SIN CAPUCHA
Federico Jiménez Losantos.

Muchos son los símbolos, las imágenes, los recuerdos de estos días imborrables que ojalá no pasen en vano para una clase dirigente tan cutre como la que tenemos en Madrid y tan vil como la que tenemos en la periferia nacionalista. Pero entre lso que tienen más valor poítico y responden a esos movimientos populares absolutamente impresitos, rigurosamente imprevisibles y que, sin embargo, marcan un suceso y tal vez una época, yo me quedo con el momento en que los policías autonómicos vascos que protegían una sede de HB de la indignación de toda esa gente que dice "¡basta ya!", no sé si por iniciativa propia o a petición del pueblo que allí se congregaba, frente a la taberna mafiosa, van y se quitan las capuchas

Y en ese momento, son abrazados, besuqueados y vitoreados por la gente que allí se congregaba. Y se veía a los uardias, acostumbrados a esconderse, como sus jefes, como Martiarena y compañía, pero también como la gente que les paga el sueldo, los ciudadanos sin más, con una sensación doble: de asombro y de liberación, de estupor ante su audacia y de alegría por su gesto, que coincidía plenamente con el sentir popular. Esa capucha que se quitaba la ertzaina era y es el símbolo de los Arzalluz y compañía, de los Egibar y compañía, de la inmensa compañía de silenciosos cómplices que ha tenido ETA en los últimos años, que no son pocos
Esa capucha equivalía a la dinamitación por Arzalluz del Pacto de Ajuria Enea, a las barbaridades de Egibar equiparando a "unos" y a "otros", al efugio o disimulo de Garaikoetxea cuando, para no ponerse del todo frente a ETA, habla de las "hondas raíces" del "problema vasco", sin hablar de la raíz más honda de esa sociedad, que es el miedo, simbolizado en la capucha que llevan los ertzainas cuando están junto a los terroristas o sus cofrades. Lo que la gente les pedía o lo que su propia conciencia les pidió a esos hombres para quitarse la capucha era el reconocimiento del miedo. Lo cual transmitía a los matones que vienen paseando sin oposición su chulería y su violencia por las calles vascas sin que nadie les ponga la mano encima, sin que un policía los detenga ni un juez se atreva a juzgarlos, un mensaje muy claro: "Ahora ya nos conocéis y nosotros también os conocemos; venid, si os atrevéis, a por nosotros, que os vais a encontrar con lo que mereceis".

Ese mensaje puede ser absurdo en otro lugar o en otras circunstancias, pero en lo que viene siendo policía particular del PNV, que no de todos los vascos, reviste una importancia esencial. Si los vascos se atreven a intentar que en sus calles reine la Ley, para lo cual es necesario que sean los delincuentes y no los policías los que se oculten, es que verdaderamente el País Vasco puede cambiar. No por lo que puedan hacer los criminales que aún será mucho y malo, sino por lo que dejen de hacer esos dirigentes políticos que pidieron una policía y luego la taparon, para que no se notara que eran personas, para que no se le temiera, para que no sirviera realmente contra el terrorismo, como efectivamente no ha podido, no la han dejado servir.
Al desenmarcararse, los ertzainas desenmascaraban a esos nacionalistas que vienen siendo la auténtica capucha del miedo en el País Vasco. No la capucha etarra. La capucha de sí mismos, incapaces de verse la cara en el espejo. Ahora, el espejo son todos los ojos que los miran. Todos. A cara descubierta

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