A 30 años del Movimiento Estudiantil-Popular de 1968 conviene reflexionar sobre aquellos momentos críticos y las circunstancias políticas y sociales en las cuales el gobierno de la República y el Consejo Nacional de Huelga (CNH) se confrontaron e hicieron polares e irreconciliables sus posiciones.
El gobierno de la República se enfrentó en 1968 a un movimiento político y social inusitado, sin referencia histórica previa: una dirección colectiva —210 representantes elegidos en asamblea estudiantil—, un programa político por las libertades públicas, irrebatible jurídica, política y socialmente hablando, una movilización de conciencias que abarcó a la mayoría de los mexicanos. Y por el lado del gobierno un aparato burocrático, regimentado y sin capacidad de diálogo, por lo cual hizo someter por la fuerza a la protesta estudiantil.
Demasiada agua ha pasado por el Río de Los Remedios, o el de La Piedad o lo que queda de Los Dinamos o del Río Churubusco en estos últimos 30 años. Sin embargo, a diferencia de la Primavera de Praga o del Marzo Alemán, o el Abril de Chicago o del Mayo Francés, aquí en México la herida está abierta y aún se conmemora aquella búsqueda de los estudiantes por tomar el cielo por asalto y darle a los mexicanos un sistema político democrático, no así la mascarada de República representativa de partido de Estado y el lastre del presidencialismo que aún padecemos.
Por medio de la masacre y la represión sistemática fuera de medida y proporción el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz frenó la lucha de los jóvenes por las libertades democráticas, se negó al diálogo público y postergó para las calendas griegas la democratización del sistema político mexicano. Si el gobierno aceptaba la existencia de presos políticos y los aberrantes instrumentos legaloides de los artículos 145 y 145 bis, tendría que haber aceptado su incapacidad política para reconocer los movimientos por la libertad sindical de ferrocarrileros, maestros, telegrafistas y médicos a finales de los cincuenta; tendría que haber aceptado su incapacidad autocrítica para reconocer la sin razón política de someter y encarcelar a líderes sociales por sus ideas políticas contrarias al corporativismo y, finalmente, hubiera tenido que reconocer el agotamiento de un modelo político basado en el partido único de Estado y en el presidencialismo como forma aberrante de dirección política y toma de decisiones verticales, de arriba abajo sin mediación social alguna.
La burocracia política, esa ilusión pragmática, en su imaginación regimentada por la servidumbre voluntaria, no alcanzó a visualizar los límites y sinrazones de su sistema político; la caricatura de democracia representativa que encabezaba y el modo de desarrollo económico excluyente que postergó pactos sociales, reivindicaciones nacionales y el sueño de justicia y democracia que movió a la Revolución Mexicana de 1910-1917.
En este enfrentamiento entre La fitus (la razón) y el Minotauro (la fuerza), ambos mostraron sus virtudes públicas y sus vicios privados: el gobierno dejó crecer la protesta al detonar su aparato represivo y una vez puesto en acción se extendió y profundizó sin control. La dirección del Movimiento Estudiantil-Popular, el Consejo Nacional de Huelga (CNH), en los primeros días de la justa protesta estudiantil recibió una respuesta brutal a sus primeras demandas: la agresividad de los cuerpos represivos, el uso de tropas al allanar los recintos universitarios, el bazukazo a la Preparatoria número 1 el 30 de julio, las detenciones masivas, en suma el asalto a la razón. El cuerpo directivo del Movimiento no meditó tales acciones de la contraparte y privó en él la ingenuidad. La movilización política se extendió y el MEP ganó así el concenso social al punto de sentir —como dijo Marcelino Perelló— el vértigo del poder. El Movimiento alcanzó su cenit con la manifestación del 27 de agosto (400 mil personas), o la del 13 de septiembre con medio millón de estudiantes, maestros y pueblo en silencio, la presencia de brigadas estudiantiles de información en toda la ciudad y el apoyo de las universidades y centros de enseñanza media y superior de todo el país. Sin embargo, no logró el diálogo público ni la solución a las demandas de su pliego petitorio.
La respuesta del gobierno fue ajena a la autocrítica, al sano juicio y a la función pública inalienable: la de gobernar en interés de la mayoría. Se impuso entonces la evasiva figura del complot internacional, la caracterización simplista de la imitación y la extrapolación de otros movimientos estudiantiles en el orbe para justificar el latigazo de un autoritarismo orientado a preservar un orden anquilosado y plagado de intereses no siempre lícitos. La burocracia política buscó en esos días aciagos del 68 convencer a un pueblo incrédulo y hastiado de mentiras de que ellos representaban el orden, la legalidad y la legitimidad, de que la protesta estudiantil era una algarada sin razón cuyo propósito era buscar lucimiento y perturbar el orden en los días previos a la Olimpiada.
En estos tiempos, en los cuales se escuchan en el portón de la historia los golpes de la hecatombe del mundo marginal, de los desheredados de la tierra que claman por sus derechos y por la justicia social, los tiempos de entonces, los del 68, armados de razones y consenso, los de ahora, armados de justas razones, justicia social y democracia, deseos de diálogo sin artimañas y dispuestos a dar su vida por los indios todos de México, se inscribe ahora la lucha por la democratización del sistema político mexicano, por una reforma integral de Estado para permitir la alternancia del poder, el fin del partido casi único y abandonar la escalada militar en Chiapas si no se quiere repetir la trágica historia, ahora como comedia de equivocaciones.