JUAN PABLO II: ADALID DE LOS
DERECHOS HUMANOS
Hay
que escuchar a Juan Pablo II. Hay que ser coherentes con el movimiento de
catarsis que provocó su visita a Arequipa, allá por 1985; movimiento de fe
que sólo tiene un parangón en nuestra
historia: el peregrinaje que hizo la imagen de la Mamita de Chapi,
desde su remoto santuario hasta la catedral mistiana.
Cada Papa tiene personalidad y carácter propios que
ponen un sello identificatorio a sus respectivos
pontificados. Juan Pablo II tiene su propia e imborrable impronta; y es también
un Campeón de los Derechos Humanos. El connotado constitucionalista de la
Universidad de Pittsburg, el Dr. Deacon Keith Fournier, acaba de publicar The Lion and the Lamb: A tribute to Pope John Paul
II en momentos en que, como nunca antes, la Iglesia Católica y sus líderes
han estado bajo ataque tan severo por parte de quienes se oponen a sus
enseñanzas, valores y principios; y sus atacantes nunca han estado tan bien financiados y organizados alrededor del
mundo. Ellos gozan de enorme influencia y del apoyo de poderosas corporaciones,
medios de comunicación y entidades políticas. Esta situación se ve reflejada en
la discriminación religiosa que sufren los candidatos católicos en el proceso
de ratificación de Jueces Federales en los EE.UU.
El Dr. Fournier describe con precisión el
contexto en que Juan Pablo II en 25 años de pontificado ha realizado una obra y
proclamado un mensaje que trascenderá el curso de los siglos y las generaciones
porque habrá de seguir orientando a la modelación del mundo y la sociedad a partir del s. XXI; y que han contribuido a que, desde ahora se le
llame Juan Pablo II El Magno.
También se le reconoce como uno de los maestros de obra del Concilio
Vaticano II. Este fuerte, vital, apasionado y carismático Pastor asumió el
pontificado el 16 de octubre de 1978 en uno de los momentos más críticos de la
historia del mundo. Este Papa, que era montañista, está lleno de un contagiante
amor a Dios. Es también un talentoso hombre de letras, dramaturgo, filósofo,
poeta y gigante intelectual y, sobre todo, un genuino ser humano.
Desde la silla de San Pedro, y con la consistencia de un león, ha vivido
lo que con coraje ha proclamado siempre. Sin temor ha recorrido el globo,
proclamando la libertad y la verdad a las víctimas de las falsas ideologías que
han devastado a los pueblos del siglo XX, el más sangriento de la historia de
la humanidad. No deja de reiterar, apasionadamente, el incólume mensaje cristiano, con la urgencia profética,
profunda claridad y relevancia que requiere el mundo globalizado y desorientado
de hoy.
Juan Pablo ha sido y es un extraordinario don de la Providencia. Es el
guía de la nueva gran era misionera y de renovación de la cristiandad. Sus
reflexiones son la clave de la nueva primavera de la que él es heraldo. Pero su
mensaje debe ser más difundido para que sea mejor asumido y para que informe la
cultura humana; para que sea el material con el que se construya el diferente
futuro que anhelan todas las naciones.
Este Papa --una vez vibrante y
fuerte-- se ha vuelto frágil, enfermo y
físicamente débil. El que escalaba montañas, ahora carga la cruz del
sufrimiento humano. ¡Cuán apropiado y emocionante que el que es apóstol de los
débiles del mundo --de los discapacitados, de los ancianos, de los que no
tienen voz-- deba hoy unirse físicamente
a ellos para demostrar al mundo la verdad de la belleza y la dignidad de cada
vida humana!
El
león se ha convertido en símbolo y signo de los mensajes más cristianos. No
sólo se opone a la “cultura de la muerte” sino que propone reemplazarla por la
“cultura de la vida” y la “civilización del amor”. Ahora, este mensaje –el del
amor, de la inviolable dignidad y la irrepetible belleza de cada persona, en
cada edad y situación— es simbólicamente encarnado en este león que se ha
vuelto un cordero, el Vicario del Cordero de Dios. El cordero que profetiza acerca de la belleza
de un sufrimiento físico asumido con amor y ofrecido por sus hermanos.
Su dificultad para hablar es creciente porque sus labios y su caja toráxica sufren los embates del Mal de Parkinson. Pero él
ha trascendido las palabras al demostrar la verdad del mensaje cristiano. Su
sola presencia es una invitación a dejarlo todo y entregarse a Dios y al
prójimo por amor.
A pesar de admirar, amar y respetar a Juan Pablo II,
demasiados católicos están condicionados – a veces, sin saberlo -- para subestimar lo que dice el Papa y no sólo en cuanto el enseña sobre la
Cultura de la Vida y su reverso, la civilización de la muerte. El
acondicionamiento se ha instalado en la mente de cada uno, subrepticiamente. No
es, pues, casual que la vida espiritual de tantos católicos comience a basarse
en pobres sustitutos de la buena oración y de la mortificación. Cualquier dama
o caballero muy elegantes pueden, con
toda naturalidad, acercarse al confesionario
a defender sus prácticas contraceptivas en mérito a su “pobre salario” y
la crisis económica y la improbada sobrepoblación nacional. Cada uno quiere
convertirse en su propio confesor, su propio juez, su Papa, pulverizando la
cátedra de San Pedro en infinidad de cátedras particulares y privadas.
¿Por
qué dejar de lado el magisterio de Juan Pablo II? ¿Quién o qué va a
re-evangelizar a tantos católicos erráticos que pretenden que la cátedra de San
Pedro es una silla más, que puede ser fácilmente ignorada?.
Bien sabe la historia de los defectos humanos de varios Papas y resulta fácil
comprender que, además de la oración, la caridad, la verdad, la humildad, debe
haber “Algo” mucho más potente que ha permitido
la supervivencia del Papado y de la Iglesia.