MITO Y LITERATURA (en la amazonía peruana) |
a Luis Urteaga Cabrera, |
I. ¿Más Mito que Literatura? (1) 1 Quisiéramos obviar el punto referente a si la literatura oral, étnica o indígena es literatura, no sólo porque la crítica y la lingüística contemporáneas han admitido y demostrado este carácter, sino porque su sola duda o negativa estaría retratando una actitud irresponsable, tendenciosa e infundada. Pero la existencia de criterios discriminatorios (no sólo por ignorancia o desinformación, sino también por racismo, desprecio u odio de clase) que niegan el estatuto de literatura a los relatos, canciones, poemas o fábulas indígenas, y los nombran -por la obligación de nombrarlos de alguna manera- como mitos y leyendas, nos inducen a establecer aclaraciones de orden estético-literario e ideológico. La literatura es un viejo oficio que puede rastrearse desde los tiempos más remotos de todos los pueblos. El reciente invento de la escritura, y luego de la imprenta, no hizo más que acelerar su desarrollo, establecer niveles y diferencias y sancionar la división el trabajo intelectual. Surgió así la literatura moderna con las peculiaridades que todos conocemos, pero no surgió la literatura. Los criterios etimológicos de que la literatura es principalmente escritura aparecen cuando ésta (la escritura) es entronizada por los grupos dominantes como el principal medio de coerción ideológica; hecho que en la actualidad los medios de comunicación electrónicos, en muchos aspectos, ha vuelto anacrónico. Por tanto, la etimología no puede darnos la significación del sentido de la literatura, sino apenas el origen de su nombre. La literatura ágrafa, oral y colectiva se ha practicado y se practica en todos los países del mundo. Cuenta Menéndez Pidal que Carlomagno dio la orden para que los cantos bárbaros y antiquísimos de los francos fuesen aprendidos de memoria para que no se perdieran para las generaciones venideras. Y explica: «Entre las varias formas de arte existente, hay una forma de arte tradicional en la que el gusto literario es profundamente colectivo. El autor de cada obra es anónimo por esencia, porque él, individuo, se sumerge en la colectividad. Por esta forma de arte tradicional y anónimo, comienzan históricamente todas las literaturas». Esta literatura fue trasmitida por generaciones de padres a hijos, y poco a poco se fue especializando el narrador. Surgieron los haravicus incaicos, los kantule panameños, los Minnesänger alemanes, los juglares, trovadores y bardos de la Edad Media, los shair persas, los scop de los antiguos teutones, los aedos griegos, y posteriormente los escritores. Y la literatura que produjeron estos narradores y cantores populares es inmensa y rica, y su poder de sugestión y belleza compite vigorosamente frente a la literatura moderna con todos sus recursos técnicos y conocimientos lingüísticos. Incluso, como sostiene Albert B. Lord, «no hay ninguna duda ahora de que el autor de los poemas homéricos fue un poeta oral. La prueba se encuentra en los mismos poemas». Y la oralidad fue también el sustento creativo de la literatura fantástica de la Biblia, el Mahabharata, el Corán, el Popol Vuh, las sagas escandinavas, la literatura griega clásica, etc. Pero lo que nos interesa en este apartado es la literatura tradicional de los puebos indígenas amazónicos, cuyas características iremos desentrañando. 2 Para el estudio de la literatura indígena amazónica existen dos fuentes principales: la narración oral y directa de los integrantes de la comunidad nativa en su mismo idioma, y las recopilaciones y traducciones hechas por curas, antropólogos, lingüistas y profesores, y publicadas comúnmente bajo el apelativo de supersticiones, mitos o leyendas. Nos hemos servido de esta última fuente porque el trabajo de campo excede nuestras posibilidades, y además, en contra de opiniones que afirman el absoluto carácter ágrafo de la literatura indígena, porque las recopilaciones publicadas (falsificadas, acertadas, inhábiles, verosímiles, no importa ahora) en lengua española o bilingüe forman parte ya de la literatura indígena amazónica. De poco nos sirven los datos de los cronistas españoles al referirse de pasada a lo que consideraban creencias paganas. Ni tampoco los textos que, desde la publicación de Leyendas y supersticiones amazónicas (1881) de Juan Barboza Rodríguez, se refieren al anecdotario mestizo y rural ribereño. Recién en este siglo comienzan las verdaderas recopilaciones más o menos sistematizadas y abarcadoras. Tenemos, por ejemplo, una amplia gama de publicaciones acerca de las naciones indígenas de la familia lingüística Pano, con recopilaciones y reelaboraciones de Ulises Reátegui: Creencias, mitos y leyendas (1990); Francisco Odicio Román: Mitología Chama (1969) y Mitos y Leyendas de los Kikin Juni (1988); André-Marcel d'Ans: La verdadera biblia de los Cashinahua (1975); Gregori Estrella: Cuentos Cashibos I y II (1977); Wistrand Robinson: La poesía de las canciones cashibo (1976); James Loriot: Textos shipibos (1975); César Calvo: Las tres mitades de Ino Moxo (1981); Danilo Sánchez Lihón: Mil y una hogueras (1991); Luis Urteaga Cabrera: El universo sagrado (1991); etc. De la nación Ese-Eja conocemos Con la voz nuestros Viejos antiguos (1984) de María Chavarría Mendoza. De los quechuas amazónicos tenemos: Francisco Izquierdo Ríos: Pueblo y bosque (1975); Juan Marcos Mercier: Nosotros los Napu-runas (1979); Juan Ortiz de Villalba: Sacha pacha (1976) y Había una vez en la selva (1983); Christa Brauch: Textos en el quechua del Pastaza (1975); Filemón Tuanama: Cuentos folklóricos de los quechuas de San Martín (1981); Alessandra Folleti: Cantos de amor y de guerra (1987), y las múltiples publicaciones realizadas desde el Ecuador por la editorial Abya- yala y los refranes, sueños, poemas y cuentos quechuas publicados por el CIEI-CICAME. De la familia Jíbara: Rafael Karnstein: Mitos de los indios jívaros (1919); José Jordana: Mitos e historias aguarunas (1974); José Guallart: Poesía lírica aguaruna (1979) y Antología de prosa narrativa aguaruana (1980?); Siro Pellizaro: Cantos de amor de la mujer achuar (1981); Lucía Chumap: Duik Múun (1979); Gerhart Fast: Cuentos folklóricos de los achual (1976); John Tuggy: Textos candoshi (1975); Mary Hinson: Cuentos folklóricos de los candoshi (1976), etc. De las naciones Orejón y Secoya tenemos: Pai y Mai (1990) de Juan Marcos Mercier; Textos folklóricos de los orejón (1977) de Daniel Velie. Y de la familia Arahuaca: Pascual Alegre: Tashorintsi, tradición oral machiguenga (1979); Ricardo Alvarez: Los piros: leyendas, mitos, cuentos (1960); Vicente de Cenitagoya: Los machiguengas (1943); Andrés Ferrero: Los machiguengas (1967); Stefano Varese: La sal de los cerros (1973); Mario Vargas Llosa: El hablador (1987); Joaquín Barriales: Los mashcos hijos del Huanamei (1970); Harold Davis: Cuentos folklóricos de los machiguenga (1968); José Alvarez: Los mashcos en la antigüedad (1958), etc. Si hemos citado una cuarentena de títulos, no es exagerado afirmar que existen varios centenares de textos publicados como libros y otros incluidos en revistas y diarios, cuya cita requiere un trabajo bibliográfico superior y actualizado del de Ana María Espinola y Miguel Angel Rodríguez (Amazonía Peruana Nº 3, 1978), incluyendo los libros publicados en idioma extranjero, las recopilaciones difíciles de hallar el Instituto Lingüístico de Verano (conocemos su amplísima Bibliografía 1946- 1986, recopilada por Mary Ruth Wise en 1986) y las que en la actualidad realizan lingüistas, antropólogos y profesores. 3 Hemos afirmado que las recopilaciones, reelaboraciones, traducciones y publicaciones en castellano de las creaciones orales indígenas pertenecen ya a la literatura indígena amazónica. Una aclaración necesaria debe establecer los niveles de esta inclusión y su relativa validez. Por tanto, se hace obligatorio estudiar los intereses, características, diferencias y elementos ideológicos en pugna dentro de las versiones publicadas. La crítica al etnocentrismo de los científicos sociales se hace superflua cuando constatamos que algunos textos, manteniendo el carácter etnocéntrico impuesto por sus autores, rescatan sin embargo aspectos valiosos de la cultura indígena y rompen con la petrificación que los complejos antropológicos quieren imponerle. La unilateral naturaleza absoluta que se atribuye a toda actitud etnocéntrica oculta la lucha de clases y paraliza la historia. De ahí que al denunciar como crítica las posiciones etnocéntricas tengamos como eje las contradicciones de clase tanto en la conciencia como en la creación literaria. Hasta ahora todas las recopilaciones y traducciones son eminentemente etnocéntricas; pero ellas poseen diversos niveles de utilidad social y científica y por tanto mantienen una diferente posición frente a la literatura de los pueblos indígenas. La actitud más retrógrada, falsificatoria y en la que observamos el mayor desprecio por las culturas indígenas es la desplegada por los curas católicos (principalmente españoles) y los antropólogos subvencionados por ellos. Lo notamos, por ejemplo, en la manera de especificar las creaciones literarias indígenas, a las que califican de supersticiones, mitos, leyendas, creencias, ritos y folclore. Cualquier narración en la que aparezca el elemento extraordinario o heroico es denominado mito. Observemos estos títulos: Leyendas y supersticiones de los salvajes machiguengas, Mitología y supersticiones huarayas, Las brujerías entre los campas, Mitos y leyendas de los aguaruanas, etc. No se trata sólo de un error en la denominación del género literario (curiosamente los trabajos del ILV son más cuidadosos y acertados al especificar el carácter de sus recopilaciones: Un cuento amuesha, Cuentos folklóricos de los machiguengas, Los cuentos de nuestros antepasados, etc.); se trata principalmente del desprecio, del racismo, del afán por desvirtuar y subvalorar las creaciones literarias indígenas y también, por supuesto, de la ignorancia y los prejuicios semifeudales que desgraciadamente aún sobreviven. Citemos como ejemplo al cura Jesús San Román, considerado arbitrariamente como uno de los pilares de la historia en la amazonía, quien en las conclusiones a sus Perfiles históricos de la amazonía peruana (1975) hace un esbozo general del hombre amazónico: «Y es que la relación colonial ha dejado un hombre frustrado, amargado, resentido, acomplejado y mañoso por efecto de todas las opresiones y desprecios». No se queda atrás otro cura agustino, Avencio Villarejo, famoso por su demagógico Así es la selva, quien en su libro La selva y el hombre (1959) calificó al «aborigen de la selva baja» como sometido, cohibido, apático, despreocupado, conformista, fatalista, etc., con menos personalidad y autodominio. Esta inocultable visión del indígena y del hombre amazónico en general (que olvida sus cientos de rebeliones y movimientos armados contra los curas y soldados españoles y contra los caucheros y hacendados, estudiados, entre otros, por Carlos Dávila Herrera) explica las acciones de supuesta solidaridad que la iglesia católica tiene hacia los nativos. Recuérdese que durante la conquista y luego en la colonia quemaron todos los códices y textos mayas y nahualt, los que se salvaron del olvido por obra y escritura posterior de los propios indígenas, y en Uruguay aniquilaron a toda la nación indígena charrúa. En nuestros días sus tácticas de opresión ideológica consiste no sólo en el despliegue de sus concepciones semifeudales y fascistas, sino también en la falsificación de las propias creaciones nativas. Al estudiar la literatura guaraní del Paraguay, Rubén Barreiro Saguier denuncia este hecho: «Tupá se convirtió en el dios creador por imposición de la reducción evangelizadora, que lo asimiló al dios cristiano, quizá para intentar dar una idea de la instancia todopoderosa, temible y benefactora (Tupá era dios del trueno, el viento y la lluvia) que querían imponer». En nuestra amazonía la situación es harto escandalosa. Los personajes míticos indígenas son convertidos ridículamente en remedos de las divinidades cristianas. Lo advertimos, por ejemplo, en Nosotros los napu- runas (sus catolicísimos «apústules»), o en la forma como los dominicos Ricardo Alvarez y Vicente de Cenitagoya intentan teorizar acerca de la imagen de un ser creador que tendrían las naciones piro y machiguenga. Todas las recopilaciones efectuadas por los curas católicos incurren en la misma falsificación, y también lo hacen algunos antropólogos y lingüistas que trabajan sobre las versiones ya alteradas y no discriminan ni establecen diferencias. En Pai y Mai el héroe civilizador Nañé (Luna) es convertido en dios católico que surge sobre la Tierra para crearla, reformarla, luchar contra el mal, etc. Algunos estudios antropológicos más serios parecen indicar, más bien, que los indígenas no poseen divinidades «creadoras» sino versiones históricas de hombres que, por sus hazañas guerreras, civilizadoras, mágicas, etc., permanecen en el recuerdo como héroes (en su más amplia noción) y como paradigmas, pero jamás como dioses. 4 Consideramos necesaria esta aclaración para delinear mejor los fundamentos de un estudio de la literatura indígena, en la que su forma de expresión y sus contenidos sean delimitados en relación a sus fuentes, las indígenas y las occidentales, y se establezcan las proporciones y valores en la participación de cada una de ellas. Todavía no se ha practicado convenientemente métodos científicos de recopilación y por ello resulta difícil especificar las fuentes de las que se ha valido el narrador oral. Una metodología al respecto (preparatoria para una crítica literaria) necesita no sólo esclarecer la participación del discurso occidental e inter-étnico en las versiones de los propios indígenas, sino demás resolver los problemas de traducción, el asunto del mito como género literario o experiencia colectiva, y hasta captar la conducta esencial de los mismos indígenas frente a sus colonizadores, ya sean éstos curas, antropólogos o profesores. Es curioso observar que muchas veces los curas católicos no han tenido escrúpulos en expresar directamente su desprecio hacia las naciones indígenas, tal como lo comprobamos en Jesús San Román y Avencio Villarejo. Tampoco Andrés Ferrero tuvo reparos en este punto al referirse a los machiguengas: «Estamos, pues, en plena Edad de Piedra, en los primeros peldaños de la vida de que nos habla la historia. Más diré: muy anteriores a la edad histórica». Y agrega más adelante: «No hay literatura, no hay poesía, no hay épica, no hay historia. Sólo quedan vagos recuerdos, pasados de padres a hijos, de boca en boca, de oído a oído que, con los años, han quedado oscurecidos por la inventiva de los relatores, que a su capricho mezclaron lo real con lo imaginario». En cambio Mario Vargas Llosa elabora una visión audaz del proceso dialéctico de estas creaciones machiguengas en su novela El Hablador, audaz y bella sin lugar a dudas. Los propios indígenas también poseen su visión particular y profunda de los misioneros. Por ejemplo, los Chimane del oriente boliviano consideran que los cristianos muertos viven en los conventos y se ocupan en borracheras, orgías y todo tipo de placeres como reflejo de su vida hipócrita y real. En la canción Mira al feo cristiano lo retratan: «Mira, mira cómo se arrastra el feo caimán sobre la arena Estoy muerto: el convento es ahora mi morada Estoy muerto: el convento es mi casa y canto Hosana, hosana, hosana Hosana, estoy borracho Hosana en las alturas Calma camaradas Inviten al caimán a beber Invítenlo a beber cerveza Miren: feo como la piedra es el cristiano Miren qué feo es el cristiano». Esta apreciación de los chimane es común a la que tiene la mayoría de pueblos del Perú; una visión satírica, jocosa, irreverente y real frente al verdadero papel de la iglesia católica. Algo que también notamos en los demás países latinoamericanos y hasta en la misma España, donde los levantamientos populares en la primera mitad de este siglo enfilaron su rebeldía despanzurrando y degollando curas por considerarlos, como ahora, instrumentos de explotación social y cultural. 5 Respecto al mito, la situación es preocupante. Hasta la fecha no existe una explicación coherente para considerar al mito como género o especie literaria. En todo caso, los intentos de clasificarlo -incluido Todorov, Auerbach, Adorno y Bajtin, en la literatura- como una suerte de género literario diferente del cuento, la poesía o la novela, tiene como basamento el contenido mítico y, principalmente, su origen oral y étnico. Como Eduardo Galano apunta en una de sus crónicas, para los grupos explotadores los pueblos indígenas no tienen cultura, sino folclore; no tienen literatura, sino mitos y leyendas; no tienen arte sino artesanía. De ahí que una aclaración sobre la existencia y naturaleza del mito se especifique en su acepción social y antropológica, y luego, como consecuencia, en su aspecto literario. Dice Malinovski: «mito, tal como existe en una sociedad primitiva, no es meramente una historia contada sino una realidad vivida». Toda la antropología posterior sólo enriquece este concepto y profundiza el carácter vivencial y concreto del mito. El mito es una experiencia, no un argumento. El narrador oral o recopilador sólo recoge finalmente la trama, la historia, la anécdota del mito. Y el resultado es obviamente una narración literaria con contenido mítico, y no un mito. Acaso se comprenda mejor esta diferencia si recordamos que la pintura, el teatro, la escultura y otras artes recrean igualmente los contenidos míticos, y los resultados son una pintura, una obra teatral o una escultura, mas no un mito. Por eso tienen razón André-Marcel d'Ans y Humberto Morey Alejo cuando advierten que toda recopilación y traducción de la literatura indígena amazónica pierde la entonación onomatopéyica del relato oral; pierde la alegría o la tristeza, la tonalidad vibrante o sugestiva, la espontaneidad y los estados emocionales que se producen en la vivencia colectiva del mito. |
El mito es una fe, pero no la
anécdota de esa fe. Se dice, por ejemplo, que los tupí-guaraní (brasileños-paraguayos) creían en la Tierra sin mal, donde se vive en paz y justicia, y que en 1550 llegaron 300 de ellos a Moyobamba desde el Brasil, tras un largo viaje que duró diez años en busca de la tierra prometida (pero desgraciadamente fueron pronto esclavizados por los curas y encomenderos españoles y tuvieron que huir de sus captores). Ni la narración de estos hechos ni la misma descripción del «mito» de la Tierra sin mal convierten a nuestras palabras en mito. A nadie se le ocurriría, tampoco, llamar mitos, pese a su evidente contenido mítico, a las obras literarias como las tragedias clásicas griegas, los poemas homéricos, árabes y chinos, y hasta parte de la literatura moderna que mediante el denominado realismo mágico o lo real maravilloso (García Márquez o Alejo Carpentier) recrea algunos relatos míticos tradicionales. Esta diferenciación, que aparentemente desconecta dos realidades no del todo distintas, no sería flexible sin establecer el tipo de relación que ata al mito con la literatura. Tanto para la creación oral indígena como para la literatura escrita de cualquier época y lugar del mundo, el mito es una fuente de creación de igual validez que la imaginación individual del artista o la realidad social y política. En este sentido debe comprenderse las palabras de Luis Urteaga Cabrera al referirse a la literatura shipibo-conibo: «De esta memoria colectiva, voz unánime que trasciende los tiempos cargada de señales, el mito es la pieza central. Porque el mito es la organización de los elementos del universo mediante la palabra. El se propone dar explicación a la significación y el sentido del quehacer humano. Crea la figura sobrenatural del destino así como los valores que constituyen los basamentos de la formación socio- cultural. Por virtud del mito nacen los arquetipos, héroes del orden que luchan por el triunfo de cierta visión del mundo. Y nacen también los disidentes y rebeldes, autores de la contradicción y el conflicto, fundadores de las rebeliones y las transformaciones. Y aparece el rito, epifanía del mito, mediante la palabra. Luego, signos nacidos de aquel signo, las artes, tradiciones y costumbres. Así, la palabra, el verbo de una comunidad unánime, crea los principios sociales y establece los criterios en que se fundamentan las relaciones del hombre con la naturaleza, con sus semejantes, con la historia». 6 Uno de los problemas más visibles para apreciar la calidad estética de la literatura indígena amazónica es el de la traducción. Desgraciadamente, al traducir al español los relatos indígenas no se han aplicado las mismas reglas que al traducir los relatos en lenguas extranjeras. Las obras de la literatura clásica extranjera se publican en la actualidad en versiones modernas, tal como lo hace la colección Biblioteca Ayacucho, por ejemplo, con La vorágine (1924) de José Eustacio Rivera, y por su puesto se modifican y actualizan obras como El Cid, La Celestina, La biblia, Nueva crónica y buen gobierno, Los sertones, etc. En cambio la traducción de las recopilaciones de literatura indígena adolecen de elementales fallas sintácticas y semánticas, son demasiado simples en su estructura narrativa y por supuesto carecen de la espontaneidad y viveza del relato oral. Esta espontaneidad sí es posible registrarla en la literatura, tal como nos lo demuestran Las aventuras del barón de Münchhaussen y el Simplicius Simplicissimus en la literatura alemana, las Mil y una noches en la literatura persa, y Tutupaka, el mancebo que venció al diablo en la literatura andina. Pero los recopiladores de la literatura indígena amazónica, en su mayoría ajenos a la literatura y húerfanos de conocimientos y habilidades literarias, nos han dejado piezas de museo que la empobrecen y deforman y al mismo tiempo dificultan la lectura. Tenemos, por ejemplo, Duik Múnn, Pai y Mai, Nosotros los napu-runas, etc., escritos como si la intención estética fuese mostrarnos el primitivismo de los relatores y la pobreza de la lengua y sus referentes. Una posición intermedia respecto a la calidad de la versión en castellano la encontramos en Mitos y leyendas de los Kikin Juni, Pueblo y bosque, Mitos e historias aguarunas, Poesía lírica aguaruna, Los piros, etc. Y también en los excelentes trabajos realizados en el Ecuador de los quechuas del Napo y Aguarico, los Achuar y los Jíbaros, sobre todo los de Alessandra Folleti-Castagnaro y Siro Pellizaro. En cambio las versiones de La verdadera biblia de los cashinahua, Las mil y una hogueras y las contrapartes en El hablador nos muestran la insospechada belleza y la múltiple riqueza de la literatura indígena. Conforman una inquietante visión del mundo amazónico expresada con alto vuelo poético, rebeldía, humor, pasión y variados procesos psicológicos que la literatura urbana en la amazonía no ha logrado aún superar. El universo sagrado de Luis Urteaga Cabrera es acaso la versión más bella e inteligente que se haya escrito sobre literatura indígena. Es cierto que la misma condición de escritor de Urteaga le ha obligado a resultados más responsables y superiores, pero su obra no se reduce al aspecto literario, sino que abarca una certera metodología de recopilación y selección de textos, una visión científica creadora y, por supuesto, un indoblegabe amor por el puebo indígena que le sirve de cimiento. Por ello no es extraño que Eduardo Galano elogiara El universo sagrado: «Esta es una síntesis poco frecuente: la investigación profunda y el alto lenguaje se unen en un solo vuelo». En el otro extremo, las traducciones literales han obedecido más a necesidades lingüísticas que literarias. Siguiendo a J. Courtés, Enrique Ballón afirma que «El respeto por el texto en la versión original registrada directamente al informante y su transcripción fonológica será la condición primordial de un estudio regulado de la literatura étnica». Pero no advierte, como Betty Hall Loos y Eugene E. Loos, que no existe una versión oficial y única de un relato indígena, sino tantas versiones como informantes y oportunidades para relatar, que modifican inevitablemente cualquier supuesta versión original. El aspecto utilitario de una traducción literal se aprecia mejor para el aprendizaje de la lengua original (método pragmático utilizado con sorprendentes resutados por el ILV), mas no para la literatura propiamente dicha. De ahí que Claude Lévi-Straus tuviera «la convicción de que, salvo pruebas manifiestas en contra, no existen buenas y malas versiones de un mito». Además, para una traducción más seria y responsable de un relato indígena, se requiere de conocimientos más profundos de la lengua vernácula y de la historia del pueblo que la produce, así como de las mismas condiciones sociales de su origen y las de su enunciación, todo lo cual está lejos de facilismo que se propugna para la traducción de la literatura indígena. No está demás, por eso, citar el acierto de Lionel Trilling: «Leer un poema aun de hace cien años atrás requiere tanto traducción de sus circunstancias cuanto de sus metáforas». 7 En estas aproximaciones a la literatura indígena en la amazonía peruana hemos señalado, apenas, algunas de sus características y problemas sobre su tratamiento. Falta estudiar la naturaleza propiamente oral de esta literatura y un trabajo de campo que ponga en marcha una metodología científica de recopilación y traducción y obtenga mejores resultados artísticos. Ha sido necesario insistir en aspectos relievantes, como el oscuro papel de la iglesia católica en la amazonía y los prejuicios sobre el mito y la traducción, para encaminar con mejores basamentos un estudio de la literatura indígena y, al mismo tiempo, procurar su inclusión en el proceso de la literatura peruana. A menudo me ha sorprendido no encontrar en los ensayos e historias de la literatura peruana, investigaciones sobre literatura amazónica ni mucho menos sobre literatura indígena. Esta última posee, al igual que la literatura andina (quechua-aymara), creaciones que sobresalen por su riqueza, humor y variedad, y cuyo conocimiento derribará definitivamente la visión prejuiciosa e interesada que sobre ella han querido imponer la deshonestidad o ignorancia de tantos profesionales. No olvidemos por eso la posición de Ernesto Cardenal, cuyas palabras deben hacernos reflexionar sobre el arte que se produce en el interior de la amazonía y hacernos tomar iniciativas para su tratamiento adecuado y difusión: «Algún día nos daremos cuenta de que la poesía más grande de América es la de nuestros indios. Mucha de la mejor poesía de América pertenece a tribus ya extintas o confinadas en las espesas selvas del Amazonas o el Orinoco». Si bien hemos estudiado principalmente las recopilaciones traducidas al castellano de la literatura indígena, también conocemos relatos orales y textos bilingües escritos por los propios indígenas, pero por falta de una sistematización adecuada y mayor investigación de sus fuentes originales aún no nos atrevemos a un estudio más profundo de su naturaleza y características. En todo caso, la verdadera producción de la literatura indígena sólo será creación de los propios indígenas, quienes, sin perder su esencia cultural, sabrán recoger y aquilatar las influencias de otras culturas, hasta lograr producir, con la fuerza de sus rebeldías, pasiones, sabiduría e imaginación creadora, uno de los mejores aportes a la cultura popular de nuestro continente. II. ¿Más Literatura que Mito? (2) El Mito El mito surge con la humanidad. Es el primer intento del hombre para explicar y comprender el mundo. Nace antes de la ciencia, la religión, la filosofía y las artes, pero lleva en su seno los gérmenes de todas ellas, y, más adelante, miles y miles de años después, les da vida. El mito es, por ello, una forma precientífica de conocimiento. Ese es su lugar preciso y por esa razón corresponde sólo a ciertos modelos de sociedad y a determinada etapa de su desarrollo. Es el primer gran intento del hombre para aprehender vitalmente un mundo ajeno a él, a veces generoso y otras destructivo, y al mismo tiempo pra comprenderse a sí mismo. No aparece aún la escición racionalista sujeto-objeto y ningún otro conocimiento posee autonomía. Poco a poco, según va surgiendo la división del trabajo, algunas disciplinas se independizan nebulosamente del mito: la magia, la religión, las artes, las ciencias, van adquiriendo contorno propio. Lo mismo ocurre con la literatura: ella es primeramente, durante miles de años, literatura oral, y abandona del mito muchos de sus contenidos médicos, musicales, danzísticos y religiosos, aunque, por el uso de la gestualidad, el canto y las onomatopeyas, mantiene una estrecha relación con el teatro. El mito es ante todo fe, creencia directa en lo sobrenatural, miedo ante lo desconocido, sorpresa y pavor frente a los hechos espectaculares de la naturaleza que no comprende. Es la etapa primitiva del hombre, cuando aún su lenguaje y sus modos de sobrevivencia son torpes y balbuceantes. Durante milenios reina el mito, y con las conquistas técnicas humanas va enriqueciéndose y sistematizando, a través de las palabras, el conocimiento del mundo. Al verse enfrentado por la realidad cambiante y por los mismos hombres, y al emerger tímidamente las primeras tentativas del conocimiento científico, el mito omnipresente se diluye. Pero no sucumbe en su totalidad. Se refugia en sus propias creaturas, como la religión, la magia o la literatura, y allí, enfrentado por formas de conocimiento superiores, expira lentamente. La literatura oral que sobrevive no refleja al mito, sino sólo su cadáver. En cambio sí vive pertinazmente en la religión y la magia, fenómenos anticientíficos que aún sobreviven como retazos de nuestros antepasados primitivos. Si bien la mayoría de científicos coloca al mito como padre de la religión y la magia, algunos hermanan sus orígenes. Es decir, consideran que el mito se enfrenta sólo a determinada necesidad, la de explicar y organizar la vida y el mundo, mientras que la magia y religión se enfrentan a la angustia y temor de lo desconocido. Por tanto, dicen, son fenómenos paralelos. Sin embargo, esta explicación olvida la historicidad del pensamiento -sea mítico o filosófico- y el hecho de que, en sus comienzos, también el mito le hacía frente a lo sobrenatural. Por esta razón además es imposible denominar correctamente como mito a toda creencia u ocurrencia idealista contemporánea. Se habla del mito del eterno retorno, de los mitos del capitalismo o socialismo, del mito de la modernidad y post-modernidad, etc. La significación objetiva del concepto mito se ha perdido y, en cambio, se ha transformado en simple sinónimo de utopía, irreal, absurdo, ilógico y hasta falso. El mito es en la actualidad la metáfora de la mentira. En los primeros tiempos de la vida humana, en cambio, el mito era la imagen de la verdad. ¿Existe el mito en nuestros días, por ejemplo, en los pueblos indígenas o en los llamados pueblos primitivos de Australia y Africa? Una respuesta negativa es muy sencilla de explicar. En primer lugar, el hombre primitivo -el verdaderamente primitivo- desapareció hace miles de años. Las técnicas y modos de vida arcaicos de algunos pueblos pertenecen, comparativamente, a sociedades más desarrolladas, más cercanas a las nuestras. Si no descubrieron la rueda o no se les ocurrió la escritura, se adecuaron en compensación al difícil medio geográfico y su supervivencia revela una inmensa victoria. Cientos de altas culturas desaparecieron con los siglos, pero ellos (los llamados pueblos atrasados) sobrevivieron. Modernos estudios científicos han descubierto que poseen costumbres e ideas muy complejas. Incluso en algunos aspectos de su organización social y familiar y en no pocas denominaciones lingüísticas superan en complejidad a "nuestra" cultura occidental. La existencia de instituciones mágicas, horticultoras, cerámicas, textiles, entre otras, demuestra que el mito hace mucho que se batió en retirada. ¿Qué son, entonces, esos relatos maravillosos que se trasmiten oralmente por generaciones? Son leyendas, dicen algunos. Pero la leyenda es una especie literaria. Son tradiciones, dicen otros. Y la tradición también es una especie literaria. ¿Qué son, entonces? Literatura oral. Sí. Simplemente, literatura. Mito o Literatura ¿Por qué muchos estudiosos de los pueblos nativos, entre ellos antropólogos, lingüistas, reigiosos y sociólogos, aún llaman mitos a la copiosa y bella literatura indígena? Existen varias razones. La más notoria es la menos seria: etnocentrismo. Pero no se trata ya de un etnocentrismo brutal a la manera de los viejos colonizadores, sino de un estado mental que les viene de la infancia. La fantasía del cristianismo o de otras religiones, los relatos de ciencia ficción y de las autodenominadas ciencias ocultas gozan de mayor prestigio y credibildiad que las narraciones míticas. Al no comprenderlas, las desdeñamos. Pero la realidad tiene sus propias formas de hacernos ver claro. Por ejemplo, hablemos de los Cocamas. Su filiación lingüística los hace desprenderse de los tupí-guaraní, y éstos, a su vez, de grupos étnicos más antiguos provenientes probablemente de la isla de Marajó (desembocadura del Amazonas) y con anterioridad de alguna inmigración asiática. Si pensamos en los miles de años de recorrido y los comparamos con las actuales narraciones cocamas, descubriremos que éstas no nos dicen nada de los tiempos más remotos sino, apenas, del pasado reciente. Además, sus relatos orales contemporáneos obedecen a un modo de explicación adecuado a sus conquistas técnicas. Son los cazadores y horticultores quienes, partiendo de ese estatus, explican el mundo. La actual literatura oral cocama (casi perdida por el mestizaje o la aculturación) es distinta a la que fue en sus primeras migraciones hacia el Huallaga. ¿Y los relatos más antiguos, cercanos a la etapa mítica y primitiva? Se perdieron para simpre. O, en el mejor de los casos, están fundidos en la actual literatura tupí-guaraní peruana, brasileña y paraguaya. Por eso dijimos que estas expresiones orales son, en primer lugar, literatura. Por su contenido o su temática puede ser fantástica, realista o mítica. Hablar de relatos míticos (y no de mitos) significa referirse a relatos cuyos contenidos son míticos. No todas las narraciones orales indígenas poseen contenido mítico. Existen, además, temas humorísticos (los más numerosos), de aventuras, fantásticas, guerreras, etc., que nos indican la creciente autonomía de la literatura. Algunas poseen la concisión del cuento moderno. Observemos sino este cuento asháninka: «Un niño quiso coger a la luna para convertirla en su collar. Pero la luna se dio cuenta. Cogió al niño e hizo de él un bonito collar». No son pocos los estudiosos de la literatura que han incluido al mito ya no como una forma de pensamiento primitivo, sino como una especie literaria, junto al cuento, la leyenda, la fábula o la poesía. Pero esta clasificación no está el todo clara. Si el mito como especie literaria pertenece sólo a los pueblos atrasados que quieren explicarse el mundo, entonces el etnocentrismo y subjetivismo permanecen. ¿Un escritor moderno puede escribir mitos? Si la clasificación del mito como especie literaria fuese exclusivamente de carácter literario, la respuesta sería afirmativa. Existirían cuentos y novelas míticas. José María Arguedas, García Márquez y Alejo Carpentier pertenecerían no a lo real maravilloso o al realismo mágico, sino a la literatura mítica. Pero no es así. El prejuicio antropológico sigue pesando sobre la especificidad literatura y, con ello, el etnocentrismo cultural se nos aparece más vivo que nunca. Literatura oral Las características de la literatura oral primigenia (con el tiempo logra desarrollar sus propios recursos e innovadoras técnicas) son, aparte de ser oral o hablada, la de ser pública, anónima, colectiva, mosaico de lo general (la visión histórica de mito, los acontecimientos pasados, los valores morales organizados con el tiempo, etc.) con lo particular (donde se incluyen los hechos contemporáneos, las nuevas historias, los sucesos de los individuos vivos), de modo que esta literatura oral es dinámica, cambiante, actualizada -pero fundida con la tradición- y de múltiples versiones. El narrador cuenta y actúa (teatraliza) al mismo tiempo, mientras el público se deja seducir, celebra, protesta y se emociona con la ficción. La relativa autonomía de la literatura oral se perfecciona, también, con la aceptación pública de determinados narradores (que se especializan mediante técnicas intuitivo-racionales de contar) y el rechazo a otros. No todos son narradores en sentido estricto. Es decir, existe ya una sensibilidad estética entre público y narrador que prueba incontrovertiblemente su carácter literario y artístico. La novela El hablador de Mario Vargas Llosa no hace más que confirmar este hecho. Las historias narradas forman un abanico increíble de temas, que pueden ser agrupadas según los sub-géneros o especies literarias actuales: fantásticas, eróticas, guerreras, religiosas, místicas, de aventuras, costumbristas, históricas, etc. Todas son cortas y fragmentadas, y están adecuadas a las necesidades específicas de la oralidad. El público acepta estas historias como ficción y no, como en los tiempos míticos, como realidad. La prueba está en que sus propias historias reconocen la antigüedad de determinados acontecimientos fantásticos y los presenta como algo lejano y hasta con irreverencia y burla. Y también, en que la vida diaria y las relaciones sociales son distintas a lo narrado. Es obvio que si estas narraciones fuesen mitos y no literatura los hombres vivirían determinados por ellos y no, como ocurre en realidad, con evidente independencia. Sin embargo, esta independencia es relativa. Está atravesada de cierto grado de religiosidad que puede confundir nuestra percepción. Si el aguaruna goza con los relatos de Nunkui, el héroe cultural femenino que les enseñó a labrar la tierra, nada les impide encomendarse a ella al momento del sembrío o la cosecha. No es superstición o señal de primitivismo o magia, sino simple religiosidad, al igual que los cristianos al adorar la cruz, rezar al cielo o arrodillarse en el templo. El concepto de literatura oral (y con él sus características) es tan amplio que su campo de acción resulta ilimitado. No sólo los pueblos indígenas o los pueblos ágrafos en general producen literatura oral. También lo hacen los pueblos mestizos de la ribera, a quienes pertenecen en realidad las ficciones del yacuruna, el chullachaqui, el bufeo colorado, el ayapullito, el tunchi y otros seres fantásticos. Y la literatura oral se crea asimismo en las ciudades. Lo que pasa es que está tan poco estudiada y menos sistematizada, que es casi una realidad desconocida. La literatura oral es patrimonio de la humanidad. Los relatos orales de los pueblos indígenas han sido y aún son recopilados por diversos estudiosos, pero la ausencia de una taxonomía literaria adecuada ocasiona el olvido de aspectos importantes, como la creación actual (y no la tradicional) de los jóvenes narradores. Lo mismo ocurre en los pueblos mestizos ribereños. De ellos se conoce sólo su bestiario de bufeos y chullachaquis, pero se olvida su origen europeo. Tanto el yacuruna (sirenas masculinos) como el chullachaqui (gnomo, duende o sátiro) tienen su origen en Europa, aunque han desarrollado en la selva sus propias peculiaridades. Lo mismo ocurre con el tunchi (alma en pena eminentemente católico) y otros espíritus emparentados con la imagen hervíbora del diablo judeo-cristiano. De Europa a la Amazonía Los personajes fantásticos europeos fueron trasladados a América con la colonia y principalmente con la religión católica. Muchísimos seres mágicos llegaron en el stock de importaciones coloniales. Dios, diablo, almas en pena, condenados, vírgenes embarazadas, monjes sin cabeza, santos guerreros y milagrosos, tunchis y chullachaquis, en fin, buena parte de la mitología europea. Estos personajes se asentaron en zonas geográficas amplias o específicas. Algunos de- saparecieron y otros tuvieron éxito. El chullachaqui, por ejemplo, puede rastrearse (con otros nombres) en Brasil, Paraguay y Venezuela, y sus aventuras se cuentan en casi todos los pueblos ribereños de la selva. Pero, curiosamente, en ningún pueblo indígena. Con el auge del regionalismo loretano y la moda ecológica, la mayoría de escritores amazónicos se lanzó a salvar la cultura regional mediante la recreación de lo que denominaban «mitos y leyendas». Llamaron «al reencuentro con lo mágico» y se sumergieron en cientos de solicitudes de subvención a las empresas públicas y privadas para mantener su actitud salvadora. Este oportunismos tuvo un eco inusitado en la apática intelectualidad iquiteña. No les interesaba desbrozar y esclarecer la vida social loretana, pero la encubrieron con anécdotas mágicas y personajes fantásticos. Los escritores dieron vida a plantas, animales y seres fantásticos en defensa de la naturaleza y contra el hombre, por considerarlo el causante de todos los males (no las empresas madereras, las transnacionales petroleras y los funcionarios corruptos de la misma región, sino el Hombre). Pero la desinformación sobre el tema medio ambiental era tan grande que aún podemos leer en sus libros su llamado a «proteger la ecología», sin distinguir a la naturaleza que debiera protegerse de la ciencia que la estudia. De modo que la última narrativa amazónica está poblada de animales y plantas humanizadas y de un discurso torpemente ecológico. La literatura escrita se ha estancado en la fábulla moralizante y empobrecida por falta de sinceridad, y los escritores no se han sentido tocados por la realidad social que les muerde a diario con tanta miseria, delincuencia y demagogia. Para el escritor amazónico de hoy se desprenden dos caminos: escapar de la realidad, o encubrirla. La mayoría ha elegido ambos a la vez. III. El Relato Mítico (3) Pero ¿qué tipo de sub-género o especie literaria es el relato mítico? ¿En qué se parece al cuento o al relato, o acaso a la novela o la epopeya, y cuáles son sus características específicas que lo hacen único y diferente de otras especias literarias? ¿Pueden crearse relatos míticos en la actualidad, distintos a los tradicionales? A estas alturas de las reflexiones sobre literatura indígena, parece lógica la obligación de responder a tales preguntas. Sin embargo, todavía me resultan difíciles las respuestas debido, en primer lugar, a que la naturaleza del mito posee tantas ventanas abiertas que desafían cualquier afirmación definitiva; y en segundo lugar, porque el problema de los géneros sigue siendo una polémica irresoluble dentro de la literatura. Pero podemos continuar boceteando aproximaciones y definir conceptos más o menos claros como un recurso pedagógico que nos permita, bajo bases comunes, comprender los aspectos cuestionados de los relatos míticos. Lo primero que podemos hacer es discriminar el relato mítico (donde descansan propiamente los contenidos míticos) de las canciones, himnos y dramatizaciones indígenas. De este modo nos limitaremos al aspecto puramente narrativo, alejándonos de sus elementos poéticos y teatrales. Hemos utilizado el término relato y no cuento, porque el primero posee una acepción general y plasticidad para adecuarse a diversas formas narrativas breve. En cambio el cuento, pese a que también acepta la generalidad del relato y, en sus formas antiguas, eran idénticos, ha adquirido en la actualidad un estatus propio, posee características específicas e incluso técnicas y recursos que le han dotado de autonomía y distanciado de sus antecesores. Obviamente el relato mítico carece de las cualidades del cuento moderno, y sólo elementos accidentales pueden darle la estructura y síntesis de este último, especialmente si se trata de una buena traducción y una versión mejorada. El agregado mítico al relato sólo nos aclara la especificidad del sub-género. Es decir, si el sub-género es el relato, y si el relato pude ser fantástico, humorístico, histórico, etc., decir relato mítico sólo significa que se trata de relatos cuyo contenido es mítico. Las características del relato mítico son, en principio, las de cualquier relato en general. La diferencia en su forma, tema y mensaje es dado por el contenido mítico, la habilidad del narrador oral y las costumbres tradicionales y vigentes en el acto de narrar. Un relato mítico narrado oralmente por un indígena a su comunidad es en realidad el fragmento de una larga narración cuyos hechos, personajes y desenlaces no siempre se corresponden y parecieran guardar una inexplicable incoherencia. Pero aquí radican precisamente sus características originales. La fragmentación de las historias (se narra un relato, y luego se pasa a otro, y así sucesivamente), pese a su relación y vertebración interna (a veces los mismos hechos y los mismos personajes), son tratados generamente con entera libertad, de modo que el relato sólo posee autonomía en la medida en que la versión del narrador se lo permita. Los personajes no siempre cumplen el papel de personajes. Pueden existir sólo como pretexto y no como sujeto; de modo que si nos interesamos por la suerte de determinado personaje podemos quedar desencantados cuando comprobamos que ha desaparecido sin explicación alguna. Cambia el desarrollo de la historia, y cambia también el desenlace. La versión del narrador es importante, pero también lo es la necesidad interna de la comunidad. Al fin y al cabo, la literatura indígena es expresión de su imaginación verbal, de sus sueños, esperanzas y necesidades materiales. Esta incoherencia narrativa, junto a la mutabilidad de la acción y el desenlace, así como la fragilidad existencial de los personajes y la fragmentación de la historia, representan las características más resaltantes del relato mítico. Todo depende de la versión del narrador oral. En cuanto esta versión se hace escrita, las reglas de juego cambian. Respecto a los temas del relato mítico, tenemos algunas constantes fáciles de destacar: cosmogónicas, cuando se narran las relaciones -generalmente humanizadas- de los astros y el universo; de origen, cuando asistimos al nacimiento del hombre, y en general de los seres vivos; y cuturales, cuando se describe la aparición de las técnicas que el hombre inventa para «conquistar» la naturaleza, como la agricultura, la pesca, las viviendas, etc. Esta tipología es general y pedagógica. Cada una de estas constantes produce subdivisiones que las hacen más específicas y originales. Ninguna es pura. Más bien se encuentran interrelacionadas y en algunos casos la única forma de nominarla es destacando el factor dominante. Es decir, si nos encontramos con relatos míticos que son cosmogónicos, de origen y culturales al mismo tiempo, es señal de que la especialización del relato aún permanece en proceso. Podríamos agregar a esta primera clasificación otra de naturaleza menos general, en la que el tema se confunde con el carácter de la narración: humorística, aquella que amalgama la sonrisa con la carcajada delirante; fantástica (en su acepción antigua), cuando intervienen seres sobrenaturales, mágicos e irreales; fábulas, cuando los animales reemplazan al hombre en su protagonismo; histórica, compuesta por hechos violentos o pacíficos determinantes en la vida de los pueblos; sociales, aquellas que reflejan y expresan las formas de vida social y los modos de ejercitar el poder y el derecho; costumbrista, referido a los hábitos y tradiciones de los pueblos, etc. Evidentemente, el relato mítico abarca muchos más aspectos de los que la antropología atribuye al mito. El relato mítico no sólo explica ordenadamente el origen del hombre y del mundo; también lo recrea, se contradice, imagina situaciones que van más allá de la simple necesidad de explicarse las cosas y, en sus momentos más brillantes, adquiere la autonomía respecto a su función primera. El relato mítico, en esta última acepción, representa la narrativa general de los pueblos indígenas amazónicos. Desde este punto de vista, el relato mítico sólo pude ser expresión -tradicional o novedosa- de los pueblos indígenas. Y ello se debe a que, como dijimos anteriormente, no se trata de especificaciones literarias puras, sino que todas ellas están atravesadas por el componente mítico esencial señalado en la primera clasificación. Los relatos míticos humorísticos, fantásticos, de fábula, históricos, sociales, costumbristas, etc., se encuentran teñidos de características míticas cosmogónicas, de origen o culturales, lo que los hace exclusivos de los pueblos indígenas. Cuando el relato mítico (de naturaleza originalmente oral) se convierte en literatura escrita, ya sea por obra de recopiladores y traductores no indígenas, y se traslada de la lengua nativa al castellano, es forzado a adquirir otra estructura narrativa, lo cual, en lugar de limitarlo o anularlo estéticamente, debería elevarlo a los niveles de comunicación que la versión oral sí sabe procurarle. Respecto a la literatura indígena escrita en la misma lengua nativa, es poco lo que podemos decir. En algunos casos sólo se puede hablar de una escritura incipiente. En la mayoría, en cambio, pese a la existencia de gramáticas y diccionarios de las decenas de lenguas indígenas, pese a las traducciones y a los maestros bilingües (los que en realidad sólo hablan el castellano), es inexistente. Esta obra sólo puede ser tarea de los propios indígenas. De modo que, de momento, no podemos referirnos más que a las traducciones en español. En principio debemos distinguir que así como la oralidad exige una determinada estructura narrativa, sometida a las características y necesidades del habla, igualmente la escritura exige sus formas y la sumisión a sus propias tradiciones, aquellas que han producido lo mejor de la literatura universal. Esto explica por qué las versiones escritas de los relatos míticos publicadas de modo literal y con resonancias fonéticas o pedagógicas, nos parecen tan probres, aburridas y monótonas. En cambio las versiones realmente literarias, que transforman el relato mítico en narraciones solventes con las mismas o parecidas características del cuento moderno, son verdaderas joyas de arte que nos sorprende y deslumbra, y nos introduce maravillados en la imaginación verbal de los pueblos indígenas. Si toda traducción es una traición, tanto mejor si es útil a la literatura. Los recopiladores tienen la obligación de lucirse como escritores antes que como cajas de resonancia desafinadas. Sólo la literatura produce literatura. Es decir, hay que rendirse siempre ante la palabra creadora. |
Iquitos, diciembre 1998 |
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