Oswaldo Guayasamín, pintor de la
rebeldía del hombre: de su odio, llanto, grito y ternura.
En suma, del dolor y la esperanza del pueblo americano.
Nace un 6 de julio de 1919 en Quito. De padre indio, José
M. Guayasamín y madre mestiza, Dolores Calero. Es un
hogar sumamente pobre, donde -a decir del propio artista-
se repite, por el amor entre sus progenitores, la
tragedia shakespereana de Montescos y Capuletos. Era
profundo el repudio de estas dos clases entre sí. Sólo
que esta vez tuvo un feliz desenlace para los amantes.
Es el primogénito de este «hogar miserable» que tuvo a
la madre como «figura central». 10 vástagos alumbran
la esperanza de los Guayasamín. Sus primeros pasos en la
vida son los de «una infancia oscura y descolorida,
donde los «Piececitos» a los que cantó Gabriela
Mistral, «bien pudieron ser los míos. Recién a los
ocho años fue que pude comenzar a usar zapatos, ingresar
a la escuela y hacer mi primera comunión». Padre y
madre buscan, en el trajín diario del mísero trabajo,
el sustento para los suyos. Ella preparando dulces de
guayaba para su tiendita del barrio quiteño de «La
Merced» . El, según la ocasión con sus diversas
ocupaciones: ya como carpintero, chofer o tractorista.
Su apellido quechua significa, según José M. Arguedas,
«Casa de la sabiduría», y según otra traducción: «Ave
blanca que vuela». Refiere Guayasamín que, por su
apellido indígena, fue objeto por sus compañeros, en la
escuelita de las primeras letras, de humillante
discriminación, que dejaría profundas huellas de
soledad en la psiquis del niño. Esta irracional
segregación, cadena social de típica y profunda
raigambre colonial, siguió martillando su condición
humana: para contraer enlace en su primer matrimonio
tuvieron que fugarse, al tozudo suegro «no le gustaban
los indios».
2
El llanto en Guayasamín es el detonante de la ira del
hombre que estalla en lujuria libertaria. Es gesto que
vislumbra la alegría terrenal en esta desgarrante América.Entonces,
el pueblo rastrilla su sangrante anatomía en pos de una
justa y férrea dictadura: pan, justicia y libertad para
las mayorías.
El auténtico artista lleva a Europa su verbo personal,
un latir andino con oxígeno universal y no chamusqueada
«genialidad» tercermundista de forzado tinte foráneo:
burdas contorsiones hamletianas de idílico
montparnassianismo, reflejos mentales de «vanguardias»
de brillante oscurantismo socio-estético. Europa ya está
saturada con el cubileteo retórico de inundar sus galerías
con tardías «innovaciones» de algún «genio»
latinoamericano, que, en el mejor de los casos, recibirá
un exótico reconocimiento a su folclore cosmopolita. En
cambio, el artista realmente universal mostrará, en sus
líneas, trazos, gestos y colores, la voz propia de
hombre andino. Es el caso del maestro quiteño.
El quehacer plástico de Guayasamín está más íntegramente
volcado al destino del hombre: a su angustia, coraje y
ternura. Sus ciclos comprenden «cien o más cuadros
integrados como sinfonía. Tengo también otra serie de
manos; en oración, manos de terror, de protesta, de
desesperación. Todo lo quiero expresar a través de mi
pintura, que es un grito feroz que mueve a los hombres,
hacia la concordia, a la justicia», asevera el artista.
En Guayasamín adquieren sus dolores y congojas
personales, dimensión y valoración colectiva, social, a
diferencia de Van Gogh, traslado lacerante al pincel de
su Yo individual El pincel del quiteño es un sino del
hombre universal. No es ya su problema, es nuestro brutal
destino: nuestro sangrante Yo social.
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