La gran defensa de la religión está en la mentira. La mentira es lo más vital que tiene el hombre. Con la mentira vive la religión, como viven las sociedades con sus sacerdotes y sus militares, tan inútiles, sin embargo, los unos con los otros. Esta gran Maia de la ficción sostienen todas las bambalinas de la vida, y cuando caen unas, levanta otras.
Si hubiese un disolvente para la mentira, ¡qué sorpresa no tendríamos los hombres! Casi todos los que ahora vemos derechos, rígidos, con el pecho abombado, los veríamos fláccidos, caídos y tristes.
La mentira es mucho más excitante que la verdad, casi siempre más tónica y hasta más sana. Yo lo he comprendido tarde. Por utilitarismo, por practicismo, debíamos buscar la mentira, la arbitrariedad, la limitación. Y sin embargo, no la buscamos. ¿Tendremos, sin saber, algo de héroes?
La Política
Yo he sido siempre un liberal radical, individualista y anarquista. Primero, enemigo de la Iglesia; después, del Estado; mientras estos dos grandes poderes estén en lucha, partidario del Estado contra la Iglesia; el día que el Estado prepondere, enemigo del Estado.
En la Revolución Francesa hubiera sido de los internacionalistas de Anacarsis Clootz; en el período de las luchas del liberalismo, hubiera sido carbonario.
Todo lo que tiene el liberalismo de destructor del pasado, me sugestiona; la lucha contra los prejuicios religiosos y nobiliarios, la expropiación de las comunidades, los impuestos contra la herencia, todo lo que sea pulverizar la sociedad pasada, me produce una gran alegría; en cambio, lo que el liberalismo tiene de constructor, el sufragio universal, la democaracia, el parlamentarismo, me parece ridículo y sin eficacia.
Aún hoy encuentro valor en el liberalismo en los sitios en donde tiene que ser agresivo; en los lugares en donde se le acepta como un hecho consumado, ni me interesa ni me entusiasma.
Lo que se necesita
Algunos románticos suponen que en la sociedad los únicos dignos directores del pueblo son: el militar, que defiende la tierra; el sacerdote, que aplaca las cóleras divinas e inculca la moral, y el poeta, que canta las glorias de la comunidad.
El hombre actual no quiere ya directores. Ha visto que porque un hombre lleve unos pantalones rojos o una sotana negra, o escriba frases en renglones cortos, no vale más que él, ni es más valiente que él, ni es más moral que él, ni más sentimental que él.
El hombre de hoy no quiere magos, ni hierofantes, ni misterios. El puede ser, cuando le conviene, cura, militar o guerrero. No necesita especialistas en valor, en moral o en sentimentalidad. Lo único que necesita son hombres sabios y hombres buenos.