TESOROS OLVIDADOS


En noviembre de 1992, el jubilado británico Eric Lawes buscaba, ayudado de un detector de metales, el martillo que había perdido. El dispositivo comenzó a zumbar en un punto del terreno. Lawes removió la tierra y descubrió un tesoro romano valorado en más de 15 millones de dólares. Entre las piezas descubiertas, figuraban mil monedas de oro y otras cinco mil de plata, además de pesadas cadenas, brazaletes, cucharas y numerosas joyas con piedras preciosas.

El hallazazgo de Lawes no ha sido el único. Otras personas han descubierto piezas de enorme valor artístico y/o arqueológico mientras limpiaban un hueco de su sótano o buscaban setas.

Otros tesoros fueron hallados pero volvieron a perderse, como el que encontró el sacerdote Berenguer Sauniers en 1885, al seguir la pista de un pergamino que descubrió en una columna de la iglesia de Rennes le Chateau, en el sur de Francia.

Se cree que Berenger descubrió en una cueva el tesoro de la reina española Blanca de Castilla, formado por varios arcones llenos de oro, joyas y piezas de orfebrería. Pero el sacerdote desapareció misteriosamente, junto con el tesoro.

Las cuevas, los árboles, los cruces de caminos y los muros destruidos de castillo o iglesias, fueron antiguamente los lugares favorítos para esconder riquezas y objetos valiosos.

En una cavidad del macizo ecuatoriano de Llanganati, una inaccesible y selvática región andina, espera el legendario tesoro de Valverde, una colección de objetos incas valorada en más de 20 millones de dólares.

Su historia comenzó en 1590, cuando el soldado español Juan Velarde fue conducido a una gruta donde le regalaron una docena de lingotes de oro: una mínima parte del tesoro oculto en un lugar que juró mantener en secreto pero que al final reveló. Cientos de expediciones intentaron encontrarlo a través de la descripción del español, pero todos los intentos fracasaron.

A comienzos del siglo, el joven austríaco Thour de Koos consiguió vencer las dificultades e introducirse en la cueva, rescatando parte del tesoro, pero cuando empezaba a extraerlo murió de una pulmonía y se llevó el secreto a la tumba.

Tampoco han aparecido otras riquezas de los Incas que escaparon de las manos de Pizarro, como las de las ciudades de Tumbes y Chan-Chan (cuyos ídolos de oro y plata ya habían sido desmantelados cuando llegaron los conquistadores) o los metales preciosos con que se intentó pagar el rescate de Atahualpa.

Hay indicios de que el primer tesoro fue enterrado bajo los propios pueblos y el segundo arrojado a un lago, que podría ser el Orco o el Titicaca. Su paradero es un misterio, igual que el del mítico El Dorado, otro lago donde los indígenas arrojaban ofrendas de oro y metales preciosos.

Más de quinientas expediciones han intentado encontrar el tesoro de Lima, que según la leyenda, perteneció a las autoridades coloniales españolas a principios del siglo pasado y que enterró un capitán escocés en la isla de Cocos, en el oceano pacífico.

Muchos perdieron su fortuna siguiendo mapas y pistas, para encontrar la legendaria riqueza que incluye 30 toneladas de oro y piedras preciosas, una estátua de la Vírgen de tamaño natural y los doce apóstoles, así como 273 espadas de oro macizo.

El millonario neoyorquino August Giller dedicó su vida a seguir un mensaje con la presunta clave de un tesoro, que se encontraría tras una puerta excavada en la roca, después de seguir un río, reconocer una peña y encontar una grieta.

Giller es uno de los cientos de modernos cazatesoros que recorren las selvas, motañas, tierras y mares del palneta en busca de riquezas que han desaparecido de forma extraña, por accidente, porque sus dueños tuvieron que huir o por miedo a una invasión. Bajo tierras europeas yacen toneladas de oro, plata, piedras preciosas y miles de obras de arte. Muchos profesionales recorren y exploran el Viejo continente para descubrirlas.

Durante la Guerra de los Treinta años, muchos ciudadanos se vieron obligados a esconder sus objetos de valor para evitar que se los quitaran tanto los soldados defensores como los invasores.

Muchas riquezas jamás se recuperaron, como las que los habitantes del Estado Federal de Nierdersachen escondieron en 1622 en un lugar todavía inexpulgable: un pantano que no ofrece seguridad a las dragas más modernas.

Durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, las tropas de Hitler escondieron grandes cantidades de lingotes de metales preciosos, monedas, joyas y antiguedades que aún no se han recuperado. El legendario "Cuarto de Ambar", un juego de muebles y placas de ámbar, considerado como maravilla del mundo, que perteneció al rey prusiano Federico Guillermo I, fue robado por los nazis y desapareció en Kaliningrado hace cincuenta años. A pesar que los soldados afirmaron que el tesoro fue destruido finalmente, muchos investigadores lo siguen buscando, al igual que miles de obras de arte que robaron los alemanes en las naciones ocupadas. Uno de sus posibles escondites, una mina de sal de Volprieheuseb, fue destruida por una misteriosa explosión.

El investigador estadounidense Helmut Gaensel asegura que en una fosa situada cerca de Praga, las SS alemanas ocultaron 540 cajas de objetos de oro, cuadros y antiguedades confiscadas a los judíos y documentos sobre las armas secretas de Hitler.

También se dice que Hermann Goering, uno de los máximos jerarcas del Tercer Reich, envió un tren con pinturas, lingotes de oro del banco estatal y las joyas de los Rothschild, y los transportó en decenas de camiones con destino aún desconocido. Tampoco se han localizado cuantiosos botines fruto de las confiscaciones de los nazis a sus prisioneros, trasladados por Himmler a grutas alpinas.

Tras la pista de éstos y otros resoros de guerra se moviliza un ejército de buscadores profesionales con los últimos adelantos técnicos, apoyados por la más basta documentación histórica y asesorados por científicos y abogados.

El buscador de tesoros solitario y aventurero, que obtiene una pista a cambio de unas copas en una taberna ha desaparecido. Los datos sobre las riquezas ocultas no se descubren en planos cifrados, claves secretas o mensajes extraños, sino en documentos históricos a los que tiene acceso todo el mundo.

Algunas pistas que condujeron al hallazgo del fabuloso tesoro del galeón Nuestra Señora de Atocha, hundido en el Caribe en el siglo XVII, fueron extraidos de los legajos del archivo de Indias de Sevilla, donde aún descansan las claves de otros posibles descubrimientos.


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