MITO Y LITERATURA
(en la amazonía peruana)

a Luis Urteaga Cabrera,

I. ¿Más Mito que Literatura? (1)

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Quisiéramos obviar el punto referente a si la literatura oral, étnica o
indígena es literatura, no sólo porque la crítica y la lingüística
contemporáneas han admitido y demostrado este carácter, sino porque su
sola duda o negativa estaría retratando una actitud irresponsable,
tendenciosa e infundada. Pero la existencia de criterios discriminatorios
(no sólo por ignorancia o desinformación, sino también por racismo,
desprecio u odio de clase) que niegan el estatuto de literatura a los
relatos, canciones, poemas o fábulas indígenas, y los nombran -por la
obligación de nombrarlos de alguna manera- como mitos y leyendas, nos
inducen a establecer aclaraciones de orden estético-literario e
ideológico.

La literatura es un viejo oficio que puede rastrearse desde los tiempos
más remotos de todos los pueblos. El reciente invento de la escritura, y
luego de la imprenta, no hizo más que acelerar su desarrollo, establecer
niveles y diferencias y sancionar la división el trabajo intelectual.
Surgió así la literatura moderna con las peculiaridades que todos
conocemos, pero no surgió la literatura. Los criterios etimológicos de que
la literatura es principalmente escritura aparecen cuando ésta (la
escritura) es entronizada por los grupos dominantes como el principal
medio de coerción ideológica; hecho que en la actualidad los medios de
comunicación electrónicos, en muchos aspectos, ha vuelto anacrónico.

Por tanto, la etimología no puede darnos la significación del sentido de
la literatura, sino apenas el origen de su nombre. La literatura ágrafa,
oral y colectiva se ha practicado y se practica en todos los países del
mundo. Cuenta Menéndez Pidal que Carlomagno dio la orden para que los
cantos bárbaros y antiquísimos de los francos fuesen aprendidos de memoria
para que no se perdieran para las generaciones venideras. Y explica:
«Entre las varias formas de arte existente, hay una forma de arte
tradicional en la que el gusto literario es profundamente colectivo. El
autor de cada obra es anónimo por esencia, porque él, individuo, se
sumerge en la colectividad. Por esta forma de arte tradicional y anónimo,
comienzan históricamente todas las literaturas».
Esta literatura fue trasmitida por generaciones de padres a hijos, y poco
a poco se fue especializando el narrador. Surgieron los haravicus
incaicos, los kantule panameños, los Minnesänger alemanes, los juglares,
trovadores y bardos de la Edad Media, los shair persas, los scop de los
antiguos teutones, los aedos griegos, y posteriormente los escritores. Y
la literatura que produjeron estos narradores y cantores populares es
inmensa y rica, y su poder de sugestión y belleza compite vigorosamente
frente a la literatura moderna con todos sus recursos técnicos y
conocimientos lingüísticos. Incluso, como sostiene Albert B. Lord, «no hay
ninguna duda ahora de que el autor de los poemas homéricos fue un poeta
oral. La prueba se encuentra en los mismos poemas». Y la oralidad fue
también el sustento creativo de la literatura fantástica de la Biblia, el
Mahabharata, el Corán, el Popol Vuh, las sagas escandinavas, la literatura
griega clásica, etc. Pero lo que nos interesa en este apartado es la
literatura tradicional de los puebos indígenas amazónicos, cuyas
características iremos desentrañando.

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Para el estudio de la literatura indígena amazónica existen dos fuentes
principales: la narración oral y directa de los integrantes de la
comunidad nativa en su mismo idioma, y las recopilaciones y traducciones
hechas por curas, antropólogos, lingüistas y profesores, y publicadas
comúnmente bajo el apelativo de supersticiones, mitos o leyendas. Nos
hemos servido de esta última fuente porque el trabajo de campo excede
nuestras posibilidades, y además, en contra de opiniones que afirman el
absoluto carácter ágrafo de la literatura indígena, porque las
recopilaciones publicadas (falsificadas, acertadas, inhábiles,
verosímiles, no importa ahora) en lengua española o bilingüe forman parte
ya de la literatura indígena amazónica.

De poco nos sirven los datos de los cronistas españoles al referirse de
pasada a lo que consideraban creencias paganas. Ni tampoco los textos que,
desde la publicación de Leyendas y supersticiones amazónicas (1881) de
Juan Barboza Rodríguez, se refieren al anecdotario mestizo y rural
ribereño. Recién en este siglo comienzan las verdaderas recopilaciones más
o menos sistematizadas y abarcadoras. Tenemos, por ejemplo, una amplia
gama de publicaciones acerca de las naciones indígenas de la familia
lingüística Pano, con recopilaciones y reelaboraciones de Ulises Reátegui:
Creencias, mitos y leyendas (1990); Francisco Odicio Román: Mitología
Chama (1969) y Mitos y Leyendas de los Kikin Juni (1988); André-Marcel
d'Ans: La verdadera biblia de los Cashinahua (1975); Gregori Estrella:
Cuentos Cashibos I y II (1977); Wistrand Robinson: La poesía de las
canciones cashibo (1976); James Loriot: Textos shipibos (1975); César
Calvo: Las tres mitades de Ino Moxo (1981); Danilo Sánchez Lihón: Mil y
una hogueras (1991); Luis Urteaga Cabrera: El universo sagrado (1991);
etc.

De la nación Ese-Eja conocemos Con la voz nuestros Viejos antiguos (1984)
de María Chavarría Mendoza. De los quechuas amazónicos tenemos: Francisco
Izquierdo Ríos: Pueblo y bosque (1975); Juan Marcos Mercier: Nosotros los
Napu-runas (1979); Juan Ortiz de Villalba: Sacha pacha (1976) y Había una
vez en la selva (1983); Christa Brauch: Textos en el quechua del Pastaza
(1975); Filemón Tuanama: Cuentos folklóricos de los quechuas de San Martín
(1981); Alessandra Folleti: Cantos de amor y de guerra (1987), y las
múltiples publicaciones realizadas desde el Ecuador por la editorial Abya-
yala y los refranes, sueños, poemas y cuentos quechuas publicados por el
CIEI-CICAME.

De la familia Jíbara: Rafael Karnstein: Mitos de los indios jívaros
(1919); José Jordana: Mitos e historias aguarunas (1974); José Guallart:
Poesía lírica aguaruna (1979) y Antología de prosa narrativa aguaruana
(1980?); Siro Pellizaro: Cantos de amor de la mujer achuar (1981); Lucía
Chumap: Duik Múun (1979); Gerhart Fast: Cuentos folklóricos de los achual
(1976); John Tuggy: Textos candoshi (1975); Mary Hinson: Cuentos
folklóricos de los candoshi (1976), etc.

De las naciones Orejón y Secoya tenemos: Pai y Mai (1990) de Juan Marcos
Mercier; Textos folklóricos de los orejón (1977) de Daniel Velie. Y de la
familia Arahuaca: Pascual Alegre: Tashorintsi, tradición oral machiguenga
(1979); Ricardo Alvarez: Los piros: leyendas, mitos, cuentos (1960);
Vicente de Cenitagoya: Los machiguengas (1943); Andrés Ferrero: Los
machiguengas (1967); Stefano Varese: La sal de los cerros (1973); Mario
Vargas Llosa: El hablador (1987); Joaquín Barriales: Los mashcos hijos del
Huanamei (1970); Harold Davis: Cuentos folklóricos de los machiguenga
(1968); José Alvarez: Los mashcos en la antigüedad (1958), etc.

Si hemos citado una cuarentena de títulos, no es exagerado afirmar que
existen varios centenares de textos publicados como libros y otros
incluidos en revistas y diarios, cuya cita requiere un trabajo
bibliográfico superior y actualizado del de Ana María Espinola y Miguel
Angel Rodríguez (Amazonía Peruana Nº 3, 1978), incluyendo los libros
publicados en idioma extranjero, las recopilaciones difíciles de hallar el
Instituto Lingüístico de Verano (conocemos su amplísima Bibliografía 1946-
1986, recopilada por Mary Ruth Wise en 1986) y las que en la actualidad
realizan lingüistas, antropólogos y profesores.

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Hemos afirmado que las recopilaciones, reelaboraciones, traducciones y
publicaciones en castellano de las creaciones orales indígenas pertenecen
ya a la literatura indígena amazónica. Una aclaración necesaria debe
establecer los niveles de esta inclusión y su relativa validez. Por tanto,
se hace obligatorio estudiar los intereses, características, diferencias y
elementos ideológicos en pugna dentro de las versiones publicadas.

La crítica al etnocentrismo de los científicos sociales se hace superflua
cuando constatamos que algunos textos, manteniendo el carácter
etnocéntrico impuesto por sus autores, rescatan sin embargo aspectos
valiosos de la cultura indígena y rompen con la petrificación que los
complejos antropológicos quieren imponerle. La unilateral naturaleza
absoluta que se atribuye a toda actitud etnocéntrica oculta la lucha de
clases y paraliza la historia. De ahí que al denunciar como crítica las
posiciones etnocéntricas tengamos como eje las contradicciones de clase
tanto en la conciencia como en la creación literaria.

Hasta ahora todas las recopilaciones y traducciones son eminentemente
etnocéntricas; pero ellas poseen diversos niveles de utilidad social y
científica y por tanto mantienen una diferente posición frente a la
literatura de los pueblos indígenas. La actitud más retrógrada,
falsificatoria y en la que observamos el mayor desprecio por las culturas
indígenas es la desplegada por los curas católicos (principalmente
españoles) y los antropólogos subvencionados por ellos. Lo notamos, por
ejemplo, en la manera de especificar las creaciones literarias indígenas,
a las que califican de supersticiones, mitos, leyendas, creencias, ritos y
folclore. Cualquier narración en la que aparezca el elemento
extraordinario o heroico es denominado mito. Observemos estos títulos:
Leyendas y supersticiones de los salvajes machiguengas, Mitología y
supersticiones huarayas, Las brujerías entre los campas, Mitos y leyendas
de los aguaruanas, etc.

No se trata sólo de un error en la denominación del género literario
(curiosamente los trabajos del ILV son más cuidadosos y acertados al
especificar el carácter de sus recopilaciones: Un cuento amuesha, Cuentos
folklóricos de los machiguengas, Los cuentos de nuestros antepasados,
etc.); se trata principalmente del desprecio, del racismo, del afán por
desvirtuar y subvalorar las creaciones literarias indígenas y también, por
supuesto, de la ignorancia y los prejuicios semifeudales que
desgraciadamente aún sobreviven. Citemos como ejemplo al cura Jesús San
Román, considerado arbitrariamente como uno de los pilares de la historia
en la amazonía, quien en las conclusiones a sus Perfiles históricos de la
amazonía peruana (1975) hace un esbozo general del hombre amazónico: «Y es
que la relación colonial ha dejado un hombre frustrado, amargado,
resentido, acomplejado y mañoso por efecto de todas las opresiones y
desprecios».

No se queda atrás otro cura agustino, Avencio Villarejo, famoso por su
demagógico Así es la selva, quien en su libro La selva y el hombre (1959)
calificó al «aborigen de la selva baja» como sometido, cohibido, apático,
despreocupado, conformista, fatalista, etc., con menos personalidad y
autodominio.

Esta inocultable visión del indígena y del hombre amazónico en general
(que olvida sus cientos de rebeliones y movimientos armados contra los
curas y soldados españoles y contra los caucheros y hacendados,
estudiados, entre otros, por Carlos Dávila Herrera) explica las acciones
de supuesta solidaridad que la iglesia católica tiene hacia los nativos.
Recuérdese que durante la conquista y luego en la colonia quemaron todos
los códices y textos mayas y nahualt, los que se salvaron del olvido por
obra y escritura posterior de los propios indígenas, y en Uruguay
aniquilaron a toda la nación indígena charrúa. En nuestros días sus
tácticas de opresión ideológica consiste no sólo en el despliegue de sus
concepciones semifeudales y fascistas, sino también en la falsificación de
las propias creaciones nativas. Al estudiar la literatura guaraní del
Paraguay, Rubén Barreiro Saguier denuncia este hecho: «Tupá se convirtió
en el dios creador por imposición de la reducción evangelizadora, que lo
asimiló al dios cristiano, quizá para intentar dar una idea de la
instancia todopoderosa, temible y benefactora (Tupá era dios del trueno,
el viento y la lluvia) que querían imponer».

En nuestra amazonía la situación es harto escandalosa. Los personajes
míticos indígenas son convertidos ridículamente en remedos de las
divinidades cristianas. Lo advertimos, por ejemplo, en Nosotros los napu-
runas (sus catolicísimos «apústules»), o en la forma como los dominicos
Ricardo Alvarez y Vicente de Cenitagoya intentan teorizar acerca de la
imagen de un ser creador que tendrían las naciones piro y machiguenga.
Todas las recopilaciones efectuadas por los curas católicos incurren en
la misma falsificación, y también lo hacen algunos antropólogos y
lingüistas que trabajan sobre las versiones ya alteradas y no discriminan
ni establecen diferencias.

En Pai y Mai el héroe civilizador Nañé (Luna) es convertido en dios
católico que surge sobre la Tierra para crearla, reformarla, luchar contra
el mal, etc. Algunos estudios antropológicos más serios parecen indicar,
más bien, que los indígenas no poseen divinidades «creadoras» sino
versiones históricas de hombres que, por sus hazañas guerreras,
civilizadoras, mágicas, etc., permanecen en el recuerdo como héroes (en su
más amplia noción) y como paradigmas, pero jamás como dioses.

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Consideramos necesaria esta aclaración para delinear mejor los fundamentos
de un estudio de la literatura indígena, en la que su forma de expresión y
sus contenidos sean delimitados en relación a sus fuentes, las indígenas y
las occidentales, y se establezcan las proporciones y valores en la
participación de cada una de ellas. Todavía no se ha practicado
convenientemente métodos científicos de recopilación y por ello resulta
difícil especificar las fuentes de las que se ha valido el narrador oral.
Una metodología al respecto (preparatoria para una crítica literaria)
necesita no sólo esclarecer la participación del discurso occidental e
inter-étnico en las versiones de los propios indígenas, sino demás
resolver los problemas de traducción, el asunto del mito como género
literario o experiencia colectiva, y hasta captar la conducta esencial de
los mismos indígenas frente a sus colonizadores, ya sean éstos curas,
antropólogos o profesores.

Es curioso observar que muchas veces los curas católicos no han tenido
escrúpulos en expresar directamente su desprecio hacia las naciones
indígenas, tal como lo comprobamos en Jesús San Román y Avencio Villarejo.
Tampoco Andrés Ferrero tuvo reparos en este punto al referirse a los
machiguengas: «Estamos, pues, en plena Edad de Piedra, en los primeros
peldaños de la vida de que nos habla la historia. Más diré: muy anteriores
a la edad histórica». Y agrega más adelante: «No hay literatura, no hay
poesía, no hay épica, no hay historia. Sólo quedan vagos recuerdos,
pasados de padres a hijos, de boca en boca, de oído a oído que, con los
años, han quedado oscurecidos por la inventiva de los relatores, que a su
capricho mezclaron lo real con lo imaginario». En cambio Mario Vargas
Llosa elabora una visión audaz del proceso dialéctico de estas creaciones
machiguengas en su novela El Hablador, audaz y bella sin lugar a dudas.

Los propios indígenas también poseen su visión particular y profunda de
los misioneros. Por ejemplo, los Chimane del oriente boliviano consideran
que los cristianos muertos viven en los conventos y se ocupan en
borracheras, orgías y todo tipo de placeres como reflejo de su vida
hipócrita y real.

En la canción Mira al feo cristiano lo retratan:
«Mira, mira cómo se arrastra el feo caimán
sobre la arena
Estoy muerto: el convento es ahora mi morada
Estoy muerto: el convento es mi casa y canto
Hosana, hosana, hosana
Hosana, estoy borracho
Hosana en las alturas
Calma camaradas
Inviten al caimán a beber
Invítenlo a beber cerveza
Miren: feo como la piedra es el cristiano
Miren qué feo es el cristiano».

Esta apreciación de los chimane es común a la que tiene la mayoría de
pueblos del Perú; una visión satírica, jocosa, irreverente y real frente
al verdadero papel de la iglesia católica. Algo que también notamos en los
demás países latinoamericanos y hasta en la misma España, donde los
levantamientos populares en la primera mitad de este siglo enfilaron su
rebeldía despanzurrando y degollando curas por considerarlos, como ahora,
instrumentos de explotación social y cultural.

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Respecto al mito, la situación es preocupante. Hasta la fecha no existe
una explicación coherente para considerar al mito como género o especie
literaria. En todo caso, los intentos de clasificarlo -incluido Todorov,
Auerbach, Adorno y Bajtin, en la literatura- como una suerte de género
literario diferente del cuento, la poesía o la novela, tiene como
basamento el contenido mítico y, principalmente, su origen oral y étnico.
Como Eduardo Galano apunta en una de sus crónicas, para los grupos
explotadores los pueblos indígenas no tienen cultura, sino folclore; no
tienen literatura, sino mitos y leyendas; no tienen arte sino artesanía.
De ahí que una aclaración sobre la existencia y naturaleza del mito se
especifique en su acepción social y antropológica, y luego, como
consecuencia, en su aspecto literario.

Dice Malinovski: «mito, tal como existe en una sociedad primitiva, no es
meramente una historia contada sino una realidad vivida». Toda la
antropología posterior sólo enriquece este concepto y profundiza el
carácter vivencial y concreto del mito. El mito es una experiencia, no un
argumento. El narrador oral o recopilador sólo recoge finalmente la trama,
la historia, la anécdota del mito. Y el resultado es obviamente una
narración literaria con contenido mítico, y no un mito. Acaso se comprenda
mejor esta diferencia si recordamos que la pintura, el teatro, la
escultura y otras artes recrean igualmente los contenidos míticos, y los
resultados son una pintura, una obra teatral o una escultura, mas no un
mito.

Por eso tienen razón André-Marcel d'Ans y Humberto Morey Alejo cuando
advierten que toda recopilación y traducción de la literatura indígena
amazónica pierde la entonación onomatopéyica del relato oral; pierde la
alegría o la tristeza, la tonalidad vibrante o sugestiva, la espontaneidad
y los estados emocionales que se producen en la vivencia colectiva del
mito.
El mito es una fe, pero no la anécdota de esa fe. Se dice, por ejemplo,
que los tupí-guaraní (brasileños-paraguayos) creían en la Tierra sin mal,
donde se vive en paz y justicia, y que en 1550 llegaron 300 de ellos a
Moyobamba desde el Brasil, tras un largo viaje que duró diez años en busca
de la tierra prometida (pero desgraciadamente fueron pronto esclavizados
por los curas y encomenderos españoles y tuvieron que huir de sus
captores). Ni la narración de estos hechos ni la misma descripción del
«mito» de la Tierra sin mal convierten a nuestras palabras en mito. A
nadie se le ocurriría, tampoco, llamar mitos, pese a su evidente contenido
mítico, a las obras literarias como las tragedias clásicas griegas, los
poemas homéricos, árabes y chinos, y hasta parte de la literatura moderna
que mediante el denominado realismo mágico o lo real maravilloso (García
Márquez o Alejo Carpentier) recrea algunos relatos míticos tradicionales.

Esta diferenciación, que aparentemente desconecta dos realidades no del
todo distintas, no sería flexible sin establecer el tipo de relación que
ata al mito con la literatura. Tanto para la creación oral indígena como
para la literatura escrita de cualquier época y lugar del mundo, el mito
es una fuente de creación de igual validez que la imaginación individual
del artista o la realidad social y política.

En este sentido debe comprenderse las palabras de Luis Urteaga Cabrera al
referirse a la literatura shipibo-conibo: «De esta memoria colectiva, voz
unánime que trasciende los tiempos cargada de señales, el mito es la pieza
central. Porque el mito es la organización de los elementos del universo
mediante la palabra. El se propone dar explicación a la significación y el
sentido del quehacer humano. Crea la figura sobrenatural del destino así
como los valores que constituyen los basamentos de la formación socio-
cultural. Por virtud del mito nacen los arquetipos, héroes del orden que
luchan por el triunfo de cierta visión del mundo. Y nacen también los
disidentes y rebeldes, autores de la contradicción y el conflicto,
fundadores de las rebeliones y las transformaciones. Y aparece el rito,
epifanía del mito, mediante la palabra. Luego, signos nacidos de aquel
signo, las artes, tradiciones y costumbres. Así, la palabra, el verbo de
una comunidad unánime, crea los principios sociales y establece los
criterios en que se fundamentan las relaciones del hombre con la
naturaleza, con sus semejantes, con la historia».

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Uno de los problemas más visibles para apreciar la calidad estética de la
literatura indígena amazónica es el de la traducción. Desgraciadamente, al
traducir al español los relatos indígenas no se han aplicado las mismas
reglas que al traducir los relatos en lenguas extranjeras. Las obras de la
literatura clásica extranjera se publican en la actualidad en versiones
modernas, tal como lo hace la colección Biblioteca Ayacucho, por ejemplo,
con La vorágine (1924) de José Eustacio Rivera, y por su puesto se
modifican y actualizan obras como El Cid, La Celestina, La biblia, Nueva
crónica y buen gobierno, Los sertones, etc.

En cambio la traducción de las recopilaciones de literatura indígena
adolecen de elementales fallas sintácticas y semánticas, son demasiado
simples en su estructura narrativa y por supuesto carecen de la
espontaneidad y viveza del relato oral. Esta espontaneidad sí es posible
registrarla en la literatura, tal como nos lo demuestran Las aventuras del
barón de Münchhaussen y el Simplicius Simplicissimus en la literatura
alemana, las Mil y una noches en la literatura persa, y Tutupaka, el
mancebo que venció al diablo en la literatura andina. Pero los
recopiladores de la literatura indígena amazónica, en su mayoría ajenos a
la literatura y húerfanos de conocimientos y habilidades literarias, nos
han dejado piezas de museo que la empobrecen y deforman y al mismo tiempo
dificultan la lectura. Tenemos, por ejemplo, Duik Múnn, Pai y Mai,
Nosotros los napu-runas, etc., escritos como si la intención estética
fuese mostrarnos el primitivismo de los relatores y la pobreza de la
lengua y sus referentes.

Una posición intermedia respecto a la calidad de la versión en castellano
la encontramos en Mitos y leyendas de los Kikin Juni, Pueblo y bosque,
Mitos e historias aguarunas, Poesía lírica aguaruna, Los piros, etc. Y
también en los excelentes trabajos realizados en el Ecuador de los
quechuas del Napo y Aguarico, los Achuar y los Jíbaros, sobre todo los de
Alessandra Folleti-Castagnaro y Siro Pellizaro.

En cambio las versiones de La verdadera biblia de los cashinahua, Las mil
y una hogueras y las contrapartes en El hablador nos muestran la
insospechada belleza y la múltiple riqueza de la literatura indígena.
Conforman una inquietante visión del mundo amazónico expresada con alto
vuelo poético, rebeldía, humor, pasión y variados procesos psicológicos
que la literatura urbana en la amazonía no ha logrado aún superar. El
universo sagrado de Luis Urteaga Cabrera es acaso la versión más bella e
inteligente que se haya escrito sobre literatura indígena. Es cierto que
la misma condición de escritor de Urteaga le ha obligado a resultados más
responsables y superiores, pero su obra no se reduce al aspecto literario,
sino que abarca una certera metodología de recopilación y selección de
textos, una visión científica creadora y, por supuesto, un indoblegabe
amor por el puebo indígena que le sirve de cimiento. Por ello no es
extraño que Eduardo Galano elogiara El universo sagrado: «Esta es una
síntesis poco frecuente: la investigación profunda y el alto lenguaje se
unen en un solo vuelo».
En el otro extremo, las traducciones literales han obedecido más a
necesidades lingüísticas que literarias. Siguiendo a J. Courtés, Enrique
Ballón afirma que «El respeto por el texto en la versión original
registrada directamente al informante y su transcripción fonológica será
la condición primordial de un estudio regulado de la literatura étnica».

Pero no advierte, como Betty Hall Loos y Eugene E. Loos, que no existe una
versión oficial y única de un relato indígena, sino tantas versiones como
informantes y oportunidades para relatar, que modifican inevitablemente
cualquier supuesta versión original.

El aspecto utilitario de una traducción literal se aprecia mejor para el
aprendizaje de la lengua original (método pragmático utilizado con
sorprendentes resutados por el ILV), mas no para la literatura propiamente
dicha. De ahí que Claude Lévi-Straus tuviera «la convicción de que, salvo
pruebas manifiestas en contra, no existen buenas y malas versiones de un
mito».

Además, para una traducción más seria y responsable de un relato indígena,
se requiere de conocimientos más profundos de la lengua vernácula y de la
historia del pueblo que la produce, así como de las mismas condiciones
sociales de su origen y las de su enunciación, todo lo cual está lejos de
facilismo que se propugna para la traducción de la literatura indígena. No
está demás, por eso, citar el acierto de Lionel Trilling: «Leer un poema
aun de hace cien años atrás requiere tanto traducción de sus
circunstancias cuanto de sus metáforas».

7
En estas aproximaciones a la literatura indígena en la amazonía peruana
hemos señalado, apenas, algunas de sus características y problemas sobre
su tratamiento. Falta estudiar la naturaleza propiamente oral de esta
literatura y un trabajo de campo que ponga en marcha una metodología
científica de recopilación y traducción y obtenga mejores resultados
artísticos.

Ha sido necesario insistir en aspectos relievantes, como el oscuro papel
de la iglesia católica en la amazonía y los prejuicios sobre el mito y la
traducción, para encaminar con mejores basamentos un estudio de la
literatura indígena y, al mismo tiempo, procurar su inclusión en el
proceso de la literatura peruana. A menudo me ha sorprendido no encontrar
en los ensayos e historias de la literatura peruana, investigaciones sobre
literatura amazónica ni mucho menos sobre literatura indígena. Esta última
posee, al igual que la literatura andina (quechua-aymara), creaciones que
sobresalen por su riqueza, humor y variedad, y cuyo conocimiento derribará
definitivamente la visión prejuiciosa e interesada que sobre ella han
querido imponer la deshonestidad o ignorancia de tantos profesionales.

No olvidemos por eso la posición de Ernesto Cardenal, cuyas palabras deben
hacernos reflexionar sobre el arte que se produce en el interior de la
amazonía y hacernos tomar iniciativas para su tratamiento adecuado y
difusión: «Algún día nos daremos cuenta de que la poesía más grande de
América es la de nuestros indios. Mucha de la mejor poesía de América
pertenece a tribus ya extintas o confinadas en las espesas selvas del
Amazonas o el Orinoco».

Si bien hemos estudiado principalmente las recopilaciones traducidas al
castellano de la literatura indígena, también conocemos relatos orales y
textos bilingües escritos por los propios indígenas, pero por falta de una
sistematización adecuada y mayor investigación de sus fuentes originales
aún no nos atrevemos a un estudio más profundo de su naturaleza y
características.

En todo caso, la verdadera producción de la literatura indígena sólo será
creación de los propios indígenas, quienes, sin perder su esencia
cultural, sabrán recoger y aquilatar las influencias de otras culturas,
hasta lograr producir, con la fuerza de sus rebeldías, pasiones, sabiduría
e imaginación creadora, uno de los mejores aportes a la cultura popular de
nuestro continente.

II. ¿Más Literatura que Mito? (2)

El Mito
El mito surge con la humanidad. Es el primer intento del hombre para
explicar y comprender el mundo. Nace antes de la ciencia, la religión, la
filosofía y las artes, pero lleva en su seno los gérmenes de todas ellas,
y, más adelante, miles y miles de años después, les da vida. El mito es,
por ello, una forma precientífica de conocimiento. Ese es su lugar preciso
y por esa razón corresponde sólo a ciertos modelos de sociedad y a
determinada etapa de su desarrollo. Es el primer gran intento del hombre
para aprehender vitalmente un mundo ajeno a él, a veces generoso y otras
destructivo, y al mismo tiempo pra comprenderse a sí mismo. No aparece aún
la escición racionalista sujeto-objeto y ningún otro conocimiento posee
autonomía. Poco a poco, según va surgiendo la división del trabajo,
algunas disciplinas se independizan nebulosamente del mito: la magia, la
religión, las artes, las ciencias, van adquiriendo contorno propio. Lo
mismo ocurre con la literatura: ella es primeramente, durante miles de
años, literatura oral, y abandona del mito muchos de sus contenidos
médicos, musicales, danzísticos y religiosos, aunque, por el uso de la
gestualidad, el canto y las onomatopeyas, mantiene una estrecha relación
con el teatro. El mito es ante todo fe, creencia directa en lo
sobrenatural, miedo ante lo desconocido, sorpresa y pavor frente a los
hechos espectaculares de la naturaleza que no comprende. Es la etapa
primitiva del hombre, cuando aún su lenguaje y sus modos de sobrevivencia
son torpes y balbuceantes. Durante milenios reina el mito, y con las
conquistas técnicas humanas va enriqueciéndose y sistematizando, a través
de las palabras, el conocimiento del mundo. Al verse enfrentado por la
realidad cambiante y por los mismos hombres, y al emerger tímidamente las
primeras tentativas del conocimiento científico, el mito omnipresente se
diluye. Pero no sucumbe en su totalidad. Se refugia en sus propias
creaturas, como la religión, la magia o la literatura, y allí, enfrentado
por formas de conocimiento superiores, expira lentamente. La literatura
oral que sobrevive no refleja al mito, sino sólo su cadáver. En cambio sí
vive pertinazmente en la religión y la magia, fenómenos anticientíficos
que aún sobreviven como retazos de nuestros antepasados primitivos. Si
bien la mayoría de científicos coloca al mito como padre de la religión y
la magia, algunos hermanan sus orígenes. Es decir, consideran que el mito
se enfrenta sólo a determinada necesidad, la de explicar y organizar la
vida y el mundo, mientras que la magia y religión se enfrentan a la
angustia y temor de lo desconocido. Por tanto, dicen, son fenómenos
paralelos. Sin embargo, esta explicación olvida la historicidad del
pensamiento -sea mítico o filosófico- y el hecho de que, en sus comienzos,
también el mito le hacía frente a lo sobrenatural. Por esta razón además
es imposible denominar correctamente como mito a toda creencia u
ocurrencia idealista contemporánea. Se habla del mito del eterno retorno,
de los mitos del capitalismo o socialismo, del mito de la modernidad y
post-modernidad, etc. La significación objetiva del concepto mito se ha
perdido y, en cambio, se ha transformado en simple sinónimo de utopía,
irreal, absurdo, ilógico y hasta falso. El mito es en la actualidad la
metáfora de la mentira. En los primeros tiempos de la vida humana, en
cambio, el mito era la imagen de la verdad. ¿Existe el mito en nuestros
días, por ejemplo, en los pueblos indígenas o en los llamados pueblos
primitivos de Australia y Africa? Una respuesta negativa es muy sencilla
de explicar. En primer lugar, el hombre primitivo -el verdaderamente
primitivo- desapareció hace miles de años. Las técnicas y modos de vida
arcaicos de algunos pueblos pertenecen, comparativamente, a sociedades más
desarrolladas, más cercanas a las nuestras. Si no descubrieron la rueda o
no se les ocurrió la escritura, se adecuaron en compensación al difícil
medio geográfico y su supervivencia revela una inmensa victoria. Cientos
de altas culturas desaparecieron con los siglos, pero ellos (los llamados
pueblos atrasados) sobrevivieron. Modernos estudios científicos han
descubierto que poseen costumbres e ideas muy complejas. Incluso en
algunos aspectos de su organización social y familiar y en no pocas
denominaciones lingüísticas superan en complejidad a "nuestra" cultura
occidental. La existencia de instituciones mágicas, horticultoras,
cerámicas, textiles, entre otras, demuestra que el mito hace mucho que se
batió en retirada. ¿Qué son, entonces, esos relatos maravillosos que se
trasmiten oralmente por generaciones? Son leyendas, dicen algunos. Pero la
leyenda es una especie literaria. Son tradiciones, dicen otros. Y la
tradición también es una especie literaria. ¿Qué son, entonces? Literatura
oral. Sí. Simplemente, literatura.

Mito o Literatura
¿Por qué muchos estudiosos de los pueblos nativos, entre ellos
antropólogos, lingüistas, reigiosos y sociólogos, aún llaman mitos a la
copiosa y bella literatura indígena? Existen varias razones. La más
notoria es la menos seria: etnocentrismo. Pero no se trata ya de un
etnocentrismo brutal a la manera de los viejos colonizadores, sino de un
estado mental que les viene de la infancia. La fantasía del cristianismo o
de otras religiones, los relatos de ciencia ficción y de las
autodenominadas ciencias ocultas gozan de mayor prestigio y credibildiad
que las narraciones míticas. Al no comprenderlas, las desdeñamos. Pero la
realidad tiene sus propias formas de hacernos ver claro. Por ejemplo,
hablemos de los Cocamas. Su filiación lingüística los hace desprenderse de
los tupí-guaraní, y éstos, a su vez, de grupos étnicos más antiguos
provenientes probablemente de la isla de Marajó (desembocadura del
Amazonas) y con anterioridad de alguna inmigración asiática. Si pensamos
en los miles de años de recorrido y los comparamos con las actuales
narraciones cocamas, descubriremos que éstas no nos dicen nada de los
tiempos más remotos sino, apenas, del pasado reciente. Además, sus relatos
orales contemporáneos obedecen a un modo de explicación adecuado a sus
conquistas técnicas. Son los cazadores y horticultores quienes, partiendo
de ese estatus, explican el mundo. La actual literatura oral cocama (casi
perdida por el mestizaje o la aculturación) es distinta a la que fue en
sus primeras migraciones hacia el Huallaga. ¿Y los relatos más antiguos,
cercanos a la etapa mítica y primitiva? Se perdieron para simpre. O, en el
mejor de los casos, están fundidos en la actual literatura tupí-guaraní
peruana, brasileña y paraguaya. Por eso dijimos que estas expresiones
orales son, en primer lugar, literatura. Por su contenido o su temática
puede ser fantástica, realista o mítica. Hablar de relatos míticos (y no
de mitos) significa referirse a relatos cuyos contenidos son míticos. No
todas las narraciones orales indígenas poseen contenido mítico. Existen,
además, temas humorísticos (los más numerosos), de aventuras, fantásticas,
guerreras, etc., que nos indican la creciente autonomía de la literatura.
Algunas poseen la concisión del cuento moderno. Observemos sino este
cuento asháninka: «Un niño quiso coger a la luna para convertirla en su
collar. Pero la luna se dio cuenta. Cogió al niño e hizo de él un bonito
collar». No son pocos los estudiosos de la literatura que han incluido al
mito ya no como una forma de pensamiento primitivo, sino como una especie
literaria, junto al cuento, la leyenda, la fábula o la poesía. Pero esta
clasificación no está el todo clara. Si el mito como especie literaria
pertenece sólo a los pueblos atrasados que quieren explicarse el mundo,
entonces el etnocentrismo y subjetivismo permanecen. ¿Un escritor moderno
puede escribir mitos? Si la clasificación del mito como especie literaria
fuese exclusivamente de carácter literario, la respuesta sería afirmativa.
Existirían cuentos y novelas míticas. José María Arguedas, García Márquez
y Alejo Carpentier pertenecerían no a lo real maravilloso o al realismo
mágico, sino a la literatura mítica. Pero no es así. El prejuicio
antropológico sigue pesando sobre la especificidad literatura y, con ello,
el etnocentrismo cultural se nos aparece más vivo que nunca.

Literatura oral
Las características de la literatura oral primigenia (con el tiempo logra
desarrollar sus propios recursos e innovadoras técnicas) son, aparte de
ser oral o hablada, la de ser pública, anónima, colectiva, mosaico de lo
general (la visión histórica de mito, los acontecimientos pasados, los
valores morales organizados con el tiempo, etc.) con lo particular (donde
se incluyen los hechos contemporáneos, las nuevas historias, los sucesos
de los individuos vivos), de modo que esta literatura oral es dinámica,
cambiante, actualizada -pero fundida con la tradición- y de múltiples
versiones. El narrador cuenta y actúa (teatraliza) al mismo tiempo,
mientras el público se deja seducir, celebra, protesta y se emociona con
la ficción. La relativa autonomía de la literatura oral se perfecciona,
también, con la aceptación pública de determinados narradores (que se
especializan mediante técnicas intuitivo-racionales de contar) y el
rechazo a otros. No todos son narradores en sentido estricto. Es decir,
existe ya una sensibilidad estética entre público y narrador que prueba
incontrovertiblemente su carácter literario y artístico. La novela El
hablador de Mario Vargas Llosa no hace más que confirmar este hecho. Las
historias narradas forman un abanico increíble de temas, que pueden ser
agrupadas según los sub-géneros o especies literarias actuales:
fantásticas, eróticas, guerreras, religiosas, místicas, de aventuras,
costumbristas, históricas, etc. Todas son cortas y fragmentadas, y están
adecuadas a las necesidades específicas de la oralidad. El público acepta
estas historias como ficción y no, como en los tiempos míticos, como
realidad. La prueba está en que sus propias historias reconocen la
antigüedad de determinados acontecimientos fantásticos y los presenta como
algo lejano y hasta con irreverencia y burla. Y también, en que la vida
diaria y las relaciones sociales son distintas a lo narrado. Es obvio que
si estas narraciones fuesen mitos y no literatura los hombres vivirían
determinados por ellos y no, como ocurre en realidad, con evidente
independencia. Sin embargo, esta independencia es relativa. Está
atravesada de cierto grado de religiosidad que puede confundir nuestra
percepción. Si el aguaruna goza con los relatos de Nunkui, el héroe
cultural femenino que les enseñó a labrar la tierra, nada les impide
encomendarse a ella al momento del sembrío o la cosecha.

No es superstición o señal de primitivismo o magia, sino simple
religiosidad, al igual que los cristianos al adorar la cruz, rezar al
cielo o arrodillarse en el templo. El concepto de literatura oral (y con
él sus características) es tan amplio que su campo de acción resulta
ilimitado. No sólo los pueblos indígenas o los pueblos ágrafos en general
producen literatura oral. También lo hacen los pueblos mestizos de la
ribera, a quienes pertenecen en realidad las ficciones del yacuruna, el
chullachaqui, el bufeo colorado, el ayapullito, el tunchi y otros seres
fantásticos. Y la literatura oral se crea asimismo en las ciudades. Lo que
pasa es que está tan poco estudiada y menos sistematizada, que es casi una
realidad desconocida. La literatura oral es patrimonio de la humanidad.
Los relatos orales de los pueblos indígenas han sido y aún son recopilados
por diversos estudiosos, pero la ausencia de una taxonomía literaria
adecuada ocasiona el olvido de aspectos importantes, como la creación
actual (y no la tradicional) de los jóvenes narradores. Lo mismo ocurre en
los pueblos mestizos ribereños. De ellos se conoce sólo su bestiario de
bufeos y chullachaquis, pero se olvida su origen europeo. Tanto el
yacuruna (sirenas masculinos) como el chullachaqui (gnomo, duende o
sátiro) tienen su origen en Europa, aunque han desarrollado en la selva
sus propias peculiaridades. Lo mismo ocurre con el tunchi (alma en pena
eminentemente católico) y otros espíritus emparentados con la imagen
hervíbora del diablo judeo-cristiano.

De Europa a la Amazonía
Los personajes fantásticos europeos fueron trasladados a América con la
colonia y principalmente con la religión católica. Muchísimos seres
mágicos llegaron en el stock de importaciones coloniales. Dios, diablo,
almas en pena, condenados, vírgenes embarazadas, monjes sin cabeza, santos
guerreros y milagrosos, tunchis y chullachaquis, en fin, buena parte de la
mitología europea. Estos personajes se asentaron en zonas geográficas
amplias o específicas. Algunos de- saparecieron y otros tuvieron éxito. El
chullachaqui, por ejemplo, puede rastrearse (con otros nombres) en
Brasil, Paraguay y Venezuela, y sus aventuras se cuentan en casi todos los
pueblos ribereños de la selva. Pero, curiosamente, en ningún pueblo
indígena. Con el auge del regionalismo loretano y la moda ecológica, la
mayoría de escritores amazónicos se lanzó a salvar la cultura regional
mediante la recreación de lo que denominaban «mitos y leyendas». Llamaron
«al reencuentro con lo mágico» y se sumergieron en cientos de solicitudes
de subvención a las empresas públicas y privadas para mantener su actitud
salvadora. Este oportunismos tuvo un eco inusitado en la apática
intelectualidad iquiteña. No les interesaba desbrozar y esclarecer la vida
social loretana, pero la encubrieron con anécdotas mágicas y personajes
fantásticos. Los escritores dieron vida a plantas, animales y seres
fantásticos en defensa de la naturaleza y contra el hombre, por
considerarlo el causante de todos los males (no las empresas madereras,
las transnacionales petroleras y los funcionarios corruptos de la misma
región, sino el Hombre). Pero la desinformación sobre el tema medio
ambiental era tan grande que aún podemos leer en sus libros su llamado a
«proteger la ecología», sin distinguir a la naturaleza que debiera
protegerse de la ciencia que la estudia. De modo que la última narrativa
amazónica está poblada de animales y plantas humanizadas y de un discurso
torpemente ecológico. La literatura escrita se ha estancado en la fábulla
moralizante y empobrecida por falta de sinceridad, y los escritores no se
han sentido tocados por la realidad social que les muerde a diario con
tanta miseria, delincuencia y demagogia. Para el escritor amazónico de hoy
se desprenden dos caminos: escapar de la realidad, o encubrirla. La
mayoría ha elegido ambos a la vez.


III. El Relato Mítico (3)

Pero ¿qué tipo de sub-género o especie literaria es el relato mítico? ¿En
qué se parece al cuento o al relato, o acaso a la novela o la epopeya, y
cuáles son sus características específicas que lo hacen único y diferente
de otras especias literarias? ¿Pueden crearse relatos míticos en la
actualidad, distintos a los tradicionales?

A estas alturas de las reflexiones sobre literatura indígena, parece
lógica la obligación de responder a tales preguntas. Sin embargo, todavía
me resultan difíciles las respuestas debido, en primer lugar, a que la
naturaleza del mito posee tantas ventanas abiertas que desafían cualquier
afirmación definitiva; y en segundo lugar, porque el problema de los
géneros sigue siendo una polémica irresoluble dentro de la literatura.

Pero podemos continuar boceteando aproximaciones y definir conceptos más o
menos claros como un recurso pedagógico que nos permita, bajo bases
comunes, comprender los aspectos cuestionados de los relatos míticos.

Lo primero que podemos hacer es discriminar el relato mítico (donde
descansan propiamente los contenidos míticos) de las canciones, himnos y
dramatizaciones indígenas. De este modo nos limitaremos al aspecto
puramente narrativo, alejándonos de sus elementos poéticos y teatrales.
Hemos utilizado el término relato y no cuento, porque el primero posee una
acepción general y plasticidad para adecuarse a diversas formas narrativas
breve. En cambio el cuento, pese a que también acepta la generalidad del
relato y, en sus formas antiguas, eran idénticos, ha adquirido en la
actualidad un estatus propio, posee características específicas e incluso
técnicas y recursos que le han dotado de autonomía y distanciado de sus
antecesores.

Obviamente el relato mítico carece de las cualidades del cuento moderno, y
sólo elementos accidentales pueden darle la estructura y síntesis de este
último, especialmente si se trata de una buena traducción y una versión
mejorada. El agregado mítico al relato sólo nos aclara la especificidad
del sub-género. Es decir, si el sub-género es el relato, y si el relato
pude ser fantástico, humorístico, histórico, etc., decir relato mítico
sólo significa que se trata de relatos cuyo contenido es mítico.

Las características del relato mítico son, en principio, las de cualquier
relato en general. La diferencia en su forma, tema y mensaje es dado por
el contenido mítico, la habilidad del narrador oral y las costumbres
tradicionales y vigentes en el acto de narrar. Un relato mítico narrado
oralmente por un indígena a su comunidad es en realidad el fragmento de
una larga narración cuyos hechos, personajes y desenlaces no siempre se
corresponden y parecieran guardar una inexplicable incoherencia. Pero aquí
radican precisamente sus características originales. La fragmentación de
las historias (se narra un relato, y luego se pasa a otro, y así
sucesivamente), pese a su relación y vertebración interna (a veces los
mismos hechos y los mismos personajes), son tratados generamente con
entera libertad, de modo que el relato sólo posee autonomía en la medida
en que la versión del narrador se lo permita. Los personajes no siempre
cumplen el papel de personajes. Pueden existir sólo como pretexto y no
como sujeto; de modo que si nos interesamos por la suerte de determinado
personaje podemos quedar desencantados cuando comprobamos que ha
desaparecido sin explicación alguna.

Cambia el desarrollo de la historia, y cambia también el desenlace. La
versión del narrador es importante, pero también lo es la necesidad
interna de la comunidad. Al fin y al cabo, la literatura indígena es
expresión de su imaginación verbal, de sus sueños, esperanzas y
necesidades materiales.

Esta incoherencia narrativa, junto a la mutabilidad de la acción y el
desenlace, así como la fragilidad existencial de los personajes y la
fragmentación de la historia, representan las características más
resaltantes del relato mítico. Todo depende de la versión del narrador
oral. En cuanto esta versión se hace escrita, las reglas de juego cambian.

Respecto a los temas del relato mítico, tenemos algunas constantes fáciles
de destacar: cosmogónicas, cuando se narran las relaciones
-generalmente humanizadas- de los astros y el universo; de origen, cuando
asistimos al nacimiento del hombre, y en general de los seres vivos; y
cuturales, cuando se describe la aparición de las técnicas que el hombre
inventa para «conquistar» la naturaleza, como la agricultura, la pesca,
las viviendas, etc.

Esta tipología es general y pedagógica. Cada una de estas constantes
produce subdivisiones que las hacen más específicas y originales. Ninguna
es pura. Más bien se encuentran interrelacionadas y en algunos casos la
única forma de nominarla es destacando el factor dominante. Es decir, si
nos encontramos con relatos míticos que son cosmogónicos, de origen y
culturales al mismo tiempo, es señal de que la especialización del relato
aún permanece en proceso.

Podríamos agregar a esta primera clasificación otra de naturaleza menos
general, en la que el tema se confunde con el carácter de la narración:
humorística, aquella que amalgama la sonrisa con la carcajada delirante;
fantástica (en su acepción antigua), cuando intervienen seres
sobrenaturales, mágicos e irreales; fábulas, cuando los animales
reemplazan al hombre en su protagonismo; histórica, compuesta por hechos
violentos o pacíficos determinantes en la vida de los pueblos; sociales,
aquellas que reflejan y expresan las formas de vida social y los modos de
ejercitar el poder y el derecho; costumbrista, referido a los hábitos y
tradiciones de los pueblos, etc.

Evidentemente, el relato mítico abarca muchos más aspectos de los que la
antropología atribuye al mito. El relato mítico no sólo explica
ordenadamente el origen del hombre y del mundo; también lo recrea, se
contradice, imagina situaciones que van más allá de la simple necesidad de
explicarse las cosas y, en sus momentos más brillantes, adquiere la
autonomía respecto a su función primera.

El relato mítico, en esta última acepción, representa la narrativa general
de los pueblos indígenas amazónicos. Desde este punto de vista, el relato
mítico sólo pude ser expresión -tradicional o novedosa- de los pueblos
indígenas. Y ello se debe a que, como dijimos anteriormente, no se trata
de especificaciones literarias puras, sino que todas ellas están
atravesadas por el componente mítico esencial señalado en la primera
clasificación. Los relatos míticos humorísticos, fantásticos, de fábula,
históricos, sociales, costumbristas, etc., se encuentran teñidos de
características míticas cosmogónicas, de origen o culturales, lo que los
hace exclusivos de los pueblos indígenas.

Cuando el relato mítico (de naturaleza originalmente oral) se convierte en
literatura escrita, ya sea por obra de recopiladores y traductores no
indígenas, y se traslada de la lengua nativa al castellano, es forzado a
adquirir otra estructura narrativa, lo cual, en lugar de limitarlo o
anularlo estéticamente, debería elevarlo a los niveles de comunicación
que la versión oral sí sabe procurarle.

Respecto a la literatura indígena escrita en la misma lengua nativa, es
poco lo que podemos decir. En algunos casos sólo se puede hablar de una
escritura incipiente. En la mayoría, en cambio, pese a la existencia de
gramáticas y diccionarios de las decenas de lenguas indígenas, pese a las
traducciones y a los maestros bilingües (los que en realidad sólo hablan
el castellano), es inexistente. Esta obra sólo puede ser tarea de los
propios indígenas. De modo que, de momento, no podemos referirnos más que
a las traducciones en español.

En principio debemos distinguir que así como la oralidad exige una
determinada estructura narrativa, sometida a las características y
necesidades del habla, igualmente la escritura exige sus formas y la
sumisión a sus propias tradiciones, aquellas que han producido lo mejor de
la literatura universal. Esto explica por qué las versiones escritas de
los relatos míticos publicadas de modo literal y con resonancias fonéticas
o pedagógicas, nos parecen tan probres, aburridas y monótonas. En cambio
las versiones realmente literarias, que transforman el relato mítico en
narraciones solventes con las mismas o parecidas características del
cuento moderno, son verdaderas joyas de arte que nos sorprende y
deslumbra, y nos introduce maravillados en la imaginación verbal de los
pueblos indígenas.

Si toda traducción es una traición, tanto mejor si es útil a la
literatura. Los recopiladores tienen la obligación de lucirse como
escritores antes que como cajas de resonancia desafinadas. Sólo la
literatura produce literatura. Es decir, hay que rendirse siempre ante la
palabra creadora.
Iquitos, diciembre 1998


NOTAS

(1) Publicado como separata por el Programa Bilingüe de la Universidad
Nacional de la Amazonía Peruana en enero de 1993, bajo el título
Aproximaciones a la literatura indígena en la amazonía peruana.
Con el mismo título fue publicado como artículo en la revista Amazonía Nº
217, setiembre-octubre 1993, pp. 39-42.

(2) Publicado en la sección Culturas del diario La Región (Iquitos) con
el título Mito y literatura en la amazonía, los días 05, 06 y 08 de abril
de 1996, pp. 11-11-11 respectivamente.

(3) Con el mismo título fue publicado en el diario La Región, de Iquitos,
el 10 de febrero de 1999, p. 5.


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