La Madre Teresa de Calcuta
recuerdos de una beata

 

 


La mañana que conocí a la madre Teresa de Calcuta fue muy tormentosa. Por entonces, Calcuta no era una ciudad para divertirse como París o Río de Janeiro, aunque tampoco tan tétrica como el infierno. En todo caso, podría ser comparada con el purgatorio. Había mucha pobreza, mucho abandono del hombre, lo cual no era un privilegio sino algo común en muchos pueblos del mundo. En Calcuta muchos hombres morían al amanecer y sus cadáveres eran recogidos por camiones carroñeros. No es hablar mal de Calcuta, pero lo que yo vi fue muy triste.
Mi guía, Shabrir, me condujo por unos caminos abigarrados y sombríos, pasamos sobre el Ganges y luego, llegamos al exacto Mirnal Hriday (Corazón Puro) un viejo templo al que arribaban solo los viajeros que se iban al otro mundo. No era un hospital, era un moritorio.
La madre Teresa, una monja que pertenecía a una orden dedicada a enseñar a las niñas de las más altas castas de Calcuta, se rebeló contra ese estado de cosas. Pensó mejor en fundar una orden destinada a un fin más cristiano aunque más insólito: solo ayudar a los moribundos. Le pidió perdón por el ex abrupto a Pío XII, y al mismo tiempo, permiso para fundar una nueva Orden, la de las Misioneras de la Caridad. Y esperó. Diez años después, Pío XII le concedió el permiso. Era el año 1949.
Desde entonces, la madre Teresa se dedicó a ayudar solo a las gentes que se estaban muriendo no por falta de medicinas sino por carencia de amor humano y de Dios, cualquiera que Este fuera. Estableció un lema rotundo y definitivo: "Si el hombre vivió indignamente, por lo menos, que muera dignamente".

La vi de lejos en Calcuta y la vi de cerca en Etiopía cuando la sequía de los años 80. Entonces, la monja surcaba en un jeep sobre el desierto de Mekele y luego descendía para limpiarles el sudor de la muerte, la saliva que escasamente se resbalaba por las comisuras de los moribundos, a espantar las moscas que como nubes hacían más terrible el espectáculo de la muerte por hambre.
De los moribundos, la madre Teresa había pasado a servir a los locos, a los tarados, a los cancerosos, a los minusválidos, a los leprosos, a los tullidos, a los con Sida o con síndrome de Dawn, a los solitarios -porque la pobreza de la soledad es muy amarga, decía ella-; en fin, a todos los desheredados de la Tierra.
La madre Teresa era silenciosa, hablaba muy poco, porque oveja que bala pierde bocado en esta pradera donde los lobos son más que los corederos; otro era el imperativo que constituía su quehacer primordial sobre la Tierra: llevar la esperanza a los hombres que se consideran desprendidos de las manos de Dios.
En mis contactos con el hombre en todas las latitudes de la Tierra, he conocido a muy pocos, tal vez cinco como los dedos de mi mano, capaces de olvidarse de si mismos, hábiles para entregarse a los demás sin esperar recompensa, enemigos del oro y de la plata y del poder. El Abate Pierre en París me conmovió cuando salía a recoger cobijas para los vagabundos infelices que se morían atenazados por el frío invernal en los "metros" de París; y me conmovió el Papa Juan Pablo II cuando apareció ante los periodistas que lo esperábamos -la mañana en que recibiría a Lech Walesa- y nos sonrió como si fuéramos los viejos amigos de un curita de aldea, de pueblos insignificantes; simple él, humilde, sin los aires imperiales de Pio XII, sin poses de divinidad sino mundanas.
Sin embargo, la madre Teresa tenía mucho más virtudes, más carisma, más alma; no se notaba que existía, pero sí que caminaba impelida por un viento interior capaz de llevarla a consumar hechos morbosos, como limpiarle a uno sus sudores turbios, sacarle los gusanos de las llagas, el miasma o limpiarles las babas a los enfermos con sus propias manos.
Un hindú ilustre anda diciendo por ahí que la madre Teresa no le ha hecho ningún bien a Calcuta y en todo caso se convirtió en millonaria con tantos donativos ajenos. Las evidencias son otras habría que decirle con humildad cristiana a ese ilustre hindú. El premio Nobel que recibió la madre Teresa lo distribuyó entre los desheredados de la tierra. Pablo VI le regaló una limoussine blanca para que pudiera movilizarse con facilidad. La monja albanesa sonrió para sus adentros y rifó el regalo. Con lo que obtuvo construyó una aldea donde cobijó a cuatrocientas familias de leprosos, porque solo en Calcuta hay mucho más de 40 mil enfermos.
Se sabe que la, ahora, beata Teresa, y pronto, santa Teresa, no tuvo jamás ni cuentas corrientes en los bancos ni bienes privados ni nada que no fuera amor humano y divino
Cuando, con cierta malicia, esa mañana de privilegio le pregunté cuanto dinero llevaba en su bolsita de yute, la madre me contestó que nada. Me explicó que las monjas de su Orden nunca llevan dinero. Supe que solo tienen dos hábitos blanco con bordes celestes: uno para llevarlo puesto mientras lavan el otro.
Tuve curiosidad, entonces, y le pedí que me enseñara lo que había en el fondo del bolso. Lo abrió, me hizo hurgar como en un abismo y luego metió la mano e izó algo que resultó siendo su rosario. Entonces, se lo pedí. "Obséquiemelo, por favor, madre", -le dije con decisión y mando. "Obséquiemelo, madre Teresa", le imprequé por segunda vez ante el silencio de la monja.
No necesité de una tercera vez.
Recuerdo el rostro prematuramente zanjado de la madre Teresa, su ternura, su humildad, su voz de fuego apagado, sus ojos disminuidos en fulgor, pero no en fuerza. Hubo una especie de tironeo entre ella que no me lo quería dar y yo que se lo pedía enérgicamente. Entonces, me apercibí que su bondad divina pudo más que su orgullo humano: beso su puño que guardaba la joya y me la obsequió. Toda la plaza de Armas de la ciudad me quedó pequeña para que cupiera tanto alborozo.
Nunca podré evaluar si ese fue uno de los momentos espirituales más impresionantes de mi vida: el poseer el rosario de quien algunos años más tarde será colocada en los altares de Dios. Un sentimiento comparable solo a la primera vez que vi la imagen de la Virgen de la Puerta del pueblo donde nací. No sé, ni vale la pena averiguar más.

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