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Hace diez
años, exactamente, el 10 de marzo de 1992, se recordó
el primer centenario del nacimiento de César Vallejo, acaecido
en Santigo de Chuco. Fue una reunión congregada a instancias
de la Asociación de Hijos de Santiago de Chuco que me considera,
razonablemente, como a un miembro de la familia. Esa mañana
limeña, bastante clara, como si se hubiera tratado de una andina
mañana santiaguina, nos reunimos una veitena de personas, para
recordar el acontecimiento con muy pocos intelectuales de renombre,
como se les conoce. La reunión se ralizó en la Plazuela
del Teatro Segura, al pie del monumento que lo recuerda, unos dicen
que como si se tratara de un maestro jubilado y otros, sus panegiristas,
como un ciudadano del mundo, aunque caviloso y triste. Hubo pocos
discursos y entre esos pocos, el mío que repito, como una humilde
oración nostalgiosa antes que como una pieza oratoria:
REGOCIJO POR CESAR VALLEJO
Hemos hecho bien en reunirnos esta mañana para regocijarnos
ante el acontecimiento del comienzo de la vida de César Vallejo
ocurrido hace cien años y que nosotros celebramos, como si
estuviera ocurriendo hoy.
Porque entre aquel día en que lo alumbró doña
María de los Santos Mendoza, y esta deslumbrante mañana
de Lima, sólo hay un paréntesis de tiempo y no de vida;
porque Vallejo no murió en Paris como fue su presentimiento
o, en todo caso, al tercer día resucitó entre los muertos
y está sentado y, ni siquiera sentado sino de pie, a la diestra
del Dios de todos los hombres.
El mismo dijo alguna vez que su nacimiento era reciente, que no había
unidad de medida para contar su edad. "!Si acabo de nacer!! dijo
entusiasmado- "si aún no he vivido todavía. Señores,
soy tan pequeñito que el día apenas cabe en mí".
Estamos, pues, aquí para celebrar su advenimiento, su llegada
al mundo ocurrido en Santiago de Chuco del Perú, que debió
suceder entre mugidos de mansos bueyes de labranza, réclames
amarillos de retamas pudorosas, fuerte olor oleoginoso de altos eucaliptos
o perfumado resuello de humildes pacharrosas; ante la sorpresa de
Rayo, el perro de su altura, del cura Santiago o de doña Antonia,
que hacía pan en el burgo.
Estamos aquí para regocijarnos de su nacimiento porque si él
no hubiera venido al mundo, el mundo carecería, en este siglo
y los venideros, de un hombre de su altura a quien homenajear. Porque
no hay hombrs como Vallejo o tal vez los haya, capaces de haber amado
bíblicamente a su prójimo como a si mismo, de exudar
ternura por todo el territorio de su piel.
Vallejo llegó a Santiago de Chuco "un día en que
Dios estuvo enfermo" –como lo dijo alguna vez acongojado-
y, sin embargo, por extraño designio de aquel Dios del poema,
ese recién nacido inundó el mundo de amor humano, de
extrema solidaridad con los caminantes, los prisioneros, los combatientes,
los desterrados hijos de Eva. Si no se hubiera cumplido ese designio
no habría a quien exaltar las letras mayores del alfabeto,
alfabetizar a las lagartijas, a los meses, a los Andes del Perú,
a los nunca, a los pájaros salvajes que lloran en los techos
cuando las dulces y andinas Ritas exclaman en las puertas de sus casas"
"Qué frío hay, Jesús".
Nos reunimos hoy para recordar a César, el .último de
los 11 hijos de la familia de los Vallejo-Mendoza santiaguinos, al
"shulca", que quiere decir, "el último",
según la traducción de este término quechua de
los pocos que heredamos del imperio, aquellos que nacimos en ese cerril
retazo del Perú.
En realidad, "shulca" no sólo determina una situaciòn
aritmética en nuestro código semántico, sino
en nuestro código afectivo. Aparte de ser lo último
de una serie que, por lo tanto, ya no tendrá continuaciòn,
el "shulca" recibirá todo el amor de la sagrada familia
a la redonda.
Por esta tradiciòn cultural, César Vallejo recibirá,
pues, todos los mimos, las dulzuras de las cañas del lugar,
todo el amor de los mayores de Santiago. Don Francisco de Paula y
doña María de los Santos le entregarán todo lo
que de afectivo pueda sobrar en su ser y, como los reyes magos: Aguedita,
Nativa y Miguel le entregarán el oro, el incienso y la mirra
de sus afectos y su afán, estarán solícitos a
jugar con él a las escondidas, a buscarse los unos a los otros,
como a tí mismo; aquí en la tierra, como en el cielo
y los poemas.
Esta situación de hijo último, consentido y mimado como
un Niño-Dios, según nuestra serrana tabla de tradiciones
y valores, marcará indeleblemente al poeta. A partir de entonces,
Vallejo vivirá, se reirá, temblará, sufrirá,
amará como un niño; siempre buscará en los rostros
ajenos, en las hoscas ciudades nuevas a las que llegará en
sus periplos, la calidez del regazo de doña María, el
afán escolar de don Francisco, la ternura incondicional de
sus primeros prójimos, sus hermanos.
Tal condición de concho o substratum vital será también
cantera de donde extraer ternura, como puro metal con qué vivir
su poesía y su vida. Con esa impronta de cándida niñez
en diminutivo, el hombre-niño enrostrará su doloroso
destino que, en la contienda, ha de vencerlo muchas veces.
Estamos aquí, sin embargo, digo otra vez, para celebrar su
advenimiento y no para dolernos. ¿Para qué apurarnos
en perseguir a los caifases que lo condenaron, en ubicar los ácidos
que cayeron sobre él para corroerlo?.
¿Para qué vamos a condolernos de lo predestinado?. ¿De
qué vale?.
Porque, acaso, si Vallejo no hubiera sentido imponderables necesidades
materiales, espirituales pesos que lo imposibilitaron hasta de encontrar
palabras con qué denunciarlos con nombre y apellido; porque
si Vallejo no hubiera sido calumniado, vilipendiado, acusado de incendiario
por leguleyos insomnes, enemigos de baja calaña; si no hubiera
sufrido ciento diez veces diez días de cárcel , y tenido
carceleros por días infinitos; si no hubiera sido maestro fuera
de escalafón; si no hubiera ido y venido con su soledad feroz
por los boulevares de Paris; si no hubiera sido expulsado como un
leproso por declararse comunista convicto y confeso; si no se hubiera
convencido de que en el banquete universal no tienen asiento los más
hambrientas del mundo; si por estas y otras razones no hubiera sentido
cuán injusta es la justicia en el Perú y el mundo, entonces,
no estaríamos celebrando su nacimiento ni su poesía
que registra, como un respetuoso notario público, todas las
grandezas, pero también todas las iniquidades del alma humana.
Por eso hemos hecho bien los hijos de Santiago de Chuco y los que
pertenecemos a su misma sociedad y geografía, los que más,
de presentarnos aquí para celebrar con regocijo el día
de su nacimiento, aunque ya no nos pertenezca sólo a nosotros
sino a toda la humanidad, no importa que ya no podamos darnos esas
ínfulas.
Porque, sorpresivamente, su obra poética escrita en un lenguaje
que por contener los mismos térrminos, las mismas lexías
que escuchamos pronunciar a nuestros padres en la infancia lo sentimos
más que lo entendemos, digo, sorpresivamente resulta que esa
obra, en apariencia escrita sólo para nosotros, es ahora, patrimonio
de la humanidad, caramba, como es eso
¿Será porque los más hondos sentimientos de un
hombre, triste hasta la alegría de vivvir oleada y sacramentada
como ubérrima, encontraron en Vallejo, su secretario general?.
Porque el dolor, por ejemplo, es universal, pero la palabra dolor,
como grafía y fonema sólo es propia del idioma castellano.
Tuvo que nacer Vallejo y sentido dolor y parir dolor y sudar dolor
y obrar dolor y adozar dolor a sus poemas para que "dolor"
apareciera transfigurado en el idioma vallejiano y ser entendido después
por todos los hombres de la tierra.
Este nuestro regocijo es informal y no académico, a mucha honra;
en una palabra, es vallejiano nuestro regocijo. No se presta para
enumerar hitos de su biografía ni para decifrar aquí,
sus códigos de amor y de dolor ni su sorpresa terrenal ni sus
ternuras universales ni sus incognitas existenciales, hasta por demás
expresada en sus versos; estaría demás.
Este homenaje es provinciano, es decir, es pura ingenuidad, es bonito
este homenaje, es honesto, es regocijo auténtico, montaraz,
andino; no da para linduras ni afectaciones ni pompas.
Se cifra nuestro regocijo por escucharlo hablar en nuestro propio
lenguaje regional, nuestro idiolecto, el cual más se hace entender
con el corazón que con la lengua; gracias a su genio creador,
Vallejo lo convirtió en ecuménico, como cuando en "La
Violencia de las Horas", digamos, al pasar lista, se sorprende,
porque
"Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato
en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placia le saludasen los jóvenes
y las mozas, respondiéndoles a todos indistintamente: Buenos
días, José. Buenos días, María.
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses,
que luego también murió a los ocho días de la
madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos
y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para
Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía
al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero
de la esquina.
Murio Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no que sabe
quíen.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de
quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi
hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados
por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años
sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borrcho, que
solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado
se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el
sol se fuese.
Murió mi eternidad y estos velándola".
Si Vallejo no hubiera nacido un día como hoy, no habría
sido posible conmovernos al escuchar éste o cualesquieras poemas
de su puño y letra, que es tanto como escuchar una sinfonía
de Beethoven o contemplar una escultura de Rodin.
La magnitud del estremecimiento ante una obra cuyas dimensiones toman
caracteres universales, aunque los instrumentos para concretarlos
sean disímiles o mínimos, siempre nos regocijarán,
aún hasta las lágrimas, que para eso permiso hay.
Por esta razón y muchas más, gracias, muchas gracias,
César Vallejo, por haber nacido hoy, como hace 100 años.
Discurso leído por Manuel Jesús Orbegozo en el homenaje
realizado en la Plazuela del Teatro, ante el monumento a César
Vallejo, el 16 de marzo de 1992, organizado por la Asociaciòn
de Hijos de Santiago de Chuco, para recordar el centenario del nacimiento
del insigne poeta.
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