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El
16 de setiembre de 1810, México dio "El Grito de Dolores".
El cura Miguel Hidalgo y Castillo, Ignacio Allende y los hermanos
Aldama, pusieron la primera piedra de la independencia nacional mexicana,
efemérides que desde entonces, el país y sus meros amigos,
como el Perú, celebran jubilosos.
Con ese motivo, dije, hace algún tiempo, que "México
es un país muy grande. Su territorio es tan extenso como casi
dos veces el Perú, y es complicado, vasto y áspero,
y su población muy heterogénea, plural y difícil
de gobernar.
Como dice la ranchera de cantantes charros sombrerones: "Como
México no hay dos".
Y no obstante sus grandes disimilitudes geográficas y, acaso,
étnicas, la opinión pública sometida a cualquier
medición computarizada, arrojaría el 99.99 por ciento
de identidad nacional. La querencia a la tierra ancestral, con su
historia sembrada de héroes altivos y hazañas épicas,
es proverbial.
Los mexicanos aman a Benito Juárez tanto como a la Virgen de
Guadalupe, al tequila y los tacos como a sus corridos en la voz de
sus charros machazos igual que a los toreros jugándose la vida
en la plaza más grande del mundo; aman tanto a María
Félix -así esté muerta- como a Verónica
Castro, -así no esté ya en la TV-, cuanto a sus héroes
de carne y hueso, a sus mitos mayas o aztecas y a algunos valores
venidos a menos mundialmente, como la hombría y el honor; y
sinembargo, -dije- nada aman tanto como a la libertad.
Es tal ese amor que no sólo predican su libertad sino la de
de todos los demás, no mi libertad sino tu libertad, la ecuménica,
la libertad de todos los hombres de la tierra.
Por eso es que los mexicanos no se meten en la vida de nadie. Piensan
que cada uno debe disponer de su vida como le dé la gana y
así, los pueblos y así, los países. Basados en
esa fórmula de ética moral y política tan elemental,
los mexicanos no interfieren en la vida de sus vecinos y menos aún
en la de allende los mares.
No sea que su terco, fanático amor a la libertad les provenga
de alguna experiencia intervencionista. Desde que los chichimecas
se apoderaron del valle de México cuando apenas era una leyenda
erigida a las orillas de Texcoco hasta cuando la intervención
española que los sometió durante 300 años, no
sin antes inscribir en la historia a Moctezuma y Cuauthémoc;
desde cuando interviene casi toda Europa, enemiga del indio Juárez,
hasta la presencia de Maximiliano, -el elegante títere de Napolòn
II-; y desde todas las involvidables intervenciones prepotentes como
la de los americanos del norte; los adecuó para rechazar y
nunca más considerar, en su más entrañable diccionario
político, la palabra intervencionismo, antítesis de
la libertad. Detestan tanto a este desvalor que en Ciudad México,
existe hasta un "Museo de la Intervención".
Tan alto manejan los mexicanos este concepto que ni siquiera intentan
que las expresiones artísticas de sus hombres vaya más
alla de sus fronteras. Que se sepa, tienen tres titanes del muralismo
(a uno de los cuales, Alfaro Siqueiros, vi pintar afiebradamente poco
tiempo después de salir de la cárcel) y a Rufino Tamayo
(a quien conocí y entrevisté); y a José LuisCuevas
y Frida Khalo, pero que ninguno trató de intervenir en la conciencia
creadora de otros artistas de cualesquiera latitudes extrañas.
México está dando giros lentos o rápidos al compás
de la Tierra y, por lo tanto, avanza hacia una mayor modernidad aunque
sin tocar un ápice su cultura ancestral.
Los mexicanos no son chauvinistas-escribí- como se podría
colegir alegremente cuando apareciera que exageran su nacionalismo.
La verdad es que, al contrario, sus pensadores, como José Vasconcelos,
de Oaxaca, proclama una rara nacionalidad cósmica; sus filósofos
como Octavio Paz, no proclaman nacionalismos egoístas y enfermizos;
son pensadores universales.
Finalmente, los mexicanos aman la vida, pero no desprecian la muerte.
Un detalle muy importante: Increiblemente, son espiritualistas, sobreponen
el espíritu a la materia. De esta manera, sin faltarle el respecto,
como concepción existencial, el "noviembre fúnebre"
para nuestras culturas, para ellos es un ·"noviembre jocoso",
se regociajn y hasta bromean cuando llega el tiempo de "Las calaveras",
fiesta nacional en la que los hogares velan alegremente ataúdes
o esqueletos de los miembros de sus familias.
Los mexicanos admiran tanto a Agustín Lara como a Cantinflas
-y como dije- a María Felix y a Verónica Castro; pero,
a cada cual en su época, a cada cual en su estilo de vivir
y actuar. El criterio de los mexicanos respecto a la Doña y
a Verónica oscila entre el celuloide y la televisiòn,
entre el cine y la electrónica. Representan el saldo dinámico,
cualitativo realizado por la sociedad mexicana en el espacio y el
tiempo. Hay unidad entre ellas, pero también diferencias. La
una representa a la mujer mandona y machista, la otra a la antítesis,
representa la dulzura la sencillez y acaso, la ingenua sutileza femenina.
Los mexicanos aman a su país tanto o algo así como al
Perú. Cuando aprenden: saborean un taco con tanto deleite como
un cebiche. Se deleitan escuchando una ranchera, lo mismo que un melancólico
vals criollo de Chabuca Granda".
Eso dije más o menos ayer y ahora, digo que igual se van a
sentir conmovidos por el paisaje y la cordialidad de Huanchaco, como
si fuera Acapulco; igual van a sentirse orgullosos de su ballet moderno
y sus vistosos bailes de Guadalajara como de nuestros bailarines de
marinera; lo mismo van a querer al barro del Moche peruano que al
barro del Metepec mexicano.
En síntesis, la identificación es total entre dos de
las patrias más grandes y representativas de la América
morena: El Perú y México.
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