EL  FRACASO  DE  LOS  DERECHOS  HUMANOS

 

¡Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!  (Juan Pablo II)

 

En la década de 1960, el Concilio Vaticano II denunció: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas...; todo lo que ofende a la dignidad humana,... son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, ... son totalmente contrarios al honor debido al Creador».

 

En el Consistorio extraordinario (Roma, abril de 1991), los Cardenales, pidieron a Juan Pablo II ratificar el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que la amenazan.

 

El Santo Padre respondió con una carta personal a los Obispos de todo el mundo, pidiéndoles su colaboración para redactar un documento al respecto. En la carta hacía esta analogía: «Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del trabajador (en la Encíclica Rerum Novarum), así ahora, cuando otra categoría de personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz...».  En esta categoría se encuentran, lamentablemente, los seres humanos más débiles e indefensos: los enfermos, los ancianos, los recién nacidos y los niños aún no nacidos, cuyo derecho fundamental a la vida sigue siendo aplastado. Y estas injusticias horribles tienden a ser consideradas ¡como elementos de progreso y libertad!. El hombre está llamado a una plenitud de vida; y la grandeza y el valor de la vida humana se manifiesta también en su fase terrena. La vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana.

 

 

Por fin, el 25 de marzo de 1995, Juan Pablo II, El Magno, proclamó su trascendental Encíclica Evangelium Vitae, el himno al más importante entre los Derechos Humanos: el Derecho a la Vida. “En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.” Más aún que en 1995, este anuncio se hace urgente ante la multiplicación de las amenazas a la vida, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. Tal como, literalmente, lo previó Juan Pablo II, el eclipse  (el fracaso) del Derecho a la Vida, en el s. XXI es ya una siniestra realidad. Y sin este derecho, ¿de qué sirven los demás?:  Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano. A la vez  se va consolidando una nueva situación cultural: Algunos gobiernos y sectores de la opinión pública justifican graves atentados contra la vida en nombre de la libertad individual, (vasectomías, ligadura de trompas, abortivos, preservativos, anticonceptivos, vacunas, etc.) y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias; es decir, con dinero del contribuyente.

 

Opciones, antes consideradas como delictivas y rechazadas por el sentido común, llegan a ser poco a poco socialmente aceptables. La misma medicina, que por su vocación está ordenada a la defensa de la vida humana, se presta cada vez más a realizar estos actos contra la persona, contradiciéndose y degradándose a sí misma.

 

En este contexto cultural y legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y familiares del mundo se encuentran expuestos a soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las naciones. El resultado al que se llega es patético: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental de la vida humana.

 

 

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