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INTERPRETACIONES HISTÓRICAS ACERCA

DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO

 

 

José Padrón - Caracas – Postgrado, USR - (1992)

 

 

            Como ya se sabe, el conocimiento humano ha sido tradicionalmente un importante objeto de estudio de la Filosofía. “Gnoseología”, “Epistemo­lo­gía” o, simplemente, “Teoría del Conocimiento” son términos muy usua­les con que se denomina ese campo especializado dentro de la filosofía.

            Aparte de los estudios realizados en torno al conocimiento cotidia­no, a veces llamado “conocimiento vulgar”, la parte más interesante de esta es­pecialidad filosófica es la que se centra sobre el conocimiento institu­cionalizado, de carácter sistemático-socializado, aquél que se caracteriza primordialmente por su función de generar cambios en las sociedades, de sustentar acciones racionales colectivas, de producir innovaciones instru­mentales y tecnológicas, de definir perfiles histórico-culturales de las sociedades, etc. El conocimiento “Científico” o “Ciencia”, de modo muy particular, es la variante más representativa y evolucionada del conoci­miento institucionalizado o sistemático-sociali­zado. Por ejemplo, la de­terminación del clima organizacional existente en una cierta empresa co­mercial, obtenida mediante instrumentos refina­dos y métodos rigurosos, es un caso muy concreto de conocimiento siste­mático que no necesariamente es conocimiento científico, pero que, aún así, es mucho más creíble, confia­ble o corregible que, por ejemplo, las opiniones personales o las corazo­nadas del gerente. En cambio, la teo­ría de la relatividad es, estrictamen­te, un caso de conocimiento cien­tífico.

            Pero ¿dónde están los límites y diferencias entre estos tipos de co­noci­miento? Más en detalle, ¿qué rasgos específicos distinguen el cono­cimiento científico? ¿En qué consiste, esencialmente? ¿Cómo se produce? ¿Cuál es su valor? Preguntas como éstas han constituido un problema central en el mar­co de la Epistemología, en cuanto especialidad filosófica. Y, como suele suceder en todas las áreas de la Filosofía, las respuestas son, a través de la historia, múltiples y frecuentemente in­compatibles entre sí.

            Aunque tales respuestas se han venido produciendo desde épocas muy remotas, impo­sibles de precisar, es en el siglo XX cuando adquirieron su mayor relevan­cia, hasta el punto de que expresio­nes tales como “Filosofía de la Cien­cia” o “Metodología de la Ciencia” resultan imprescindibles en el lenguaje académico actual. A pesar de su gran complejidad y controversialidad, es sencillo explicar el interés, la importancia y la relevancia histórica del tema: preguntarse por el conocimiento científico equivale, en términos muy generales y primiti­vos, a preguntarse por la validez o credibilidad que tienen ciertos da­tos cognoscitivos sobre otros; equivale a preguntarse por la garantía o seguridad que ofrece un planteamiento cualquiera en cuanto posible fun­damento de las acciones humanas. En tal sentido, unas preguntas como, por ejemplo, “¿Cómo sé que lo que dices es verdad?” o “¿Cómo sé que puedo guiarme por tus explicaciones e informaciones respecto a esta du­da?” revelan la importancia del conocimiento sistemático y, más en es­pecial, del conocimiento científico. Cuando alguien hace una pregunta de ese tipo no hace más que revelar, en el fondo, la necesidad de una Filosofía de la Ciencia. Es así como esta área filosófica  se ha con­vertido en uno de los grandes núcleos de interés humano, sobre todo en este siglo, cuando se han revolucionado practicamente todos los conoci­mientos anteriores y cuando la tecnología derivada de la ciencia ha de­mostrado su gran poder de penetra­ción y control sobre el comportamiento de la naturaleza y del ser humano.

            En la exposición que sigue se intentará resumir la problemática e­piste­mológica a través de la historia. Se hará más énfasis en el siglo XX y se evitarán las referencias continuas (la base referencial es bastante general y de dominio común; en particular, véanse AA VV, 1978; Abbagnano, 1986; Ayer, 1965; Echeverría, 1989; y García-Bacca, 1963).

1. ANTES DEL SIGLO XX

            En el período grecorromano clásico, el conocimiento científico se con­cibió, en líneas generales, como respuesta a dudas absolutamente u­niversa­les, que interesaban a todos, que trascendían cualquier necesi­dad indivi­dual o grupal  y que se derivaba de reglas previamente  bien definidas de construcción y demostración. Unas veces, tales reglas se basaban casi ex­clusivamente en sistemas precisos e inequívocos de razo­namiento y argumen­tación (Zenón, Parménides, Heráclito, Demócrito, Eu­clides, Sócrates, Pla­tón); otras veces, en la conjugación de sistemas de razonamiento con sis­temas de registro sensorial tal como la observa­ción sistemática y la aten­ción a hechos constatables (Aristóteles); o­tras veces, en la conjugación de sistemas de razonamiento con sistemas observacionales y, además, con sistemas experimentales o de manipula­ción (Arquímedes). Como denominador común de estas interpretaciones, hay una base eminentemente racional en la interpretación de la ciencia. Es decir, el conocimiento sistemático busca su garantía en los mecanis­mos de la razón humana y no en los sentimientos ni en la percepción sensorial ni en las posibilidades adivinatorias, fan­taseadoras o sobre­naturales de la mente humana: o sea, siempre la razón por encima del corazón y de los sentidos biológicos. De hecho, el modelo axiomático e hipotético-deductivo fue el aparato formal en que los anti­guos griegos concibieron la producción de conocimientos científicos, a los cuales se les exigía, ante todo, mecanismos definidos de demostración o comproba­ción. Este fue, en general, el denominador común de esa interpre­tación histórica. Las diferencias, en cambio, en sus aspectos más nota­bles, radicaron en sus concepciones acerca de la relación entre el hombre y el mundo, es decir, entre el sujeto y el objeto de conocimiento. Para u­nos, había un mundo objetivo e independiente del hombre, directamente ubi­cados uno frente al otro, lo cual planteaba dudas o misterios que podían ser dilucidados (el realismo de Arquímedes y Aristóteles, entre otros); para otros, ese mundo aparentemente objetivo era engañoso, era un reflejo proyectado sobre la mente humana en forma de ideas, prove­niente de otras esferas ocultas y que sólo podía ser conocido en rela­ción con otros mundos originales subyacentes (el idealismo de Platón, por ejemplo); para otros, finalmente, el conocimiento total y definiti­vo del mundo era una ambición utópica, un proyecto desmedido en rela­ción con las escasas capacidades de la mente humana y con la vasta com­plejidad del mundo (el escepticismo y agnosticismo, en general). Sin embargo, por encima de estas diferencias, el conocimiento científico se interpretó, en términos globales, como un proceso sometido a reglas ex­plícitas y organizadas, como una respuesta se­gura a intereses universa­les duraderos y como una construcción teórica de base axiomática e hi­potético-deductiva.

            Muchos siglos después, en la época del Renacimiento, el conocimiento científico se reinterpreta como aproximación al mundo físico observa­ble, en evidente omisión del mundo constituido por los hechos de la mente huma­na y de las tendencias o actos de los hombres. Se hace hinca­pié en el en­foque de la experimentación, propuesto por Arquímedes, y en la fase de las comprobaciones empíricas, observables, directamente aso­ciadas a la expe­riencia medible. Se vincula el conocimiento científico a un tipo de len­guaje diferente al lenguaje cotidiano, literario y, en suma, verbal: es a­hora el lenguaje aritmético el que signa los procesos de la ciencia (Gali­leo, Newton, Leibnitz). Aunque la interpretación re­nacentista de la cien­cia seguía fiel al patrón racionalista de los griegos, su énfasis en los aspectos experimentales y observables, acom­pañado de los éxitos derivados en el ámbito de la física mecanicista  (teoría heliocéntrica, teoría de la gravitación universal, etc.), da paso posteriormente a una interpretación empírico-inductivo-cuantitati­va de la ciencia, formulada expresamente por Bacon en términos de un proceso mecánico y estereotipado de observación, clasificación, genera­lización y confrontación de hechos constatables, so­bre la base de un lenguaje aritmético. Así, el conocimiento científico co­menzaba por los hechos evidentes, se ampliaba a través de generalizaciones de tales he­chos y se validaba, finalmente, en confrontación con los mis­mos. Así, el científico era alguien que veía, observaba, medía, clasifica­ba, ge­neralizaba y experimentaba esas generalizaciones, valiéndose casi siem­pre de lenguajes aritméticos.

            Con Descartes y Leibnitz hubo una reacción a la interpretación for­mu­lada por Bacon y una vuelta al racionalismo de los griegos. Centraron su atención en el aspecto de razonamiento y pensamiento como base fun­damental del conocimiento, por encima de los datos observacionales-sen­soriales y de los procesos empíricos. Ampliaron, además, el lenguaje a­ritmético hasta dimensiones matemáticas mucho más integrales y abstrac­tas (álgebra, geome­tría analítica, cálculo infinitesimal, lógica simbólica y lenguajes forma­les...). De ese modo, reinterpretaron el conoci­miento científico como un proceso estrechamente vinculado a estructuras de pensamiento, que luego se acoplaba a los datos sensoriales exploran­do en éstos aquellos sistemas de cosas que satisfacían las estructuras abstractas de pensamiento. Hubo, sin embargo, un hecho histórico que e­clipsó la interpretación racionalista de Descartes y Leibnitz, favore­ciendo el enfoque empírico-inductivo de Bacon: mientras, por un lado, la interpretación racionalista adolecía de mecanis­mos de vinculación con la experimentación y la observación, por otro lado la interpreta­ción empirista satisfacía en modo más rápido e inmediato las aspiracio­nes de expansión y consolidación de los grupos sociales dominan­tes a través de aplicaciones técnico-instrumentales en la esfera del con­trol económico y militar. Así, el concepto de ‘ciencia moderna’ se asoció al concepto de posesión de medios de producción y control social. Las in­terpretaciones de Herschell, Stuart Mill y Whewell no hicieron sino re­for­zar el sentido empírico-inductivo de la ciencia, tras la propuesta de Ba­con, siempre bajo la referencia de los intereses técnico-instru­mentales de las clases sociales dominantes.

            Por lo que se refiere a la relación entre sujeto y objeto de conoci­miento, en todo este período, entre los siglos XVI y XIX, la ciencia se interpretó de acuerdo a dos posiciones esenciales: una, según la cual el mundo era cognoscitivamente válido en sí mismo y otra, según la cual el mundo, en cuanto objeto de conocimiento, era producto de la cons­trucción de la mente humana. Esta última posición, calificada usualmen­te como ‘ide­alismo’, insiste en el carácter de producto mentalmente procesado o de constructo mental que tienen las cosas y hechos de la realidad bajo estu­dio. Kant, por ejemplo, suponía el filtro constante de esquemas mentales (formas apriorísticas de pensamiento) a los cuales se amoldaban los datos empíricos en términos de contenidos variables. De esto resulta que el ob­jeto de conocimiento científico no es tanto el mundo en sí mismo, sino el constructo generado a partir de la relación entre formas constantes de pensamiento y contenidos variables de la re­alidad. Supuso, además, que la demarcación sustancial entre ‘Ciencia’ y ‘Conocimiento Cotidiano’  estaba en el concepto de ‘Sistema’ unificado o unidad sistemática: mientras el conocimiento cotidiano era una simple colección de datos, la ciencia era un sistema ordenado de datos unifi­cados bajo categorías y niveles jerár­quicos. En esta misma línea kan­tiana se ubicaron también, en general, las interpretaciones de carácter teológico-metafísico y psicologista impregna­das por los rasgos de la época del romanticismo y, más tarde, del existen­cialismo (Fichte, Schel­ling, Hegel, Husserl, Dilthey, Heidegger...).

Sintetizando, tenemos hasta aquí, en el período anterior al s. XX, dos  grandes interpretaciones del conocimiento científico: una, que si­túa la validez del conocimiento en los mecanismos de la razón; otra, que sitúa e­sa validez en los datos de los sentidos y de la experiencia. La primera es, esencialmente, la interpretación RACIONALISTA del cono­cimiento científico, asociada comunmente al método deductivo de descu­brimiento y compro­bación; la segunda, la interpretación EMPIRISTA, que privilegia el método inductivo. En el primer enfoque se destacan los filósofos y científicos de la época helenística clásica (practicamente todos), los filósofos escolás­ticos (Sto. Tomás, Duns Scoto...) y cier­tos pensadores que conjugaron la filosofía con la lógica y la matemáti­ca (Descartes, Leibnitz y Kant, quien específicamente aplicó el término “racionalismo” a su propia posición). Pero, desde otro ángulo, esas dos interpretaciones varían, se modifican o se especifican de acuerdo a dos puntos de vista también interpretativos que se les superponen o se les cruzan: según el primero de esos dos puntos de vista, el mundo cognos­cible o los objetos de conocimiento son indepen­dientes de la mente hu­mana, existen por sí mismos y están allí, frente a nosotros, separados de nuestra mente, sin que resulten alterados por nues­tra presencia ni por nuestros actos de conocimiento. Según el otro punto de vista, el mundo es “según  el cristal con que se le mire”; nuestro co­nocimiento de las cosas siempre estará condicionado por nuestra manera de ver, por nuestras estructuras de percepción y pensamiento, hasta el punto de que, en definitiva, no nos acercamos nunca a las cosas como son en sí mismas sino como las representamos en nuestra mente.

            El primer punto de vista constituye, esencialmente, una interpretación REALISTA del cono­ci­miento científico, asociada a una base de objetividad, mientras que el se­gundo constituye una interpretación IDEALISTA, asociada a una base de sub­jetividad. Evidentemente, entre ambas posiciones hay matices in­termedios que van desde el  realismo ingenuo”, pasando por el “realis­mo crítico”, por ejemplo, hasta el idealismo “absoluto” o “dogmático”. 

2. EN EL SIGLO XX

            En este período las interpretaciones anteriores se llevan a extremos de elaboración, de detalle y de profundización, casi siempre bajo una re­ferencia sumamente importante de la que no disponían los pensadores de an­tes y que ahora se mostraba en toda su magnitud: las conquistas tecnológi­cas derivadas de determinados logros del conocimiento científico, espe­cialmente en Física. Puede decirse que todas las interpreta­ciones de la investigación científica durante el siglo XX se han visto obligadas a con­frontarse, en un eje histórico y socioeconómico, con los fundamentos teórico-metodológicos de los hallazgos más productivos y ‘rentables’ en el plano del control de la naturaleza y de las socieda­des. Dado que las más significativas necesidades humanas estuvieron diagnosticadas en función del confort, la sobrevivencia y el dominio social y dado que dichas nece­sidades dependían estrechamente del apro­vechamiento de recursos materiales (tecnologías militares, medicinales, industriales, etc.), sucedió que el conocimiento científico se evaluó exclusivamente por su relación con la satisfacción de tales necesida­des, casi primarias, y por su rendimiento en la explotación de recursos materiales. La Física, de modo muy particular, fue entonces el área de desarrollo científico más adecuada y más presiona­da, promovida y favo­recida. Sus logros se convirtieron, de ese modo, en referencia obligada para el estudio de las vías y de la naturaleza del co­nocimiento científico. A medida que, con el tiempo, aquellas necesidades iniciales se fueron diversificando y contextualizando, se fueron también ampliando las referencias sociohistóricas y los intereses hacia otras áre­as del conocimiento científico, hasta tocar el área de los procesos psico­lógi­cos y sociológicos, incluyendo el caso de la Educación.

            En todo caso, sobre la base de estas referencias progresivamente más amplias, las interpretaciones del conocimiento científico y de sus res­pec­tivos procesos de producción estuvieron agrupadas, durante el siglo XX, en torno a  cuatro claves sociohistóricas esenciales, que se expo­nen a conti­nuación. En estas claves se forjan, durante el siglo XX, tres modelos básicos de interpretación del conocimiento científico que aquí se llamarán: Empirismo Lógico, Sociohistoricismo Humanista (o "interpretativo")  y Ra­cionalismo Crítico.

 

2.1. La reacción contra el Pensamiento Especulativo   (Religioso, Metafísico, Político, Retórico, etc.)  

            Después de Arquímedes y de su hidrostática, hasta los aportes de Ga­lileo (¡más de  setecientos años!), la humanidad dejó de producir cono­cimientos científicos actualmente registrados. En todo ese tiempo, tan­to los produc­tos de conocimiento como sus procesos investigativos de producción fueron anulados, respectivamente, por ‘verdades’ impuestas desde los vértices de la autoridad político-religiosa y por artificios retóricos de especulación confusa. El mundo concreto observable y cons­tatable y, por tanto, las ne­cesidades materiales humanas (enfermedades, pobreza, ignorancia...) queda­ba totalmente ignorado ante los ‘dogmas de fe’ y ante el discurso ambiguo manipulador. El discurso religioso impo­nía aseveraciones indiscutidas e indiscutibles, mientras el discurso filosófico imponía temas y modos de pensamiento que eran inmunes e im­punes a toda crítica, a todo análisis. No tenía valor alguno el mundo sensible ni el mecanismo biológico para perci­birlo ni la capacidad men­tal para explicarlo. A excepción de las verdades de fe, casi el único parámetro de ‘conocimiento’,  no había medios ni re­ferencias para eva­luar la realidad ni para analizar las interpretaciones del mundo.

            Llegada la época del Renacimiento y el consecutivo auge de las de­man­das comerciales, surge el EMPIRISMO como pensamiento crítico-revolu­ciona­rio y como propuesta para la producción de conocimientos científi­cos (dis­cutibles, validables). Paralelamente, el RACIONALISMO se ofrece también como vía revolucionaria para la liberación del pensamiento de las cadenas del dogmatismo y de la especulación. Pero, a pesar de las conquistas y a­portes empiristas y racionalistas (Bacon, Leibnitz..., Newton, Kepler...), el dogmatismo religioso aún controlaba buena parte de los centros académi­cos y la filosofía se encerraba en la ‘metafísi­ca’ (= lo que está más allá de lo físico), con un lenguaje imposible de evaluar. El dogma y la especu­lación se enfrentaban a los hallazgos de la Física, la Biología y la Química, los cuales, ya en el siglo XIX, comenzaban a influir sobre ciertas disciplinas ‘humanísticas’ tales co­mo la Sociología y la Lingüística (Lin­neo, Darwin, Curie, Comte, Saus­sure...). El siglo XIX, precisamente, fue el gran escenario del debate entre el discurso ambiguo y el discurso exac­to, entre el dogma y la crítica, entre lo “metafísico” y lo “físico” y, en fin, entre la espe­culación y la ciencia. Por una parte, en este siglo se aceleraron los descubrimientos generadores de tecnología; pero, por otra parte, el dogma, el escepticismo y el pensamiento ambiguo recibieron un fuerte impulso de parte del ROMANTICISMO, el cual pregonaba la desconfian­za en la razón y en la capacidad sensorial a favor del sentimiento, la in­tui­ción y la emotividad. Al comenzar el siglo XX, el EXISTENCIALISMO añade aún más fuerza al pensamiento metafísico, ambiguo e incontrolado. Fren­te a estas amenazas, fue el EMPIRISMO inductivo, mucho más que el RA­CIONALISMO  deductivo, el que evidenció mayores aportes tecnológicos y mayor fuerza polemizadora. De ahí que el empirismo inductivo, bajo ciertos cánones i­dentificados con la palabra POSITIVISMO, se convirtie­ra en la primera y más influyente interpretación del conocimiento cien­tífico en el siglo XX, reaccionando contra el pensamiento anárquico o especulativo y propugnando el conocimiento riguroso, sometido a reglas de validación fundadas en la experiencia constatable.

            Después de 1920, en la ciudad de Viena se conformó un célebre grupo co­nocido como ‘CIRCULO DE VIENA’. Fue un grupo de académicos que se i­nició como equipo informal de reflexión, discusión e intercambio inte­lectual, con ocasión de un seminario dirigido por Moritz Schlick en la cátedra de Filosofía de las Ciencias Inductivas de la Universidad de Viena, en 1922. Algún tiempo después, este grupo se convirtió en un núcleo influyente de concepciones definidas en torno al conocimiento científico y a sus proce­sos de producción, sobre todo a partir de 1929, cuando declaran sus con­vicciones a través de un documento público titu­lado “La Concepción Científica del Mundo. El Círculo de Viena”. Inme­diatamente después, publicarían muchos documentos más a través de artículos de una revista propia (“Erken­ntnis” o “Conocimiento”) y de ensa­yos monográficos sucesivos. Aunque esta escuela era, en general, de procedencia alemana, pronto adquirió carácter internacional, especial­mente a través del mundo anglosajón (los psicólogos conductistas en EU, Alfred Ayer en Inglaterra, Jorgen Jorgensen en Dina­marca, Philipp Frank en Checoslovaquia, etc.). Su mayor grado de interna­cionalización e influencia tuvo lugar a raíz de la invasión y persecución nazi en Aus­tria, cuando sus miembros emigraron a distintos países donde continua­ron, cada quien a su manera, difundiendo las ideas del Círculo (“Inter­national Enciclopedy of Unified Science”, desde Chicago; “The Jour­nal of Unified Science”, desde La Haya, etc.). Los miembros del Círculo fueron, en su gran mayoría, profesores universitarios de formación científica: Rudolph Carnap, Kurt Gödel, Hans Hahn (lógicos y matemáti­cos), Otto Neurath (economista), Hans Reichembach, Philipp Frank, Carl Hempel (físi­cos) y muchos otros, todos vinculados de alguna manera al trabajo filosófico en torno a la investigación científica.

            En general, las posiciones del Círculo de Viena estuvieron directa­men­te influenciadas por cuatro antecedentes básicos, los primeros dos de ca­rácter filosófico, el tercero de carácter histórico y el otro de carácter instrumental.

            En primer lugar, el “empirio-criticismo” del físico austría­co Ernst Mach nacido en 1838 y muerto en 1916, con fuertes implicaciones neopositivistas, el cual sólo reconocía como datos váli­dos de conocimiento aquellos elementos ubicados en la experiencia y traducidos en señales de captación sensorial, excluyendo todo enunciado `a priori’ y todo juicio que no pudiera ser confrontado con datos sen­soriales.

            En segundo lugar, las posiciones de Viena se apoyaron en el “análisis lógico del conocimien­to” de Wittgenstein, nacido en 1889 y muerto en 1951, así como en sus te­sis sobre la naturaleza “analítica” de la Lógica y la Matemática y en sus críticas a la filosofía especula­tiva.

            En tercer lugar, y como influencia de tipo histórico, la revolu­ción de la Física Cuántica fue interpretada como demostración del ca­rácter analítico de la ciencia y de la fuerza del pensamiento riguroso orientado hacia los hechos observables y hacia los mecanismos de com­probación. Finalmente, como antecedente de carácter ins­trumental,  las  herramientas de la lógica matemática, consolidada unos veinte años an­tes en los “Principia Mathematica” de Russell y Whitehead y profundiza­da por los lógicos polacos y los trabajos de Hilbert, ofrecieron al Círculo de Viena un importante aparato para traducir datos de conoci­miento empírico a un lenguaje preciso, riguroso e inequívoco que conci­bie­ron como modelo del lenguaje científico: de allí las célebres expre­siones “empirismo lógico” y “atomismo lógico” con que se identificó el Círculo (la Lógica de Bertrand Russell había distinguido entre hechos/ proposicio­nes “atómicos” y hechos/proposiciones “molecu-lares”).                           

            Sobre la base de tales antecedentes, esta escuela produjo un conjun­to de tesis bien definidas que interpretan el conocimiento científico. Entre ellas, hay cuatro que vale la pena mencionar:

-EL CRITERIO DE “DEMARCACION: lo que esencialmente distingue al cono­cimiento científico frente a otros tipos de conocimiento es su verifi­cabilidad con respecto a los hechos constatables. Un dato de conoci­miento será, por tanto, científico si y sólo si  es susceptible de ser confirmado o corroborado por la experiencia objetiva, aquélla que se traduce en captaciones sensoriales. Un enunciado científico aceptable será sólo aquél que resulte verdadero al ser comparado con los hechos objetivos. Así, la VERIFICACION empírica constituye el criterio específico de demarcación entre ciencia y no-ciencia.

-LA INDUCCION PROBABILISTICA: la producción de conocimiento científico comienza por los hechos evidentes susceptibles de observación, clasifi­cación, medición y ordenamiento. Sigue con la detección de regularida­des y relaciones constantes y termina con las generalizaciones univer­sales formuladas mediante leyes y teorías. Sin embargo, dado que el conjunto de todos los datos de una misma clase suele escapar a las cir­cunstancias de tiempo/espacio del investigador  (es imposible, por e­jemplo, observar todas las vueltas que ha dado y dará la tierra alrede­dor del sol o todos los cisnes que han existido y existirán sobre el planeta, etc.), entonces el proceso de generalización de observaciones particulares tiene que apoyarse en modelos de PROBABILIDAD (al Círculo de Viena, a Carnap en particular, se debe la construcción de la Lógica Probabilística), base de los tratamientos estadísticos utilizados ac­tualmente en todas las áreas de investigación. De acuerdo al concepto de probabilidad, es posible inferir leyes generales a partir de un subconjunto o muestra representativa de la totalidad de los casos estu­diados. Esto implica que el conocimiento científico debe tomar en cuen­ta ciertos índices de error y ciertos márgenes de confiabilidad previa­mente establecidos.

-LENGUAJE LOGICO: los enunciados serán científicos sólo si pueden ser expresados a través de símbolos y si pueden ser relacionados entre sí mediante operaciones sintácticas de un lenguaje formalizado (indepen­diente de su contenido significativo). Por ejemplo, si se dice que “Fuerza” es el producto de la “Masa” de un cuerpo y de su “Acelera­ción”, deberá ser posible expresar que  f = m.a. Además, deberá ser po­sible operar con esos símbolos sin tomar en cuenta su significado, de acuerdo a reglas formales que permitan formar expresiones tales como  m= f/a  o  a = f/m. En tal sentido, los enunciados científicos estarán dotados de una expresión sintáctica, formal o simbólica, por una parte, y de una correspondencia semántica, significativa o empírica, por otra parte. La base de esta correspondencia estará, por supuesto, en los e­nunciados observacionales más concretos dados por la experiencia (len­guaje “fisicalista”).

-UNIFICACION DE LA CIENCIA: todo conocimiento científico, cualquiera sea el sector de la experiencia sobre el cual se proyecte, estará iden­tificado (construído, expresado, verificado...) mediante un mismo y único patrón. En un sentido epistemológico y metodológico, no se dife­renciarán entre sí los conocimientos científicos adscritos a distintas áreas de la realidad. Además, todo conocimiento científico en cualquier ámbito de la descripción del mundo deberá buscar relaciones de compati­bilidad e integración con los demás conocimientos científicos elabora­dos en otros ámbitos. Ya que la realidad constituye globalmente una so­la estructura compacta y coherente (ordenada), también el conocimiento científico de la misma debe resultar, en definitiva, una misma cons­trucción igualmente integrada. Según tal planteamiento, existe una úni­ca Filosofía de la Ciencia, es decir, un único programa de desarrollo científico para toda la humanidad. La Lógica y la Matemática  serán el esquema básico para toda expresión comunicacional ‘verificable’ de la ‘ciencia’.

            A pesar de su impacto inicial y de su enorme influencia, estas tesis se vieron sometidas a crítica por otros filósofos de la ciencia que, aunque coincidían en los aspectos básicos ya planteados, disentían en otros más específicos (Quine, Putnam, Toulmin, Hanson, Nagel, etc.). Los mismos in­tegrantes del Círculo fueron haciendo revisiones y recti­ficaciones propias (Carnap, especialmente, Hempel y otros). De estas críticas y revisiones nació una ulterior interpretación del conocimien­to científico que respeta­ba las bases del Círculo, pero que imponía mo­dificaciones y correcciones de interés. En esencia, se abandonó el “em­pirismo ingenuo” implícito en las tesis iniciales;  se reajustó el con­cepto de “reglas de corresponden­cia” entre los planos teórico y obser­vacional, volviendo a Whewell, quien casi un siglo antes sostenía la relatividad de la distinción “teórico/em­pírico”,  advirtiendo (Whewell, 1967:30) que “nuestras percepciones en­vuelven nuestras ideas” (lo cual Hanson parafraseó al decir que toda ob­servación está “cargada de teoría”); se hizo más flexible el concepto de “reducción” de unas teorías a otras y se amplió el modelo de las teorías científicas para dar cabida a otras opciones válidas. Todas estas revisio­nes y ajustes conformaron una diferente interpretación que se divulgó bajo el término “Received View” o “Concepción Heredada” que, en pocas palabras, consistió en una versión menos radical y más reflexiva de las tesis del Círculo de Viena.  

 

2.2. La Posición Racionalista frente al Empirismo Inductivo

            Ya desde las primeras declaraciones del Círculo de Viena, había críti­cas de corte racionalista a las tesis empírico-inductivas de esa es­cuela y aún a las posteriores revisiones de la “Received View”, antes mencionada. De hecho, el más importante representante de estas críti­cas, el filósofo austríaco Karl Popper, publica una obra fundamental, su famosa “Lógica de la Investigación Científica”, apenas en 1934, cuando las tesis de Viena se hallaban en pleno desarrollo. Pero es sólo desde 1960 cuando realmente se divulgan y adquieren fuerza estas críti­cas racionalistas, hasta llegar un momento en que se imponen muy por encima de todos los enfoques preceden­tes. Aunque no fue precisamente en el sector de las Ciencias Sociales  donde el racionalismo del siglo XX tuvo su mejor acogida (y mucho menos en la  Educación, donde ha pasado casi inadvertido), sí logró dominar cómodamente en el terreno de las investigaciones tecnológicas, de las ciencias “duras” o “pesadas” y en algunos ámbitos tradicionalmente humanísticos co­mo la Economía y la Lingüística (que, por cierto, luego de haber sido an­tes áreas especula­tivas y después disciplinas taxonómicas o descriptivas, se convirtieron, bajo el modelo racionalista, en ciencias teóricas, ex­plicativas, de alto nivel metodológico e instrumental).

            Es cierto que después de haberse impuesto esta posición racionalista surgieron numerosas reacciones contrarias, como las que se mencionan más adelante, aparte de las propias revisiones y modificaciones ubica­das den­tro del mismo enfoque. Pero también es cierto que aún la versión original perdura actualmente en amplios sectores de la investigación científica y de los ambientes académicos internacionales (un simple ejemplo está en las cartas, ponencias y discusiones publicadas  en Hamburger, 1989).

            Desde cierto punto de vista, en esta corriente de oposición raciona­lista al empirismo inductivo se pueden agrupar interpretaciones episte­mológicas no del todo coincidentes entre sí, pero que muestran, en con­junto, un trasfondo coherente de acuerdos elementales suficientes para definir una misma orientación de la investigación científica. En ese e­je se pueden si­tuar, entre otras, las propuestas de Bachelard, Popper, Braithwaite, Laka­tos y Bunge. Sin hablar de las discrepancias filosófi­cas, algunas impor­tantes, entre estos autores, debe tomarse en cuenta una diferencia histórica fundamental entre ellos y es que cada uno asu­me sus posiciones bajo la motivación de propuestas particulares que son distintas entre sí, cada una de las cuales es asumida por cada autor como referencia específica de impugnación o de modificación. Popper, por ejemplo, está esencialmente o­rientado a impugnar la concepción em­pírico-inductiva concentrada en el Círculo de Viena, sin prestar mucho interés a otros enfoques; Lakatos, en cambio, se interesa en adecuar las tesis de Popper a ciertas exigencias e­videnciadas por otras críti­cas; Bunge, por su parte, enfrenta referencias bastante generales, que van desde las dificultades surgidas de Popper y del seno del mismo ra­cionalismo, pasando por las objeciones al empirismo inductivo, hasta la impugnación a las nuevas versiones del subjetivismo, psicologismo e i­dealismo de estos años recientes. Por tanto, no todos es­tos autores pueden evaluarse bajo un mismo criterio sin considerar las re­ferencias específicas que motivan los planteamientos de cada caso. De a­cuerdo a esto, ciertas expresiones muy frecuentes en los textos de filoso­fía de la ciencia evidencian esas referencias específicas: “falsacio-nismo” popperiano, “racionalismo aplicado” de Bachelard, “falsacionismo meto­dológico refinado” de Lakatos, “convencionalismo” de Poincaré y Duhem, etc. Muy  en general, y tomando los planteamientos de Popper  como base de ex­posición, las tesis elementales de esta corriente pueden sinteti­zarse en lo siguiente:

-EL CRITERIO DE DEMARCACION: lo que diferencia a la ciencia de otros tipos de conocimiento es su posibilidad sistemática de ser RECHAZADA por los datos de la realidad. A diferencia del enfoque empírico-induc­tivo, según el cual un enunciado es científico en la medida en que su VERACIDAD pueda ser confirmada por la experiencia, en el enfoque racio­nalista de Popper y sus seguidores, un enunciado será científico en la medida en que más se arriesgue o se exponga a una confrontación que e­videncie su FALSEDAD. Según esta posición, la ciencia se distingue de otros conocimientos por ser “falsable” (y no “verificable”), es decir, porque contiene mecanismos orientados a determinar su posible falsedad. La base de este criterio está en la misma crítica al empirismo y al in­ductivismo: por más que un enunciado se corresponda fielmente con miles de millones de casos de la realidad, en principio nada impide que de pronto aparezca un caso contradictorio. Si, por ejemplo, observamos mi­llones de cuervos y observamos, además, que todos son negros, no hay razón lógica para concluir en que todo cuervo es necesariamente negro, ya que siempre cabe la posibilidad de que aparezca alguno de otro co­lor. Y, dado que el conjunto completo de todos los casos posibles esca­pa a la observación del ser humano, nunca será posible VERIFICAR o com­probar la verdad de un enunciado como “todos los cuervos son negros”. Pero, en cambio, sí será siempre posible determinar su FALSEDAD, para lo cual bastará un solo caso en que no se cumpla la ley. Por tanto, el conocimiento científico no persigue demostrar su veracidad, sino expo­nerse a cualquier caso que evidencie su falsedad. Así, todo enunciado científico podrá ser mantenido sólo provisionalmente (aún cuando trans­curran siglos), mientras no aparezca un caso que lo contradiga (es de­cir, jamás podrá ser decisivamente VERIFICADO); pero, en cambio, sí po­drá ser refutado y desechado definitivamente apenas surja un dato que lo niegue. En síntesis, los enunciados científicos se distinguen justa­mente por estar siempre expuestos a pruebas de FALSEDAD. De esta forma, el “falsacionismo” viene a ser el criterio de demarcación entre ciencia y no-ciencia y, por tanto, es la magnitud de su “contenido de falsedad” lo que hace más o menos científico a un conocimiento dado. De lo ante­rior se infiere que la meta de la ciencia y de la investigación jamás podrá ser la CERTEZA objetiva, la cual no existe, sino, más bien, la “verosimilitud”, o sea, el grado en que un enunciado sea capaz de salir ileso de las pruebas de falsación y de prevalecer ante otros enunciados competidores por su mayor capacidad de cobertura ante los datos de la experiencia. A diferencia del positivismo lógico, el racionalismo dese­cha el concepto de “verdad objetiva e inmutable”, acepta la relatividad del conocimiento científico, admite los factores sociales e intersubje­tivos que condicionan su validez y, tal vez lo más importante, plantea su carácter de CORRECTIBILIDAD sobre la base de constantes procesos de falsación ante los hechos y ante otras opciones de conocimiento. Así, y de acuerdo a esta interpretación, mientras el conocimiento especulativo idealista (los discursos retóricos, por ejemplo, o políticos, religio­sos, subjetivistas, psicologistas, etc.) se vale de subterfugios para evadir su confrontación con la experiencia y para escapar a toda evi­dencia de falsedad, el conocimiento científico se valida, por encima de todo, en sus posibilidades de error. Desde este ángulo queda plenamente aceptado y justificado el hecho de que sea en la ciencia, precisamente, donde se descubra la mayor cantidad de errores del conocimiento humano, ya que otros tipos de conocimientos evaden las confrontaciones o ries­gos y esconden sus debilidades.  Como contraparte, es también en la ciencia donde se halla el mayor número de rectificaciones y evolucio­nes, mientras otros tipos de conocimiento permanecen estancados e im­productivos.

            Aún dentro del mismo racionalismo, sin embargo, este criterio de falsación no es, ni mucho menos, compartido unánimemente como base de demarcación del conocimiento científico, aunque sigue vigente hoy en día en muchos sectores académicos. Ha habido propuestas diferentes:  a Bunge (1985a:33), por ejemplo, parece bastarle la condición mínima de “contrastabilidad” de los enunciados sistemáticamente derivados de  hipótesis; Lakatos situó la referencia de falsación en teorías rivales y no en los hechos de la experiencia; más recientemente, el matemático René Thom (el de la “Teoría de las Catástrofes)” propuso, como condi­ción, la capacidad para “reducir” descripciones empíricas (Hamburger, 1989:72). Pero, más allá de las propuestas, el criterio de demarcación sigue siendo un problema no resuelto entre los racionalistas actuales. Una posición bastante generalizada y sumamente flexible consiste en admitir que cada disciplina determina sus propios y específicos crite­rios de demarcación en función de sus posibilidades DEDUCTIVAS.

-CARACTER TEORICO-DEDUCTIVO DEL CONOCIMIENTO: como se sugirió antes en el ejemplo de los cuervos negros, el racionalismo de este siglo declara inválido el conocimiento construido mediante generalización de casos particulares (la famosa “crítica a la inducción”) y concebido como sim­ple descripción o sistematización de regularidades detectadas en los hechos estudiados (al estilo del estructuralismo de mediados de siglo, por ejemplo, o de ciertas versiones del conductismo). No obstante el esforzado e ingenioso aparato de la Lógica Inductiva elaborado por Car­nap en el Círculo de Viena, la interpretación racionalista hace una im­pugnación implacable al concepto inductivo del conocimiento científico y a los métodos de investigación derivados de dicho concepto. A pesar de que en los sectores más amplios se admite la inducción probabilísti­ca como opción operativa y estratégica de apoyo a la investigación, la característica fundamental y más específica del racionalismo en cual­quier versión es, definitivamente, la concepción teórica del conoci­miento, en términos de capacidad de EXPLICACION predictiva y retrodic­tiva, sustentada en una vía DEDUCTIVA estrictamente controlada por for­mas lógico-matemáticas. En tal sentido, y en términos muy simples, el conocimiento en torno a cualquier conjunto problemático de datos empíricos empieza por “conjeturas” muy amplias y arriesgadas a partir de las cuales puedan ir derivándose progresivamente las explicaciones más específicas de la realidad problemática. Finalmente, como ya se dijo, si éstas últimas explicaciones no resultan negadas por los hechos, las conjeturas iniciales junto con todo el sistema de derivaciones podrán quedar en pie de manera provisional, hasta tanto no surja un hecho in­compatible o una nueva teoría más potente. De lo contrario, si apenas un solo dato empírico resulta opuesto a las derivaciones específicas, la teoría deberá abandonarse por inadecuada o FALSA. De acuerdo a esto, el conocimiento científico es sinónimo de conocimiento teórico produci­do bajo sistemas deductivos, con capacidad para ir más allá de las res­puestas a cómo son los hechos, tras respuestas a sus causas y porqués, de modo que pueda explicarse cada uno de los hechos, pasados y futuros, que pertenecen a una misma clase, independientemente de las circunstan­cias espacio-temporales. Así, en lugar del concepto de “ciencia empíri­ca” (producida a partir de los datos fácticos), el racionalismo postula el concepto de “ciencia teórica de base empírica” (producida a partir de hipótesis amplias y confrontada con los hechos).

-REALISMO CRITICO: como se vio antes, el empirismo inductivo de Viena reaccionó contra toda forma de idealismo (según el cual todo conoci­miento se desvía   de los hechos objetivos para convertirse en repre­sentaciones condicionadas por los esquemas mentales del sujeto y depen­dientes más de sus estructuras personales y socioculturales que de las estructuras ontológicas del objeto). Como  respuesta asoció  entonces el concepto de objetividad total al concepto de ciencia. En sus versio­nes más radicales, esta respuesta constituyó lo que se ha llamado el “realismo ingenuo”. Sin embargo, esta postura se fue ampliando con el tiempo. Para la época de las primeras voces del racionalismo, y como rechazo tanto al idealismo como al realismo ingenuo, se adoptó el con­cepto de “realismo crítico”, según el cual no es válido identificar el conocimiento o la percepción con los objetos estudiados o percibidos, como si hubiera una estricta correspondencia, de donde se deriva la ne­cesidad de someter a “crítica” los productos de la investigación, con la intención de profundizar en las diferencias entre resultados objeti­vos y resultados subjetivos. Popper (1985:43), por ejemplo, desde el principio sostenía que “la objetividad de los enunciados científicos descansa en el hecho de que puedan contrastarse intersubjetivamente”, refiriéndose a la “regulación racional mutua por medio del debate crítico”. A pesar de las frecuentes acusaciones de ‘ahistoricismo’ y ‘po­sitivismo’, al proponer el concepto de “intersubjetividad” asociado a la negación del concepto de “certeza” y a los conceptos de “verosimili­tud” y “grados de corroboración”, el racionalismo toma sus distancias con respecto al auténtico positivismo y prevé las condiciones sociocon­textuales de validación del conocimiento (por supuesto, mucho menos e­laboradas en Popper que en Lakatos y menos en éste que en las recientes versiones del “enfoque estructural”, mencionado más adelante).

 

2.3. La Reacción Anti-Analítica y Socio-Historicista    

            Hay, desde cierto punto de vista, dos elementos comunes en las in­ter­pretaciones empírico-inductiva y racionalista que se acaban de rese­ñar (coincidencia que, por cierto, lleva a algunos autores a incluir ambos en­foques en una misma interpretación supuestamente “positivista” o “cuanti­tativa”, olvidando que las diferencias son aún más numerosas y relevantes que estas coincidencias): un primer elemento común es la concepción analítica de la ciencia; el otro es su escasa atención al contexto SOCIOHISTO­RICO que condiciona el conocimiento científico.

            La concepción analítica de la ciencia se opone, básicamente, a las concepciones metafísicas y retóricas fundadas sobre el lenguaje verbal es­pontáneo y sobre el razonamiento libre. En sustitución del lenguaje natu­ral, proponen un METALENGUAJE como instrumento de control y como medio de expresión de los enunciados científicos, es decir, una especie de código que opera sobre las expresiones del lenguaje natural asignán­doles diversas funciones, diversos niveles jerárquicos y diversos valo­res. Y, en sustitu­ción del razonamiento libre, proponen una LOGICA FOR­MAL como instrumento de legitimación y validación de las secuencias de pensamiento elaboradas en función de las descripciones y explicaciones científicas. Por ejemplo, una expresión ordinaria como “Pedro no es cu­bano” se somete al metalengua­je ya mencionado cuando se transforma en una expresión analítica como “El enunciado Pedro es cubano’ es falso”. De esta manera, para la concepción analítica toda expresión científica debe ser reductible a una estructura metalingüística que permita consi­derar el valor de verdad (FALSO o VERDA­DERO) de dicha expresión, siem­pre en relación con una situación o estado de cosas constatable inter­subjetivamente (la verdad o falsedad de las hi­pótesis teóricas, sin em­bargo, no se determina en relación con ellas mis­mas, sino a través de la verdad o falsedad de los enunciados que se deri­ven de ellas). Por o­tra parte, no es válido un razonamiento como, por e­jemplo, “quien se a­limenta bien sobrevive, así que vivirás mucho tiempo porque comes bien”; pero, en la concepción analítica, la invalidez de este razona­miento no depende de transgresiones al sentido común y ni siquiera del contenido de las palabras; es inválido sólo porque transgrede las le­yes formales lógicas de los enunciados condicionales. Es decir, es el apa­rato de la Lógica Formal, y no otra cosa, lo que decide, la validez de un razonamiento.

            El segundo elemento en que coinciden el positivismo lógico y el ra­cio­nalismo crítico consiste en relegar a un segundo o tercer plano las condi­ciones sociales e históricas en la interpretación del conocimien­to. El a­historicismo más radical se ubica en las tesis del Círculo de Viena y es consecuencia del énfasis preponderante que ellas asignan al dato positivo, inmediato, observacional, directo, como referencia váli­da del conocimien­to, con exclusión de todo factor externo o contextual. En el racionalismo, las posiciones en cuanto al carácter sociohistórico del conocimiento di­fieren en grados de amplitud y flexibilidad. Por e­jemplo, la interpreta­ción de Popper (1957, 1961) desecha la posibilidad de leyes históricas y de evolución social, como consecuencia de su en­foque “indeterminista” de la Física y la Sociología; pero, en cambio, postula una referencia social para el conocimiento (alcance “intersub­jetivo” de la ciencia como “insti­tución social”). Gaston Bachelard (1951) en cambio, así como Imre Lakatos (1978), conceden un papel más decisivo al factor histórico, bien sea en términos de “progreso de la racionalidad” (Bachelard) o en términos de “historia interna” como re­ferencia de contrastación de teorías rivales. Pero, en todo caso, no hay en el racionalismo, al menos antes de la década del ’70, una visión estructural-funcional de los factores históricos al lado de los facto­res lógico-cognoscitivos. Mucho menos la hay con respecto a los facto­res socio-psicológicos. A modo de ilustración, el racionalismo no ex­plica el simple hecho de que ciertos conocimientos científicos pudie­ran haber dependido del prestigio o posición de sus productores o de cier­tos intereses políticos e ideológicos favorables, por ejemplo.

            Contra estos dos elementos comunes habrá, a partir de 1970, una sólida reacción que comienza con “La Estructura de las Revoluciones Cien­tíficas” del físico Thomas Kuhn (publicada ocho años antes), continúa con “Contra el Método” de Paul Feyerabend (pri­mero como ensayo en 1970 y luego como libro en 1975) y sigue con la llamada “Escuela de Frank­furt”, cuyas tesis van más allá de una epistemología y cuya manifestación más elaborada es la “Teoría de la Acción Comunicativa” de Jürgen Habermas, en 1985. Esta reac­ción, de aquí en adelante, se diversifica en una proliferación casi incontrolada de enfoques diversos, que van desde extremas formas de empirismo, inducción, idealismo y especulación retórica, en algunos casos, hasta replanteamientos que buscan resolver necesidades muy específicas de ciertas áreas de conocimiento (“etnografía” y “etnometodología”, “investiga­ción-acción”, “investigación parti­cipante”, “investigación naturalista”, “investigación evaluativa”, etc., con una notoria proliferación de términos nuevos: “escenario”, “triangula­ción”, “consenso”, “visualización”, “internalización”, etc.). El impacto de esta reacción an­ti-analítica y sociohistórica ha estado casi totalmente limitado a los diversos sectores de las Ciencias Sociales. En el ámbito de las Ciencias Naturales, en Física es­pecialmente, este enfoque practicamente no ha tenido repercusión.

            Dicho en forma general, la tesis esencial de este enfoque sociohistórico plantea que el conocimiento científico carece, en cuanto tal, de un estatuto OBJETIVO, UNIVERSAL E INDEPENDIENTE (o sea, no tiene carác­ter de ‘constante’ con respecto a las ‘variables’ del entorno), sino que, al con­trario, varía en dependencia de los estándares sociocultura­les de cada época histórica. Por tanto, no existe LA metodología cien­tífica ni EL cri­terio de demarcación, etc., sino LAS metodologías, LOS criterios, etc., según los estándares de las diferentes sociedades.

            Kuhn (1975), el iniciador de esta reacción y el que menos radicalmente se apega a esa tesis general, propone los conceptos de “comunidad científica”, “paradigma”, “ciencia normal”, “crisis”, “revolución científica” y otros, para explicar el desarrollo de la ciencia en una secuencia como ésta: paradigma1 (ciencia normal1) ® crisis ® revolución ® paradigma2 (ciencia normal2) ® ... Por tanto, las teorías científicas no se superan unas a otras mediante procesos de verificación ni de falsación. Simplemente, cambian en virtud de las cri­sis y pérdidas de fe en un deter­minado paradigma científico y esto, a su vez, depende mucho más de las variables sociohistóricas que de los procesos del conocimiento en sí mismos.

            Paul Feyerabend, en cambio, ofrece una versión más radical, llevando aquella tesis general a sus extremas consecuencias: dado que no existe EL método, cada quien puede usar el que quiera (principio del “todo vale” y postulación del “anarquismo epistemológico”). Además, dado que las teorías científicas son productos variables de estándares sociohistóricos también variables, entonces ninguna teoría es comparable con otra, cada una es tan verdadera como las otras y, en consecuencia el mundo va cambiando a medida que cambien sus respectivas representaciones asociadas al conocimiento científico de la época (concepto de la “inconmensurabilidad” de las teorías).

            La Escuela de Frankfurt, por su parte, se acoge a la tesis general expuesta antes en términos de los conceptos marxistas de “Dialéctica” y “materialismo histórico”, lo cual implica una versión particular de este en­foque (no siempre, necesariamente, anti-raciona­lista, pero sí anti-analítica y sociohistórica). A diferencia de los enfoques de Kuhn y Feyerabend, que no proponen una orientación epistemológico-metodológica definida para sustituir los anteriores modelos positivista y ra­cionalista, la Escuela de Frankfurt sí ofrece su propia opción. Antes que nada, y muy en general (incluyendo las versiones de algunos simpa­tizantes de esta escuela, como Seiffert, 1976,  entre otros), retoman ciertos conceptos de varias posi­ciones filosóficas del pasado, tales como la fenomenología de Husserl (“intuición”, “esencia”, “viven­cia”...); el historicismo de varios autores tales como Hegel (“todo co­nocimiento es conocimiento histórico”), Dilthey (“experiencia vivida”, “compren­sión”, “interpretación”, “hermenéutica”, “ciencias de la natu­raleza y del espíritu”...), Win­delband y Rickert (ciencias “nomotéti­cas” e “ideográficas”); el existencialismo de Heidegger (“temporali­dad”, “vivencia interior”, “hermenéutica”...), etc.  A partir de este entramado mul­ti­conceptual, con evidente preferencia por Hegel y Dilt­hey, este enfoque propone sustituir la concepción analítica del racio­na­lismo por la “interpretación hermenéutica” y por la “lógica dialécti­ca”; como fines del conocimiento, sustituye el concepto racionalista de expli­cación por el de “comprensión”; como proceso de validación del co­nocimien­to, sustituye el concepto de contrastación empírica por el de “consenso intersubjetivo”; finalmente, como función humana del conoci­miento, propone las ideas de “compromiso” y “transformación social” en lugar de las dife­rentes aspiraciones racionalistas (control de la natu­raleza, efectividad de la acción racional, producción de estructuras de pensamiento, etc.).

            Como producto de estas tres versiones de la tesis general anti-ana­lítica y sociohistórica, en el seno de las Ciencias Sociales se han promovi­do diversas opciones metodológicas que tienen en común los si­guientes ras­gos: rechazo de tratamientos y lenguajes lógico-matemáticos y simbólicos en general; preferencia por técnicas no estructuradas y flexibles de reco­lección de datos; inclusión de la experiencia del in­vestigador en el con­junto de las fuentes de datos investigativos; ape­lación a juicios de per­sonas típicamente relacionadas con los procesos bajo estudio; mecanismos de razonamiento basados en las propiedades se­mánticas del lenguaje natu­ral. Como calificativo referencial, todas las modalidades agrupadas bajo estos rasgos suelen ser identificadas con la expresión “investigación cua­litativa”. En cuanto a sus diferencias, es­tas opciones metodológicas pue­den agruparse en torno a dos epistemolo­gías clásicas:                                                          

-INVESTIGACION EMPIRICO-INDUCTIVA: es una modalidad orientada hacia el CASO concreto, independiente de los conceptos probabilísticos de mues­tra y población. El espacio de investigación queda identificado con el caso o “escenario”. Las generalizaciones (cuando se producen) parten estrictamente de los datos particulares del caso estudiado. En otras versiones, no se producen generalizaciones más allá del ambiente espa­cio-temporal seleccionado, en cuyo caso el estudio constituye una des­cripción focalizada, independiente de la clase a la que pertenece el hecho estudiado.

-INVESTIGACION RACIONAL-DEDUCTIVA: en un sentido totalmente diferente al de la postura analítica antes expuesta (de hecho, sus ponentes sue­len hablar de una “Nueva Racionalidad”), esta modalidad trabaja sobre la base de conceptos generales que pueden combinarse entre sí mante­niéndose en el mismo nivel de generalidad para extender el sistema conceptual o que pueden analizarse y aplicarse a diversas clases de referentes en niveles menos generales (ejemplificaciones, ilustracio­nes, comparaciones, etc.). A diferencia del racionalismo clásico, no suelen establecerse las reglas de validación, ni los parámetros para diferenciar los elementos de naturaleza racional de aquéllos que no lo son ni, en general, ninguna de las referencias a las que se ve obligado el positivismo o el racionalismo típico. Al menos (para aquellos casos en que un investigador particular pudiera establecer de antemano algu­nas de esas referencias) no existen hasta ahora definiciones  estanda­rizadas de una nueva “racionalidad” investigativa. Más bien, parece ser el tradicional género del `ensayo’ el que en muchos casos define esta variante sociohistoricista.

            Hay que resaltar que, adicionalmente, cada una de estas dos varian­tes se modifica según cualquier enfoque de tipo REALISTA o IDEALISTA. Se tie­nen, por tanto, investigaciones (tanto inductivas como deducti­vas) que se orientan hacia la realidad constatable de amplio margen in­tersubjetivo. Pero se tienen también enfoques y prácticas investigati­vas absolutamente idealistas, subjetivistas y retóricas, cerradas a to­da posibilidad de crítica, enfoques que en nada se diferencian del dis­curso ideológico dominan­te o de la literatura.

 

2.4. Las Versiones Actuales del Racionalismo

            Una vez difundidas las críticas anti-analíticas y sociohistóricas, no se hizo esperar la respuesta de los filósofos y científicos raciona­listas. Para un buen grupo de ellos, aquella tesis  general es, simple­mente, el primer paso para un inminente escepticismo, totalmente anár­quico, liberti­no e inaceptable, tal como lo demostraron las posiciones de Feyerabend. Para otros, es una advertencia sobre las limitaciones de la versión poppe­riana, de donde es posible definir varias rectificacio­nes sin abandonar la esencia del RACIONALISMO CRITICO. Mientras en el primer grupo se hace caso omiso de cualquier aporte ofrecido por el Sociohistoricismo (especialmente en algunos ámbitos tecnológicos de la ciencia), en el segundo grupo se llama la atención sobre ciertos apor­tes considerados como argumentos para ciertos puntos de vista que ya venían discutiéndose en el mismo seno del racionalismo de base poppe­riana, especialmente en los ámbitos epistemológicos de las ciencias ‘pesadas’ ya consolidadas (de la Física, sobre todo) y de las ciencias ‘ligeras’ avanzadas, como la  Lingüística, la Economía y la Antropolo­gía (véase Mouloud, 1974, entre otros).

            Los actuales representantes del racionalismo crítico más radical (el primero de los grupos mencionados) fundamentan sus posiciones en los pro­ductos TECNOLOGICOS de la ciencia racionalista del siglo XX (arte­factos, máquinas, lenguajes, procesos, etc., gracias a los cuales hay numerosas comodidades materiales de las que también disfrutan los filósofos socio­historicistas), sobre todo si se comparan con la ausencia de productos y efectos prácticos del paradigma anti-analítico en sus pro­pias áreas de do­minio: ¿dónde están sus aportes y cambios concretos en materia de pobreza, marginalidad, discriminación y muchas otras formas de deterioro social creciente? ¿Dónde están frente a los problemas so­ciales? ¿Cuál es el punto intermedio entre sus propuestas conceptuales y los hechos de creciente de­terioro social? ¿Cómo se resuelven aquellos conceptos en estos hechos? ¿Es la retórica verbal un lenguaje científi­co que genere transformaciones so­ciales? Este tipo de preguntas confor­man frecuentes bases argumentales del actual racionalismo radical en contra de la epistemología no-analítica que se vincula a Kuhn, a Feye­rabend y a los neo-marxistas de Frankfurt. Otra de estas bases argumen­tales estriba en las debilidades lógico-matemáticas que subyacen al discurso típico de la posición anti-analítica y sociohis­toricista; so­bre esta base, los racionalistas radicales suelen hacer énfa­sis en las consecuencias  metodológicas  de supuestas   ambigüedades, im­precisio­nes y contradicciones detectadas en los textos de varios autores anti-analíticos o sociohistoricistas (Bunge (1985b por ejemplo) dedica nu­me­rosos escritos al análisis de estas ambigüedades). Pero, más en gene­ral, el argumento sustantivo con que el actual racionalismo analítico responde a las objeciones de Kuhn y Frankfurt consiste en analizar las capacidades virtuales del método hipotético-deductivo y del “análisis” lógico-matemático para cubrir o explicar las exigencias históricas y sociopsico-lógicas de los hechos naturales y humanos. En este sentido, enfatizan las perspec­tivas de construir “teorías analíticas” de los he­chos sociales y humanos, que incluyan los aspectos exigidos por el Sociohistoricismo, sin necesidad de acudir a sus propuestas teórico-meto­dológicas, a las cuales consideran irracionales y pseudocientíficas.

La versión moderada del actual racionalismo crítico parece susten­tarse en el argumento sustantivo de la versión radical, para proceder, de hecho, a elaborar propuestas metodológicas que demuestren la capaci­dad de cober­tura o de alcance del modelo analítico racionalista con respecto al factor sociohistórico. En vez de polemizar e impugnar, ad­miten la necesidad de incluir los aspectos sociales, psicológicos e históricos del conocimiento científico y se encaminan a elaborar pro­puestas metodológicas analíticas que satisfagan tal necesidad, sin acu­dir a enfoques empiristas, fenomeno­lógicos, dialécticos, etc. Dentro de esta versión, son sumamente importan­tes y representativas (a pesar de su poca difusión en el ámbito educativo venezolano) las ofertas de J. Sneed (“The logical Structure of Mathemati­cal Physics”, en 1971), de W. Stegmüller (“La Concepción Estructuralista de las Teorías”, en 1979, publicada en español en 1981) y de otros autores como Suppes, Adams, McKinsey, etc. Sin tener nada que ver con el célebre “estructuralismo” generado en la Lingüística de mediados de siglo, esta propuesta aplica el instrumental metalingüístico y lógico-formal típico del racionalismo crítico, vía deductiva, a un nuevo sistema de formulación de teorías en el cual se le  asigna un valor estructural al factor histórico y socio­lógico, satisfaciendo de esa manera las objeciones iniciadas por Kuhn. En efecto, en uno de sus escritos posteriores (Kuhn, 1975), ex­presa su acuerdo con esta propuesta de Sneed y Stegmüller. Los conceptos de “a­plicación”, “especialización”, “evolución” y “redes teóricas”, entre o­tros, implican una importante consideración del contexto sociohistórico del conocimiento y de su aspecto holístico o globalizante.

Aparte de esta nueva escuela “estructural”, ha habido muchas otras ma­nifestaciones racionalistas que intentan responder a las exigencias históricas y psicosociales en la ciencia, elaborando interpretaciones que, en algunos casos, muestran un alto grado de flexibilidad. El físi­co John Zi­man (1980, por ejemplo) ha venido trabajando sobre las vincu­laciones de la ciencia con aspectos tales como “comunicación”, “autori­dad”, “cambio”, “e­conomía”, “estado”, etc. Otros como Abraham Moles (1984, por ejemplo, en la posición tal vez más cercana al Sociohistoricismo y a cierto idealismo particularmente entendido) consideran el as­pecto “creativo” y personaliza­do de la ciencia, con inclusión de cier­tos conceptos de la dialéctica mar­xista.

 

REFERENCIAS

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