LA DEMOCRACIA DE FINES DEL SEGUNDO MILENIO

"Un mundo de justicia y de paz"  --afirma Juan Pablo II-- "no puede ser creado sólo con palabras y no puede ser impuesto por fuerzas externas. Debe ser deseado y debe llegar como fruto de la participación de todos" En efecto, además de los clásicos conceptos de soberanía y representación política, las aspiraciones de "solidaridad", “consenso” y “participación” deben ser los rasgos emblemáticos de la democracia para el inicio del nuevo milenio; rasgos que precisan de una re- elaboración conceptual en nuestros días.

Es difícil encontrar una institución que pueda competir con la democracia como la institución del segundo milenio. Ya lo dijeron, la democracia es una entidad plagada de defectos; pero no hay otra que la supere como impulsora del bien común; desde la democracia del ágora griega a la del ciberespacio. Si, en el pasado reciente, la institución militar había definido los tradicionales regímenes autoritarios en América Latina, las organizaciones políticas (no necesariamente, partidos políticos clásicos) definen hoy en día a los regímenes democráticos. La política en la democracia tiende a confundirse, entonces, con la acción, las flaquezas y realizaciones de esas organizaciones. Este fenómeno resulta de gran relevancia práctica a la hora de acercarse a las tareas del rejuvenecimiento de la democracia.

Así mismo, es preciso prestar una mayor atención a los problemas que derivan de la práctica de la oposición --función imprescindible en todo régimen democrático. Su ausencia o debilidad debería explicar aquellas crisis que en época reciente han puesto en peligro el esfuerzo general de consolidación de la institucionalidad democrática afectando con ello no sólo la estabilidad sino la gobernabilidad de todo el sistema político. La función de oposición está vinculada con la mayor o menor autonomía de la figura presidencial que suele entrar en competencia con el sistema de partidos por las posiciones hegemónicas.

No es, pues, muy extraño que la sociedad de fin de milenio contemple un escenario de evasión de la política y de una cierta “fatiga cívica”,  que orienta a los ciudadanos hacia el fuero individual o hacia los de la vida profesional o corporativa. La democracia --como principio legitimador, productor de la ciudadanía--corre ciertamente el peligro de convertirse en un mero fetiche, reduciéndose su capacidad para contrarrestar los efectos perversos de sus principales promesas incumplidas. En este proceso se inscribe la política de los outsiders, que en los últimos años se ha convertido en un factor desafiante de una genuina gobernabilidad democrática.

Y en este terreno, además de las creencias y valores que conforman una ”cultura política democrática” entra en juego todo una serie de prácticas reales que revelan el desencanto y favorecen la imposición de las elites. Y hasta se achaca a la democracia el haberse convertido en el origen de un rechazo de la política (los políticos y los partidos), haciendo propicio el terreno para las tendencias neo- individualistas. El panorama político del fin del segundo milenio ha hecho afirmar que “La democracia es posible cuando las fuerzas políticas interesadas pueden encontrar instituciones que ofrezcan una garantía razonable de que sus intereses no se verán afectados de una forma extremadamente negativa en el curso de la competencia democrática” (Przeworski).

Pero, la democracia es, ante todo, una “forma política” o una serie de situaciones en la relación de fuerzas que deriva de todo “un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establece quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos” (Bobbio). Una definición procedimental sostiene que la democracia constituye “un sistema pluripartidista (de competencia entre agrupaciones políticas) en el que la mayoría, elegida libremente, gobierna con el respeto de los derechos de la minoría” (Sartori). Desde esta perspectiva, la fuerza de la democracia en el s. XXI radicaría principalmente en la naturaleza competitiva de una participación amplia de los ciudadanos que precisa de estructuras organizadas y especializadas. De aquí la centralidad de la “forma-partido” en las prácticas del rejuvenecimiento de la democracia que habría de expresarse como una “forma hegemónica de la política” (Ramos Jiménez); que se convierte en la práctica privilegiada por los actores sociales y políticos en la búsqueda de sus objetivos y en la naturaleza de  los medios utilizados para ello.
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