Vientos de la ausencia
Welmer Cárdenas
(Arteidea editores, 1998)

Para los amigos de la literatura la aparición de un nuevo libro es algo más que un acontecimiento cultural. Es también un acto de afirmación frente a la vida, un diálogo con esas otras voces que, acalladas por la poca o nula labor de las instituciones públicas y las dificultades económicas, buscan el espacio necesario para acercarnos más entre los hombres, para comunicarnos e intercambiar vidas y ficciones, sueños y esperanzas, y también desilusiones y nostalgias.

Por eso el libro del escritor pucallpino Welmer Cárdenas Díaz se parece tanto a la tierra que lo produjo: caluroso, espontáneo, a veces serio y duro, otras afectuoso y cargado de ternura. Son crónicas que vieron la luz hace muchos años, en diarios y revistas de Pucallpa que todavía sobreviven al olvido. Crónicas que se sumerjen en los personajes más honestos y queridos, como Ulises Reátegui, Jaime Wong, Javier Torres y Orlando Casanova. O ante personajes anónimos y marginales, como Dominichi, la chola Margarita y Juanito Cainameri, la Negra y la Shiquiña.

La prosa de Welmer Cárdenas es envolvente, rica en imágenes y metáforas claras, que nos recuerda el fragor de los escritores barrocos y sus epígonos. Ella le sirve para rodearnos de la serena lucidez que emerge de su estilo epistolario en la primera parte
del libro, y para cargarse de una ira moderada para denunciar, o mejor, confrontar las injusticias contra los más débiles, en la segunda parte. Crónicas de amor y nostalgia, podría decirse. Y es que el afecto lo invade todo, igual que los recuerdos. Un
homenaje a los amigos que se fueron y a todos aquellos a quienes la admiración por una vida digna ha hecho grandes para la memoria. Los textos son literatura y periodismo al mismo tiempo. No contienden sino más bien confluyen hacia un mismo destino: el mostrarnos que los amigos son, efectivamente, nuestra medida, con quienes comparamos logros y derrotas. Los amigos,
incluso aquellos a quienes nunca conocimos.

Porque, como dice el autor, «todavía quedan algunas gentes que estrechan nuestras manos, que nos  abren las puertas de sus hogares y que nos brindan una sonrisa sincera». Creo que nada mejor ilustra el intento de Welmer Cárdenas por devolver a la literatura el sentimiento y no la fría técnica, la comunicación y no el monólogo de estos últimos tiempos. (Ricardo Vírhuez)

Sábado chico
Dante Lecca
(Río Santa Editores, 1998)

Dotado de un matiz norteño, Sábado chico, primer libro de cuentos de Dante Lecca, nos presenta historias que se desenvuelven en un ambiente reducido, donde la idiosincracia chimbotana aflora de modo continuo. Son relatos breves, provistos de algunas aristas que opacan los textos, cuyas anécdotas no llegan a cuajar del todo, debido tal vez a la ausencia de un idóneo manejo técnico para lograr la estructuración necesaria. Usando un lenguaje coloquial, y más propiamente de la región, el autor por momentos no consigue eludir ciertas frases que, por su diario uso, se cree que son valederas, cuando en realidad atentan contra el buen decir. Y salpimenta de jergas los planos narrativos dando una impresión de diálogo insertado exabruptamente, lo cual salta a la vista como lunares fuera de contexto.

Los trece cuentos de este libro pretenden pintarnos un cuadro verosímil de las cuitas y distracciones de los pobladores del norte del país,   concentrados de manera específica en el set urbano, y el color y sabor del lugar se logran sentir aun con las faltas arriba citadas. Sin embargo, la intervención del narrador en algunos relatos desluce un poco los mismos, deteniendo el ritmo de la acción para oír explicaciones innecesarias que cortan y distraen la atención del lector. Cuán visible resulta la huella del autor en éste su
primer trabajo narrativo, pues se percibe el tanteo en cuanto al dominio del mètier; pero convence en ciertos casos con la luz de una pincelada o el brillo de un dejo lugareño. Sábado chico, en suma, es un libro que, lejos de ser desdeñable, invita a internarse en él por su carácter testimonial, de aventura y de divertimento, y por el acierto en el título, que es de una sugerencia popular. Las cervezas, los cines, las mujeres y el paisaje del norte son parte de este conjunto de historias que inciden en hechos, a veces
ilusos, a veces desconcertantes, por lo general sencillos y comunes, y que muchos lectores, sobre todo los que residen en estas zonas del Perú, se verán reflejados. (Carlos Rengifo)

Tránsito
Gustavo Benites Jara
(Arteidea editores, 1998)

Hay una poesía cuya perfección formal, cuyo estallido y acabado casi perfecto, semejante a los fuegos artificiales, nos deslumbra, como que nos ciega y nos vence... pero no nos convence. No nos convence su calculada elaboración de gabinete, su casi ausente humanidad, su asedio sin retorno de la angustia y desborde individual. Y hay otra poesía, que sin desdeñar la arquitectura formal, la pone al servicio de la pasión, de la sangre y de la idea. Y esta poesía, intuimos al leer Tránsito, de Gustavo Benites Jara (Santiago de Chuco, La Libertad), está más próxima a la gran literatura.  Gustavo Benites desde los años 70 ha cultivado la poesía con paciencia de orfebre y divulgado en revistas, plaquetas y recitales del Grupo Continente, del cual formó parte  junto a Hugo Díaz Plasencia, Santiago Merino, Juan Félix Cortez, entre otros, pero recién hoy resuelve dar a conocer en forma de libro
una colección de poemas que en 1976 mereció una Mención Honrosa en el Premio  Casa de las Américas.

En los decantados pero frescos versos de Tránsito encontramos una poesía de serena pero intensa belleza, que entrelaza  el fuego de la pasión y la distancia de la reflexión y que se asienta por tanto en un apreciable control de las imágenes que fluyen armónicamente con un ritmo interior semejante a las aguas de un río que domina su cauce. Pero no se trata, en este caso, de una corriente de aguas mansas, obedientes, sino de un vértigo de aguas agitadas, cuyo ritmo y cadencia reproduce en un primer
nivel, la batalla por entregar renovado el lenguaje que se recibe, por enriquecer la tradición en la que se instala, y en un segundo nivel expresa el rumor de la vida, la tensa y accidentada travesía del hombre en la búsqueda de la felicidad colectiva. Por ello, el discurso poético de Benites subvierte, en el plano del lenguaje, la norma idiomática y perturba el espíritu complaciente, la lectura de la contemplación, y en el plano de la imagen que de él brota, funde cultura, política, lengua, sociedad e historia e indaga airado, militante, por el horizonte del hombre.

Estos 2 ejes hilvanan las 3 partes del libro. En la primera, “Arte Poética”, la poesía dialoga consigo misma; en la segunda, “Este loco loco mundo”, el registro de lo cotidiano paradójico cobra protagonismo, y en la tercera, “Tránsito”, el poeta dialoga con su tiempo, con la historia concreta, como parte de ella, es decir, como alguien que toma partido y recusa, con el quehacer cotidiano, sus rostros oscuros. Entonces la poesía de Benites Jara emerge como una violenta requisitoria, desde la opción de los desposeídos, contra las condiciones antihumanas que los poderosos han impuesto. Pero esta tensión, este desgarro, no son diluidos sino atemperados por la pausa y la hondura reflexiva en “Arte Poética”, por la ironía y el humor en “Este loco loco mundo”, y por la presencia entrañable de la infancia y el amor, expresada con agudo lirismo, en   “Tránsito”. Así, la poesía hecha desde la orilla de la sinceridad, alcanza una dimensión ética y social trascendente, y es, como el acto de amor, un ejercicio de libertad,
una apelación a no dejar de soñar, a hacer de todos los momentos de la vida un permanente disfrute humano, una invitación a conquistar un mundo donde escarbemos gozosos el viento en busca de tesoros, de canicas, de macanas. (Jorge Luis Roncal)

El rescatador y las vírgenes
Sonaly Tuesta
(Arteidea editores, 1998)

Hace algunos años nos acercamos a la cálida poesía de una joven nacida en Amazonas en 1972, cuyas palabras acaban de retornar a sus fuentes para ofrecernos esta vez un libro de crónicas con la misma sencillez y emoción del primer libro. Se trata de Sonaly Tuesta, autora de El secreto de los Sachapuyos (Ed. Los Olivos, 1994), texto donde los poemas se entrecruzan con los sentimientos y nos ofrece una de las más sentidas páginas sobre la infancia y adolescencia de nuestro tiempo. Sonaly retoma (recordemos a Oquendo de Amat) la belleza de la ternura para rondar y recrear las primeras estaciones de la vida, no del todo inocentes.

Con un lenguaje coloquial, imágenes sugestivas y precisas, el mundo de la infancia se puebla de los mismos fantasmas que acariciaron la imaginación de la autora. Sonaly Tuesta reconstruye la precariedad de la vida, las ausencias del padre, la laboriosidad y cariños maternales con la imaginación de sus emociones. El mundo es algo triste, así que un poco de
alegría y ternura no le vendría mal. Esa es su mirada. Acaricia las cosas y los hombres y ellos toman nueva vida.

«Jugábamos a la pega y a las escondidas/
Huyendo del cuco más rápido que volando/Mamá cosía en la vieja
máquina/ Hilvanando retazos que simulaban una blusa/
Había que aprender a vivir de los despojos».

Esa misma sencillez y claridad es la que, más adelante, desarrolla con mirada penetrante en su libro de crónicas El rescatador y las vírgenes (Arteidea Editores, 1998), una antología de 21 crónicas periodísticas que se sumerge en las turbias aguas de Lima y sus demonios. Como es su estilo, Sonaly cubre con simpatía y cariño a sus personajes y vivencias. No importa cuán crudas puedan ser las experiencias que marcan nuestras vidas. Siempre hay oportunidad para mirarlas con afecto. Por esta razón las imágenes de la turbulenta y contradictoria Lima tiene un rasgo de familiaridad que la hace más cercana y acaso más íntima. Toda ciudad siempre es un monstruo. Tiene las cosas más bellas como las más atroces. Lima ha sido enfocada en estas crónicas desde el ángulo popular y sus diversas maneras de vivir y enfrentarse al mundo. Los hombres luchan pero también se someten y amalgaman. De su manera particular de integrarse surge la inmensa carpa criollo-provinciana poblada de payasos tristes, locos brillantes, vendedores ingeniosos y, en fin, una suerte de mercado cotidiano que hizo de lo provisional su propio monumento.

Sin embargo, si recordamos los estupendos asedios a nuestra ciudad por parte de Enrique Congrains, Oswaldo Reynoso y Luis Urteaga Cabrera, sentiremos que algo más profundo se nos escapa. Y es que los hábitos recientes que con el paso del tiempo se vuelven costumbre citadina demoran siempre en mostrar su verdadero rostro y sus motivaciones primigenias. Por eso la cronista enfoca el momento, captura la atmósfera vigente y con palabras amistosas construye un testimonio emocionado tanto de su referente como de su propio proceso literario.
La belleza de su prosa se encuentra enmarcada dentro de una promoción de jóvenes cronistas surgida en los últimos años, quienes además de talento ejercitan la mirada testimonial combinada con estilo juvenil, audacia expresiva e información precisa.   Sonaly Tuesta ha logrado combinar estos elementos y, además de su inmensa ternura y su calidad poética innegable, nos ha entregado su mirada de cronista que siente lo que dice, su mirada testigo, tan sencilla como la vida. (Ricardo Vírhuez)


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