El seminarista Raúl Orozco Ruano explica, en este testimonio, el
origen de su vocación: Para poder responder a la pregunta sobre el origen de mi
vocación, ciertamente no puedo pasar por alto la referencia a mi familia. Soy el
mayor de dos hermanos, y mis padres son católicos practicantes; hago tal
referencia porque todo esto ha influido en mi vida y, por tanto, en mi vocación.
Recuerdo, siempre que hago memoria de mi vocación, que desde pequeño había algo
en la figura del sacerdote que me interpelaba. Esto me llevo un día a
preguntarle al coadjutor de mi parroquia qué debía hacer para ser sacerdote; él
me dio la dirección del Seminario menor; pero pasaron los días y parece que el
tema de la vocación se iba olvidando, como si hubiera sido una fantasía más de
la infancia. Al poco tiempo me confirmé, y entré en una comunidad del Camino
Neocatecumenal, donde con toda seguridad he podido experimentar un crecimiento
en la fe más profundo. Pasaron los días, y el mes de mayo de 1993, como
preparación a la Jornada Mundial convocada por el Papa en Denver, hubo un
encuentro de los jóvenes del Camino. Yo, como todos los demás, acudí, pero puedo
asegurar que en esos momentos no tenía en mente la posibilidad de entrar en un
Seminario; más aún, acudí en parte para ver si podía salir con una chica de mi
parroquia, que en esos momentos me gustaba. La celebración transcurrió como
debía transcurrir y, como está programado, al final se hizo una invitación a los
jóvenes que sintieran la vocación al sacerdocio a que se pusieran de pie para
recibir la bendición del cardenal, a lo que se añadió que, aquellos que tuvieran
dudas, esperaran a que el Señor se lo confirmara. En esos momentos todo mi ser
era un mar de dudas, por lo que pensé que esto no era para mí. Pero durante este
tiempo se entonó un canto que para mí fueron palabras concretas de que Dios me
llamaba a servirle en el sacerdocio: Raúl Orozco Ruano
Si sientes un soplo del cielo, un
viento que mueve las puertas, escucha la voz que te llama, te invita a caminar
lejos… eran pobres hombres como tú, como yo...; tenían un corazón, como tú, como
yo… ; pensaban sin duda en el amigo perdido, en la mujer dejada en la puerta de
la casa… Hombre que esperas escondido en las sombras, la voz que canta es para
ti, te trae la alegría de una buena noticia; el reino de Dios ha llegado ya. Y
digo que fueron palabras concretas porque tuvieron el poder de romper en mí
todos mis miedos y minusvaloraciones, haciéndome ver que esta obra que Dios
quería comenzar en mi vida no era obra mía, sino suya y, por tanto, Él saldría
garante a pesar de todas mis infidelidades, como durante estos seis años se ha
puesto de manifiesto. Después el Señor me volvió a confirmar mi vocación en
Loreto, París, y así, el 1 de octubre de 1996, entré en el Seminario diocesano
misionero Redemptoris Mater Nuestra Señora de la Almudena de Madrid.
Como
testimonio a todos los jóvenes, y no tan jóvenes, que estéis leyendo este
artículo y os encontréis ante la duda de si Dios os llama a ser sacerdotes,
tengo que deciros que no tengáis ningún miedo, que deis el paso que nuestra
Madre la Virgen María dio el día de la Anunciación: Hágase en mí según tu
palabra. Si verdaderamente Dios os llama, podréis experimentar aquello que yo en
este tiempo he experimentado, que, a pesar de mis infidelidades y pecados, Dios
ha continuado fiel a la obra que Él ha comenzado, y, lo que es aún más grande,
que me siento amado sin haber dado nada a cambio. Cuando nos llama Dios tiene
pleno conocimiento de cómo somos y cuáles son nuestras limitaciones, como la
Sagrada Escritura refleja al relatar las vocaciones de los profetas: Mira, Señor
-dice Jeremías-, que no sé expresarme, qque soy un muchacho. A pesar de estas
objeciones, Dios te sigue llamando. Y es grande tener, no sólo la posibilidad de
experimentarlo, sino de poder dar a conocer lo que gratis he recibido. Esto es,
además, lo específico de mi vocación: anunciar a Cristo y su amor a todos los
hombres en cualquier lugar donde no lo hayan escuchado, o se les haya olvidado.
Para finalizar, lo único que me queda es bendecir y dar gloria a Dios por su
Hijo Jesucristo, el cual nos ha enviado su Espíritu y nos ha dado a su Madre
como intercesora nuestra ante el Padre.