Me llamo Eva y estudio cuarto de Filología Hispánica en la
Universidad Autónoma. El curso pasado, la llamada del cardenal a una misión
extraordinaria en la Universidad no la entendía. Si la misión coincide con la
vida cotidiana. ¿Para qué teníamos que hacer algo extraordinario, distinto a lo
que ya se venía haciendo? Día a día renegaba, porque me costaba mucho, pero no
podía dejar de adherirme a los nuevos amigos, que en comunión -un misterio y un
don- hemos caminado juntos. Esta comunión entre los distintos carismas es el
mejor regalo. Somos miembros de la misma carne, Cristo; y me siento en primera
persona, en compañía, como pueblo, con todos estos amigos. En especial con
María, una chica del Camino Neocatecumenal, que es una ayuda y un regalo.
Verdaderamente, la relación con los kikos está siendo un bien enorme. Me
sorprendía, junto a ellos, como en mi casa. Ha surgido en mí una gran afecto
hacia todos ellos y un deseo de amistad grande. Es una auténtica provocación ver
a los matrimonios de las comunidades. Toda su vida es para Cristo, para que la
gloria humana de Cristo se dilate en aquellos lugares donde están. A mí el Señor
me ha concedido el carisma de Comunión y Liberación, que me es dado para bien de
la Iglesia y de mi persona. Al igual que el carisma de las Comunidades. Estoy
aprendiendo mucho de ellos. Me sorprende que todos los caminos son también míos.
Cristo es el mismo. Eva Pérez Ramos
La pertenencia concreta a la Iglesia ha generado en
nosotros una conciencia nueva, que nos permite afrontar la vida de un modo
nuevo. El vicedecano de Cultura, de Filosofía y Letras, -no creyente- está
fascinado. Cuando se trajo a mi Facultad la exposición De la Tierra a las
gentes, hubo una reunión de la Comisión de actividades culturales (soy
representante de alumnos), llegué con antelación y, mientras esperábamos, me
preguntó: ¿Tú has estado en la preparación de algo? Le dije que sí, que había
estado en la exposición. A continuación me explicó que le había sorprendido
nuestra responsabilidad, porque normalmente, cuando alumnos le piden organizar
algo, tan sólo tiene quebraderos de cabeza. En este caso, él se había
desentendido y estaba convencido de que iba a salir todo bien. Ahora, cuando me
ve, siempre me saluda afectuosamente. Nuestra presencia, el cristianismo hecho
carne, ha generado una simpatía. Algo ha debido percibir en nuestros rostros...
¡Ojalá el Señor le conceda la gracia de la fe…! Esta conciencia nueva, también
se manifiesta en la manera de estar en clase. Elena, una amiga nuestra, ante una
afirmación tajante de que todo es relativo en la vida, no pudo quedarse callada
porque, si todo es relativo, nunca podremos adquirir certezas sobre nada. Y así
no se puede vivir. Al final de la clase en la que la profesora le dijo que todo
era una tontería, sus compañeros se acercaron para decirle que quien decía
tonterías era la profesora. Y César, harto de oír acusaciones contra la gran
empresa que es la Iglesia, levantó la mano y pidió respeto, porque él era la
Iglesia. Nuestra experiencia es distinta. César nos decía que para él la Iglesia
es el lugar de la presencia de Cristo. El profesor acabó pidiéndole disculpas.
Esta pasión por la verdad, tampoco me ha dejado indiferente. Ya no me basta
estar en clase escuchando. Suelo intervenir, no me puedo callar, y juro que me
muero de vergüenza; pero me doy cuenta de que no sería yo misma si no me pusiese
en juego en la realidad que vivo. Para acabar, quiero compartir algo: el cambio
que la mirada tierna y amorosa de Cristo ha realizado en mi vida. Me descubro
con una ternura, unas razones, con una Eva que yo no he creado, y que sin
embargo es, en cuanto se adhiere a la belleza de Cristo, de la que toda la
realidad es signo: estudio, relaciones, clases… Durante la semana de la citada
exposición en Filosofía y Letras, confieso que me dejaba muy triste el rechazo
de la gente: los de mi clase que dejaron de comer conmigo, o no me saludan,
aunque ahora es lo contrario… Esto me producía un dolor, pero no me bastaban
respuestas como: peor para ellos que sólo tienen prejuicios. Yo estaba triste,
hasta que, hablando con algunos amigos, entendí que Cristo y yo somos la misma
cosa, que los dos sentimos lo mismo. ¿Cómo se sintió Él ante el joven rico o
ante el mismo Pedro cuando le negó? Participar de los mismos sentimientos de
Cristo es una gracia que da sentido y sostiene todo mi dolor. La respuesta a una
llamada, la misión extraordinaria, que en el inicio no entendía, me ha permitido
comprender mucho más las cosas. Por eso quiero dar gracias al Señor.