Indice
1.La anarquía es el orden
2.La razón colectiva tradicional es una ficción
3.El dogma individualista es el único dogma fraterno
4.El contrato social es una monstruosidad
5.De la actitud de los partidos y de sus periódicos
6.El poder es el enemigo
7.El pueblo no hace más que perder su tiempo y
prolongar sus sufrimientos haciendo suyas las luchas de gobiernos
y partidos
8.El pueblo no tiene nada que esperar de ningún
partido
9.Del electorado político o sufragio universal
10.Las elecciones no son y no pueden ser actualmente más
que un fraude y una expoliación
11.El derecho de primogenitura y las lentejas del pueblo
francés
12.Lo que hace nacer a los gobiernos no es lo que los hace
vivir
13.Desenmascarar la política es destruirla
14.Conclusiones
Si me preocupara el sentido atribuido comúnmente
a ciertas palabras y dado que un error vulgar ha hecho de "anarquía"
el sinónimo de "guerra civil", tendría horror del
título con que he encabezado esta publicación, porque tengo
horror a la guerra civil.
Al mismo tiempo, me honra y me complace no haber formado parte
nunca de un grupo de conspiradores ni de un batallón revolucionario;
me honra y me complace porque esto me sirve para establecer, por una parte,
que he sido bastante honesto para no engañar al pueblo, y, por la
otra, que he sido bastante hábil para no dejarme engañar
por los ambiciosos. He visto pasar, no puedo decir que sin emoción,
pero al menos con la mayor calma, a fanáticos y charlatanes, sintiendo
piedad por los unos y sumo desprecio por los otros. Y cuando, después
de esas luchas sanguinarias -habiendo constreñido mi entusiasmo
a no moverse sino en el estrecho marco de un silogismo-, he querido hacer
cuenta del bienestar que había traído cada cadáver,
he encontrado cero en el total; y cero es nada.
Me horroriza la nada; también me horroriza la guerra
civil.
Por eso, si he escrito ANARQUÍA en la portada de este
diario, no puede ser para adjudicar a esta palabra el significado que le
han dado -muy equivocadamente, como explicaré en breve- las sectas
gubernamentalistas, sino por el contrario, para restituirle el derecho
etimológico que le conceden las democracias.
La anarquía es la negación de los gobiernos.
Los gobiernos, de los que somos pupilos, naturalmente no han encontrado
nada mejor que hacer que educarnos en el temor y el horror a su destrucción.
Pero como, a su vez, los gobiernos son la negación de los individuos
o del pueblo, es racional que éste, despertando a las verdades esenciales,
paulatinamente se sienta más horrorizado por su propia anulación
que por la de sus maestros.
Anarquía es una vieja palabra, pero esta palabra expresa
para nosotros una idea moderna, o más bien un interés moderno,
porque la idea es hija del interés. La historia ha calificado de
"anárquico" el estado de un pueblo en cuyo seno se encuentran
varios gobiernos en competición; pero una cosa es el estado de un
pueblo que, queriendo ser gobernado, carece de gobierno precisamente porque
tiene demasiados, y otra el de un pueblo que, queriendo gobernarse a sí
mismo, carece de gobierno precisamente porque no lo quiere. En efecto,
antiguamente la anarquía ha sido la guerra civil, y esto no porque
ella expresara la ausencia de gobiernos, sino la pluralidad de éstos,
la competición, la lucha de clases gubernamentales. El concepto
moderno de verdad social absoluta o de democracia pura ha abierto toda
una serie de conocimientos que invierten radicalmente los términos
de la ecuación tradicional. Así, la anarquía, que,
confrontada con el término monarquía significa guerra civil,
desde el punto de vista de la verdad absoluta o democrática no es
nada menos que la expresión verdadera del orden social.
En efecto:
quien dice anarquía dice negación del gobierno;
quien dicer negación del gobierno, dice afirmación
del pueblo;
quien dice afirmación del pueblo, dice libertad individual;
quien dice libertad individual, dice soberanía de cada
uno;
quien dice soberanía de cada uno, dice igualdad;
quien dice igualdad, dice solidaridad o fraternidad;
quien dice fraternidad, dice orden social.
Al contrario:
quien dice gobierno, dice negación del pueblo;
quien dice negación del pueblo, dice afirmación
de la autoridad política;
quien dice afirmación de la autoridad política,
dice dependencia individual;
quien dice dependencia individual, dice supremacía
de clase;
quien dice supremacía de clase, dice desigualdad;
quien dice desigualdad, dice antagonismo;
quien dice antagonismo, dice guerra civil;
por lo tanto, quien dice gobierno dice guerra civil.
No sé si lo que acabo de decir es nuevo, excéntrico,
o espantoso. No lo sé ni me preocupo por saberlo. Lo que sé
es que puedo audazmente poner en juego mis argumentos contra toda la prosa
gubernamentalista blanca y roja del pasado, presente y futuro. La verdad
es que yo, en este terreno -que es el de un hombre libre, extraño
a la ambición, tenaz en el trabajo, despreciativo del mando, rebelde
a la sumisión-, desafío a todo argumento del funcionarismo,
a todos los lógicos de la marginación y a todos los defensores
del impuesto -monárquico o republicano-, ya se llame progresivo,
proporcional, territorial, capitalista, sobre la posesión o sobre
el consumo.
Sí, la anarquía es el orden, mientras que el
gobierno es la guerra civil.
Cuando mi inteligencia penetra más allá de los
miserables detalles en los que se apoya la dialéctica cotidiana,
encuentro que las gueras intestinas que, en todos los tiempos, han diezmado
a la humanidad, están ligadas a esta única causa, exactamente:
la destrucción o la conservación del gobierno.
En el campo político, sacrificarse por la conservación
o el advenimiento de un gobierno siempre ha significado destriparse y degollarse.
Mostradme un lugar donde el hombre se asesina en masa abiertamente, os
haré ver un gobierno a la cabeza de la carnicería. Si buscáis
explicaros la guerra civil de otra forma que como un gobierno que quiere
llegar o un gobierno que no quiere irse, perdéis vuestro tiempo;
no encontraréis nada.
La razón es simple.
Un gobierno es creado. En el mismo instante en que el gobierno
es creado tiene sus criaturas, y, en consecuencia, sus partidarios; y en
el mismo momento en que tiene sus partidarios, tiene también sus
adversarios. Y este solo hecho fecunda el germen de la guerra civil, porque
es imposible que el gobierno, investido de todo su poder, obre del mismo
modo respecto a sus adversarios que a sus partidarios. Esimposible que
aquéllos no se vean favorecidos y que éstos no sean perseguidos.
Por lo tanto, también es imposible que de esta desigualdad no surja
pronto o tarde un conflicto entre el partido de los privilegiados y el
partido de los oprimidos. En otras palabras, una vez que el gobierno se
ha constituído, es inevitable el favoritismo que funda el privilegio,
que provoca la división, que crea el antagonismo, que determina
la guerra civil.
Por lo tanto, gobierno es guerra civil.
Si es suficiente ser, por un lado el partidario y por el otro
el adversario del gobierno para determinar un conflicto entre ciudadanos;
si está demostrado que fuera del amor o del odio que se siente por
el gobierno, la guerra civil no tiene ninguna razón de existir,
esto quiere decir que para establecer la paz es suficiente que los ciudadanos
renuncien, por una parte, a ser partidarios, y por otra, a ser adversarios
del gobierno.
Pero dejar de atacar o de defender al gobierno para hacer imposible
la guerra civil, no es nada menos que no tenerlo en cuenta, ponerlo entre
los desperdicios, suprimirlo a fin de fundar el orden social.
Ahora, si suprimir el gobierno es, de un lado, establecer el
orden, y del otro, fundar la anarquía; entonces, el orden y la anarquía
son paralelos.
Antes de seguir adelante, ruego al lector que se prevenga contra
la mala impresión que pueda causarle la forma personal que he adoptado
con la finalidad de facilitar el razonamiento y de precisar el pensamiento.
En esta exposición, YO significa mucho menos el escritor que el
lector y el oyente: YO es el hombre.
La razón colectiva tradicional es una ficción
Puesta en estos términos, la cuestión estriba
en tener -por encima del socialismo y del inextricable caos en que lo han
sumergido los capitostes de las diversas tendencias- el mérito de
la claridad y de la precisión. Yo soy anárquico, hugonote
político y social; lo niego todo, no me afirmo sino a mí
mismo; porque la única verdad que me es demostrada material y moralmente,
con pruebas sensibles, comprensibles e inteligibles; la sola verdad verdadera,
sorprendente, no arbitraria y no sujeta a interpretaciones, soy yo. Yo
soy. He aquí un hecho positivo. Todo el resto es abstracto y cae
dentro de la X matemática, en lo desconocido: no tengo que ocuparme
de ello.
La sociedad consiste esencialmente en una vasta combinación
de intereses materiales y personales. El interés colectivo o de
Estado -en virtud del cual el dogma, la filosofía y la política
reunidas han reclamado hasta hoy la abnegación integral o parcial
de los individuos y de sus bienes-, es una pura ficción, que en
su vestidura teocrática ha servido de base a la fortuna de todos
los cleros, desde Aaron hasta el señor Bonaparte. Este interés
imaginario sólo existe en la legislación.
No ha sido cierto nunca ni nunca será cierto, no puede
ser cierto que haya sobre la tierra un interés superior al mío,
un interés al cual yo deba el sacrificio, siquiera parcial, de mi
interés. Si sobre la tierra sólo hay hombres y yo soy
un hombre, mi interés es igual al de cualquier otro. Yo no puedo
deber más de lo que me es debido; no se me puede dar más
que en proporción a lo que doy. Pero no debo nada a quien no me
da nada; entonces, no deba nada a esa razón colectiva (o bien al
gobierno) porque el gobierno no me da nada y no podría nunca darme
tanto cuanto me toma (de aquello que por otra parte no tiene). En
todos los casos el mejor juez de la oportunidad de un elección y
quien debe decidir acerca de la conveniencia de repetirla soy yo; respecto
a esto, no tengo consejos, ni lecciones, ni, sobre todo, órdenes
que recibir de nadie. Es deber de cada cual, y no solamente su derecho,
aplicar este razonamiento a sí mismo y no olvidarlo. He aquí
el fundamento verdadero, intuitivo, incontestable, indestructible del único
interés humano que se debería tener en cuenta: el interés
personal, la prerrogativa individual. ¿Significa esto que quiero
negar absolutamente el interés colectivo? Ciertamente, no. Sólo
que, al no gustarme hablar en vano, no hablo. Después de haber puesto
las bases del interés personal, obro respecto al interés
colectivo como debo obrar respecto a la sociedad cuando he introducido
al individuo. La sociedad es la consecuencia inevitable de la agregación
de individuos; el interés colectivo es, a igual título, una
consecuencia providencial y fatal de la agregación de los intereses
personales. El interés colectivo sólo se rrealizará
plenamente en la medida en que quede intacto el interés personal;
porque, si se entiende por interés colectivo el interés de
todos, basta que, en la sociedad, sea dañado el interés de
un solo individuo para que inmediatamente el interés colectivo ya
no sea más el interés de todos y, en consecuencia, haya dejado
de existir.
En el orden fatal de las cosas, el interés colectivo
es una consecuencia natural del interés del individuo. Esto es tan
cierto que la comunidad no tomará mi campo para trazar una calle
o no me pedirá la conservación de mis bosques para mejorar
el aire sin indemnizarme. En este caso mi interés es el que se impone.
Es el derecho individual el que pesa sobre el derecho colectivo. Yo tengo
el mismo interés que la comunidad en tener una calle y en respirar
aire sano; sin embargo, cortaría mi bosque y guardaría mi
campo si la comunidad no me indemnizara; pero así como su interés
es indemnizarme, el mío es ceder. Tal es el interés colectivo
que resulta de la naturaleza de las cosas. Hay otro que es accidental y
anormal: la guerra. Esta escapa a tal ley. Esta crea otra ley y lo hace
siempre bien. No es preciso ocuparse sino de lo que es constante.
Pero cuando se llama interés colectivo a aquél
en virtud del cual cierran mi laboratorio, me impiden el ejercicio de tal
o cual actividad, secuestran mi diario o mi libro, violan mi libertad,
me prohiben ser abogado o médico en virtud de mis estudios personales
y de mi clientela, me intiman la orden de no vender esto, de no comprar
aquello; cuando, en fin, llaman interés colectivo a aquél
que invocan para impedir que me gane la vida a la luz del sol, del modo
que más me gusta y bajo el control de todos, declaro que no lo entiendo
o mejor, que lo entiendo demasiado.
Para salvaguardar el interés colectivo, se condena a
un hombre que ha curado a su semejante ilegalmente -es un mal hacer
el bien ilegalmente-, con el pretexto de que no tiene el título;
se impide a un hombre defender la causa de un ciudadano (libre) que le
ha dado su confianza; se arresta a un escritor; se arruina a un editor;
se encarcela a un propagandista; se envía al juzgado de lo criminal
a un hombre que ha lanzado un grito o que se ha comportado de cierto modo.
¿Qué gano yo con estas desgracias? ¿Qué
ganáis vosotros? Yo corro de las Pirineos al Canal de la Mancha,
del Océano a los Alpes, y pregunto a cada uno de los treinta y seis
millones de franceses quñe provecho han obtenido de estas crueldades
estúpidas ejercitadas en su nombre sobre infelices cuyas familias
gimen, cuyos acreedores se inquietan, cuyos asuntos van a la ruina y que,
cuando logren sustraerse a los rigores de que han sido víctimas,
quizá se suiciden por disgusto o se conviertan en criminales por
odio.
Y frente a esta cuestión nadie sabe qué he querido
decir, cada uno declina su responsabilidad en aquello que ha sucedido,
la desgracia no ha hecho surgir nada en nadie. Se han derramado lágrimas,
los intereses han sido dañados en vano. Pero ¡es a esta monstruosidad
salvaje a lo que se llama interés colectivo! En cuanto a mí
afirmo que si este interés colectivo no es un torpe error, yo lo
llamaría la más vil de las bribonadas.
Pero dejemos esta furiosa y sangrienta ficción y digamos
que, dado que el único modo de llegar a obtener el interés
colectivo consiste en salvaguardar los intereses personales, queda demostrado
y suficientemente probado que lo más importante, en materia de sociabilidad
y economía, es favorecer, ante todo, el interés personal.
Por lo tanto, tengo razón al decir que la única verdad social
es la verdad natural, es el individuo, soy yo.
El dogma individualista es el único dogma fraterno
No quiero ni oir hablar de la revelación, de la tradición,
de las filosofías china, fenicia, egipcia, hebraica, griega, romana,
tedesca o francesa; fuera de mi fe o de mi religión, de las que
no debo rendir cuentas a nadie, no sé qué hacer con las divagaciones
de los antepasados; yo no tengo antepasados. Para mí, la creación
del mundo data del día de mi nacimiento; para mí, el fin
del mundo debe cumplirse el da en que devuelva a la tierra mi cuerpo y
el aliento que constituyen mi individualidad. Yo soy el primer hombre,
yo seré el último. Mi historia es el resumen de la historia
de la humanidad; yo no conozco, no quiero conocer otra cosa. Cuando sufro
¿qué satisfacción me proporciona la alegría
ajena? Cuando gozo ¿qué ganan de mis placeres aquellos que
sufren? ¿Qué me importa lo que se ha hecho antes de mí?
¿En qué me afecta aquello que se hará después
de mí? No tengo que servir de holocausto al respeto de las generaciones
extintas, ni de ejemplo a la posteridad. Yo me encierro en el ciclo de
mi existencia y el único problema que tengo que resolver es el de
mi bienestar. No tengo más que una doctrina, esta doctrina no tiene
sino una fórmula, esta fórmula no tiene más que una
palabra: GOZAR. Honesto quien la reconoce; impostor quien la niega.
Es la del individualismo crudo, del egoísmo innato:
no lo niego en absoluto, lo confieso, lo constato, me glorifico de ello.
Traedme para que lo interrogue a aquél que podría sentirse
herido y reprocharme. ¿Os causa algún daño mi egoísmo?
Si decís que no, no tenéis nada que objetar, porque soy libre
en todo aquello que no puede dañaros. Si decís que sí,
sois unos fulleros, porque mi egoísmo no es más que la simple
apropiación de mí por mí mismo, un llamado a mi identidad,
una protesta contra todas las supremacías. Si os sentís heridos
por la realización de este acto de toma de posesión, por
la conservación que llevo a cabo de mi persona -es decir, de la
menos discutible de mis propiedades-, vosotros reconocéis que os
pertenzco o como mínimo que tenéis miras sobre mí.
Sois unos explotadores (u os estáis convirtiendo en tales), unos
acaparadores, unos codiciosos de los bienes ajenos, unos ladrones.
No hay camino intermedio. Es el egoísmo el que es de
derecho o lo es el robo; es necesario que yo me pertenezca o es necesario
que caiga en posesión de algún otro. Es inadmisible pedir
que yo reniegue de mí mismo en provecho de todos, porque si todos
deben renegar de sí como yo, nadie ganará en este estúpido
juego más de lo que ya habrá perdido y, en consecuencia,
quedará igual, es decir, sin provecho. Evidentemente, esto haría
absurda la renuncia inicial. Y si la abnegación de todos no puede
beneficiar a todos, necesariamente beneficiará a algunos en particular.
Entonces, estos últimos serán los dueños de todo y
también, probablemente, los que se dolerán de mi egoísmo.
Pues bien, que se fastidien.
Cada hombre es un egoísta; quien deja de serlo se convierte
en un objeto. El que pretende que no necesita serlo, es un ladrón.
¡Ah!, sí, comprendo. La palabra suena mal: hasta
ahora la habéis aplicado a aquéllos que no se contentan con
sus propios bienes, a aquéllos que acaparan los bienes ajenos; pero
aquellas personas pertenecen al orden humano, vosotros no. Al lamentaros
de su rapacidad, ¿sabéis qué hacéis? Constatar
vuestra imbecilidad. Hasta ahora habéis creído que existen
tiranos. Y bien, os habéis engañado, no hay sino esclavos:
allí donde nadie obedece, nadie manda.
Escuchad bien esto: el dogma de la resignación, de la
abnegación, de la renuncia de sí mismo ha sido siempre predicado
a los pueblos. ¿Qué resultó de ello? El papado y la
soberanía por la gracia de Dios. ¡Oh! el pueblo se ha resignado,
se ha anulado, durante mucho tiempo ha renegado de sí mismo. ¿Qué
os parece? ¿Está bien eso?
Por cierto, el mayor placer que pueda darse a los obispos un
poco confundidos, a las asambleas que han sustituído al rey, a los
ministros que han sustituído a los príncipes, a los gobernadores
civiles que han sustituído a los duques -grandes vasallos-, a los
subgobernadores que han sustituído a los barones -pequeños
vasallos-, y a toda la secuela de funcionarios subalternos que hacen las
veces de caballeros y nobiluchos del feudalismo; el mayor placer, digo,
que pueda darse a toda esta nobleza de las finanzas, es volver a entrar
cuanto antes en el dogma tradicional de la resignación, de la abnegación
y del reniego de uno mismo. Encontraréis todavía entre ellos
protectores que os aconsejarán el desprecio de las riquezas -y correréis
el riesgo de que os despojen de ellas-, enocontraréis entre ellos
devotos que, por salvar vuestra alma, os predicarán la continencia
-reservándose el derecho de consolar a vuestras mujeres, vuestras
hijas o vuestras hermanas. No está mal. Gracias a Dios, no carecemos
de amigos devotos dispuestos a condenarse en nuestro lugar mientras nosotros
seguimos el viejo camino de la beatitud, del cual ellos se mantienen cortésmente
alejados, sin duda para no entorpecernos el camino.
¿Por qué todos estos continuadores de la antigua
hipocresía ya no se sienten tan en equilibrio sobre los escaños
creados por sus predecesores? ¿Por qué? Porque la abnegación
se va y el individualismo arremete; porque el hombre se encuentra lo bastante
hermoso como para osar tirar la máscara y mostrarse al fin tal cual
es.
La abnegación es la esclavitud, la vileza, la abyección;
es el rey, es el gobierno, es la tiranía, es el luto, es la guerra.
El individualismo, al contrario, es la redención, la
grandeza, la hidalguía; es el hombre, es el pueblo, es la libertad,
es la fraternidad, es el orden.
El contrato social es una monstruosidad
Que cada uno en la sociedad se afiance personalmente y sólo
se confirme a sí mismo y la soberanía individual está
fundada, el gobierno ya no tiene razón de ser, toda supremacía
queda desvirtuada, el hombre es igual al hombre.
Hecho esto, ¿qué queda? Queda todo lo que los
gobiernos vanamente han tratado de destruir; queda la base esencial e imperecedera
de la nacionalidad; queda la comunidad que todos los poderes perturban
y desorganizan para hacerse con ella; queda la municipalidad, prganización
fundamental, existencia primordial que resiste a todas las desorganizaciones
y a todas las destrucciones. La comunidad tiene su administración,
sus jurados, sus órganos judiciales; y si no los tiene los improvisará.
Por lo tanto, estando Francia municipalmente organizada por sí misma,
también está democráticamente organizada de por sí.
No hay, en cuanto al organismo interno, nada que hacer, todo está
hecho; el individuo es libre y soberano en la nación.
Ahora ¿debe la nación o la comunidad tener un
órgano sintético y central para solventar ciertos intereses
comunes, materiales y concretos, y para servir de interlocutor entre
la comunidad y el exterior? Esto no es problema para nadie; y no veo que
haya que inquietarse demasiado por aquello que todos admiten como racional
y necesario. Lo que está en cuestión es el gobierno; pero
un mecanismo funcional, una cancillería, debidos a la iniciativa
de las comunidades autorreguladas, pueden constituir, si es necesario,
una comisión administrativa, no un gobierno.
¿Saben qué es lo que hace que un alcalde sea
agresivo en una comunidad? La existencia del gobernador civil. Si se suprime
a éste, y aquél se apoya únicamente sobre los individuos
que lo han nombrado, la libertad de cada uno está garantizada.
Una institución que depende de la comunidad no es un
gobierno; un gobierno es una institución a la cual la comunidad
obedece. No se puede llamar gobierno aquello sobre lo cual pesa la influencia
individual; se llama gobierno a aquellos que aplasta a los individuos bajo
el peso de su influencia.
En una palabra, lo que está en cuestión no es
el acto civil -del cual expondré próximamente la naturaleza
y el carácter-, sino el contrato social.
No hay, no puede haber, un contrato social, en primer término
porque la sociedad no es un artificio, ni un hecho científico, ni
una combinación de la mecánica; la sociedad es un hecho providencial
e indestructible. Los hombres, como todos los animales de costumbres sociales,
vive en sociedad por naturaleza. El estado natural del hombre es en sí
el estado de sociedad; por lo tanto, es absurdo, cuando no infame, querer
constituir con un contrato lo que está constituído de por
sí y a título fatal. En segundo lugar, porque mi modo de
ser social, mis actividades, mi fe, mis sentimientos, mis afectos, mis
gustos, mis intereses, mis hábitos, cambian cada año, o cada
mes, o cada día, o a veces varias veces al día, y no me complace
comprometerme frente a nadie, ni de palabra, ni por escrito, a no cambiar
de actividad, ni de convicción, ni de sentimiento, ni de afecto,
ni de interés, ni de hábito; y declaro que si yo hubiera
tomado un compromiso semejante no habría sido más que para
romperlo. Y afirmo que si me lo hubieran hecho tomar por la fuerza, habría
sido la más bárbara y al mismo tiempo la más odiosa
de las tiranías.
A pesar de ello, la vida social de todos nosotros ha comenzado
por contrato. Rosseau inventó esta cuestión, y desde hace
sesenta años el genio de Rosseau se arrastra en nuestra legislación.
Es en virtud de un contrato, redactado por nuestros padres y renovado últimamente
por los grandes ciudadanos de la Constituyente, que el gobierno nos prohibe
ver, oir, hablar, escribir o hacer nada fuera de aquello que nos permite.
Tales son las prerrogativas populares cuya alienación da lugar a
la constitución del gobierno. En lo que me atañe, yo pongo
en discusión a éste y por otra parte dejo a los otros la
facultad de servirlo, de pagarlo, de amarlo y finalmente de morir por él.
Pero aún cuando el pueblo francés en pleno consintiera en
ser gobernado en materia de educación, culto, finanzas, industria,
arte, trabajo, afectos, gustos, hábitos, movimientos y hasta en
su alimentación, yo declaro con todo derecho que su voluntaria esclavitud
en nada empeña mi responsabilidad, así como su estupidez
no compromete mi inteligencia. Y sin embargo, de hecho, su servidumbre
se extiende sobre mí sin que me sea posible sustraerme a ella. No
hay duda de ello, es notorio que la sumisión de seis, siete u ocho
millones de individuos a uno o más hombres comporta mi propia sumisión
a éste o a estos mismos hombres. Yo desafío a cualquiera
a encontrar en este acto otra cosa que una insidia, y afirmo que en ningún
período la barbarie de un pueblo ha ejercitado sobre la tierra un
bandolerismo mejor caracterizado. En efecto, ver una coalición moral
de ocho millones de siervos contra un hombre libre es un espectáculo
de bellaquería, contra cuya barbarie no se podría invocar
a la civilización sin ridiculizarla o convertirla en odiosa a los
ojos del mundo.
Pero yo no puedo creer que todos mis compatriotas sientan deliberadamente
la necesidad de servir. Lo que yo siento todos deberían sentirlo;
lo que yo pienso, todos deberían pensarlo; porque yo no soy ni más
ni menos que un hombre; yo estoy en las mismas condiciones simples y laboriosas
de cualquier trabajador. Me sorprende y asusta encontrar a cad paso que
doy en el camino, a cada pensamiento que acojo en mi mente, a cada empresa
que quiero comenzar, a cada moneda que tengo necesidad de ganar, una ley
o reglamento que me dice: no pasar de aquí; no pensar esto; no emprender
aquello; aquí se deja la mitad de esa moneda. Frente a los múltiples
obstáculos que se levantan por todas partes, mi espíritu
intimidado se hunde en el embrutecimiento: no sé hacia dónde
volverme; no sé qué hacer; no sé en qué convertirme.
¿Quién ha agregado al flagelo de los desastres
atmosféricos, a la polución del aire, a la insalubridad del
clima, al rayo que la ciencia ha sabido domar, esta potencia oculta y salvaje,
este genio malvado que espera a la humanidad desde la cuna para que sea
devorada por la misma humanidad? ¿Quién? Los mismos hombres
que, no teniendo bastante con la hostilidad de los elementos, además
se han dado a los hombres por enemigos.
Las masas, todavía demasiado dóciles, son inocentes
de todas las brutalidades que se cometen en su nombre y en su perjuicio.
Son inocentes, pero no ignorantes; creo que, como yo, las sienten y se
indignan; creo que, como yo, se apurarían a suprimirlas; sólo
que, no distinguiendo bien las causa, no saben cómo actuar. Yo estoy
intentando esclarecerlas sobre uno u otro punto.
Comencemos por señalar a los culpables.
De la actitud de los partidos y de sus periódicos
La soberanía popular no tiene órganos en la
prensa francesa. Diarios burgueses o nobles, sacerdotales, republicanos,
socialistas: ¡Servidumbre! Domesticidad pura; lustran, friegan, desempolvan
los arreos de algún caballo político a la espera de un torneo
del cual el poder es el premio -del cual, en consecuencia, mi servidumbre,
la servidumbre del pueblo, son el premio-.
Exceptuada "La Presse" que, a veces, cuando sus redactores
olvidan su orgullo para permanecer altivos, sabe encontrar alguna elevación
de sentimientos; exceptuada "La Voix du Peuple" que, de tanto
en tanto, sale de la vieja rutina para arrojar alguna luz sobre los intereses
generales, no puedo leer un diario francés sin sentir por quien
lo ha escrito una gran piedad o un profundo desprecio.
Por una parte, veo venir al periodismo gubernativo, al periodismo
poderoso gracias al oro del impuesto y al hierro del ejército, aquél
que tiene la cabeza ceñida por la investidura de la autoridad suprema
y que tiene en sus manos el cetro que esta investidura consagra. Lo veo
venir con la llama en el ojo, la espuma en los labios, los puños
cerrados como un rey del foro, como un héroe del boxeo, que acusa
a su gusto y con una perversidad brutal a un adversario desarmado contra
el cual lo puede todo y del cual no tiene nada, absolutamente nada que
temer; tratándolo de ladrón, de asesino, de incendiario.
Lo cerca como a una bestia feroz, negándole la comida, arrojándolo
en laas prisiones sin decirle por qué y aplaudiéndose por
lo que hace, alabándose de la gloria que obtiene, como si luchando
contra gente desarmada arriesgase algo y corriese algún peligro.
Esta cobardía me rebela.
Por la otra parte, se presenta el periodismo de la oposición,
esclavo grotesco y mal educado; que gasta su tiempo en quejarse, en lloriquear
y en pedir gracia; que a cada escupida que recibe, a cada bofetada que
le propinan, dice: vosotros os comportáis mal conmigo, no sois justos,
no he hecho nada para ofenderos. Y replica estúpidamente a las acusaciones
que le dirigen como si se tratara de cosas legítimas. No soy un
ladrón, no soy un asesino, tampoco soy un incendiario; venero la
religión, amo la familia, respeto la propiedad; sois más
bien vosotros quienes despreciáis todas estas cosas. Yo soy mejor
que vosotros y sin embargo me oprimís. No sois justos.
¡Esta bajeza me indigna!
Contra polemistas semejantes a éstos que encuentro en
la oposición, comprendo la brutalidad del poder; la coomprendo porque,
después de todo, cuando el débil es abyecto, se puede olvidar
su debilidad para no recordar sino su abyección. Esta es una cosa
irritante, algo que se tira y se tritura bajo el pie como se aplasta a
un gusano de tierra. Y la abyección es algo que no comprendo en
un grupo de hombres que se llaman democráticos y que hablan en nombre
del pueblo, principio de toda grandeza y de toda dignidad.
Aquel que habla en nombre del pueblo, habla en nombre del derecho;
ahora, yo no comprendo que el derecho se irrite, no comprende que se digne
discutir con la injusticia y menos aún puedo comprender que descienda
hasta el lamento y la súplica. Se sufre la opresión, pero
no se discute con ella cuando se quiere que muera; porque discutir es transigir.
El poder es instituído; vosotros os habéis puesto
(todo el país se ha puesto, gracias a vuestro adorables consejos
e iniciativas) a disposición de algunos hombres. Estos hombres usan
de la fuerza que les habéis dado; la usan contra vosotros ¿Y
vosotros os compadecéis? ¿Qué pensábais? ¿Que
se servirían de ella contra sí mismos? No pudísteis
pensar esto; por tanto, ¿de qué os quejáis? El poder
debe necesariamente ejercitarse en provecho de aquellos que lo tienen y
en perjuicio de los que carecen de él; no es posible ponerlo en
movimiento sin dañar a una parte y favorecer a la otra.
¿Qué haríais vosotros si fueseis investidos
de él? O no lo usaríais para nada (lo cual equivaldría
pura y simplemente a renunciar a la investidura), o lo usaríais
en vuestro beneficio y en detrimento de aquéllos que lo tienen ahora
y que no lo tendrían más. Entonces cesaríais de lamentaros,
de lloriquear y de pedir clemencia para asumir el rol de aquéllos
que os insultan y para pasarles a ellos el vuestro. Pero, ¿qué
me importa a mí que la cosa se dé vuelta? A mí, que
nunca tengo el poder y que sin embargo lo hago; a mí, que pago dinero
al opresor, cualquiera que sea y de dondequiera que venga; que, de alguna
manera, soy siempre el oprimido. ¿Qué me importa a mí
este columpio que alternativamente abate y exalta la cobardía y
la abyección? ¿Qué tengo que decir del gobierno y
de la oposición, sino que ésta es una tiranía en formación
y aquél una tiranía de hecho? ¿Por qué despreciaré
más a este campeón que al otro, cuando ambos no se ocupan
sino de edificar sus placeres y sus fortunas sobre mis dolores y mi ruina?
No hay periódico en Francia que no sostenga a un
partido, no hay partido que no aspire al poder, no hay poder que no sea
enemigo del pueblo.
No hay periódico que no sostenga a un partido, porque
no hay periódico que se eleve a aquel nivel de dignidad popular
donde impera el tranquilo y supremo desprecio de la soberanía. El
pueblo es impasible como el derecho, altivo como la fuerza, noble como
la libertad; los partidos son turbulentos como el error, iracundos como
la impotencia, viles como el servilismo.
No hay partido que no aspire al poder, porque un partido es
esencialmente político y se forma, en consecuencia, de la esencia
misma del poder, origen de toda política. Ya que si un partido cesara
de ser político, cesaría de ser un partido y entraría
de nuevo en el pueblo, es decir, en el orden de los intereses, de la producción,
de la actividad industrial y de los intercambios.
No hay poder que no sea enemigo del pueblo, porque cualesquiera
que sean las condiciones en las cuales se pone, cualquiera que sea el hombre
que está investido de él, de cualquier modo como se lo llame,
el poder es siempre el poder, es decir, el signo irrefutable de la abdicación
de la soberanía del pueblo y la consegración de un dominio
supremo. La Fontainelo ha dicho antes que yo: el patrón es el enemigo.
El poder es el enemigo en el orden social y en el orden político.
En el orden social:
Porque la industria agrícola, sustento de todas las
industrias nacionales, es aplastada por los impuestos con que la grava
el poder y devorada por la ussura (desembocadura fatal del monopolio financiero),
cuyo ejercicio es garantizado por el poder a sus discípulos o agentes.
Porque el trabajo, es decir la inteligencia, es expropiado
por el poder, ayudado de sus bayonetas, en provecho del capital (elemento
tosco y estúpido en sí), que sería lógicamente
la palanca de la industria si el poder no impidiera la asociación
directa entre capital y trabajo. Y que de palanca se convierte en féretro
debido al poder que lo separa de éste, poder que no paga sino la
mitad de lo que debe y que, cuando no paga en absoluto, tiene -por su uso
de las leyes y los tribunales-, alguna institución gubernativa dispuesta
a applazar por muchos años la satisfacción del apetito del
trabajador perjudicado.
Porque el comercio está amordazado por el monopolio
de los bancos -del cual el poder tiene la llave- y estrechamente atado
por el nudo corredizo de una reglamentación entorpecedora -producto
también del poder-. Y este comercio debe enriquecerse indirectamente,
en forma fraudulenta, sobre la cabeza de mujeres y niños, mientras
le está prohibido arruinarse bajo pena de infamia (contradicción
ésta que sería un certificado de idiotismo si no fuera porque
existe en el pueblo más espiritual de la tierra).
Porque la enseñanza está cincelada, recortada
y reducida a las restringidas dimensiones del modelo confeccionado por
el poder, de tal forma que toda inteligencia que no lleva su marca es como
si no existiese.
Porque quien no va al templo, ni a la iglesia, ni a la sinagoga,
debido a la interferencia del poder paga el templo, la iglesia y la sinagoga.
Porque -para decirlo todo en pocas palabras-, es criminal quien
no oye, ve, habla, escribe, piensa ni actúa tal como el poder le
impone oír, ver, hablar, escribir, pensar, actuar.
En el orden político:
Porque los partidos sólo existen y desangran al país
con y por el poder.
No es el jacobinismo lo que temen los legitimistas, los orleanistas,
los bonapartistas, los moderados: es el poder de los jacobinos.
No es al legitimismo a quien combaten los jacobinos, los orleanistas,
los bonapartistas, los moderados: es el poder de los legitimistas.
Asimismo, todos aquellos partidos a los que véis moverse
sobre la superficie del país como flota la espuma sobre un líquido
en ebullición, no se han declarado la guerra a causa de sus disidencias
doctrinales, sino justamente a causa de su común aspiración
al poder. Si cada uno de estos partidos supiera con certeza que sobre él
no caerá el peso del poder de alguno de sus enemigos, el antagonismo
cesaría instantáneamente, como cesó el 24 de febrero
de 1848, en la época en que el pueblo, habiendo destruído
el poder, desbordó a los partidos.
De ello se deduce que un partido, sea cual sea, sólo
existe y es temido porque aspira al poder. Y si quien carece del poder
no constituye un peligro, en consecuencia es verdad que cualquiera que
tenga el poder es automáticamente peligroso; de donde queda abundantemente
demostrado que no existe otro enemigo público que el poder.
Por lo tanto, social y políticamente hablando, el poder
es el enemigo. Y, como más adelante demostraré que todos
los partidos aspiran al poder, resulta que cada partido es premeditadamente
un enemigo del pueblo.
El pueblo no hace más que perder su tiempo y prolongar sus sufrimientos haciendo suyas las luchas de gobiernos y partidos
Es así como se explica la ausencia de todas las virtudes
populares en el seno de los gobiernos y de los partidos; es así
como, en estos grupos nutridos de pequeños odios, de miserables
rencores, de mezquinas ambiciones, el ataque ha caído en la bellaquería
y la defensa en abyección.
Es necesario matar al periodismo corrompido. Es necesario destituir
a estos amos sin nobleza que tienen miedo de convertirse en siervos y expulsar
a estos siervos sin audacia que esperan llegar a ser amos.
Para comprender la urgencia de desembarazarse del periodismo,
el pueblo debe ver claramente dos cosas:
En primer término, que al intervenir en las luchas entre
gobiernos y entre partidos, dirigiendo su actividad hacia la política
en vez de aplicarse a sus intereses materiales, lo único que consigue
es descuidar sus asuntos y prolongar sus sufrimientos.
En segundo lugar, que no tiene nada que esperar de ningún
gobierno ni de ningún partido.
En efecto -tal como luego demostraré de modo más
preciso-, se puede afirmar que un partido, despojado de esta apariencia
y de ese prestigio patrióticos de los cuales se circunda para enredar
a los tontos, no es sino un hatajo de ambicioses a la caza de cargos.
Esto es tan cierte que a los monárquicos sólo
les ha parecido soportable la República a partir del momento en
que ellos ocuparon las funciones públicas y estoy segurísimo
que no pedirán jamás el restablecimiento de la Monarquía
si se les deja ocupar en paz todos los cargos de dicha República.
Esto es tan cierto que los republicanos únicamente han encontrado
soportable la Monarquía a partir del momento en que, bajo el nombre
de República, ellos la gestionaron y administraron. En fin, es tan
cierto que el partido burgués ha hecho la guerra a los nobles desde
1815 a 1830 porque los burgueses eran mantenidos a distancia de los cargos
importantes; que los nobles y republicanos han hecho la guerra a los burgueses
desde 1830 hasta 1848 porque a unos y a otros les estaba vedado el acceso
a esos mismos cargos y que, después del advenimiento al poder de
los monárquicos, el mayor reproche que les han formulado los republicanos
es el haber destituído funcionarios de esta escuela, reconociendo
así, de una manera conmovedora, que para ellos la República
es una cuestión marginal.
Por la misma razón por la cual un partido se mueve para
apropiarse de los cargos o del poder, el gobierno, que está provisto
de éstos, se activa para conservarlos. Pero un gobierno se encuentra
circundado de un aparato de fuerzas que le permite acosar, perseguir, oprimir
a aquéllos que quieren despojarlo. Y el pueblo, que de rebote sufre
las medidas opresivas provocadas por la agitación de los ambiciosos
-y cuya alma generosa se abre a las tribulaciones de los oprimidos-, suspende
sus asuntos, marca un alto en el camino progresivo que recorrem se informa
de lo que se dice, de lo que se hace, se calienta, se irrita y finalmente
presta su fuerza para contribuir a la caída del opresor.
Pero el pueblo, al no haber peleado por sus propios intereses,
ha vencido sin provecho -amén que, como explicaré más
adelante, el pueblo no tiene necesidad de combatir para triunfar-. Puesto
al servicio de los ambiciosos, su brazo ha empujado al poder a una nueva
pandilla en lugar de la anterior. Poco después, al convertirse a
su vez los antiguos opresores en oprimidos, el pueblo -que, como antes,
vuelve a recibir el contragolpe de las medidas provocadas por la agitación
del partido vencido, y cuya gran alma, como siempre, se abre a las tribulaciones
de las víctimas-, suspende de nuevo sus asuntos y termina por prestar
su fuerza a los ambiciosos una vez más.
En definitiva, en este juego brutal y cruel, el pueblo no hace
más que perder su tiempo y agravar su situación; se empobrece
y sufre. No avanza un solo paso.
Admitiré sin repugnancia que las fracciones populares
(que son todo sentimiento y pasión) difícilmente se contienen
cuando el aguijón de la tiranía las hiere demasiado intensamente;
pero está demostrado que dejarse arrastrar por la codiciosa impaciencia
de los partidos sólo empeora las cosas. Está probado, además,
que el mal del cual tiene que lamentarse el pueblo le es causado por lo
grupos que, sólo por el hecho de no obrar como él, obran
contra él. Los partidos deben cesar en su inquinidad en nombre de
ese mismo pueblo al que oprimen, empobrecen, embrutecen y habitúan
a no hacer otra cosa más que lamentarse. No hay que contar con los
partidos. El pueblo no debe contar más que consigo mismo.
Sin retroceder demasiado en nuestra historia, tomando solamente
las páginas de los dos últimos años transcurridos,
es fácil ver que la turbulencia de los partidos ha sido la primera
causa de todas la leyes represivas que se han sancionado. Sería
largo y fastidioso hacer aquí la lista, pero para respetar la exactitud
de los hechos históricos debo decir que, desde 1848, sólo
puede citarse una medida tiránica que no se apoyó sobre provocaciones
de partido, sino que fue debida a la sola voluntad del poder: es aquella
cuya ejecución M. Ledru-Rollin impuso a sus prefectos.
Desde esa época las prerrogativas populares han ido
desapareciendo una a una, debido al abuso que de ellas hizo la impaciencia
de los ambiciosos, expresada a través de maniobras agitativas. No
pudiendo el poder discriminar, la ley inflinge a la totalidad golpes que
sólo deberían sufrir los provocadores: el pueblo es oprimido
y la culpa no es sino de los partidos.
Si por lo menos los partidos no sintieran que el pueblo los
respalda; si éste, ocupado en sus intereses materiales, de sus atividades
industriales, de su comercio, de sus negocios, ahogara con su indiferencia
e inclusive con su desprecio esa baja estrategia que se llama política;
si tomara, con respecto a esta agitación psicológica, la
actitud que tomó el 13 de Junio frente a la agitación material,
los partidos, aislados de improviso, cesarían de agitarse; se extinguirían
inmediatamente, se disolverían poco a poco en el seno del pueblo
y, en fin, desaparecerían. Y el gobierno -que no existe sino por
la oposición, que no se alimenta sino de los problemas que los partidos
suscitan, que no tiene razón de ser más que por los partidos,
que, en una palabra, desde hace cincuenta años no hace más
que defenderse y que, si no se defendiera más, cesaría de
existir- el gobierno, digo, se pudriría como un cuerpo muerto; se
disolvería por sí mismo y la libertad estaría fundada.
El pueblo no tiene nada que esperar de ningún partido
Pero la desaparición del gobierno, el aniquilamiento
de la institución gubernativa, el triunfo de la libertad de la cual
todos los partidos hablan, en verdad no satisfaría el interés
de éstos. Ya he probado abundantemente que todo partido, por su
propia naturaleza, es esencialmente gubernativo (característica
ésta que se procura ocultar al pueblo con el mayor cuidado). En
efecto, en su cotidiano polemizar se da a entender que el gobierno obra
mal, que su política es mala, pero que podría obrar mejor,
que su política podría ser mejor. Al fin de cuentas, cada
periodista transluce en sus artículos este pensamiento: ¡Si
yo estuviera allí, ya veríais cómo se gobierna!
¡Y bien! Veamos si verdaderamente hay un modo ecuánime
de gobernar; veamos si es posible crear un gobierno dirigente y de iniciativa
propia, un poder, una autoridad, sobre las bases democráticas del
respeto al individuo.
Me interesa examinar a fondo esta cuestión, porque hace
poco he dicho que el pueblo no tiene nada que esperar de ningún
gobierno ni de ningún partido y por lo tanto me apresuro a demostrarlo.
Henos aquí en 1852; el poder que esperáis obtener,
vosotros montañeses, socialistas, moderados -me da lo mismo-,
lo tenéis. Me complace ver que la mayoría está orientada
hacia las izquierdas. ¡Sed bienvenidos! Por favor, ¿queréis
explicarme cómo concebís vosotros lo que se ha de hacer?
Deseo ignorar vuestras divisiones internas; me abstengo de
ver entre vosotros a Girardin, Proudhon, Louis Blanc, Pierre Leroux, Considerant,
Cabet, Raspail o sus discípulos; supongo que reina entre vosotros
una perfecta unión (si supongo lo imposible, es porque quiero, ante
todo, simplificar el razonamiento).
De modo que aquí os tenemos, todos de acuerdo. ¿Qué
haréis?
Liberación de todos los prisioneros políticos;
amnistía general. Bien. Sin duda no haréis una excepción
con los príncipes...Así demostraréis temer la fuerza
de sus partidarios -y este temor traicionará un defecto vuestro,
el de reconocer que bien se los podría preferir en lugar vuestro,
reconocimiento que implicaría vuestra incertidumbre acerca del hecho
de cumplir con el bien general-.
Las injusticias, una vez reparadas en el orden político,
siguen deteriorando la economía y la vida social.
Vosotros no presentaréis bancarrota, por supuesto. El
honor nacional, que entendéis a la manera de Garlier, 45 centésimos,
os impondrá respetar la Bolsa en detrimento de 35 millones de contribuyentes,
ya que el débito creado por las monarquías tiene un carácter
demasiado noble como para que el pueblo francés no deba desangrarse
450 millones anuales en provecho de un puñado de especuladores.
Por lo tanto, comenzaréis por salvar el débito: pobres, pero
honrados. Estas dos calificaciones no concuerdan en particular con los
tiempos que corren; pero, en fin, vosotros actuáis todavía
como en los viejos tiempos y que el pueblo, endeudado como antes, piense
lo que quiera.
Pero, ahora que lo pienso, vosotros debéis ante todo
privilegiar a los pobres, a los trabajadores, a los proletarios; llegáis
con una ley de contribución sobre los ricos.
.....
(Este tramo lo he suprimido por anacrónico y poco
interesante: se supone que el gobierno trata de subir los impuestos a los
préstamos de banqueros y capitalistas, y éstos evidentemente
suben el porcentaje al que prestan el dinero, haciéndo pagar el
impuesto a los pobres.)
....
¿Proclamáis la libertad ilimitada de prensa?
Esto os está prohibido. Si cambiáis la base de los impuestos,
si tocáis la fortuna pública, os expondréis a una
discusión de la cual no saldréis bien parados. Personalmente,
me siento dispuesto a probar con toda claridad vuestra impericia acerca
de este punto, así como la necesidad que la necesidad de vuestra
conservación os obligará imperiosamente a hacerme callar
(con lo cual haréis muy bien).
Por lo tanto, a causa de las finanzas, la prensa no será
libre. Ningún gobierno que se inmiscuya con los grandes intereses
puede proclamar la libertad de prensa; eso le está expresamente
prohibido. Las promesas no os faltarán; pero prometer no es cumplir
y si no preguntad al señor Bonaparte.
Evidentemente, vosotros conservaréis el ministerio de
educación y el monopolio universitario; sólo que dirigiréis
la enseñanza exclusivamente en el sentido filosófico, declarando
una guerra feroz al clero y a los jesuítas -lo cual me convertirá
en jesuíta contra vosotros, como me hago filósofo contra
el señor Montalembert, en nombre de mi libertad, que consiste en
ser lo que me place sin que vosotros ni los jesuítas tengáis
nada que ver en ello.
¿Y el culto? ¿Aboliréis el ministerio
de culto? Lo dudo. Me imagino que, en el interés de los gobernómanos,
crearéis ministerios más que suprimirlos. Habrá un
ministerio de culto como hoy y yo pagaré el cura, el ministro y
el rabino, a pesar de que no voy a misa, ni a la prédica ni a la
cena.
Conservaréis el ministerio de comercio, el de agricultura,
el de obras públicas. Y sobre todo el de interior, porque tendréis
prefectos, subprefectos, una policía del Estado, etc. Y mientras
conserváis y dirigís todos estos ministerios -que constituyen
precisamente la tiranía de hoy-, continuaréis diciendo todavía
que la prensa, la instrucción, el culto, el comercio, las obras
públicas, la agricultura son libres. ¿Qué haréis
entonces que no hagáis hoy? Yo os lo diré: en vez de atacar,
os defenderéis.
No veo para vosotros más recurso que cambiar todo el
personal de las administraciones y de las oficinas y obrar con respecto
a los reaccionarios como los reaccionarios obran respecto a vosotros. Pero
esto, ¿no se llama gobernar? Este sistema de represalias, ¿no
constituye el gobierno? Si debo juzgar por lo que sucede desde hace casi
sesente años, me doy clara cuenta de lo único que haréis
convirtiéndoos en gobernantes...Afirmo que gobernar no es otra cosa
que luchar, vengarse, castigar. Ahora, si vosotros no os dáis cuenta
que es sobre nuestras espaldas que sois azotados y que azotáis a
vuestros adversarios, nosotros, por nuestra parte, no sabemos disimularlo,
y creemos que el espectáculo debe llegar a su fin.
Para resumir toda la impotencia de un gobierno, cualquiera
que sea, en cuanto a lograr el bien público, diré que ningún
bien puede surgir sin reformas. Pero cada reforma constituye necesariamente
una libertad, cada libertad, una fuerza adquirida por el pueblo y, a su
vez, un atentado a la integridad del poder. De ello se sigue que el camino
de las reformas -que para el pueblo es el de la libertad- para el poder
es fatalmente el de la decadencia. Por lo tanto, si vosotros decís
que queréis el poder para hacer reformas, admitid al mismo tiempo
que queréis alcanzarlo con la finalidad premeditada de abdicar de
él... Y como no soy tan estúpido de creeros tan poco ingeniososm
advierto que sería contrario a todas las leyes naturales y sociales
-y principalmente la de la propia conservación, que ningún
ser puede dejar de lado- que hombres investidos de la fuerza pública
se despojaran por su propia voluntad de la investidura y del derecho principesco
que les permite vivir en el lujo sin producirlo. ¡Id a contar vuestras
patrañas a otra parte!
Vuestro gobierno no puede tener más que un objetivo:
vengarse del anterior; exactamente como el que os siga no podrá
tener sino una finalidad: vengarse de vosotros. La industria, la producción,
el comercio, los asuntos del pueblo, los intereses de la multitud no pueden
florecer en medio de estas luchas. Yo propongo que se os deje solos para
que os rompáis bien la cara, de modo que nosotros podamos dedicarnos
a nuestros asuntos.
Si la prensa francesa quiere ser digna del pueblo al cual se
dirige, debe cesar de hacer sofismas en torno a los asuntos deplorables
de la política. Dejad que sean los retóricos quienes fabriquen
a su gusto leyes que los intereses y las costumbres desbordarán.
Por favor, no interrumpáis con vuestros cacareos inútiles
el libre desarrollo de los intereses y la manifestación de las costumbres.
La política no ha enseñado nunca a nadie el medio
de ganarse honradamente su pan; sus preceptos no han servido más
que para estimular la poltronería y dar coraje al vicio. Por lo
tanto, no nos habléis más de política. Llenad vuestras
columnas con estudios económicos y comerciales; decidnos qué
se ha inventado de útil; qué se ha descubierto en cualquier
país que sea material o moralmente provechoso para el acrecentamiento
de la producción y el aumento del bienestar; tenednos al corriente
de los progresos de la industria, de modo que encontremos, a través
de estas informaciones, el modo de ganarnos la vida y de vivirla en un
ambiente confortable. Todo esto nos importa mucho más que vuestras
estúpidas disertaciones acerca del equilibrio de los poderes y sobre
la violación de una Constitución que -hablando francamente-
ni aún virgen me parece muy digna de mi respeto.
Del electorado político o sufragio universal
Lo que acabo de decir me lleva naturalmente al examen de
las causas que originan todos estos vicios. Estas causas, para mí,
deben buscarse en las elecciones.
Desde hace dos años y por sórdidas razones de
las que -quiero creer- los partidos no se dan cuenta, se mantiene al pueblo
en la convicción de que no llegará a la soberanía
y al bienestar sino con la ayuda y la intervención de representantes
regularmente elegidos.
El voto -tesis municipal aparte- puede conducir al pueblo a
la libertad, a la soberanía, al bienestar, tanto como la entrega
de todo lo que posee puede conducir a un hombre a la fortuna. Quiero decir
con esto que el ejercicio del sufragio universal, lejos de garantizarla,
no es sino la cesión pura y simple de la soberanía.
Las elecciones, de las cuales los sofistas de la última
revolución han hablado tanto y tan seriamente; las elecciones, si
se las antepone a la libertad, son como el fruto antes que la flor; como
la consecuencia antes que el principio; como el derecho antes que el hecho:
la más solemne estupidez que se haya podido imaginar en cualquier
tiempo y país. Aquellos que se han permitido, aquellos que han tenido
la audacia de llamar al pueblo a votar antes de permitirle consolidarse
en su libertad, no sólo han abusado groseramente de la inexperiencia
de éste y de la docilidad temerosa de una larga dependencia ha impreso
en su carácter; sino también, dándole órdenes
y declarándose, por este solo hecho, superiores a él, han
desconocido las reglas elementales de la lógica -ignorancia que
debía conducirlos a caer víctimas de su infernal artilugio,
impeliéndolos a errar tristemente en el exilio empujados por el
resultado del sufragio universal.
Un hecho extraño -y sobre el cual debo reclamar la atención
del lector, sobre todo en interés de la demostración que
seguirá- es que el sufragio universal se ha volcado en ventaja de
sus enemigos declarados, esto es, en provecho de los servidores las monarquías.
El pueblo ha dado las gracias a aquellos que lo habían esclavizado;
les ha otorgado, con su votom el derecho a darle caza con red y señuelo,
al acecho o persiguiéndole, al tiro libre o con trampa, con la ley
por arma y con sus semejantes por perros de presa.
Creo que me está permitido no aceptar sin examen esta
pretendida "panacea" de la democracia a la que se llama electorado
o sufragio universal, cuando observo que ésta destruye a aquellos
que le han dado existencia y que vuelve omnipotente a los que la han torturado
desde su nacimiento. Asimismo, declaro que la combato como se combate a
una cosa maléfica, a una mostruosidad sin proporciones.
El lector ya habrá comprendido que aquí no se
trata de contestar un derecho popular, sino de corregir un error fatal.
El pueblo tiene todos los derechos imaginables. Yo me atribuyo por mi parte
todos los derechos, inclusive el de quemarme el cerebro o el de tirarme
al río. Sin embargo -aparte que el derecho a mi destrucción,
al salirse de la ley natural, deja de llamarse un derecho para convertirse
en una anomalía del derecho, en una forma de desesperación-,
ni aún esta exaltación ab norma (que llamaré también
un derecho a fin de facilitar el razonamiento) en caso alguno podría
darme la facultad de hacer sufrir a mis semejantes la suerte que me toca
sufrir personalmente. ¿Es así también en cuanto al
derecho a votar? No. En este caso, el votante arrastra en su mismo suerte
también al que se abstiene.
Yo me obstino en creer que los electores no saben que se suicidan
civil y socialmente yendo a votar: un viejo prejuicio los enajena de sí
mismos y el hábito que tienen de aceptar el gobierno les impide
ver lo que les conviene mirar por sí mismos. Pero suponiendo, por
el método del absurdo, que los electores que abandonan sus asuntos,
que descuidan sus intereses más urgentes para ir a votar, sean conscientes
de esta verdad -vale decir, que con el voto se despojan de su libertad,
de su soberanía, de su fortuna, en favor de sus elegidos que, en
adelante, dispondrán de las mismas; suponiendo que aceptan esto
y consientan libre pero locamente en ponerse a disposición de sus
mandatarios, no veo por qué su alienación deba comportar
la de sus semejantes. No veo, por ejemplo, cómo ni por qué
los tres millones de franceses que no votan jamás son objeto de
la opresión legal o arbitraria que hace pesar sobre el país
un gobierno constituído por los siete millones de electores votantes.
No veo, en una palabra, por qué debe suceder que un gobierno que
yo no he hecho, ni he querido hacer, ni consentiría jamás
en hacer, venga a pedirme obediencia y dinero, bajo el pretexto de que
está autorizado por sus artífices. Hay aquí, evidentemente,
un engaño sobre el objeto, acerca del cual es importante explicarse,
y es lo que estoy por hacer. Pero primero haré la reflexión
siguiente, que me sugirió el advenimiento electoral del 28 del corriente
mes.
Cuando se me ocurrió publicar este diario, no elegí
el día adecuado, ni pensé en las elecciones que se preparaban;
por otra parte mis ideas son demasiado elevadas para que puedan nuncaa
adecuarse a las circunstancias y las eventualidades. Además, suponiendo
dañoso para algún partido el efecto de la presente exposición
-suposición bien gratuita por cierto-, una voz de más o de
menos a derecha o a izquierda no cambiará la situación parlamentaria.
Y, después de todo, que no se alarmen si bajo el golpe de mis argumentos
el sistema parlamentario se derrumba entero. Dado que es precisamente dicho
sistema el que combato, esto me impedirá al menos ir más
lejos.
Por otra parte, mucho más importante que saber si estoy
inquietando a los fanáticos del sufragio universal o a los que lo
aprovechan, es asegurarme de que mis doctrinas se apoyan en la razón
universal; y, por lo que se refiere a este último punto, estoy absolutamente
tranquilo. Oso decir que, si no tuviera la garantía absoluta de
la oscuridad de mi nombre contra el ataque de los que se nutren del electorado,
en la solidez de mis deducciones encontraría todavía un refugio
donde la prudencia les impediría venirme a buscar.
Los partidos acogerán este diario con desprecio; según
mi opinión, es la cosa más sabia que pueden hacer. Se verían
obligados a tenerle demasiado respeto si no lo desdeñaran. Este
diario no es el diario de un hombre, es el diario del HOMBRE o no es nada.
Las elecciones no son y no pueden ser actualmente más que un fraude y una expoliación
Dicho esto, afrontaré la situación sin preocuparme
de los sentimientos de miedo o de los sueños de esperanza que podrán
empujar de vez en cuando a mi favor o en mi contra a los evocadores de
la monarquía y los profetas de la dictadura. Usando de la inalienable
facultad que me dan mi título de ciudadano y de mi interés
de hombre, y razonando sin pasión así como sin debilidad;
austero como mi derecho, calmo como mis pensamientos, diré:
Cada individuo que, en el presente estado de las cosas, pone
en la urna electoral una papeleta para la elección de un poder legislativo
o de un poder ejecutivo es -si no voluntariamente, al menos por desconocimiento,
si no directamente, al menos indirectamente-, un mal ciudadano. Ratifico
lo dicho sin quitarle ni una sílaba.
Al presentar la cuestión de este modo, me desembarazo
de una sola vez de los monárquicos, que persiguen la realización
del monopolio electoral, y de los gubernamentalistas republicanos, que
hacen de la formación de los poderes políticos un producto
del derecho común; en realidad caigo, no en el aislamiento -que,
por otra parte, me preocuparía poco-, sino en medio del vasto núcleo
democrático -más de un tercio de los electores inscritos-
que protesta, con una abstención continua, contra la indigna y miserable
suerte que le hacen sufrir, desde hace más de dos años, la
hedionda ambición, y la no menos hedionda rapiña de los partidos
y de los vividores.
Sobre 353.000 electores inscritos en el departamento del Sena,
sólamente 260.000 han tomado parte en la votación del 10
de marzo pasado, a pesar de que el número de las abstenciones esta
vez ha sido menos elevado que en las elecciones precedentes. Y siendo París
un centro político más activo que los demás y coteniendo,
en consecuencia, menos indiferentes que la provincia, es exacto decir que
los poderes políticos se forman sin la participación de más
de un tercio de los ciudadanos del país. Es a ese tercio al que
me dirijo. Porque allí, se convendrá en ello, no existen
el miedo que vota bajo el pretexto de conservar, ni la ignorancia servil
que vota por votar; allí existe la serenidad filosófica que
fundamenta en una conciencia apacible el travajo útil, la producción
no interrumpida, el mérito oscuro, el coraje modesto.
Los partidos han calificado de malos ciudadanos a estos sabios
y serios filósofos de los intereses materiales, que se mezclan a
las saturnales de la intriga. Los partidos tienen horror a la indiferencia
política, metal sin poros que ninguna dominación puede corroer.
Es tiempo de prestar atención a estos legionarios de la abstención,
porque es entre ellos que se encuentra la democracia; es entre ellos que
reside la libertad, tan exclusivamente, tan absolutamente, que esta libertad
no será alcanzada por la nación sino el día en que
el pueblo entero imite su ejemplo.
Para aclarar la demostración que estoy haciendo, debo
examinar dos cosas: primero, ¿cuál es el objetivo del voto
político? Segundo, ¿cuál debe ser inevitablemente
su resultado?
El voto político tiene un doble objetivo, directo e
indirecto. El primero es constituir un poder; el segundo es -una vez constituído
éste- liberar a los ciudadanos y reducir las cargas que pesan sobre
ellos; y además, hacerles justicia.
Este es, si no me equivoco, el objetivo reconocido del voto
político, en cuanto al interior. Aquí no está en cuestión
lo que atañe al exterior.
Por tanto, yendo a votar y por el solo hecho del voto, el elector
reconoce que no es libre y atribuye a aquél a quien vota la facultad
de liberarlo; confiesa que está oprimido y admite que el poder tiene
la fuerza de volverlo a levantar; declara querer la institución
de la justicia y concede a sus delegados toda autoridad para juzgarlo.
Muy bien. Pero reconocer a uno o más hombres estas capacidades,
¿no es poner mi libertad, mi fortuna y mi derecho fuera de mí?
¿No es admitir formalmente que éste o estos hombres -que
pueden liberarme, volver a levantarme, juzgarme-, son capaces asimismo
de oprimirme, arruinarme, juzgarme mal? E inclusive les es imposible hacer
otra cosa, considerando que, al haberles sido transferidos todos mis derechos,
yo ya no tengo ninguno y que protegiendo el derecho, no hacen sino protegerse
a sí mismos.
Si yo pido a algo a alguien, admito que éste tiene lo
que yo le pido; sería absurdo que hiciese una petición para
obtener lo que ya está en mi poder. Si tuviera el uso de mi libertad,
de mi fortuna, de mi derecho, no iría a pedírselos a nadie.
Si se los pido, probablemente es porque éste los posee y, si es
así, no veo del todo claro qué lecciones mías tenga
que recibir acerca del uso que considera oportuno darles.
Pero, ¿cómo es que el poder se encuentra en posesión
de lo que me pertenece? ¿Cómo lo ha conseguido? El poder,
tomando por ejemplo aquello que tenemos delante, está constituído
por el señor Bonaparte que, todavía ayer, era un pobre proscrito
sin demasiada libertad y sin más dinero que libertad; por setecientos
cincuenta Júpiteres tonantes que -vestidos como todos y no más
bellos ciertamente-, hace unos meses hablaban con nosotros -y no mejor
que nosotros, oso decirlo-; por siete u ocho ministros y sus acólitos,
la mayor parte de los cuales, antes de tirar de las cuerdas de las finanzas,
tiraban de la cola del diablo con tanta obstinación como un amanuense
cualquiera.
¿Cómo ha sucedido que estos pobres desgraciados
de ayer sean mis patrones de hoy? ¿Cómo es que estos señores
detentan el poder al cual han sido enajenadas toda libertad, toda riqueza,
toda justicia? ¿A quién hay que responsabilizar por las persecuciones,
las imposiciones, las inquinidades que sufrimos todos nosotros? A los votantes,
evidentemente.
La Asamblea Constituyente, que fue la que empezó a meternos
en el baile; el señor Luis Bonaparte, que ha continuado la instrumentación;
y la Asamblea Legislativa, que ha venido ha reforzar la orquesta, todo
esto no se ha hecho solo. No, todo esto es el producto del voto. A todos
aquéllos que han votado les corresponde la responsabilidad de lo
que ha sucedido y de lo que seguirá. Nosotros, demócratas
del trabajo y de la abstención, no aceptamos esta responsabilidad.
No busquéis entre nosotros la solidaridad con las leyes opresivas,
los reglamentos inquisitoriales, los asesinatos, las ejecuciones militares,
los encarcelamientos, los traslados, las deportaciones...la crisis inmensa
que aplasta al país. ¡Id a golpear vuestro pecho y a prepararos
para el juicio de la Historia, maníacos del gobierno! Nuestra conciencia
está tranquila. Ya es bastante que, por un fenómeno que repugna
a toda lógica, suframos un yugo que sólo vosotros habéis
fabricado; ya es bastante que hayáis empeñado, junto con
lo que os pertenecía, lo que no os pertenecía -lo que debería
ser inviolable y sagrado-: la libertad y la fortuna de los demás.
El derecho de primogenitura y las lentejas del pueblo francés
Y no os creáis, burgueses engañados, gentilhombres
arruinados, proletarios sacrificados, no creáis que lo que sucedió
pudo no haber sucedido si vosotros hubiéseis nombrado a Pedro en
lugar de Pablo, si vuestros votos hubiesen sido para Juan y no para Francisco.
De cualquier modo que votéis os entregáis y quienquiera que
sea el vencedor, su victoria os perjudica. A uno y a otro tendréis
que pedírselo todo; por lo tanto, jamás volveréis
a tener nada.
Por otra parte, comprended bien que -y no es ciencia en absoluto,
sino la pura y simple verdad-, si el mal hubiera venido únicamente
de los reaccionarios, si los revolucionarios hubieran podido hacer vuestra
fortuna, seríais riquísimos. Porque todos los gobiernos,
de Robespierre a Marat -sus almas ante Dios estén-, fueron revolucionarios;
esta Asamblea que tenéis aquí, ante vuestros ojos, también
se compone totalmente de revolucionarios. Nadie ha sido más revolucionario
que el señor Thiers, el administrador de Nuestra Señora de
Loreto. El señor Montalembert ha pronunciado discursos tales sobre
la libertad absoluta que nadie podría hacerlos mejor. El señor
Brryer ha conspirado desde 1830 hasta 1848. El señor Bonaparte ha
hecho revoluciones por escrito, con las palabras y con las acciones; y
no hablo de la Convención de la Montaña, cenáculo
que por muchos meses ha tenido en sus manos los medios de gobierno para
cubriros de un manto de opulencia. Todos los hombres han sido revolucionarios
hasta que han formado parte del gobierno; pero también todos, cuando
han formado parte del mismo, han sofocado la revolución. Yo mismo,
si un día se os ocurriera entregarme el gobierno y si, en un momento
de olvido o de vértigo, en vez de sentir piedad y desprecio por
vuestra estupidez, aceptase el título de amparador del robo que
habéis perpetrado contra vosotros mismos, ¡os juro por Dios
que os las haría ver negras! ¿No os bastan las experiencias
que habéis tenido? Sois bien duros de mollera.
Justamente hace poco que habéis erigido un gobierno
blanco cuyo único objetivo -y no podríais reprochárselo-
es desembarazarse de los rojos. Si mañana hacéis un gobierno
rojo, su único objetivo -¡y estaría bueno que lo encontráseis
incorrecto!- será desembarazarse de los blancos. Pero los blancos
no se vengan de los rojos ni los rojos de los blancos más que a
golpes de leyes prohibitivas y opresivas. ¿Y sobre quién
pesan estas leyes? Sobre aquéllos que no son ni rojos ni blancos,
o que son, a sus expensas, tanto rojos como blancos; sobre la multitud
que no tiene ninguna culpa; así es que el pueblo está totalmente
magullado por los golpes de maza que los partidos se propinan mutuamente.
Yo no critico al gobierno. Éste ha sido creado para
gobernar y gobierna. Usa de su derecho y, haga lo que haga, opino que cumple
con su deber. El voto, al darle el poder, implícitamente le ha manifestado:
el pueblo es perverso, vuestra es la rectitud; aquél es pasional,
a vos corresponde la moderación; aquél es estúpido,
vos inteligente. El voto, que ha dicho esto a la mayoría actual,
al presidente en funciones, volvería a decirlo -porque no puede
decir otra cosa- a una mayoría cualquiera y a cualquier presidente.
Por tanto, gracias al voto y a lo que consigo trae, el pueblo
se pone en cuerpo y bienes a merced de sus elegidos para que éstos
usen y abusen de la libertad y la fortuna que se les otorgan; entregada
sin reservas, la autoridad no tiene límites.
Diréis: ¡Pero la probidad! ¡Pero la discreción!
¡Pero el honor!...Humo. Vosotros hacéis sentimentalismos cuando
es necesario hacer números. Si invertís vuestros intereses
sobre conciencias, invertís a fondo perdido: la conciencia es un
utensilio a válvula.
Refelxionad un instante sobre lo que hacéis. Vosotros
os amontonáis en torno a un hombre como alrededor de una reliquia;
besáis el borde de su manto; lo aclamáis hasta la sordera;
lo cubrís de regalos; repletáis sus bolsillos de oro; os
despojáis, en su provecho, de todas vuestras riquezas; le decís:
Sed libre por encima de los libres, opulento por encima de los opulentos,
fuerte por encima de los fuertes, justo por encima de los justos. ¿Y
os imagináis que a continuación podréis controlar
el uso que hace de vuestros regalos? ¿Os permitís criticar
esto, desaprobar aquello, calcular sus gastos y pedirle cuentas? ¿Qué
cuentas queréis que os rinda? ¿Habéis extendido la
factura de lo que le habéis dado? ¿Vuestra contabilidad está
en déficit? Y bien: no tenéis títulos contra él,
la cuenta que queréis presentar no tiene base, no se os debe nada.
¡Ahora gritáis, hacéis ruido, amenazáis!
Es un afán inútil. Vuestro deudor es vuestro dueño:
inclinaos y pasad.
En los cuentos bíblicos se dice que Esaú vendió
su derecho de primogenitura por un plato de lentejas. Los franceses lo
hacen aún mejor: regalan su derecho de primogenitura y junto con
él las lentejas.
Lo que hace nacer a los gobiernos no es lo que los hace vivir
Repetiré que no discuto el derecho; lo que discuto,
como cosa inoportuna, es el uso actual del derecho. Antes de hacer uso
de mi derecho de nombrar delegados, es importante que comience por hacer
acto de soberanía, por ejercerla materialmente en los hechos, para
darme cuenta de aquello que tengo que hacer personalmente y de lo que debe
entrar en las atribuciones de mis delegados. Debo, en una palabra, consolidarme
a mí mismo antes de fundar cualquier otra cosa. Las instituciones
no deben ser creadas por medio de leyes, sino que, al contrario, deben
promulgarlas. Primero me instituyo, después legislaré.
No que perder de vista que la teoría del derecho divino,
a la que estamos directamente ligados, se basa sobre una pretendida prioridad
que tendría el gobierno sobre el pueblo. Toda nuestra historia,
toda nuestra legislación, están fundadas sobre este monumental
absurdo: que el gobierno es una cosa que precede al pueblo, que el pueblo
es una derivación del gobierno; que ha habido o que ha podido haber
un gobierno anteriormente a la existencia de ningún pueblo. Esto
es lo aceptado, los anales del mundo están esculpidos sobre esta
aberración de la inteligencia humana. Por lo tanto, mientras dure
el gobierno, el principio de su autoridad quedará intacto, el derecho
divino se perpetuará entre nosotros y el pueblo -cuyo sufragio equivale
a la antigua consagración- nunca será, tome el nombre que
tome, más que un súbdito.
El paso de la teocracia a la democracia no pueda advenir en
ningún caso a través del ejercicio del derecho electoral,
porque este ejercicio tiene como objetivo específico el de impedir
la muerte del gobierno, es decir, mantener y reavivar el principio de la
autoridad gubernativa.
Para pasar de un régimen al otro es necesario romper
el mecanismo de delgación, que empuja fatalmente hacia el respeto
de la tradición teocrática. Es necesario interrumpir su uso
y no retomarlo sino después de haber introducido en los hechos sociales
el ejercicio estable del gobierno de sí mismos: el autogobierno.
Racionalmente, puedo poner a cargo de otro la gestión de algunos
aspectos de mi futuro solamente después de hacer acto de posesión;
si lo nombro antes de haber mostrado mis títulos, luego se negará
a reconocerme y tendrá razón.
Pero he aquí lo que quiero decir: en cualquier país,
la unanimidad acerca de cualquier cuestión es irrealizable. Sin
embargo, dada la forma en que todo gobierno deriva del voto, para impedir
el nacimiento de un gobierno se necesitaría nada menos que la abstención
unánime. Porque, suponiendo que nueve sobre diez millones de electores
se abstuvieran, quedaría siempre un millón de votantes para
instituir un gobierno al cual la nación entera se vería obligada
a obedecer. Y en Francia siempre habrá al menos un millón
de individuos que tendrán interés en crear un gobierno; por
lo tanto, la propuesta es absurda.
Y lo que es más: no se necesita encontrar un millón
de hombres para crear un gobierno; cien mil, diez mil, quinientos, cien,
cinco individuos pueden hacerlo, un ciudadano solo puede constituírlo.
Lafayette solo, en 1830, hizo rey a Luis Felipe; y durante los dieciocho
años que siguieron a este advenimiento, el poder parlamentariose
ha formado, en un país de 35 millones de almas, con el único
concurso de 200 mil contribuyentes. No importa lo restingido que sea el
número de ciudadanos que concurren a hacer un gobierno, su autoridad
no sufre mengua. Pero lo que me importa demostrar aquí es que ningún
gobierno podría vivir sin el beneplácito de la mayoría
nacional.
La filosofía y, después de ésta, una escuela
mucho más segura -la de la experiencia y los hechos-, han demostrado
de una manera irrefutable que la veradera razón de la permanencia
de los gobiernos está, no ya en el concurso material o electoral
de los ciudadanos de un país, sino en la fe pública o en
el interés, porque la fe y el interés son una sola y única
cosa.
El gobierno que tenemos en este momento lo debemos a los juegos
electorales de siete u ocho millones de ciudadanos muy obedientes, cada
uno de los cuales ha perdido, con la mejor gracia del mundo, dos o tres
días de trabajo para aprovechar la oportunidad de entregarse en
cuerpo y alma a personajes que no conocían, pero a los cuales han
asegurado cinco monedas de cinco francos a fin de hacer amistad. ¿Os
parece que la Asamblea Legislativa y el señor Bonaparte están
más sólidamente asentados de lo que lo estuvieron la Cámara
de Diputados de 1847, creada por doscientos mil contribuyentes sólamente,
o que Luis Felipe, creado por un solo hombre? Decidme: ¿Pensáis
que un gobierno creado por un millón de individuos podría
haber sido más mezquino, más impopular, más confuso
que aquél al cual ocho millones de individuos han dado vida? Evidentemente,
no lo pensáis. Aquí no hay hombre -y cuando digo hombre,
quiero decir lo contrario de funcionario- que no haya visto profundamente
heridos sus intereses o su fe por los regímenes que han sido instaurados
sucesivamente desde 1848; en consecuencia, no hay hombre que deba felicitarse
del resultado de su voto y que pueda creer que su abstención habría
dado lugar a algo peor que lo existente. Estáis, pues, constreñidos
a admitir que habéis perdido vuestro tiempo con el más mísero
de los resultados. Y, salvo que tengáis la intención de perder
siempre vuestro tiempo -cosa que dudo-, me parece que debéis estar
muy próximos a sacrificar el voto a realidades más substanciosas.
Para el poder ya es una apuesta muy mala vuestro descontento; pero si le
faltara vuestra papeleta para darse coraje, sería muy débil,
y dudo que pudiera conservar las riendas.
Por lo tanto no es la unanimidad en la abstención lo
que importa obtener, así como no es necesaria la unanimidad del
voto para formar gobierno. La unanimidad en la inercia no podría
ser condición esencial para el advenimiento del orden anárquico
que está en el interés y, en consecuencia, en el honor de
todos los franceses realizar. Siempre habrá suficientes funcionarios,
advenedizos, aspirantes, rentistas del Estado y pensionistas del Tesoro
para constituir el electorado. Pero el número de chinos que a toda
costa quieren mantener a estos mandarines del poder se reduce día
a día, y si de aquí a dos años todavía quedan
diecinueve, declaro que la culpa no será mía.
Por otra parte -ya que es necesario decirlo todo-, ¿a
qué llamáis vosotros sufragio universal?
Un diario dice: hay que elegir al ciudadano Gouvernard.
Otro objeta: no, hay que elegir al ciudadano Guidane.
"No escuchéis a mi antagonista -responde el primer
diario-. ¡El ciudadano Gouvernard es el candidato necesario! He aquí
los motivos" Etc.
"Guardáos de prestar fe a aquello que os dice mi
adversario -replica el segundo diario-, nada es posible sin el ciudadano
Guidane: he aquí la razón" Etc.
Para ese entonces y después de haberse mantenido hasta
aquí encerrado en una reserva olímpica, desciende a la liza
un tercer diario (el más gordo de la especie) que pronuncia doctoralmente
esta sentencia: es necesario elegir al señor Gouvernard.
Y se elige al señor Gouvernard.
¿Y vosotros decís que es el pueblo quien ha hecho
la elección?
Esta decisión ha tenido tan poco que ver con la voluntad
popular como si la adjudicación del poder se hubiera jugado a los
dados o a la lotería. Dicho sea esto para arreglar mis cuentas con
la forma, sin comprometer mis reservas en cuanto a la sustancia.
Pero yo conozco republicanos, o quienes se las dan de tales,
que tienen mucho miedo a que el pueblo, con su abstención, favorezco
el renacimiento de la soberanía real. En lengua vulgar -lengua que
es la mía-, podemos decir que el miedo que sienten estos republicanos
expresa la aflicción que les causaría la imposibilidad de
su elección personal, ya que si, según se dice, los republicanos
han prestado importantes servicios, yo afirmo que ni vosotros ni yo hemos
visto ni la sombra de estos servicios en moneda, en libertad, en dignidad
o en honor. Puede ser que yo desmitifique un poco el patriotismo, pero,
¿qué queréis? No he nacido poeta y en la matemática
de la historia he encontrado que sin estos republicanos la monarquía
estaría muerta y enterrada desde hace sesenta años; que sin
estos republicanos que han prestado a la monarquía el ya citado
servicio de restablecer la autoridad cada vez que el pueblo ha querido
darle un empujón, haría ya mucho tiempo que los franceses
-incluído yo- seríamos libres. Los monárquicos, creedlo,
no irán muy lejos el día en que estos republicanos tengan
la extrema cortesía de no hacer más monarquismo. Los monárquicos,
os lo aseguro, detendrán su carrera bien pronto cuando les abandonemos
el campo electoral entero en vez de dejarles simplemente la mayoría.
Lo que he dicho parecerá extraño, ¿verdad?
Lo es, en efecto; pero también la situación es extraña,
y yo no soy de los que solucionan las situaciones nuevas con viejas fórmulas
como las que empapelan desde hace medio siglo las barracas del periodismo
revolucionario.
Desenmascarar la política es destruirla
A riesgo de repetirme, expondré ahora esta cuestión:
¿Qué expresa el elector cuando depone su papeleta en la urna?
Por medio de este acto, el elector dice al candidato: os doy
mi libertad sin restricciones ni reservas; pongo a vuestra disposición
mi inteligencia, mis medios de aacción, mis haberes, mis réditos,
mi actividad, toda mi fortuna; os cedo mis derechos de soberanía.
Asimismo y por extensión, también os cedo los derechos y
la soberanía de mis hijos, parientes y conciudadanos -tanto activos
como inertes-. Todo esto se os entrega para que lo uséis como os
parezca oportuno. Vuestro humor es mi única garantía.
Esto es el control electoral. Argumentad, oponéos, discutid,
poetizad, sentimentalizad, no cambiaréis nada. Así es por
contrato. Y da igual que el canididato sea uno u otro: republicano o monárquico,
el hombre que se hace elegir es mi amo y yo soy una cosa suya; todos los
franceses somos una cosa suya.
Queda entonces demostrado que el electorado conjuntamente con
la alienación de lo suyo, consagra la de lo ajeno. Por lo tanto,
resulta evidente que el voto es, por un lado, una estafa, y por el otro,
una maldad, o, para decirlo claramente, una expoliación.
Si todos los ciudadanos electores votaran, el voto sólo
sería una estafa universal, ya que, en este caso, tanto unos como
otros, debido a la acción de cada uno, habrían perdido por
igual. Pero que un solo elector se abstenga o sea impedido de hacerlo y
la expoliación comienza. Cuando sobre nueve o diez millones se abstienen
más de tres -como viene sucediendo-, los expoliados ya forman una
minoría demasiado importante para que se la pueda dejar de lado.
El antiguo principio de la honestidad del poder está mellado y la
decadencia del poder es directamente proporcional a la ruina de este principio.
Suponed que la mitad de los electores inscritos se abstenga.
La situación se vuelve grave para los votantes y para el gobierno
que han constituído. Indudablemente, el escepticismo político
de toda una mitad del cuerpo social pondré en crisis las no confrontadas
convicciones de la otra mitad. Y si se considera que dicho escepticismo
provendrá de una indiferencia calculada, motivada, meditada; y que
será fruto de la inteligencia o de la libertad -términos
equivalentes-, mientras que entre los votantes sólo se encontrará
el instinto borreguesco y el apego a la tradición, la ignorancia
o la abnegación -que también son la misma cosa-, fácilmente
os haréis cargo de la derrota que tal estado de las cosas infligirá
al gubernamentalismo. Hoy en día ya es posible tener por válida
esta suposición, ya que si cuatro millones de electores no se han
abstenido todavía no es precisamente porque deban felicitarse de
haber votado. Y todo arrepentimiento implica el reconocimiento de un error.
Insistimos sobre la hipótesis: supongamos que todos
los adversarios de la monarquía , convertidos al principio moderno
de que el poder no puede ser honesto, se abstengan de votar y fundamenten
su actitud en esta incontestable verdad: que el voto es al mismo tiempo
una estafa y una expoliación. Automáticamente la abolición
del sufragio universal , convertido en un delito por la iluminación
del espíritu público, hará decaer inmediatamente y
en bloque a los monárquicos, ya que no tendrán más
cómplices. Dado que fuera de ellos sólo encontraréis
hombres perjudicados -cuya no intervención estará racionalmente
fundamentada-, los ladrones quedarán desenmascarados. O más
bien, en homenaje al sentido común, digamos que ya no habrá
ladrones. Porque si la cuestión es reducida a estos términos
duros -pero simples y sobre todo verídicos-; si la política,
descendida de sus antiguas y charlatanescas alturas, es restituída
al nivel de los delitos comunes -de los cuales siempre ha sido el genio
escondido pero real-, la ficción gubernativa desaparece y la humanidad
se libera de todos los malentendidos que hasta hoy han sido el origen de
todas las luchas y los deplorables advenimientos que las han seguido.
He aquí la Revolución. ¡He aquí
la tranquila, sabia y racional transformación del principio tradicional!
He aquí la supremacía democrática del individuo sobre
el Estado, de los intereses sobre la idea. Ninguna perturbación,
ninguna conmoción podrá producirse en este majestuoso desvanecerse
de los nubarrones históricos; el sol de la libertad brilla sin tormentas
y, tomando su parte de los generosos rayos, cada uno actúa a plena
luz y se preocupa de encontrar en la sociedad el puesto que debe ocupar
por sus aptitudes o su genio.
Ved: para ser libre, no hay más que quererlo. La libertad,
que estúpidamente hemos aprendido a esperar como un don de los hombres,
está en nosotros, nosotros somos la libertad. Para obtenerla,
no son necesarios ni las barricadas o la agitación, los afanes,
las facciones, los votos, ya que todo esto no es más que desenfreno.
Y como la libertad es honesta, sólo se la alcanza con la reserva,
la serenidad y la decencia.
Cuando pedís la libertad al gobierno, la estupidez de
vuestro pedido demuestra inmediatamente a éste que no tenéis
ningún concepto de vuestro derecho. Vuestra petición es el
acto de un subalterno, os declaráis inferiores. Al constatar su
supremacía, el gobierno se aprovecha de vuestra ignorancia y se
comporta respecto a vosotros como debe comportarse respecto a unos ciegos,
porque vosotros estáis ciegos.
Los que cada día, en sus periódicos, piden inmunidades
al gobierno y tratan de hacer creer que lo arruinan y lo debilitan, en
realidad sustentan la fuerza y la fortuna de éste -fuerza y fortuna
que les interesa conservar, porque aspiran a alcanzarla un día con
el apoyo del pueblo, de un pueblo embrollado, engañado, burlado,
robado, escarnecido, estafado, subyugado, oprimido, fustigado por intrigantes
y cretinos que le hacen enarcar el lomo adulándole, cortejándole
como a una potencia, recubriéndole de títulos pomposos como
a un rey de opereta y presentándole, para burla del mundo, como
el príncipe de los tugurios, monarca de la fatiga y soberano de
la miseria.
Yo no tengo, por mi parte, que adularle; porque nada quiero
coger, ni siquiera la parte que me espera de sus miserias y vergüenzas.
Pero tengo que pediros -a vosotros, entendedme bien, y no al gobierno,
al que no conzco ni quiero conocer-, tengo que pediros mi libertad que
habéis empaquetado junto con la vuestra para luego regalarla. No
os la pido como un compromiso que debéis asumir por mí; en
realidad, para que yo sea libre, es necesario que lo seáis también
vosotros. Sabed serlo. Para esto es suficiente que no ensalcéis
a ninguno por encima de vosotros. Alejaos de la política que devora
los pueblos y aplicad vuestras actividades a los quehaceres que los nutren
y los enriquecen. Recordad que la riqueza y la libertad están juntas
como están juntas la servidumbre y la indigencia. Volved las espaldas
al gobierno y a los partidos que son sólo lacayos de aquél.
El desprecio mata a los gobiernos, porque sólo la lucha los hace
vivir. Deponed por fin a este soberano que no consulta a su gente y reíos
de las astucias del monarquismo blanco y del gubernamentalismo rojo. Ningún
obstáculo podrá resistirse ante la tranquila manifestación
de vuestras necesidades e intereses.
Dice una leyenda gazcona que mientras el rey de Tillac ignoró
quién era, el intendente lo maltrató duramente; pero cuando
la dama Juana, su nodriza, les hizo conocer sus títulos y calidad,
las gentes del castillo, con el intendente a la cabeza, vinieron a humillarse
ante él.
Que el pueblo muestre a sus intendentes que ya no reniega más
de sí mismo; que cesa de mezclarse en las polémicas de antecámara,
y sus intendentes callarán, tomando frente a él una actitud
de respeto. La libertad es una deuda que tiene para consigo mismo, para
con el mundo que todavía espera de él, para con los niños
que nacerán.
La nueva política está, por una parte, en la
negativa, en la abstención, en la no colaboración cívica
y, por la otra, en la actividad industrial. En otros términos, es
la negación misma de la política. Ya desarrollaré
más ampliamente este argumento. Por ahora me basta decir que si
los republicanos no hubieran votado en las últimas elecciones generales,
no habría habido oposición a la asamblea. Sólo hubiera
habido el caos entre los legitimistas, los orleanistas y los bonapartistas,
los cuales se habrían arruinado mutuamente con grave escándalo
y, a la hora presente, ya habrían caído todos juntos bajo
los silbidos divertidos de la libertad.
De todo lo que he dicho -y acerca de lo cual volveré
a insistir en otra ocasión, ya sea sobre lo que he olvidado, ya
para ampliar lo que no he podido desarrollar enteramente en esta exposición-,
resulta que el objetivo del voto político es la formación
de un gobierno. He demostrado que la formación de un gobierno -y
de la oposición que sirve a éste como garantía esencial-,
implica la consagración de una tiranía inevitable, cuyo orden
debe buscarse en la entega espontánea que los votantes hacen de
sus personas y de sus bienes -así como de las personas y de los
bienes de los no votantes- en favor de sus elegidos. De todo ello se deduce
que la alienación de la propia soberanía podría no
ser una estupidez, sino todo un derecho, cuando el que la regala por medio
del voto dispusiera solamente de su parte. Sin embargo, este acto cesa
de ser una estupidez o un derecho y se convierte en una expoliación
cuando, valiéndose de la brutal razón del número,
el votante impone a la soberanía de las minorías su propia
soberanía.
Y agrego que siendo todo gobierno necesariamente una causa
de antagonismo, de discordia, de asesinato y de ruina, aquél que,
con su voto, concurre a la formación de un gobierno, es un provocador
de guerra civil, un promotor de crisis y, en consecuencia, un mal ciudadano.
Ya estoy oyendo gritar a los republicanos del funcionarismo:
¡Traición! No me emocionan, porque los conozco mejor de lo
que se conocen ellos mismos. Tengo que arreglar con ellos una vieja cuenta
de sesenta años y su quiebra, de la que me hago curador, no será
de las más divertidas.
Oigo también a los monárquicos e imperialistas
preguntarse si no habría alguna cosa que espigar de entre la cosecha
que muestro; no me turban, porque he calculado el valor de sus antiguallas
de la manera más justa.
El porvenir no pertenece ni a éstos ni a aquéllos.
¡Gracias a Dios! Y la monarquía, para hincar su último
diente, sólo espera ver caer la última uña de la dictadura.
Yo me propngo arrancarles a estas señoras la uña
y la raíz.
¡En guardia!