Lo que sigue fue escrito por un "incontrolado" de la Columna de Hierro, el texto apareció en "Nosotros" (revista de la FAI del Levante si no me equivoco) del 12 al 17 de marzo de 1937.
Perdone la numerosas faltas, hablo bastante mal el castellano y lo escribo peor. Hay, por lo menos, dos "versiones" del texto, un fue publicada por el compañero Abel Paz en su "Historia de la Columna de Ferro" (al punto de salir en Francés), la otra en edición bilingüe publicada per Champ Libre |
La Columna de Hierro y la Revolución
Soy un escapado de San Miguel de los Reyes, siniestro presidio que levantó la monarquía para enterrar en vida a los que, por no ser cobardes, no se sometieron nunca a las leyes infames que dictaron los poderosos contra los oprimidos. Allá me llevaron, como a tantos otros, por lavar una ofensa, por rebelarme contra las humillaciones de que era víctima un pueblo entero, por matar, en fin, a un cacique.
Joven era, y joven soy, ya que ingresé en el presidio a los veintitrés años y he salido, porque los compañeros anarquistas abrieron las puertas, teniendo treinta y cuatro. ¡Once años sujeto al tormento de no ser hombre, de ser una cosa, de ser un número!
Conmigo salieron muchos hombres, igualmente
sufridos, igualmente doloridos por los malos tratos recibidos
desde el nacer. Unos, al pisar la calle, se fueron por el mundo;
otros, nos agrupamos con nuestros libertadores, que nos trataron
como amigos y nos quisieron como hermanos. Con éstos, poco
a poco, formamos "la Columna de Hierro"; con éstos,
a paso acelerado, asaltamos cuarteles y desarmamos a terribles
guardias; con éstos, a empujones, echamos los fascistas
hasta las agujas de la sierra, en donde se encuentran. Acostumbrados
a tomar lo que necesitamos, al empujar el fascista, le tomamos
víveres y fusiles. Y nos alimentamos durante un tiempo,
de lo que nos ofrecían los campesinos, y nos armamos sin
que nadie nos hiciera el obsequio de un arma, con lo que a brazo
partido, les quitamos a los insurrectos. El fusil que acaricio,
el que me acompaña desde que abandoné el fatídico
presidio, es mío, mío propio; se lo quité,
como un hombre, al que lo tenia en sus manos, así como
nuestros, propios, conquistados, son casi todos los que mis compañeros
tienen en las suyas.
Falta de atención
Nadie o casi nadie nos atendió
nunca. El estupor burgués al abandonar el presidio, a continuado
siendo el estupor de todos, hasta estos momentos, y en lugar de
atendernos, de ayudarnos, de auxiliarnos, se nos trato como a
forajidos, se nos acuso de incontrolados, porque no sujetamos
el ritmo de nuestro vivir que ansiábamos y ansiamos libre,
a caprichos estúpidos de algunos que se han sentido, torpe
y orgullosamente, amos de los hombres, al sentarse en un ministerio
o un comité, y porque, por los pueblos por donde pasamos,
después de haberle arrebatado su posesión al fascista,
cambiamos el sistema de vida, aniquilando a los caciques feroces
que intranquilizaron la vida de los campesinos, después
de robarles, y poniendo la riqueza en manos de los únicos
que supieron crearla: en manos de los trabajadores.
Conducta
Nadie, puedo asegurarlo, nadie se puede haber portado con los desvalidos, con los necesitados, con los que toda la vida fueron robados y perseguidos, mejor que nosotros, los incontrolados, los forajidos, los escapados de presidio.
Nadie, nadie desafío que
me lo prueben ha sido mas cariñoso y mas servicial
para con los niños, las mujeres y los ancianos; nadie,
absolutamente nadie, puede culpar a esta Columna, que sola, sin
auxilio y si entorpeciéndola, ha estado desde el principio
en la vanguardia, de insolidaria, de despótica, de blanda
o de floja cuando de la lucha se trataba, o de desamorada con
el campesino, o de no revolucionaria, ya que el arrojo y la valentía
en el combate ha sido nuestra norma, la hidalguía con el
vencido nuestra ley, la cordialidad con los hermanos nuestra divisa
y la bondad y el respecto, el marco en que se ha desenvuelto nuestra
vida.
Leyenda negra
¿Por qué esta leyenda negra que se ha tejido a nuestro alrededor? ¿Por qué este afán insensato de desacreditarnos si nuestro descrédito, que no es posible, solo iría en perjuicio de la causa revolucionaria y de la misma guerra?
Hay nosotros, hombres del presidio, que hemos sufrido más que nadie en la tierra, lo sabemos; hay, digo, en el ambiente un aburguesamiento enorme. El burgués de alma y de cuerpo, que es todo lo mediocre y servil, tiembla ante la idea de perder su sosiego, su cigarro puro y su café, sus toros, su teatro y su emputecimiento, y cuando olía algo de la Columna, de esta Columna de Hierro, puntal de la Revolución en estas tierras levantinas, o cuando sabía que la Columna anunciaba su viaje a Valencia, temblaba como un azogado pensando que los de la Columna iban a arrancarle su vida regalona y miserable. Y el burgués hay burgueses de muchas clases y en muchos sitios tejía, sin parar, con los hilos de la calumnia, la leyenda negra con que nos ha obsequiado, porque al burgués, y únicamente al burgués, han podido y pueden perjudicar nuestras actividades, nuestras rebeldías, y estas ansias locamente incontenibles que llevamos en nuestro corazón, de ser libres, como las águilas en las más altas cimas o como los leones en medio de las selvas.
" Nosotros ", 12-III-1937
También los hermanos...
También los hermanos, los que sufrieron con nosotros en campos y talleres, los que fueron vilmente explotados por la burguesía, se hicieron eco de los miedos terribles de ésta y llegaron a creer, porque algunos interesados a ser jefes, se lo dijeron, que nosotros, los hombres que luchábamos en la Columna de Hierro, éramos forajidos y desalmados, y un odio, que ha llegado muchas veces a la crueldad y al asesinato fanático, sembró nuestro camino de piedras para que no pudiéramos avanzar contra el fascismo.
Ciertas noches, en estas noches oscuras
en que, arma al brazo y oído atento, trataba de penetrar
en las profundidades de los campos y en los misterios de las cosas,
no tuve más remedio que, como una pesadilla, levantarme
del parapeto, y no para desentumecer mis miembros, que son de
acero porque están curtidos en el dolor, sino para empuñar
con más rabia el arma, sentiendo ganas de disparar, no
sólo contra el enemigo que estaba escondido a cien metros
escasos de mi, sino contra el otro, contra el que no veía,
contra el que se ocultaba a mi lado, siéndome y aun llamándome
compañero, mientras me vendía vilmente, ya que no
hay venta más cobarde que la que de la traición
se nutre. Y sentía ganas de llorar y de reír, y
de correr por los campos gritando y de atenazar gargantas entre
mis dedos de hierro, como cuando rompí entre mis manos
la del cacique inmundo, y de hacer saltar, hecho escombros, este
mundo miserable en donde es difícil encontrar unos brazos
amantes que sequen tu sudor y restañen la sangre de tus
heridas cuando, cansado y herido, vuelves de la batalla.
Penas y alegrías
¡Cuántas noches, juntos los hombres, formando un racimo o un puñado, al comunicar a mis compañeros, los anarquistas, mis penas y dolores he hallado, allá, en la dureza de la sierra, frente al enemigo que acechaba, una voz amiga y unos brazos amantes que me han hecho doler a amar la vida! Y, entonces, todo lo sufrido, todo lo pasado, todos los horrores y tormentos que llagaron mi cuerpo, los tiraba al viento como si fueran de otras épocas, y me entregaba con alegría a sueños de ventura, viendo con la imaginación calenturienta mundo como el que no había vivido, pero que deseaba; un mundo como no habíamos vivido los hombres pero que muchos habíamos soñado. Y el tiempo se me pasaba volando, y las fatigas no entraban en mi cuerpo, y redoblaba mi empuje, y me hacia temerario, y salía al amanecer en descubierta para descubrir al enemigo, y... todo por cambiar la vida ; por imprimir otro ritmo a esta vida nuestra; porque los hombres, yo entre ellos, pudiéramos ser hermanos; porque la alegría, una vez siquiera, al brotar en nuestros pechos, brotase en la tierra; porque la Revolución, esta Revolución que ha sido el norte y el lema de la Columna de Hierro, pudiese ser, en tiempo no lejano, un hecho.
Se esfumaban mis sueños como
las nubecillas blancas que encima de nosotros pasaban por la sierra,
y volvía a mis desencantos para volver, otra vez, por la
noche, a mis alegrías. Y así entre penas y alegrías,
entre congojas y llantos, he pasado mi vida, vida alegre en medio
del peligro, comparada con aquella vida turbia y miserable del
turbio y mísero presidio.
Pero un día...
Pero un día era un día pardo y triste, por las crestas de la sierra, como viento de nieve que corta las carnes, bajó una noticia "Hay que militarizarse". Y entró en mis carnes como fino puñal la noticia, y sufrí, de antemano, las congojas de ahora. Por las noches, en el parapeto, repetía la noticia: "Hay que militarizarse"...
A mi lado velando mientras yo descansaba, aunque no dormía, estaba el delegado de mi grupo, que sería teniente, y dos pasos mas acá, durmiendo en el suelo, reclinando su cabeza sobre un montón de bombas, yacía el delegado de mi centuria, que sería capitán o coronel. Yo... seguiría siendo yo, el hijo del campo, rebelde hasta morir. Ni quería, ni quiero cruces ni estrellas ni mandos. Soy como soy, un campesino que aprendió a leer en la cárcel, que ha visto de cerca el dolor y la muerte, que era anarquista sin saberlo y que ahora, sabiéndolo, soy más anarquista que ayer cuando maté para ser libre.
Ese día, aquel día que bajó de las crestas de la sierra, cual si fuese un viento frío que me cortase el alma, la noticia funesta, será memorable, como tantos otros en mi vida de dolor. Aquel día... ¡Bah!
¡Hay que militarizarse!
" Nosotros ", 13-III-1937
La vida los libros y el presidio
La vida enseña a los hombres más que todas las teorías, más que todos los libros. Los que quieran llevar a la práctica lo que han aprendido de otros al beberlo en los libros escritos, se equivocarán; los que lleven a los libros lo que han aprendido en las revueltas del camino de la vida, posiblemente hagan una obra maestra. La realidad y la ensoñación son cosas distintas. Soñar es bueno y bello, porque el sueño es, casi siempre, la anticipación de lo que ha de ser; pero lo sublime es hacer la vida bella, hacer de la vida, realmente, una obra hermosa.
Yo he vivido la vida aceleradamente.
No he saboreado la juventud, que, según he leído,
es alegría, y dulzura, y bienestar. En el presidio sólo
he conocido el dolor. Siendo joven por los años, soy un
viejo por lo mucho que he vivido, por lo mucho que he llorado.
Por lo mucho que he sufrido. Que en el presidio casi nunca se
ríe; en el presidio, para adentro o para fuera, siempre
se llora.
Aprender viviendo
Leer un libro en una celda, apartado del contacto de los hombres, es soñar; leer el libro de la vida, cuando te lo presenta abierto por una pagina cualquiera el carcelero, que te insulta o simplemente te espía, es estar en contacto con la realidad.
Cierto día leí, no se dónde ni a quién, que no pudo tener el autor idea exacta de la redondez de la tierra hasta que la hubo recorrido, medido, palpado: descubierto. Parecióme ridícula tal pretensión; pero aquella frasecita se me quedó tan impresa, que alguna vez, en mis soliloquios obligados en la soledad de mi celda, pensé en ella. Hasta que un día, como si yo también descubriera algo maravilloso que antes estuvo oculto a los demás hombres, sentí la alegría de ser, para mi, el descubridor de la redondez de la tierra. Y aquel día, como el autor de la frase, recorrí, medí y palpé el planeta, haciéndose la luz en mi imaginación al "ver" a la Tierra rodando en los espacios sin fin, formando parte del concierto universal de los mundos.
Lo mismo sucede con el dolor. Hay que
pesarlo, medirlo, palparlo, gustarlo, comprenderlo, descubrirlo,
para tener en la mente una idea clara de lo que es. A mi lado,
tirando del carro en que otros iban subidos, cantando y gozando,
he tenido hombres que, como yo, oficiaban de mulas. Y no sufrían ;
y no rugían, por lo bajo, su protesta; y encontraban justo
y lógico que aquellos, como señores, fuesen los
que les tirasen de las riendas y empuñasen el látigo,
y hasta lógico y justo que el amo, de un trallazo, les
cruzase la cara. Como animales lanzaban un ronquido, clavaban
sus pezuñas en el suelo y arrancaban a galope. Después,
¡oh sarcasmo!, al dèsnuncirlos, lamían como
perros esclavos la mano que les azotó.
Amargura del dolor
Nadie que no haya sido humillado, y
vejado, y escarnecido; nadie que no se haya sentido el ser más
desgraciado de la tierra, a la vez que el ser más noble,
y más bueno, y más humano, y que, al mismo tiempo
y todo junto, cuando sentía su desgracia y se consideraba
feliz y fuerte, sin aviso, sin motivo, por gana de hacerle daño,
por humillarle, haya sentido sobre sus espaldas o sobre su rostro
la mano helada de la bestia carcelera; nadie que no se haya visto
arrastrado por rebelde a la celda de castigo, y allí, abofeteado
y pisoteado, oír crujir sus huesos y oír correr
su sangre hasta caer en el suelo como una mole; nadie que, después
de sufrir el tormento por otros hombres, no haya sido capaz de
sentir su impotencia, y maldecir por ello y blasfemar por ello,
que era tanto como empezar a tener potencia otra vez; nadie que
al recibir el castigo y el ultraje, haya tenido conciencia de
lo injusto del castigo y de lo infame del ultraje; y, al tenerla,
haya hecho propósito de acabar con el privilegio que otorga
a algunos la facultad de castigar y ultrajar; nadie, en fin, que,
preso en la cárcel o preso en el mundo, haya comprendido
la tragedia de las vidas de los hombres condenados a obedecer
en silencio y ciegamente a las órdenes recibidas, puede
conocer la hondura del dolor, la amargura del dolor, la marca
terrible que el dolor deja para siempre en los que bebieron, y
palparon, y sintieron el dolor de callar y obedecer. ¡Desear
hablar y conservarse mudo; desear cantar y enmudecer; desear reír
y tener forzosamente que estrangular la risa en los labios; desear
amar y ser condenado a nadar entre el cieno del odio!
Cuarteles y cárceles
Yo estuve en el cuartel, y allí aprendí a odiar. Yo he estado en el presidio, y allí, en medio del llorar y del sufrir, cosa rara, aprendí a amar, a amar intensamente.
En el cuartel casi estuve a punto de perder mi personalidad, tanto era el rigor con que se me trataba, queriendo imponérseme una disciplina estúpida. En la cárcel, tras mucho luchar, recobré mi personalidad, siendo cada vez más rebelde a toda imposición. Allá aprendí a odiar, de cabo hacia arriba, todas las jerarquías; en la cárcel, en medio del más angustiante dolor, aprendí a querer a los desgraciados, mis hermanos, mientras conservaba puro y limpio el odio a las jerarquías mamado en el cuartel. Cárceles y cuarteles son una misma cosa: despotismo y libre expansión de la maldad de algunos y sufrimiento de todos. Ni el cuartel enseña cosa que no sea dañina a la salud corporal y mental, ni la cárcel corrige.
Con este criterio, con esta experiencia experiencia adquirida, porque he bañado mi vida en el dolor, cuando oí que, montañas abajo, venía rodando la orden de militarización, sentí por un momento que mi ser se desplomaba, porque vi claramente que moriría en mí el audaz guerrillero de la Revolución, para continuar viviendo el ser a quien en el cuartel y en la cárcel se podó de todo atributo personal, para caer nuevamente en la sima de la obediencia, en el sonambulismo animal a que conduce la disciplina del cuartel o de la cárcel, ya que ambos son iguales. Y, empuñando con rabia el fusil, desde el parapeto, mirando al enemigo y al "amigo", mirando a vanguardia y a retaguardia, lancé una maldición como aquellas que lanzaba, cuando, rebelde, me conducían a la celda de castigo, y una lágrima hacia adentro, como aquellas que se me escaparon, sin ser vistas de nadie, al sentir mi impotencia. Y es que notaba que los fariseos, que desean hacer del mundo un cuartel y una cárcel, son los mismos, los mismos, los mismos que ayer, en las celdas de castigo, nos hicieron a los hombres hombres crujir los huesos.
Cuarteles... presidios..., vida indigna y miserable.
"Nosotros", 15-III-1937
Incomprensión general
No nos han comprendido, y, por no poder comprendernos, no nos han querido. Hemos luchado no son necesarias ahora falsas modestias, que a nada conducen; hemos luchado, repito, como pocos. Nuestra línea de fuego ha sido siempre la primera, ya que en nuestro sector, desde el primer día hemos sido los únicos.
Para nosotros, jamás hubo un relevo ni..., lo que ha sido peor todavía, una palabra cariñosa. Unos y otros, fascistas y antifascistas, hasta ¡que vergüenza hemos sentido! los nuestros nos han tratado con despego.
No nos han comprendido. O lo que es más trágico en medio de esta tragedia en que vivimos, quizá no nos hemos hecho comprender, ya que nosotros, por haber recibido sobre nuestros lomos todos los desprecios y rigores de los que fueron jerarcas en la vida, hemos querido vivir, aun en la guerra, una vida libertaria, y los demás, para su desgracia y la nuestra, han seguido uncidos al carro del Estado.
Esta incomprensión, que nos ha
producido dolores inmensos, cercó el camino de desdichas,
y no solamente veían un peligro en nosotros los fascistas,
a los que tratabamos como se merecieron, sino los que se llaman
antifascistas y gritan su antifascismo hasta enroquecer. Este
odio que se tejió a nuestro alrededor, dio lugar a choques
dolorosos, el mayor de los cuales, por lo canallesco, hace asomar
a la boca el asco y llevar las manos a apretar el fusil, tuvo
lugar en plena Valencia, al disparar contra nosotros "ciertos
antifascistas rojos". Entonces... ¡bah!... entonces
debimos haber acabado con lo que ahora está haciendo la
contrarrevolución.
La Historia hablará
La Historia que recoge lo bueno y lo malo que los hombres hacen, hablará un día.
Y esa Historia dirá que la Columna de Hierro fue quizá la única en España que tuvo visión clara de lo que debió ser nuestra Revolución. Dirá también que fue la que más resistencia ofreció a la militarización. Y dirá, además, que, por resistirse, hubo momentos en que se la abandonó totalmente a su suerte, en pleno frente de batalla, como si seis mil hombres, aguerridos y dispuestos a triunfar o morir, debieran abandonarse al enemigo para ser devorados.
¡Cuántas y cuántas
cosas dirá la Historia, y cuántas y cuántas
figuras, que se creen gloriosas, serán execradas y maldecidas!
La militarización
Nuestra resistencia a la militarización estaba fundada en lo que conocíamos de los militares. Nuestra resistencia actual se funda en lo que conocemos actualmente de los militares.
El militar profesional ha formado, ahora y siempre, aquí y en Rusia, una casta. Él es el que manda; a los demás no debe quedarnos más que la obligación de obedecer. El militar profesional odia con toda su fuerza a todo cuanto sea paisanaje, al que cree inferior.
Yo he visto yo miro siempre a los ojos de los hombres temblar de rabia o de asco a un oficial cuando al dirigirme a él lo he tuteado, y conozco casos de ahora, de ahora mismo, en batallones que se llaman proletarios, en que la oficialidad, que ya se olvidó de su origen humilde, no puede permitir para ello hay castigos terribles que un miliciano les llame de tú.
El Ejército "proletario" no plantea disciplina, que podría ser, a lo sumo, respeto a las órdenes de guerra; plantea sumisión, obediencia ciega, anulación de la personalidad del hombre.
Lo mismo, lo mismo que cuando, ayer,
estuve en el cuartel. Lo mismo, lo mismo que cuando más
tarde estuve en el presidio.
Como vivíamos
Nosotros en las trincheras vivíamos felices. Vimos caer a nuestro lado, es cierto, a los compañeros que con nosotros empezaron esta guerra; sabíamos, además, que en cualquier momento, una bala podía dejarnos tendidos en pleno campo ésta es la recompensa que espera al revolucionario; pero vivíamos felices. Cuando había comíamos; cuando escaseaban los víveres, ayunábamos. Y todos contentos. ¿Por qué? Porque ninguno era superior a ninguno. Todos amigos, todos compañeros, todos guerrilleros de la Revolución.
El delegado de grupo o de centuria no nos era impuesto, sino elegido por nosotros, y no se sentía teniente o capitán, sino compañero. Los delegados de los Comités de la Columna no fueron jamás coroneles o generales, sino compañeros. Juntos comíamos, juntos peleábamos, juntos reíamos o maldecíamos. Nada ganamos durante un tiempo, nada ganaron ellos. Diez pesetas ganamos después nosotros, diez pesetas ganaron y ganan ellos.
Lo único que aceptamos es su
capacidad probada, por eso los elegimos; su valor, también
probado, por eso también fueron nuestros delegados. No
hay jerarquías, no hay superioridades, no hay órdenes
severas; hay camaradería, bondad, compañerismo:
vida alegre en medio de las desdichas de la guerra. Y así,
con compañeros, imaginándose que se lucha por algo
y para algo, da gusto la guerra y hasta se recibe con gusto la
muerte. Pero cuando estás entre militares, en donde todo
son órdenes y jerarquías; cuando ves en tus manos
la triste soldada con la cual apenas puede mantenerse en la retaguardia
tu familia y ves que el teniente, el capitán, el comandante
y el coronel, cobran tres, cuatro, diez veces mas que tú,
aunque no tienen ni más empuje, ni más conocimiento,
ni más valor que tú, la vida se ve hace amarga,
porque ves que eso no es Revolución, sino aprovechamiento,
por unos pocos de una situación desgraciada que va únicamente
en perjuicio del pueblo.
"Nosotros", 16-III-1937
Ahora
No sé cómo viviremos ahora. No sé si podremos acostumbrarnos a recibir malas palabras del cabo, del sargento o del teniente. No sé si después de habernos sentido plenamente hombres, podremos sentirnos animales domésticos, que a ésto conduce la disciplina y esto representa la militarización.
No podremos ya, será totalmente imposible, aceptar despotismo y malos tratos, ya que se necesita ser muy poco hombre para tener un arma en la mano y aguantar mansamente el insulto; pero tenemos noticias que angustian, de compañeros que, al militarizarse, han vuelto a sentir, como losa de plomo, la pesantez de los órdenes que emanan de gente, muchas veces inepta y siempre desamorada.
Creíamos que nos estábamos
redimiendo, que nos estábamos salvando y estamos cayendo
en lo mismo que combatimos; en el despotismo, en la castocracia,
en el autoritarismo mas brutal y absorbente.
Dos caminos
Pero el momento es grave. Cogidos no sabemos por quien, y si lo sabemos, nos lo callamos ahora; cogidos, repito, en una trampa, debemos salir de ella, escaparnos de ella, lo mejor que podamos, pues de trampas está sembrado todo el campo.
Los militaristas, todos los militaristas los hay furibundos en nuestro campo nos han cercado. Ayer fuimos dueños de todo, hoy lo son ellos. El ejército popular, que no tiene de popular más que el hecho de formarlo el pueblo, y eso ocurrió siempre, no es del pueblo, es del Gobierno, y el Gobierno manda, y el Gobierno ordena. Al pueblo sólo se le permite obedecer y siempre se le exige obedecer.
Cogidos entre las mallas militaristas,
tenemos dos caminos a seguir: el primero nos lleva a disgregarnos
los que hasta hoy somos compañeros de lucha, deshaciendo
la Columna de Hierro; el segundo nos lleva a la militarización.
Disgregación de la Columna
La Columna, nuestra Columna, no debe deshacerse. La homogeneidad que siempre ha presentado, ha sido admirable hablo solamente para nosotros, compañeros; la camaradería entre nosotros quedará en la historia de la Revolución española como un ejemplo; la bravura demostrada en cien combates podrá haber sido igualada en esta lucha de héroes, pero no superada. Desde el primer día fuimos amigos; mas que amigos, compañeros, mas que compañeros, hermanos. Disgregarnos, irnos, no volvernos a ver, no sentir, como hasta aquí, los impulsos de vencer y de luchar, es imposible.
La Columna, esta Columna de Hierro, que desde Valencia a Teruel ha hecho temblar a burgueses y fascistas, no debe deshacerse, sino seguir hasta el fin.
¿Quién puede decir que en
la pelea, por estar militarizados, han sido más fuertes,
más recios, más generosos para regar con su sangre
los campos de batalla? Como hermanos que defienden una causa noble
hemos luchado; como hermanos que tienen los mismos ideales, hemos
soñado en las trincheras; como hermanos que anhelan un
mundo mejor, hemos empujado con nuestro coraje. ¿Deshacernos
como un todo homogéneo? Nunca, compañeros. Mientras
quedemos una centuria, a luchar; mientras quede uno solo de nosotros,
a vencer.
Militarización
Será un mal menor, a pesar de ser un gran mal, el tener que aceptar, sin ser elegidos por nosotros, quienes nos ordenen. Pero...
Ser una Columna o ser un Batallón es casi igual. Lo que no es igual es que no se nos respete.
Si estamos juntos los mismos individuos que ahora estamos, ya formemos una columna, ya formemos un batallón, para nosotros ha de ser igual. En la lucha no necesitaremos quien nos aliente, en el descanso no tendremos quien nos prohiba descansar, porque no lo consentiremos.
El cabo, el sargento, el teniente, el capitán, o son de los nuestros, en cuyo caso seremos todos compañeros, o son enemigos, en cuyo caso como a enemigos habrá que tratarlos.
Columna o Batallón, para nosotros, si queremos, será igual. Nosotros, ayer, hoy y mañana, no necesitamos estímulos para combatir; nosotros, ayer, hoy y mañana seremos los guerrilleros de la Revolución.
De nosotros mismos, de la cohesión
que haya entre nosotros, depende nuestro desarrollo futuro. No
nos imprimirá nadie un ritmo suyo; se lo imprimiremos nosotros,
por tener personalidad propia a los que están a nuestro
alrededor.
Final
Tengamos encuenta una cosa, compañeros. La lucha exige que no hurtemos nuestros brazos ni nuestro entusiasmo a la guerra. En una columna, la nuestra o en un Batallón, el nuestro; en una división o en un batallón que no sean nuestros, tenemos que luchar.
Si deshacemos la Columna, si nos disgregamos, después, obligatoriamente movilizados, tendremos que ir, no con quien digamos, sino con quien se nos ordene. Y como no somos ni queremos ser animalillos domésticos, posiblemente chocáramos con quienes no deberíamos chocar: con los que, mal o bien, son nuestros aliados.
La Revolución, nuestra Revolución,
esa Revolución proletaria y anárquica, a la cual,
desde los primeros días, hemos dado páginas de gloria,
nos pide que no abandonemos las armas y que no abandonemos, tampoco,
el núcleo compacto que hasta ahora hemos tenido formado,
llámese éste como se llame: Columna, División
o Batallón.
Un "Incontrolado" de la Columna de Hierro.
"Nosotros", 17-III-1937