La descomunal propaganda a favor del uso de contraceptivos y anticonceptivos que se hace engullir a los niños y familias de todo el Perú, los gigantescos paneles que pueblan sus calles y carreteras; la bazofia con que la tv limeña ha infestado los hogares peruanos son los jinetes de la civilización de la muerte; y todos ellos gritan el mismo mensaje contra el matrimonio, la familia, y contra la maternidad y la dignidad de la mujer: contra el inviolable derecho a la vida. De esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser “santuario de la vida”.
Por eso, el Perú espera el mes de mayo para desagraviar la maternidad; en particular a la madre que vota por la vida con la misma fuerza de la leona que defiende a sus cachorros porque ella misma es fuente de vida y porque sabe que, desde que se instala en su seno, su hijo es término personalísimo de la amorosa providencia divina. En esta lucha sin cuartel, la madre tiene que sobreponerse a todo una estructura social que ha decretado la muerte del niño aún no nacido.
En esta esctructura intervienen con frecuencia el padre del niño, familiares, amigos y también los profesionales de la salud cuando ponen al servicio de la muerte la ciencia adquirida para promover la vida.
La responsabilidad implica también a las diferentes instancias sanitarias, educativas y políticas del Estado que amparan las mil y una formas de promiscuidad sexual, las relaciones pre y extra matrimoniales y la consiguiente destrucción de la vida y envilecimiento de la dignidad de la mujer: las píldoras que matan el producto de la concepción, el condón, las T de cobre, los espirales, los DIUs, y su hermano más grotesco, el aborto.
Una responsabilidad general afecta a quienes debieron haber asegurado –y no lo han hecho- políticas de familia y sociales válidas en apoyo del matrimonio y de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas. Tampoco afecta el entramado de complicidades que abarca a los medios de comunicación social y las instituciones internacionales, ONGs, fundaciones, asociaciones y a sus secuaces nacionales que trabajan sistemáticamente en contra de la vida y a favor de la civilización de la muerte. Y van más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión social y política: es una herida gravísima causada a la maternidad, a la familia y a la sociedad, inferida por quienes deberían ser sus constructores y defensores.
Es la estructura organizada contra la vida humana aún no nacida. Que quiere ignorar que “desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. La genética muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese individuo con todas sus características ya bien determinadas. Con la fecundación se inicia la aventura de una nueva vida humana. ¿Cómo un individuo humano podría no ser persona humana?”.
Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y filosóficos debe afirmarse que al fruto de la concepción, desde el primer instante de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que se debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual y se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho de todo ser humano inocente a la vida”.
Y es allí donde se agiganta
la madre peruana que reconoce que su hijo, desde el seno materno, pertenece
a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con
sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión
que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos
días están contados y cuya vocación está
ya escrita en el “libro de la vida” ( Salmo 139/138, 1.13-16).