Ser tiernos es ser suaves, blandos, delicados,
 cálidos, amorosos.  La ternura es lo contrario
 de dureza, de inflexibilidad.  Quienes se
 atrincheran en la dureza, se privan de la
 hermosa oportunidad de dar y recibir afecto. 
 La ternura atrae, encanta, afirma, fortalece. 
 La ternura se regala en la mirada, en el tono
 empleado para solicitar un favor, en el saludo,
 en la manera de estrechar una mano y hasta en
 la forma de dirigirnos a la persona que nos
 atiende en el restaurante. 
 Tambiém podemos prodigar ternura en
 situaciones en las que sería más fácil recurrir a
 la dureza, como por ejemplo, cuando tenemos
 que corrgir a alguien.  Ella desaparece, eso sí,
 ada vez que permitimos que el orgullo a la
 impaciencia nos domines. 
 La ternura es privilegio de aquellos que se
 atreven a abrir el corazón, de aquellos que no
 temen ser vulnerables; por eso es patrimonio
 de las almas claras.  Los niños educados con
 amor son casi siempre tiernos, al igual que las
 personas de edad avanzada que han vivido
 activa y plenamente. 
 Siempre he pensado que uno de los
 ingredientes del amor es la sustancia llamada
 ternura.  Una buena dosis de ella le da una
 dimensión más amplia y significativa al
 encuentro amoroso.  La ternura y la pasión
 forman una mezcla que nutre, refresca y
 renueva la relación entre las personas que se
 aman.  La pasión sola se extingue fácilmente,
 en tanto que la ternura depende menos de
 fluctuaciones anímicas, sobrevive al
 envejecimiento del cuerpo y le da juventud al
 alma. 
 La ternura es una cualidad que puede ser
 cultivada y mejorada conscientemente.  Ser
 tiernos es una determinación que podemos
 tomar, y  una decisión que implica riesgos; es
 decidirnos a amar y a ofrendarnos sin recelos,
 ni temores.  Para ser tiernos basta, en el fondo,
 con ser nosotros mismos. 

                        Luis Gaviria Vele 

            
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

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