y que guardé con afecto y orgullo. Escrita por una amiga de la familia, a raíz de la muerte de Manuel Piquero Pérez, 'Picas', compañero de muchas tardes taurinas de mi padre, a quien cariñosamente le decimos 'Peluso', esta carta dice mucho de lo que es él, de su valor, de sus 'locuras', de su personalidad. Fuerza, 'Peluso'. Tu hijo Francisco. Pelusito querido: Te extrañará tanto recibir una carta mía, pero estoy haciendo algo que sentí la profunda necesidad de hacer cuando, por mi mamá (la Zorrita), supe que el doctor Manolito se había muerto. Te escribo porque fuiste amigo y socio de don Carlitos, y que por la locura de ambos nació la ganadería, que con el alma rota tuve que terminar, y que al haberme visto crecer compartimos muchos recuerdos que hoy en día guardo como un tesoro, que son mi riqueza y el motor de mi pintura. Al saber que el doctor Manolito se había ido no pude menos que coger mi lápiz y escribirte con mi enredada letra de zurda. Desde que tengo memoria, mis vacaciones en la Chamba fueron siempre una mezcla de barro, calor, truenos, polvo, sequía, vacas cachonas, talanqueras que se derrumbaban, hierros calientes, vacunas que olían a orina podrida, caballos sudorosos, hamacas, jejenes, Nicanor y el doctor Manolito. Recuerdo bien su terrible odio por la lechona y los tamales con que mi mamá lo perseguía; su amor por el arrocito blanco, el cafecito con leche, el huevito tibio a las 6 de la tarde. Alérgico al agua (jamás aprendió a nadar), al trasnoche y al baile, misiá Gilma, paciente, asistía sola. A las 7 p.m., sagradamente, se acostaba y recuerdo que algunas veces, por molestarlo, nos íbamos todos con Roberto (mi hermano) y su enorme acordeón a darle serenata; la respuesta de vaso de agua por la ventana no se hacía esperar. Al día siguiente era él quien con voz destemplada nos despertaba tempranísimo a todos al son de "Estas son las mañitas...". Después de un desayuno de pajarito, salía a "hacer piernas" durante dos horas; algunas veces intenté acompañarlo. ¡Jamás conocí a alguien tan incansable!. En las primeras tientas, como bien te acordarás, (el caballo con la Pelusita encima con gorrito de madroños y vara era simplemente de adorno), desfilaban una tras otras hasta 40 o más becerras paludas y acriolladas, que no tenían la menor intención de embestir. El doctor Manolito corría en redondo con su capote desplegado detrás de la aterrada vacucha que, acosada, soltaba un bufido lleno de babaza al pasar y continuaba su carrera. El doctor Manolito detrás gritaba "Va a embestir, va a embestir". Cuando, por casualidad, un vaca se equivocaba de camino y resolvía dar dos embestidas, el doctor Manolito me cogía de los brazos como un capote (yo tenía de 5 0 6 años) y me levantaba al pasar la bicha. Eso ya no me parecía tan gracioso. En su consultorio de dentista del centro, con fresa de pedal, perdí yo mis dos muelas de los 6 años y tengo el recuerdo de una rodilla en el pecho. En eso se parecía mucho a don Carlos. Por otro lado, me acuerdo de su consulta, en una casita que él había construido en Sopó que más tarde mi papá le compró. Era una poesía. Me parece ver la gente con el "pollito, los huevitos, la lechuguita, los quesitos" haciendo fila pacientemente. A cambio de mercado, el doctor Manolito no sólo les arrancaba las muelas o les ponía una eterna gutapercha que jamás era definitiva, sino que les servía de escucha incondicional, como lo hizo con los presos de la Picota. Las excursiones por Sopó, al "Faro Romano", el Pío Nono, el cerro de las Águilas, todas a cual más de lejos y de absurdas, me fascinaban. La pesca inútil de capitán en el río Sopó en donde para contentarme yo pescaba cangrejos para desespero de mi papá. ¿Cómo olvidarme de la tienta de Fandanguero, que constituye uno de los recuerdos taurinos más bellos que tengo?. Qué cosa más importante y como todas las cosas realmente valiosas: gratis. Ese viejo semental retirado de Mondoñedo se convirtió, no entiendo bien por qué, en el remedio para tu rodilla operada por segunda o tercera vez y enyesada hasta medio muslo. No se de quien vino la idea, pero recuerdo que el doctor Manolito se fue silenciosamente y convenció a los vaqueros de traer el toro al corral. Cuando tuvimos noticia de que el toro ya había llegado y estaba encerrado en un corralito que daba a la placita (la plaza no tenía más de 22 metros, era casi una gallera), nos dispusimos a bajar. Estaba Gabrielito de La Casa y su baderillero, el Ecijano. La Pelusita, con razón, daba alaridos diciendo que se iba a divorciar, que eras padre de 8 hijos.... Tu decisión era irrevocable, tu curación estaba en esa burrada tan extraña y todos bajamos a la plaza, como dice el Chapulín, "sin creer creyendo". Todo lo que sucedió después fue como de locos. El Ecijano, al ver que la cosa iba en serio, dijo: "Vamos, bueno yo lo paro". Así que salió ese monstruo de 9 años, largo como una locomotora, con todos los kilos del mundo, reposado, con la hierba en la boca, sin picar y en un gallera; en todas partes había toro. Después de los primeros cuatro capotazos del Ecijano, saliste renqueando con una muleta diminuta, y le diste seis muletazos gloriosos a ese bondadoso y bravo gigante, ganándole terreno cada vez. Subiste al palco cubierto de polvo y de gloria, y aunque no creo que hubiera sido benéfico para tu rodilla, tu alma quedó resplandeciente. No creo haber conocido a un hombre tan valiente. Cuando Gabrielito de La Casa pudo cerrar la boca de estupor, picado en su amor propio de matador de toros, cogió la muleta y le hizo al toro una de las faenas más bellas que jamá le vi a él o a nadie. Eran las cinco y media, el toro levantaba una nube de polvo cada vez y el sol oblicuo iluminaba las figuras fantasmagóricas. En medio de un total y respetuoso silencio, solo se oía la voz de Gabriel, la respiración ronca del toro y el crujir de sus cascos sobre el polvo. Por naturales de frente nos ofreció ese espectáculo sublime hasta que el toro al rozarlo le hizo una cornada interna. Es la locura más hermosa de las que yo haya vivido y por la cual vale la pena vivir. Al doctor Manolito le fascinaban los condumios y las tientas, pero en las que podía torear... bueno ratonear. En una tienta en Mondoñedo con muchísimas personas y Curro Girón dirigiendo, todo el mundo salía y recibía su revolcón. Las niñas bonitas salían con Curro y daban un capotacito al alimón, entre los chillidos asustados de ella y los aplausos de la concurrencia. Yo tenía unos 17 años y picada resolví salir. Me prestó Curro un capote pesadísimo (los capotes y muletas de Curro son los más pesados que he visto) y me lancé sola. Tan pronto la vaca pasaba, yo, prudente, salía para la cola. Curro me gritaba: "¿Quién te enseñó a ratonear?", yo contestaba, también a los gritos: "El doctor Piquerito". ¿Quién más si no?. Alguna vez hizo un comentario genial a raíz de la proyección de una película en la cual Pepito Cáceres y Lida Zamora eran protagonistas. Dijo: "Si ala, está muy bien, sólo que los besos suenan como cañonazos y los cañonazos como besos". Al final, las cosas cambiaron mucho. Todo se volvió menos loco, más serio, más comercial, menos bello y la divina locura se acabó. El doctor Manolito se aburrió. Si embargo, jamás olvidaré que a su lado no solo aprendí a ver los toros, sino toda la filosofía que esto lleva consigo. A descubrir el lado divertido y ligero de las cosas, a quitarles peso y trascendencia a los hechos y a ser fiel a los valores profundos y eternos de la vida y de la muerte. Con todo esto quiero rendirle homenaje a la gente que contribuyó a hacer de mí lo que hoy en día soy: a ti, Pelusito loco y valeroso; a la Pelusita, a tus hijos, con quienes cazamos culebras en la quebrada; a don Carlitos que nos permitió ser lo que queríamos ser; a mi mamá, a misiá Gilma, quien con las más infinita calma trató de enseñarme a cose y llevó todas las necedades del doctor Manolito, y al doctor Manolito, persona a quien realmente quise como mi segundo padre y a quien por desgracia jamás pude decirle todo esto. Me queda el consuelo de que está desde allá arriba, con don Carlitos (mi papá), armado de una muleta de niebla, roja de sol, robándoles muletazos a escondidas a las vacas de San Miguel Arcángel, el primer gran matador de demonios. Que nos esperen, que allí iremos a ayudarles. Besos. María del Carmen Villaveces |