FASCINACIÓN
RETÓRICA
Y
PENSAMIENTO MÁGICO
EN LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU
___________________________
José
Padrón G.
Tomado de Padrón, J (1996):
Tres
Críticas a las Doctrinas del Paradigma Emergente. Caracas: CIECH, USR.
Introducción
En
el cuadro de los debates epistemológicos actuales y en el terreno de la
investigación social, es notorio el auge de los trabajos ubicados en la postura
asociada al concepto de ‘Ciencias del Espíritu’ (CE, de aquí en
adelante). Dada la creciente influencia de ésta sobre investigadores e
investigaciones en el ámbito de los estudios sociales, parece obvia la
conveniencia de analizar y evaluar los posibles méritos de esa orientación
epistemológica.
En
ese contexto, resulta válido preguntarse por algunas propiedades que
caractericen sus desarrollos efectivos, es decir, que permitan no sólo
discriminarlos de otros desarrollos producidos bajo orientaciones diferentes,
sino que, sobre todo, puedan ser tomadas como base para explicar sus mecanismos
de funcionamiento en el nivel de las ejecuciones prácticas. Esto último, a su
vez, podría servir, a más largo plazo, para estimar sus posibilidades de éxito
en relación con las necesidades de producción de conocimientos que confronta
nuestra sociedad.
Dentro
del marco arriba señalado, este trabajo intenta caracterizar parcialmente aquellos
desarrollos que, en el campo de los estudios sociales, o bien se acogen
expresamente a los postulados enmarcados en el concepto general de ‘Ciencias
del Espíritu’ o bien, por
exclusión, parecen acogerse a ellos, por el solo hecho de revelar menos
divergencia con los mismos y, en cambio, abierta contradicción con los
tratamientos típicos de la ciencia normal, en sentido kuhniano.
Más
concretamente, aquí se intenta poner en evidencia dos rasgos sobresalientes de
los trabajos comúnmente desarrollados dentro de la posición asociada al
concepto de CE, rasgos que pueden ser analizados por referencia a las
nociones de ‘retórica’ y ‘magia’, tal como se sugiere en
las expresiones Fascinación Retórica y Pensamiento Mágico,
respectivamente, utilizadas en el título de este trabajo. Para ello se pretende
mostrar cómo esas dos características son consecuencia o se derivan
consistentemente de ciertos postulados básicos del mismo concepto de CE y de su
propia epistemología.
1.
Las Ciencias del Espíritu
Antes
de entrar de lleno en el análisis de las CE, conviene advertir que en este
trabajo nos estamos refiriendo exclusivamente a aquella postura que propugna una
radical separación de los estudios sociales con respecto a la ciencia en
general y que propugna un enfoque psicosociológico de los hechos de
conocimiento, excluyendo sistemáticamente toda atención a sus estructuras lógicas
internas y todo tratamiento simbólico-matemático. Decimos esto porque, tanto
dentro del enfoque ‘analítico’ (positivista y racionalista) como dentro del
enfoque ‘sociohistoricista’ de la filosofía de la ciencia, ha habido puntos
de vista integradores cuyo interés
ha sido el de congeniar los aspectos lógico-estructurales (‘internalismo’)
con los aspectos sociopsicológicos (‘externalismo’) en la producción de
conocimientos (por ejemplo, Stegmüller, 1981; Kuhn, 1976; Hempel, 1979, etc.).
Para efectos prácticos, no estamos considerando como propiamente
‘sociohistoricistas’ estas propuestas integradoras.
A
lo largo de la historia parece haber sido una constante la preocupación por
clasificar las ‘ciencias’ y por delimitar los tipos de conocimiento, desde
Aristóteles hasta los recientes intentos por fundamentar las nociones de
interdisciplinaridad, transdisciplinaridad,
etc. Sin embargo, no parece justo ubicar todas esas clasificaciones bajo
una misma intención o alcance: en efecto, muchas veces tales clasificaciones
han tenido una función instrumental y un carácter descriptivo-organizativo,
obedeciendo más bien a la necesidad de aclarar el panorama de los desarrollos y
ocupaciones científicas ante la creciente complejidad del avance entrecruzado
del conocimiento. Pero otras veces -y es el caso que nos interesa- los intentos
delimitatorios han tenido un carácter más bien normativo, en atención a la
necesidad de definir cómo se deben orientar ciertas áreas de producción de
conocimiento desde el punto de vista metodológico y de contenido. En este
sentido es célebre la tesis de la ‘Ciencia
Unificada’ del Círculo de Viena, tesis que surge, precisamente, como
reacción a la difusión que había dado Dilthey (1949) a la distinción
normativa entre “Ciencias de la Naturaleza” y “Ciencias del Espíritu”
(anteriormente, en 1838, en su Essai sur la Philosophie des Sciences, Ampère
había propuesto la distinción entre “ciencias del espíritu” o “noológicas”
y “ciencias de la naturaleza” o “cosmológicas”; Hegel, 1971:24, por su
parte, ya había también distinguido entre ciencias “del pensar”, “de la
naturaleza” y “del espíritu”).
Así,
el concepto de CE parece generarse dentro de una taxonomía de alcance
normativo, lo cual es importante, entre otras cosas porque justifica la búsqueda
de conexiones entre prescripciones epistemológico-metodológicas y rasgos lógico-lingüísticos
de los trabajos o escritos (y aún de la jerga académica) que se producen
dentro de esa orientación. Es decir, características como las de fascinación
retórica y pensamiento mágico, aquí planteadas, no sólo son
constatables a posteriori, en cualquier corpus, sino que además son previsibles
o predecibles a partir de la normativa implícita en el mismo concepto de CE.
Pero, veamos por ahora dónde radican estas implicaciones normativas.
Para
ello partamos de un esquema muy simplificado del proceso de producción de
conocimientos (Padrón, 1992), entendido como una transformación o paso desde
una cierta realidad bajo estudio (que llamaremos ‘E’, mundo Empírico
desconocido) hasta una cierta visión
cognitiva abstracta de dicha realidad (que llamaremos ‘T’, imagen Teórica
que expresa nuestro conocimiento de E). La transformación de E en T se logra en
virtud de un cierto conjunto de
operaciones (que llamaremos ‘m’, secuencia Metodológica), de tal
modo que todo el proceso de producción de conocimientos podría concebirse, en
su modo más simplificado, como una función m que proyecta valores de E
en valores de T:
m:E®T
La
manera en que cada quien conciba la naturaleza, rasgos, alcances e
interrelaciones de cada uno de estos tres componentes estructurales nos dirá,
también esquemáticamente, el tipo de epistemología a la que se adhiere. Además,
el uso de este esquema para el análisis de una epistemología cualquiera
permitiría organizar los datos del análisis de un modo simple y elemental.
Intentaremos, pues, describir las CE en términos de esos tres componentes que
estructuran los procesos de producción de conocimientos, limitándonos
solamente a aquellos rasgos que más interesan para este papel de trabajo y sin
pretender de ninguna manera una caracterización exhaustiva de las CE.
1.1.
Los productos o resultados de la
producción de conocimiento (el componente ‘T’) en las Ciencias del Espíritu).
En
las CE el resultado de las investigaciones no es ya una representación de
relaciones entre hechos sino lo que podríamos considerar como un estado psicológico
de captación de cosas (‘comprensión de esencias’). Mientras la investigación
convencional (típica de la ciencia normal y ajena a las CE) termina en un
esquema que explica cierta interdependencia de unos hechos con respecto a otros,
la investigación de las CE termina en una especie de visión interna impregnada
de una nueva aprehensión de la realidad. Podría decirse que, mientras en la
investigación convencional tiene lugar una producción lingüística de
representaciones cognitivas (o sea, una ‘semiosis’, en el sentido de Peirce),
en cambio en la investigación de las CE tiene lugar una producción de estados
de conciencia (una “autognosis”, en palabras del mismo Dilthey).
Efectivamente, en las CE priva una orientación psicológica y un énfasis en
los espacios de ‘conciencia’ y en la ‘vida anímica’, según una línea
de pensamiento que parece comenzar directamente con Hegel y de la cual Dilthey y
Husserl han sido los máximos exponentes.
Dilthey
(1960:193,344) habla de “autognosis”, en cuanto “conocimiento de ciertas
condiciones de la conciencia” y caracteriza los productos del conocimiento del
hombre “nunca como conceptos universalmente válidos, sino siempre como
experiencias vivas, que brotan de la profundidad de su esencia entera”.
Husserl,
por su parte, discípulo de Brentano (autor de la doctrina de la intencionalidad
y del concepto de “Psicognosis”), destacó el interés prioritario por una
filosofía de la psicología y por la definición de los actos de conciencia, a
los cuales concibió como “vivencia intencional”. Es célebre su noción de
“fenomenología” como verdadera “filosofía primera”, basada en la
primacía de los actos de conciencia y de sus objetos. Destacando que estos
‘fenómenos’ de conciencia son, según él, susceptibles de ser
“intuidos”, encabezó la tesis de que la “intuición de las esencias”,
en cuanto “unidades ideales de significación”, constituye la plataforma de
la “Fenomenología” (véase al respecto la interpretación de Ayer,
1983:242-245).
1.2.
Los objetos de atención o de estudio en la producción de conocimientos (el
componente ‘E’) en las Ciencias del Espíritu.
En
las CE los objetos de conocimiento -aquéllos que constituyen el centro de
atención de los procesos investigativos- son espacios de conciencia y no
realidades externas al sujeto. En principio, y según esto, una realidad x
cualquiera, en tanto entidad que se manifiesta a través de olores, colores,
forma, peso, etc., no sería sólo por eso un objeto de conocimiento para las
CE. Lo sería en cambio en la medida en que pueda ser aprehendido en términos
de un ‘fenómeno’ de conciencia, es decir, en la medida en que sea capaz de
‘aparecer’ significativamente en el espacio de la interioridad del sujeto.
En otras palabras, x no valdría nada, como objeto de estudio, mientras sólo se
mantenga en la esfera de las exterioridades y mientras no salte desde allí
hasta la esfera de las interioridades subjetivas donde, filtrada a través de la
conciencia, podría convertirse en objeto de ‘intuición’ o ‘introspección’
(un libro no es un libro hasta que no haya alguien que lo lea).
Recordemos
a este respecto el “esse est percipi” del obispo Berkeley (existir
consiste en ser percibido), no sólo porque dicho enunciado parece ser una
implicación inevitable en el enfoque ‘interiorista’ antes reseñado, sino
además porque se asocia, también en el caso de Berkeley (y no por casualidad),
a una radical impugnación del conocimiento científico convencional, aquél que
toma como objetos de estudio las realidades exteriores e independientes del
sujeto (aún cuando sólo lo sean en un plano intersubjetivo y no estrictamente
objetivo). En efecto, Berkeley sólo
cree en la actividad anímica y no en la materia, por lo cual se declara
enemigo, en su época, de las teorías de Newton y Leibnitz (gravitación, cálculo
infinitesimal), alegando que hay que “aprender
a comprender el lenguaje del Creador y no pretender explicarlo todo por
causas corporales” (en Rosenthal/Iudin, 1981:44). Este recordatorio o asociación
nos permite vislumbrar con cierta claridad el objeto típico de las
investigaciones en las CE: en primer lugar, se trata de ‘fenómenos’ que sólo
adquieren sentido problemático e interés indagativo (o sea, que sólo
adquieren carácter de ‘realidades’ cognoscibles) mientras puedan ser
analizados en términos de datos de conciencia individual, de entidades
interiorizables o, simplemente, de vivencias y experiencias personalizadas. En
segundo lugar, se trata de ‘fenómenos’ significativamente diferentes a los
que suele atender la ciencia convencional (la cual es reduccionista, interesada
en el poder o ideologizada, indiferente
a la condición humana, instrumentalizante, mecanicista, alienadora, etc.), en
el sentido de que las perspectivas del espíritu o la conciencia son superiores
y específicamente competentes con respecto a las perspectivas de la razón y de
la constatación sensorial.
En
este esquema de pensamiento, Dilthey sostiene que el objeto de indagación debería
ser la “esencia de la vida natural y del espíritu”, partiendo del análisis
de la conciencia (en Rosental/Iudin, p.123). De ese modo, la “autognosis se
convierte, de aprehensión de lo psíquico-espiritual, en fundamento del
conocimiento filosófico sistemático” (en Ferrater, 1986
: 118).
Según
Husserl (1962), la fenomenología no se ocupa de hechos (ya que, precisamente,
las cuestiones fácticas o experienciales quedan “suspendidas” o “puestas
entre paréntesis”), sino de “esencias”, mediante un proceso de aprehensión
de lo dado tal como se presenta ante la intuición. Así, lo que se capta o se
“comprende” no es propiamente la “realidad”, sino el trasfondo mismo de
todas las realidades, incluso aquéllas que son “ideales” (o “idealidades”).
Su “filosofía primera” no tiene que ocuparse ni de la Naturaleza ni de los
hechos psíquicos en cuanto objetos reales, sino de las significaciones, que es
el reino de las “esencias”, en el sentido ya explicado, y que abarca todo el
espacio posible del conocimiento humano, ya que el mismo estudio de la
naturaleza y de los hechos reales sólo tiene sentido por referencia al “Espíritu”
(véanse referencias generales en Ferrater, 1986).
1.3.
Los métodos, instrumentaciones y operaciones en la producción de conocimientos
(el componente ‘m’) en las Ciencias del Espíritu.
En
las CE no parecen darse operaciones metodológicas desencubiertas o a la vista,
en el sentido de que puedan repetirse siempre de la misma manera o de que puedan
ser observadas por terceros. Más que operaciones intelectuales o
instrumentales, parecen ser operaciones del ‘espíritu’ o del ánimo o, en
todo caso, operaciones in pectore, es decir, intransmisibles e inefables,
lo cual recuerda aquella famosa respuesta de San Agustín a la pregunta de qué
es el tiempo: “¿Qué es él (el tiempo) en sí? Cuando nadie me lo pregunta,
lo sé; pero si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé”
(Confesiones, Libro XI, Cap. XIV, N’ 2).
En este sentido, Seiffert (1977) explica que
Los
enunciados fenomenológicos descansan siempre en experiencias personales de la
vida por parte del autor en el ámbito al que él se refiere. Por tanto, la
instancia para la comprobación intersubjetiva de enunciados fenomenológicos no
es un procedimiento empírico (...), sino el asentimiento del lector
experimentado y competente en una impresión «sí, es así». Tal lector
competente comprueba, pues, hermenéuticamente la contundencia de lo dicho en su
propia experiencia de vida; él examina el texto bajo el punto de vista de si
reproduce o interpreta adecuadamente esta experiencia
(p. 241).
La
auténtica fortaleza del método fenomenológico está en el «nivel individual»
de los que lo aplican (amplitud de experiencia o de inteligencia o ambas cosas a
la vez). Radica en el carácter de una «ciencia de la vida» que ella no puede
renunciar a este momento (sic); pues de otro modo perder sin necesidad un tesoro
de experiencias interpretables de la vida, las cuales pueden contribuir mucho al
esclarecimiento de la vida, aún cuando no sean estandardizables ni,
por tanto, accesibles a cualquier investigador social
(Subrayado nuestro). (p. 243-244).
El
mismo Adorno (1976: 9) había dicho que,
ya
que la dialéctica no es un método independiente de su objeto, la misma no
puede, a diferencia del sistema deductivo, ser representada en sí misma. No
accede al criterio de definición porque, en cambio, ella critica ese criterio
mismo.
Dilthey
(1944) habla de las ‘vivencias inmediatas del yo’ y las define así:
Vivencia
es, en primer lugar, la unidad de actitud y contenido. Mi actitud perceptiva,
junto con su relación con el objeto, es una vivencia, lo mismo que mi
sentimiento por algo o mi voluntad para algo. La vivencia tiene siempre certeza
de sí misma.
Afirma
también que
los
hechos espirituales no nos son dados, como los procesos naturales, a través de
un andamiaje conceptual, sino de un modo real, inmediato y completo. Son
aprehendidos en toda su realidad. Esta aprehensión es una autognosis, una
capturadel objeto distinta de la que tiene lugar en el acto de la comprensión
inmediata de la interioridad cuando se agregan elementos ajenos a ella.
Deberíamos,
entonces, según esto, describir la metodología de las CE como un acto
eminentemente voluntarista, en el que se incluyen las ‘actitudes’,
‘sentimientos’ y ‘voluntad’ hacia el objeto de estudio. Quedarían
así asociados ‘entendimiento’ y ‘ánimo’ o ‘conocimiento’ y
‘apasionamiento’, cosa que luego llevaría, a su vez, a la imposibilidad de
separar ‘gnoseología’ de ‘axiología’ y ‘juicios de razón’ de
‘juicios de valor’ (tal como observa Popper, 1992). A este respecto es
ilustrativa la siguiente observación de Mark Kac (1987) en su autobiografía:
En
ciencias, al igual que en otros terrenos de la actividad humana, hay dos clases
de genios: los ordinarios y los mágicos. Un genio ordinario es alguien al que
usted y yo habríamos podido igualar si hubiéramos sido varias veces mejores.
No hay ningún misterio sobre la manera de trabajar de su intelecto. Una vez
comprendido lo que ha hecho, nosotros seríamos capaces de hacerlo. Es diferente
con los mágicos. Están, utilizando la jerga matemática, en nuestro
complementario ortogonal y la forma en que su espíritu trabaja es a todas luces
incomprensible. Incluso después de haber comprendido lo que han hecho, el
procedimiento por el que lo han realizado queda completamente oculto. Raras
veces o nunca tienen alumnos porque no pueden tener émulos y debe ser
terriblemente frustrante para un espíritu joven y brillante medirse
con los caminos misteriosos por los que atraviesa el cerebro de un mago.
(p. XXV).
Otra
noción metodológica general es la de ‘intuición’. Independientemente del
múltiple manejo que desde Plotino y los escolásticos hasta Kant y los actuales
lógicos y matemáticos ha tenido este término, en las CE resulta importante en
cuanto método de aproximación directa al objeto, sin mediación de otros
conocimientos ni de otras experiencias ni de otros sujetos y aún sin mediación
de las mismas apariencias empíricas o singulares que rodean al objeto. Con esta
noción salta una vez más a la vista, entre otras cosas que por ahora omitimos,
la inexistencia o, al menos, la incomunicabilidad de secuencias o rutinas
operativas en la producción de conocimientos, ya que el mismo concepto de
‘conocimiento directo e inmediato’ contradice la definición de ‘método’.
En consecuencia, quedaría eliminada la clásica idea de contexto de
justificación, lo que significaría que el investigador queda eximido de
rendir cuentas de los pasos de su propia actividad.
2.
Fascinación retórica y Ciencias del Espíritu
En
este trabajo el término Retórica no se utiliza únicamente en un cierto
sentido clásico de arte de la argumentación
ni de persuasión mediante el discurso. Más allá, se refiere
también a la predilección por las palabras en sí mismas, en
cuanto recurso dotado de posibilidades propias e independientes del
significado referencial (más adelante llegaremos a una descripción
menos ambigua). Por eso se eligió aquí la expresión «Fascinación Retórica»,
para significar, por un lado, una intersección
entre poética y retórica,
propiamente dicha, y, por otro, un carácter de tendencia variable.
La
característica más general de la fascinación retórica es su proyección
hacia el ámbito anímico o hacia la esfera emocional en atención a una especie
de deleite de la construcción lingüística. Se busca impactar el ánimo
y ganar actitudes, pero no sólo a
través de la apelación a los mundos vivenciales o emotivos, sino también a
través de las posibilidades estéticas de la palabra en sí misma. Para
profundizar en el sentido de la fascinación retórica, conviene establecer
algunos puntos de referencia.
Un
primer punto de referencia está en el concepto general de ‘significado
elemental’ o ‘significado básico’ de las expresiones lingüísticas.
Barthes (1973)
utilizó la expresión “Grado Cero” para
referirse al mínimo nivel de elaboración de un texto, tal que sea capaz de
producir un determinado significado, suponiendo que, por encima de ese grado
cero, el texto es susceptible de ser revestido con mecanismos lingüísticos que
ya no añaden mucho al significado básico, pero que cumplen funciones estéticas
y psicológicas. Moles (1976), por ejemplo, desde la perspectiva de las teorías
de la información, distingue entre “información semántica” e “información
estética”, precisando que
La
Información Semántica es traducible con exactitud
a una lengua extranjera, por ejemplo,
ya que posee características propias, símbolos y leyes pertenecientes a
una lógica universal común a todas las lenguas; de manera más general, puede
decirse que es
conmutable de un canal al otro: la
misma cantidad de información puede transmitirse a un individuo mediante
el canal escrito, la palabra, la
radio o la imagen (una orden militar, un esquema de conexiones eléctricas, las
instrucciones en caso de incendio, una partitura musical, etc.). La información
semántica tiene, pues, en general, un carácter puramente utilitario, pero
sobre todo lógico, adhiriéndose al acto y a la significación, al
estadio del lenguaje que
obedece a las leyes de la lógica
universal: es una logística por cuanto sus
reglas, sus símbolos, son aceptados universalmente por
todos los receptores del mensaje.
La
Información Estética (es, en cambio,) intraducible y se refiere, en vez
de a un repertorio universal, al
repertorio de conocimientos comunes a emisor y receptor (...) y determina, en
realidad, estados interiores de los que sólo son objetivamente
criticables sus repercusiones, al menos en
los casos típicos. (Pp. 217-219).
Desde
la perspectiva de las teorías lingüísticas de la traducción, y en relación
con el concepto de ‘límites de la traducibilidad’, se puede hacer
referencia a esta misma distinción mediante los conceptos de ‘traducción’
y ‘transferencia’, considerando que la información semántica es
‘traducible’, mientras que la información estética es sólo
‘transferible’, bajo ciertas condiciones (se habla, además, de
traducibilidad ‘lingüística’ y traducibilidad ‘cultural’; así, por
ejemplo, Catford, 1970:164: “Lo que parece ser un problema totalmente
diferente surge cuando un rasgo situacional, funcionalmente relevante para el
texto LO -o lenguaje original- no existe en la cultura de la que LT
-o lenguaje traducido- es parte”).
Desde
la perspectiva de las teorías lógico-lingüísticas, es célebre la distinción
de Frege (1971) entre “Referencia” y “Sentido”: dos expresiones como,
por ejemplo, el lucero vespertino
y el lucero del alba tienen una misma ‘referencia’, pero distinto
‘sentido’. Más corriente aún es la antigua diferencia entre ‘Denotación’
y ‘Connotación’: lo ‘denotativo’ corresponde al significado primario
original de las expresiones, desde un punto de vista universalmente
intersubjetivo e independiente de las variaciones situacionales (lo que arriba
vimos como ‘información semántica’); lo ‘connotativo’, en cambio, corresponde
a los efectos o resonancias de
‘sentido’, a los significados secundarios que actúan por encima del
‘grado cero’ y que funcionan como matizadores o filtros estético-psicológicos
dependientes de una cierta situación contextual (y que, por tanto, sólo son
entendibles si se conocen las presuposiciones típicas de dicha situación).
En
esta misma perspectiva es también conocida, y particularmente útil, la
distinción de Bühler (1967)
entre las siguientes funciones del lenguaje: la
“representativa”, orientada a informar, describir y explicar; la
“apelativa”, orientada a producir efectos de acción en el oyente; y la
“expresiva”, orientada a manifestar las vivencias internas del hablante.
Así,
pues, el concepto de ‘Fascinación Retórica’ puede entenderse en relación
con los anteriores puntos de referencia. Se trata de una tendencia a saltar
desde el plano denotativo hacia el plano connotativo del discurso, desde el
plano de la información semántica hacia el de la información estética, de
los significados referenciales a los efectos de sentido y desde la función
representativa hasta las funciones
apelativa y expresiva. Dado que se trata de una tendencia a saltar de uno a otro
plano, en los trabajos producidos dentro de las CE habrá casos extremos en que
el plano denotativo o referencial es escasamente mantenido, mientras que el
plano retórico es permanentemente trabajado;
habrá también otros casos en que los saltos de uno a otro plano son
menos notorios o frecuentes. Los casos fuertes de texto
retórico parecen obedecer a
aquella descripción de Popper (1992:86):
La
receta es: tautologías y trivialidades aderezadas con paradójicos absurdos.
Otra receta es: póngase a escribir cualquier pomposidad escasamente
comprensible y añada trivialidades de vez en cuando. Esto lo disfrutará aquel
lector que se sienta halagado por encontrar en un libro tan ‘profundo’ las
ideas que él ya había tenido
alguna vez.
He
aquí un ejemplo, tomado de una “Terminología Científico-Social”, en que
se intentan definir los conceptos (matemáticos, por cierto) de ‘finito’,
‘infinito’ y ‘transfinito’ (en Reyes, 1988: 422):
El
pensar de la transfinitud es un pensar
de reconciliación que abandonando el sueño -pesadilla- de
las totalidades (...) asume la belleza de una tragicidad sagrada: ese
luminoso temor de los seres emergiendo un segundo -un eterno- antes de
desaparecer. Esa alteridad del diferir sin fin en que se estremece lo mismo sin ser nunca aún.
Esa gracia gratuita de lo
que brota y se oculta en quiebras de plenitud, en destellos de persistencia y
variación rumorosa... muriendo en resurrecciones multidimensionales, sin
necesidad de cambiar de mundo. Esa
complejidad caleidoscópica de las implicaciones mágicas, de las razones
danzando transparencias diamantinas... esas geometrías, esas arquitecturas
musicales... ligereza grávida... risa... Somos en el vértice abismático de un despliegue de belleza:
el de los concretos inagotables del ser, del tiempo.
El siguiente es otro ejemplo, bastante menos retórico-estético que el
que se acaba de transcribir, pero donde igualmente se nota el deleite en las
palabras (el fragmento está tomado de una disertación titulada “la crisis de
la postmodernidad”, precisamente uno de los temas preferidos dentro del actual
desarrollo de las CE):
Finalmente,
nos encontraríamos en una situación en la que se carece de fundamento para
todo, tanto para el “más allá” como para el “más acá”. Es el
comienzo de una crisis profunda, insoportable y en la que cada parcela del mundo
puede ser considerada como lugar suficiente, paso provisional que en la misma
provisionalidad se agota.
(…)
El
posmoderno rompe, realmente, con el lazo invisible y poderoso que hasta el
momento seguía atando la metafísica teológica. Por eso no quiere llenar vacío
alguno. Por eso no busca un terreno firme, una epistemología que le sitúe en
una zona desde donde, recostado, pueda entender el mundo. Esté a gusto o no,
acepta ese destino. Sólo desde el reconocimiento de una nada real puede
relativizar sus ideas y acciones y entender a los otros como seres, que al
relativizar recíprocamente sus ideas y opciones, no coinciden con las suyas. Se
entiende, por eso, en la diferencia.
(En
Reyes, 1988: 644, 645)
En general, podemos decir que la fascinación retórica cumple una
doble función: primero, la de persuadir, pero no por la vía de las
argumentaciones o razonamientos, sino por la vía de las emociones, vivencias y
estados anímicos; la segunda función es la de crear sensaciones estéticas o
de deleite (con lo cual se sugiere una notoria intersección entre poética y
retórica). Aunque la segunda de estas funciones suele estar, a su vez, al
servicio de la primera, ambas en general remiten no a la esfera del intelecto o
de la cognición, sino a la esfera del ánimo, del apasionamiento. Según Cicerón
(calcando a Aristóteles), las
funciones de la Retórica consisten en “docere”, “delectare” y “movere”.
Racine, en su prefacio a Berenice, privilegia estas dos últimas cuando dice:
“La regla principal consiste en agradar y en conmover. Las demás no están
hechas más que para llegar a la primera” (ver Colin, 1985
: 337).
En
este mismo sentido se orienta la siguiente observación de Aristóteles en su Poética,
(versión de Emecé, Buenos Aires, p.
74):
El
temor y la misericordia pueden producirse por efectos del espectáculo, como
también provenir de la misma composición de las acciones, lo cual es sin duda
preferible y propio de un mejor poeta. La fábula debe estar compuesta de tal
modo que quien escucha el relato de las acciones que se producen, aún sin
verlas, se estremezca y sienta conmiseración por lo que sucede.
Y,
más adelante (ib. p. 88): “El arte
de la Poesía es, pues, propio de los que se encuentran exaltados o de los
ingeniosos; éstos son aptos para
imaginar; aquéllos, propensos al éxtasis poético”.
Ahora bien, ¿en qué sentido podemos decir que el concepto de Fascinación
Retórica es consistente con los postulados básicos de las CE o que de estos
postulados se deriva lógicamente una actitud y una práctica orientadas a la
fascinación retórica?
En
primer lugar, por el hecho de que en las CE se privilegian los estados
vivenciales, anímicos, y no los estados cognitivos o intelectuales (recuérdese
la cita de Dilthey, arriba), del mismo modo en que la fascinación retórica se
orienta a la esfera de la sensibilidad y no a la de las argumentaciones o
razonamientos.
En segundo lugar, porque, como se vio arriba, los objetos de estudio de
las CE no son las realidades externas sino las interioridades del sujeto, del
mismo modo en que la fascinación retórica desecha los planos denotativos
(referenciales, o sea, adscritos a la realidad externa) o los niveles semánticos,
para centrarse en los niveles estéticos, connotativos o de sentido:
dado que el interés básico de las CE está en la propia conciencia individual
(autognosis, psicognosis, captación de las esencias, idealidades, etc.) y no en
los hechos materiales, consecuentemente su lenguaje específico se orientará
también hacia las formas interpretativas o de sentido y no hacia las formas
referenciales o denotativas, lo que antes se mencionó como información semántica.
En tercer lugar, la fascinación retórica es consistente con los
postulados de las CE porque éstas, al afirmar la inefabilidad de sus métodos u
operaciones de descubrimiento, al negarse a una explicación inequívoca de sus
procedimientos de búsqueda (al rechazar todo contexto de justificación),
se ven obligadas, consecuentemente, y como se dijo arriba, “a saltar desde el
plano denotativo hacia el plano connotativo del discurso, desde el plano de la
información semántica hacia el de la información estética, de los
significados referenciales a los efectos de sentido y desde la función
representativa hasta las funciones
apelativa y expresiva”.
No es pues casual el que ‘fascinación retórica’ y CE vayan
indisolublemente vinculadas entre sí. Se trata de un nexo lógico entre sus
postulados conceptuales y los lenguajes en que tales postulados pueden ser
llevados a la práctica.
3.
Pensamiento mágico y Ciencias del Espíritu
En
general, el pensamiento mágico consiste en transitar injustificadamente entre
el plano de lo que se concibe, se percibe o se siente y el plano de lo que es o
de lo que ocurre efectivamente en el mundo físico. Se trata, en un cierto
sentido, de una contradicción al famoso refrán “del dicho al hecho hay mucho
trecho”, especialmente si cambiamos lo “dicho” por lo “pensado”, lo
“imaginado”, lo “percibido” o lo “sentido”.
San
Anselmo, uno de los Padres de la Iglesia, que vivió en el siglo XI, místico y
defensor de los estados de conciencia por encima de los estados de cognición,
elaboró, en el capítulo 2 de su Proslogium lo que se llamó la
“prueba ontológica de la existencia de Dios”, que es una de las mejores
muestras del tránsito injustificado entre la esfera de los pensamientos y la
esfera de los hechos:
Ciertamente,
no puede encontrase sólo en el entendimiento aquello con respecto a lo cual no
pueda pensarse algo mayor. Si se encontrara sólo en el
entendimiento, se podría pensar
que estuviera además en la realidad y, por tanto, que fuera mayor. Si, por
tanto, aquello mayor del cual no es posible pensar otro se encontrara sólo en
el entendimiento, aquello de lo cual no puede pensarse otro mayor sería algo de
lo que se puede pensar una cosa mayor. Pero esto es, ciertamente, imposible. Por
lo tanto, es indudable que aquello de lo cual no puede pensarse algo superior
existe tanto en el entendimiento como en la realidad.
Dicho de modo más breve: Dios es aquel Ser mayor del cual no podemos
pensar otro; si este Ser no existiera, ya no sería aquél ser mayor del cual no
es posible pensar otro (puesto que carecería de existencia); es decir, cabría
entonces pensar otro ser aún más perfecto, dotado de existencia. Por tanto,
Dios existe efectivamente.
Dentro de esa definición en círculo, salta a la vista el tránsito ilícito
entre el plano de lo que se piensa y el plano de lo que ocurre. A partir de las
premisas i) y ii):
i)
imagino (o pienso) a un ser mayor que cualquier otro ser posible
ii)
un ser mayor que cualquier otro debe estar dotado de existencia,
la
única conclusión válida es algo así como imagino que existe un ser de ese
tipo o cualquier otra proposición encabezada por el funtor epistémico ‘imagino’
o ‘pienso’ (que es el funtor de la primera premisa),
pero jamás es válida una conclusión que salga fuera de los alcances de
ese funtor para convertirse en una proposición referencial sobre el mundo
externo, tal como existe ese tipo de ser (que es precisamente la conclusión
de San Anselmo).
Pasar
del plano de lo que se piensa al de lo que ocurre, sin validar ese tránsito,
viene a ser un caso análogo, mutatis mutandis, al de la “función
imaginativa” en la primera de las fases de desarrollo psicolingüístico (Halliday,
1975
) o al de la etapa preoperatoria piagetiana, en
que el niño confunde el signo o la idea con la realidad equivalente.
Y
es en este sentido en que el pensamiento mágico se diferencia de las conjeturas
y de las teorías, que también constituyen un tránsito entre lo que se piensa
y lo que ocurre en la realidad. Mientras las conjeturas y las teorías tienen
carácter de tentativa, se guían por ensayo y error y se someten a prueba o
justificación canónica, en el pensamiento mágico ese tránsito entre ambos
planos es gratuito, espontáneo, inmediato y opera dentro del deslizamiento de
una lógica epistémica a una lógica referencial (o básica).
Aquí el salto de uno a otro plano es efectivo, definitivo e independiente de
prueba, mientras que en la conjetura y en las teorías depende de su
comportamiento dentro de un esquema
refutativo condicional (p® q,
donde se trata de encontrar Øq para falsear p) y
dentro de una secuencia explícita (claramente comunicable o transmisible) de
operaciones de validación.
En
sus estructuras aparentes o superficiales, el pensamiento mágico tiene, por lo
menos, una versión positiva y otra negativa, siempre en un tránsito de lo
subjetivo a lo objetivo. Positivamente, el deslizamiento ocurre desde una
construcción de pensamiento, pasando a menudo por una construcción de
lenguaje, hasta la convicción de que es real, es decir, una entidad mental y/o
una entidad lingüística generan una entidad factual, en una particular
modalidad de modus ponens (nótese que no discutimos si esa entidad
factual existe realmente, o sea, no se trata sólo de la oposición
idealismo/realismo; lo que se quiere hacer notar es la gratuidad o independencia
de prueba, la espontaneidad y la inmediatez en ese deslizamiento de lo subjetivo
a lo objetivo). Ejemplos ilustrativos, además del citado caso de San Anselmo,
son los casos de “Autoinstrucción”, “Autoaprendizaje” y “Aprender a
Aprender”, construcciones lingüísticas cuya invalidez y contradictoriedad
interna han sido demostradas (ver Padrón, 1995
: 12-13, y Padrón, 1996
: 208-209), pero que en ciertos medios académicos
de las Ciencias Sociales siguen siendo gratuitamente consideradas como
correlativas a entidades reales.
En
su versión negativa, siempre en un tránsito gratuito y espontáneo desde lo
subjetivo hasta lo objetivo, el pensamiento mágico maneja un deslizamiento
desde la no percepción de lo factual hacia su correlativa negación en el plano
conceptual. Mientras la versión positiva pasa de una afirmación epistémica a
una afirmación ontológica, la versión negativa pasa de una negación epistémica
a una negación ontológica, en una particular modalidad de modus tollens.
Aparte
de la clásica metáfora del avestruz (con su cabeza metida en el hueco, una vez
que deja de ver a sus perseguidores, concluye que éstos no existen) y aparte de
la ya citada expresión “un libro no es un libro hasta que no haya alguien que
lo lea”, una de las mejores ilustraciones, tanto del pensamiento mágico
negativo como de sus diferencias con el positivo, nos la ofrece el poeta Antonio
Machado (“Proverbios y Cantares”, en Nuevas Canciones), quien
agudamente se da cuenta de que
El
ojo que ves no es
ojo
porque tú lo veas:
es
ojo porque te ve.
(…)
En
mi soledad
he
visto cosas muy claras,
que
no son verdad.
En
realidad, ambas versiones parecen generarse a partir de la excesiva preferencia
por el punto de vista del yo, no sólo frente al punto de vista del objeto, sino
sobre todo frente al punto de vista de los otros (lo intersubjetivo). Para el
pensamiento mágico es más importante el sujeto que los objetos. Incluso, el
mundo de los objetos queda supeditado a las condiciones del sujeto (éste pone o
quita, afirma o niega, siempre transitando gratuitamente desde lo mental hasta
lo fáctico). Y, dado que los demás posibles sujetos (sus congéneres) llegan a
constituir también fuentes de percepción y conocimiento, entonces también éstos
desaparecen en cuanto sujetos alternativos, convirtiéndose así en
objetos, supeditados a las mismas condiciones de percepción que el sujeto
establece para el mundo de los objetos. Pasa entonces a ser ya el sujeto único,
conforme a los mismos rasgos de egocentrismo que atribuye Piaget a la etapa
preoperatoria. Es por eso que el pensamiento mágico niega, en última
instancia, al sujeto alternativo. En efecto, si esse est percipi,
si un libro no es un libro hasta que no haya alguien que lo lea y si el
ojo que ves es ojo porque lo ves y no porque te ve, entonces también, del
mismo modo, nadie habla mientras yo no escuche ni los demás existen por sí
mismos, sino en la medida en que existan para mí.
Además
de la preeminencia del yo, otro factor a partir del cual suelen generarse las
dos versiones del pensamiento mágico es el lenguaje. En general para todos los
humanos, tal como quedó formulado en la célebre hipótesis Sapir-Whorf, mente
y palabra interactúan con respecto a un efecto significativo sobre la descripción
de la realidad, de modo que:
Segmentamos
la naturaleza en esquemas trazados por nuestras lenguas maternas. Las categorías
y divisiones que aislamos del mundo de los fenómenos no las encontramos porque
ellas estén de hecho ante cada observador; al contrario, el mundo se nos
presenta en un flujo caleidoscópico de impresiones que tienen que ser
organizadas por nuestras mentes, en lo cual intervienen ampliamente
los sistemas lingüísticos de nuestras mentes. Segmentamos la
naturaleza, la organizamos en conceptos y, a medida que lo hacemos, les vamos
adscribiendo significaciones, en gran medida porque hemos llegado al acuerdo de
organizarla de ese modo, acuerdo que cohesiona nuestra comunidad de lenguaje y
que se codifica en los patrones de nuestro lenguaje. Tal acuerdo es, desde
luego, tácito e implícito, pero sus términos son absolutamente obligatorios;
no podemos hablar en absoluto, sino suscribiéndonos a la organización y
clasificación de los datos tal como se estipula en ese acuerdo. (Whorf,
1956
: 213-214, traducción nuestra).
Esta
hipótesis, generalmente admitida hoy en día aunque sólo sea en formas menos
fuertes, alude a lo que se ha llamado relativismo lingüístico, en el
sentido de que las posibilidades de una percepción estrictamente objetiva del
mundo circundante tienden a decrecer en virtud de la mediación de las
estructuras de lenguaje. Sin embargo, hay otros dos hechos que compensan este
relativismo, frenando sus efectos de tipo Torre de Babel: uno es la
existencia de universales lingüísticos (ver, por ejemplo, Chomsky, 1968
), es decir, de estructuras comunes a todo ser
humano (de carácter innato, según muchos), tales que hacen posible, entre
otras cosas, el aprendizaje rápido y fácil de una lengua por cualquier niño o
adulto y tales que explican la existencia de elementos comunes en todas las
lenguas, incluso aquéllas que puedan haber estado segregadas de cualesquiera
otras lenguas y de cualesquiera otras culturas (el caso de las relaciones entre
el inglés y el navaho es uno de los más ilustrativos). El otro hecho
equilibrador de ese relativismo lingüístico es el esfuerzo que realiza el ser
humano por superar las barreras que el lenguaje pueda interponer entre las
estructuras del mundo externo y los procesos de percepción y representación
del mismo. Una primera clase de ejemplos de este esfuerzo está en la historia
de la ciencia y de los lenguajes científicos, especialmente en lo que concierne
a análisis, instrumentación, observación, control de datos, etc. Otra clase
de ejemplos está en la historia de la búsqueda de identidades grupales
(locales, regionales, nacionales, continentales…), de cohesión de grupos y
colectividades, especialmente en lo que atañe a formas de acuerdo, negociación,
solución de conflictos e incompatibilidades, etc. Dice Bross (1973: 213-221):
Ha
llevado cientos de años y millones de disecciones construir una imagen
detallada de la estructura del cuerpo humano, tal que permita al cirujano saber
dónde cortar. Se ha desarrollado un sublenguaje altamente especializado sólo
para describir esta estructura. El cirujano tiene que aprender esta jerga de
anatomía antes de que se le puedan transmitir efectivamente los respectivos
hechos anatómicos. De ese modo, subyacente a la «acción effectiva» del
cirujano, hay un «lenguaje efectivo». (Traducción
nuestra).
Pues
bien, pareciera que el pensamiento mágico estuviera más orientado al
relativismo lingüístico que a estos otros dos factores de compensación que se
acaban de exponer. Pareciera ser especialmente sensible a la incidencia de las
estructuras de lenguaje sobre las estructuras de pensamiento, a despecho de las
formas lingüísticas universales y, sobre todo, a despecho de la actividad
inquisitiva y analítica que está basada en la razón socializada.
Tal
vez ésa es la explicación de la correspondencia significativa que se puede
observar entre pensamiento mágico y lenguaje individualizado, con las mismas
características de la fascinación retórica. En efecto, ésta se
caracteriza por su escaso o nulo alcance intersubjetivo y, en cambio, por su
alto grado de vinculación al ‘autor’, a la singularidad de visión y a la
libertad subjetiva. En circunstancias normales, nadie suele preguntarse, por
ejemplo, quién es el autor de un instructivo o manual de uso de un equipo; pero
las piezas retóricas, en cambio, resultan prácticamente incomprensibles si no
se relacionan con su autor. Como dijo François Jacob:
El
autor de una obra es único, irreemplazable. El de un descubrimiento,
intercambiable. Sin Flaubert no existiría Madame Bovary. Sin Mozart tampoco La
Flauta Mágica. Por el contrario, si un descubrimiento no hubiera sido hecho por
el profesor A, lo hubiera sido por el doctor B. Hasta por C o incluso por D. (Citado
por Brezinski, 1993: 21
).
Así,
pues, el pensamiento mágico y la fascinación retórica parecen totalmente
consistentes entre sí. Al excluir al sujeto alternativo y magnificar al sujeto
único, se excluyen también los lenguajes socializados y se enfatizan los
lenguajes individuales.
Ahora
bien, ¿en qué sentido el pensamiento mágico se deriva de los mismos
postulados de las CE? Apartando el hecho de que éstas van asociadas a la
fascinación retórica (como se vio en la sección anterior) y ésta, a su vez,
al pensamiento mágico (como se acaba de ver), tenemos las siguientes
correspondencias.
Primero,
está la preferencia por el punto de vista del yo, que en el pensamiento
mágico se traduce en egocentrismo, aniquilación del sujeto alternativo
y énfasis en el sujeto único, mientras que en las CE se revela, entre
otras cosas, en los conceptos de comprensión y de intuición. No
hay intuiciones socializadas. La intuición, enmarcada en
contextos tales como misticismo, iluminismo, arte, etc., es propia y específica
de la conciencia individual. Aun cuando el contenido de una intuición
pueda ser transferido a grandes masas (como en el caso de las religiones), el
acto intuitivo en sí mismo es totalmente personalizado, centrado en el yo e
inaccesible a los demás.
En
lo que concierne a la comprensión, aun la forma sintáctica de la
palabra está limitada a sólo dos valencias o puntos de enlace: el sujeto que
comprende y el objeto que es comprendido. No caben más puntos de enlace sintáctico,
a diferencia de la explicación, cuya forma sintáctica implica no sólo
al sujeto que explica y al objeto que es explicado, sino adicionalmente a los
demás sujetos a quienes se les explica (los destinatarios o beneficiarios de la
explicación). La comprensión, al menos desde el punto de vista de su
estructura formal de lenguaje, remite a una unión exluyente entre quien
comprende y la cosa que es comprendida. La asimetría de ese concepto con
respecto al concepto de explicación es evidente.
En
segundo término, los postulados de las CE prevén como objeto de conocimiento
no las realidades empíricas tal como están dadas, sino las significaciones tal
como surgen en los estados de conciencia. Pero dichas significaciones se derivan
de la interacción del sujeto con el mundo externo, con lo cual los límites
entre el plano de lo subjetivo o mental y el plano de lo objetivo o fáctico se
hacen sumamente borrosos y ambiguos (recordemos la cita de Dilthey, transcrita
antes: “nunca como conceptos universalmente válidos, sino siempre como
experiencias vivas, que brotan de la profundidad de su esencia entera”).
No
hay garantías de que una entidad cualquiera que aparezca en los estados de
conciencia sea correlativa a un objeto físico y de que no sea más bien un
producto puro y exclusivo de la imaginación, de una disfunción del pensamiento
o de una revelación divina. Ésta es precisamente la óptica desde la cual no
podemos decidir cuál es la verdadera realidad: la del demente, el alucinador,
el soñador, etc. o, en cambio, la del cuerdo y la que ve la mayoría de las
personas puestas bajo esas mismas circunstancias. Es también desde esa óptica
desde donde resulta imposible evaluar el razonamiento de San Anselmo, ya que,
por otra parte, las reglas lógicas no cuentan (recordemos la anterior cita de
Adorno: la dialéctica no es un método independiente de su objeto, la misma
no puede, a diferencia del sistema deductivo, ser representada en sí misma. No
accede al criterio de definición por que, en cambio, ella critica ese criterio
mismo) y son precisamente las reglas lógicas lo único de lo que disponemos
para evaluar ese argumento (véase, por cierto, el rechazo que hace Seiffert,
1977, a la lógica). Así, pues, en las CE queda totalmente abierto el camino
para los deslizamientos espontáneos y gratuitos desde el plano de lo subjetivo
hacia el plano de lo objetivo, que es justamente la caracterización del
pensamiento mágico. De ese modo, a la imagen del pensador y del científico se
opone la imagen del gurú, del místico y del iluminado.
En
tercer lugar, y con esto la anterior coincidencia entre CE y pensamiento mágico
se hace más resaltante, los postulados de la CE eximen al sujeto cognoscente de
cualquier justificación de sus operaciones de cognición por el hecho de que éstas
resultan inefables e intransmisibles, tal como se deriva del mismo concepto de
intuición en el sentido de ‘captación salvaje’. No olvidemos la cita de
Seiffert, arriba: “(…) la auténtica fortaleza del método fenomenológico
está en el nivel individual de los
que lo aplican (amplitud de experiencia o de inteligencia o ambas cosas a la
vez) (…) aún cuando no
sean estandardizables ni, por tanto, accesibles
a cualquier investigador social”. Según este postulado,
el único criterio de validación está en la “amplitud de experiencia y/o de
inteligencia” del sujeto cognoscente, lo cual implica, entre otras cosas tal
vez banales (como, por ejemplo, que los jóvenes no pueden investigar porque
carecen de experiencia y porque tal método no es “accesible a cualquier
investigador social”), que tenemos que recurrir al principio ex auctoritate,
denunciado como falaz desde la época de los antiguos griegos y según el cual
el que más sabe es quien tiene la razón.
El
otro método de validación es la empatía (el término “consenso”,
divulgado más recientemente, no pasa de ser un eufemismo que disimula el carácter
emocional de las coincidencias empáticas), según la cual, según la anterior
cita de Seiffert, “el lector experimentado y competente” (vuelta al principio ex
auctoritate) asiente con el sabio “en una impresión”
del tipo “sí; es así”, comprobándose de ese modo “hermenéuticamente,
la contundencia de lo dicho en su propia experiencia de vida”. Cabe
preguntarse si esa misma impresión del tipo “sí; es así” no fue la misma
que millones de alemanes dieron a Hitler como respuesta ingenua y si,
consecuentemente, no fue ésa también una interpretación “hermenéutica”.
Realmente, la diferencia entre el fenómeno nazi y el “sí; es así” de las
CE no aparece por ningún lado, a menos que Seiffert haya olvidado alguna
explicación específica.
En
síntesis, también en las CE, así como en el pensamiento mágico, tiene lugar
el deslizamiento entre los planos subjetivo y objetivo y dicho deslizamiento es,
además, gratuito, espontáneo e inmediato.
4.
Comentarios finales
1.
Los postulados básicos o tesis de cualquier enfoque epistemológico se obtienen
de aquellos autores que proponen, sistematizan y difunden el enfoque en cuestión.
Por tanto, un análisis de los enfoques epistemológicos en general puede
obtenerse a partir de los postulados o tesis expuestos en los textos de sus
autores más representativos.
Lo
que se intentó hacer en este papel de trabajo fue precisamente revisar a los
autores más representativos del enfoque asociado a la expresión “Ciencias
del Espíritu”, sintetizar sus planteamientos centrales, derivar ciertas
consecuencias y mostrar cómo esas consecuencias son consistentes con los rasgos
de dos tendencias particulares que aquí se han llamado “Fascinación Retórica”
y “Pensamiento Mágico”.
A
partir del señalamiento de esas consistencias se cuenta con más datos para
evaluar la eficiencia y/o conveniencia de las investigaciones que en Ciencias
Sociales se adhieran a ese enfoque epistemológico.
2.
La credibilidad y adecuación de lo expuesto en este papel de trabajo depende de
que:
i)
Los autores elegidos como fuentes de análisis sean verdaderamente
representativos del enfoque en referencia.
ii)
Se hayan identificado sus planteamientos más relevantes y pertinentes y éstos
hayan sido expuestos e interpretados fielmente.
iii)
La derivación de consecuencias a partir de esos planteamientos haya sido válida.
iv)
La identificación de los rasgos asociados a las tendencias de fascinación retórica
y pensamiento mágico haya sido adecuada.
Aunque
es posible lograr mayor rigurosidad en estas cuatro condiciones, especialmente
si se recurre a artificios simbólicos y a una organización textual
formalizada, lo aquí presentado puede servir para una primera instancia de crítica
y como insumo para una profundización más rigurosa.
Lo
que, en cambio, no afecta la credibilidad y adecuación de estas ideas es, por
una parte, el hecho reconocido plenamente de que muchos otros autores no
representativos y aun muchos investigadores adheridos al enfoque de las CE
disienten de los más críticos de estos planteamientos originales y mantienen
posiciones menos radicales o más alejadas de las tendencias retóricas y mágicas.
Efectivamente, dentro del enfoque de las CE hay autores e investigadores que
propician una mayor cercanía con los estándares de crítica e
intersubjetividad de la llamada ‘ciencia normal’. Sin embargo, aun no
parecen haber madurado uniforme y suficientemente tales reelaboraciones al punto
de que puedan ser analizadas de modo tan compacto como puede hacerse con los
autores originales.
Por
otra parte, tampoco afecta la credibilidad o adecuación de esta exposición el
carácter polémico de los planteamientos y críticas aquí presentadas. Este
comentario viene al caso porque en situaciones de debate a menudo se esgrimen
argumentos de inelegancia, descortesía o falta de benignidad, etc., los cuales
desplazan la crítica y la discusión de fondo. Aunque es cierto que las
controversias deben velar por el respeto y la tolerancia, también es cierto que
las mismas requieren amplia libertad de expresión y, sobre todo, que los
argumentos no deben desplazarse desde la esfera de los contenidos hacia la
esfera de la formalidad. En todo caso, ambas cosas deberían discutirse por
separado.
3.
Las consistencias encontradas entre CE, por un lado, y retórica y magia, por
otro, son de tal peso sobre la fiabilidad de las investigaciones sociales en
relación con las necesidades de desarrollo de una sociedad como la nuestra (y
con las exigencias de las tomas de decisión a las que responden dichas
investigaciones), que los planteamientos del enfoque asociado a CE, al menos en
las tesis de los autores aquí analizados, parecen inconvenientes y
contraproducentes.
Lo
más que podría aceptarse de tales planteamientos es su posible eficiencia para
el manejo de los hechos de conocimiento ordinario en situaciones cotidianas, en
cuyo caso no deberíamos trasladarlos al ámbito de la ‘ciencia’ ni de la
‘investigación’ sociales sino, tal vez, al ámbito de las relaciones
humanas y de los manejos interpersonales, como de hecho ha ocurrido en las áreas
de terapia individual y grupal, dinámica organizacional, etc. De hecho, no es
posible dejar de reconocer los méritos de ese enfoque en numerosas actividades
orientadas a objetivos familiares, institucionales, vecinales, comunitarios,
gremiales y políticos. La dificultad está en los criterios de validación y en
sus contextos de justificación, dificultad que podría traducirse en dos clases
de pregunta:
i)
¿cómo podemos distinguir entre un “sí, es así” a Cristo, por
ejemplo, y un “sí, es así” a Hitler o a otra intuición de este último
tipo? La dificultad es importante, porque, a lo largo de la historia, las empatías,
introspecciones, revelaciones, corazonadas, etc. han conducido tanto a ideales
hermosos como a desastres. Tanto las guerras liberadoras y emancipadoras como
las persecuciones y los proyectos siniestros han apelado a la conciencia y a los
estados de ánimo. Realmente, los criterios de discriminación y justificación
parecen irrenunciables.
ii)
¿qué rasgos distinguen a un investigador social de un luchador, un líder, un
profeta, un misionero…, o un iluminado? Lo menos que podemos exigir a las CE
es que, o bien declaren expresamente que no existen tales diferencias, o bien
que señalen dónde están los límites.
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