CONTABA EN ESTOS DIAS LA REVISTA Cambio,
en su sección de ‘Secretos’, uno muy elocuente. Lo reveló
ante una de las llamadas ‘mesas de la paz’ del Congreso un parlamentario—Gerardo
Tamayo—reciénliberado por el EPL después de dos meses de
secuestro. Y consiste en que laguerrilla no quiere la paz.
Eso le “quedó claro” al parlamentario
cuando uno de sus captores le comentó: “Yo no me entrego la porque
para ser pobre no sirvo”. El caso, o la caricatura, es, ya digo, elocuente.
Porque muestra que siguen sin entender en qué consiste el problema.
No los guerrilleros: los políticos.
Lo que plantea la frase del guerrillero
del cuento, en términos sencillos y desde un punto de vista personal,
es una evidencia del tamaño del país: que no puede haber
paz en Colombia si no hay justicia social y económica. Esa es la
razón por la cual se han echado al monte, individualmente considerados,
todos y cada uno de los 20.000 guerrilleros que hay hoy (y que en el curso
de estos 50 años han sumado cientos de miles): porque el monte era—es—el
último recurso contra la persecución y la miseria, que es
lo que los políticos llevan 50 años llamando ‘paz’. Y esa
es también la razón colectiva, ideológica, que tiene
la existencia de las guerrillas en su conjunto: la convicción de
que sólo mediante la lucha armada es posible cambiar las estructuras
de injusticia de la sociedad colombiana.
Que en la práctica la guerra
agrave la miseria no afecta el hecho de que la miseria esté en su
origen, ni el de que para muchos la guerra sea preferible a la miseria.
Y que en la práctica la lucha armada guerrillera no haya contribuido
a reformar las estructuras del país, sino que por el contrario haya
reforzado a los sectores políticos, sociales y económicos
más reaccionarios, tampoco afecta el hecho de que sean esas estructuras
las que han hecho inevitable el recurso a la violencia.
Pero el político del cuento
no entiende lo que le está diciendo el guerrillero. No lo quiere
entender. Y lo traduce: “Este no quiere la paz”.
Porque para el político—que
en este caso es un señor Tamayo, pero que podría ser cualquiera
de los presidentes que hemos tenido en el último medio siglo: el
medio siglo de esta guerra que tozudamente se han negado a entender— ‘la
paz’ consiste en que el pueblo colombiano se resigne pasivamente a lo que
hay. O sea: en que sirva para ser pobre. Que no se queje, que no
proteste, que no se rebele. Que no pretenda salir de la pobreza, ni individual
ni colectivamente. Que no reclame tierras, ni agua, ni trabajo. Que
no robe, ni atraque, ni extorsione: todo eso que sí hacen los políticos,
y los ricos, pero que por lo visto en ellos es un hecho natural y legítimo:
ellos “no nacieron pa’ pobres”, como cantaba José Alfredo Jiménez,
pero los pobres sí. Que aguante. Que no se alce en armas. Que no
perturbe ‘la paz’.
Pero no es que los colombianos pobres
no quieran la paz, sino que no quieren la pobreza. Es posible, claro está,
obligarlos a aceptarla: pero para conseguirlo es necesaria la violencia.
Y esa violencia a su vez genera inevitablemente una contraviolencia, como
la ha generado históricamente. A partir de cierto grado de conciencia,
o también, por el contrario, de cierto grado de lumpenización
desesperada, los pobres pierden la resignación a la pobreza, que
tan fáciles y cómodas les pone las cosas a los ricos y a
los políticos. En Colombia, a causa de la torpeza y el egoísmo
de todos éstos, la conciencia por un lado y la desesperación
por el otro han cuajado en todas las formas posibles de violencia, desde
las organizadas hasta las espontáneas, y desde las legítimas
hasta las atroces.
Esa es la guerra que vivimos, y que
los políticos y los ricos—por su torpeza y su egoísmo—se
han negado a entender, y por eso han agravado y prolongado. Pero su actitud
ante ella sigue siendo de asombro: “Esta gentecita es tan soberbia que
no se quiere dar cuenta de que nació para pobre: se cree gente como
uno”.
Pues sí. Se cree gente. Ese
es todo el secreto.