SEMANA Octubre 12 de 1998, Edición 858
El secreto
Por Antonio Caballero

CONTABA EN ESTOS DIAS LA REVISTA Cambio, en su sección de ‘Secretos’, uno muy elocuente. Lo reveló ante una de las llamadas ‘mesas de la paz’ del Congreso un parlamentario—Gerardo Tamayo—reciénliberado por el EPL después de dos meses de secuestro. Y consiste en que laguerrilla no quiere la paz.
Eso le “quedó claro” al parlamentario cuando uno de sus captores le comentó: “Yo no me entrego la porque para ser pobre no sirvo”. El caso, o la caricatura, es, ya digo, elocuente. Porque muestra que siguen sin entender en qué consiste el problema. No los guerrilleros: los políticos.
Lo que plantea la frase del guerrillero del cuento, en términos sencillos y desde un punto de vista personal, es una evidencia del tamaño del país: que no puede haber paz en Colombia si no hay justicia social y económica. Esa es la razón por la cual se han echado al monte, individualmente considerados, todos y cada uno de los 20.000 guerrilleros que hay hoy (y que en el curso de estos 50 años han sumado cientos de miles): porque el monte era—es—el último recurso contra la persecución y la miseria, que es lo que los políticos llevan 50 años llamando ‘paz’. Y esa es también la razón colectiva, ideológica, que tiene la existencia de las guerrillas en su conjunto: la convicción de que sólo mediante la lucha armada es posible cambiar las estructuras de injusticia de la sociedad colombiana.
Que en la práctica la guerra agrave la miseria no afecta el hecho de que la miseria esté en su origen, ni el de que para muchos la guerra sea preferible a la miseria. Y que en la práctica la lucha armada guerrillera no haya contribuido a reformar las estructuras del país, sino que por el contrario haya reforzado a los sectores políticos, sociales y económicos más reaccionarios, tampoco afecta el hecho de que sean esas estructuras las que han hecho inevitable el recurso a la violencia.
Pero el político del cuento no entiende lo que le está diciendo el guerrillero. No lo quiere entender. Y lo traduce: “Este no quiere la paz”.
Porque para el político—que en este caso es un señor Tamayo, pero que podría ser cualquiera de los presidentes que hemos tenido en el último medio siglo: el medio siglo de esta guerra que tozudamente se han negado a entender— ‘la paz’ consiste en que el pueblo colombiano se resigne pasivamente a lo que hay. O sea: en que sirva para ser pobre.  Que no se queje, que no proteste, que no se rebele. Que no pretenda salir de la pobreza, ni individual ni colectivamente.  Que no reclame tierras, ni agua, ni trabajo. Que no robe, ni atraque, ni extorsione: todo eso que sí hacen los políticos, y los ricos, pero que por lo visto en ellos es un hecho natural y legítimo: ellos “no nacieron pa’ pobres”, como cantaba José Alfredo Jiménez, pero los pobres sí. Que aguante. Que no se alce en armas. Que no perturbe ‘la paz’.
Pero no es que los colombianos pobres no quieran la paz, sino que no quieren la pobreza. Es posible, claro está, obligarlos a aceptarla: pero para conseguirlo es necesaria la violencia. Y esa violencia a su vez genera inevitablemente una contraviolencia, como la ha generado históricamente. A partir de cierto grado de conciencia, o también, por el contrario, de cierto grado de lumpenización desesperada, los pobres pierden la resignación a la pobreza, que tan fáciles y cómodas les pone las cosas a los ricos y a los políticos. En Colombia, a causa de la torpeza y el egoísmo de todos éstos, la conciencia por un lado y la desesperación por el otro han cuajado en todas las formas posibles de violencia, desde las organizadas hasta las espontáneas, y desde las legítimas hasta las atroces.
Esa es la guerra que vivimos, y que los políticos y los ricos—por su torpeza y su egoísmo—se han negado a entender, y por eso han agravado y prolongado. Pero su actitud ante ella sigue siendo de asombro: “Esta gentecita es tan soberbia que no se quiere dar cuenta de que nació para pobre: se cree gente como uno”.
Pues sí. Se cree gente. Ese es todo el secreto.


 
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