El hombre de las 10,000 planchas
Esta historia ocurrió cuando corrían los últimos días del mes de mayo de 1987. Por aquel entonces yo era el delegado de mi salón lo cual, entre otras cosas, me obligaba a mantener el orden en el aula. Un día, luego del primer recreo, el profe de Física demoraba en llegar al salón, por lo que la gente estaba alegremente reunida por las cercanías del aula. Todo esto en medio del tradicional silencio de las horas de clase. Para esto yo andaba en otras cosas, así que ni me había percatado de esta situación. De pronto escuchó que por micro el profesor Tenorio les llama la atención a "todos esos alumnos de quinto" que estaban fuera de clase. Es entonces cuando reacciono y comienzo a reunir a todos al interior del quinto "B". En esa labor me ve el mismo profesor Tenorio, quien contribuye a mi "tranquilidad" diciendo "¡ya pués Zarria, ponga orden!". Medio caliente por el mal rato, decido ponerme en la puerta del aula, para que nadie vuelva a salir hasta la llegada del profe Escudero (el de Física). De pronto algunas chicas me piden permiso para ir al baño, y yo les explico que "Tenorio está mirando". Sin embargo ellas no quieren entender razones, e insisten. Cuando por fin parecen empezar a ceder, escucho una voz a lo lejos que dice "¡Esos alumnos, qué hacen afuera!". Era ni mas ni menos que Don Juan, quien en ese preciso momento andaba reunido con una autoridad de la Colonia China. "¡Ya ven... entren!", les digo a las chicas. Y ellas por fin aceptan. Yo, todo responsable, decido permanecer en la puerta para que nadie trate de escabullirse. Es entonces cuando vuelvo a escuchar la voz de Don Juan, quien dice "¡Alumno, que les estoy diciendo!". Yo, con la mayor ingenuidad del mundo, le digo: "¡Yo soy el Delegado!". A esto replica "¡Venga para acá!". Bajo del segundo piso donde me encontraba, y al acercarme le reitero lo de mi cargo. "¡Con mayor razón, usted no tiene que estar afuera!... ¡Hágase veinte planchas!". Tércamente trato de hacerle entender mi punto de vista pero el hombre, fiel a su estilo, no cede. Finalmente me tiro al piso, y me hago las veinte planchas ordenadas. "¡Vaya contándolas!" ordena Don Juan, mientras le dice al de la Colonia China "Así los tenemos aquí... ¡bien disciplinados!". Tanta adrenalina corría por mi cuerpo de la rabia, que me hice las veinte planchas en menos de un minuto (lo cual nunca antes me había pasado). Cuando me pongo de pie noto que todos los chicos del quinto "C" habían estado observando la escena, y estaban que se tiraban de risa. Me trago la amargura, y vuelvo al aula. Horas después, aún con la rabia a cuestas, me voy a pedir un libro a alguien del "C". Ahí me cruzo con Manuel Lau, quien al verme se detiene y le dice a todos "¡Miren... es el hombre de las 10,000 planchas!". Tan inesperada fue la ocurrencia que no tuve más remedio que festejar, junto con todos, el suceso más inesperado de mis dos únicos meses como Delegado de Salón...
A mediados del tercer bimestre de nuestro último año en la primaria, se llevó a cabo una más de las reuniones previas a la Fiesta de Promoción. Por aquellos días la camaradería existente entre los integrantes del aula se había extendido a los padres de familia, quienes pasaban un promedio de tres horas los sábados por la tarde para ver todo lo relacionado con las actividades promocionales. Aprovechando esta situación, la profesora Zoraida Montero (nuestra tutora) planteó que, si bien era cierto que las actividades eran importantes, lo eran también los estudios. Y la gran mayoría de nosotros estábamos "hasta las patas". Fue entonces cuando se acordó que los que quisieran podrían reunirse luego de clases en casa de Gustavo Castro para hacer las tareas y repasar algunas cosas juntos. Así pues, un buen grupo de nosotros se acopló a la idea, y terminamos aceptándola. Días después, luego de la salida, un nutrido grupo de estudiantes de primaria (Juan Carlos Chung, "Nacho" Arrese, Alex Lazarte, Renato Basallo, Ricardo Zúñiga, Miguel Cavero, Daniel Arce, entre otros) se dirigió a la casa del recordado Gustavo, en medio de correteaderas, empujones y tropezones provocados por las tremendas mochilas que cargábamos por aquellos tiempos. Pero bueno, una vez en la casa, todos sacamos nuestros libros, y nos pusimos a estudiar. Esto era alrededor de una mesa que estaba al lado del inmenso jardín trasero de la casa de los Castro. Estuvimos así cerca de quince minutos... hasta que alguien vio por ahí una pelota de futbol. "Descansemos un rato", dijo alguien. Y todos aceptamos. Como podrán suponer, los libros no fueron abiertos más aquella tarde. Días después, en la segunda reunión, el asunto fue similar. "¡Como estudian estos chicos!" llegó a decir una mamá cuando se enteró que la gente andaba entusiasmada con la idea del "Grupo de Estudio". Cuando llegó la tercera reunión, ya nadie pensaba en "ir a la casa de Castro para estudiar". El asunto era buscar el momento para volver a corretear en el ya popular jardín. Cuando por fin lo encontramos... llegó la Sra. Castro. Indignada comprobó que lo del Grupo de Estudio se había convertido en una suerte de "pichanguita después de la salida". ¡Y en su hermoso jardín!. "¡Mañana mismo los acuso a todos con la Srta. Zoraida!", nos dijo muy molesta. De inmediato agarramos nuestras cosas, y nos fuimos asustados a nuestras casas. Esa noche ninguno de nosotros se fue a la cama sin hacer todas las tareas y repasar la mayor cantidad de libros posible. Semanas después llegó la entrega de libretas y, para sorpresa de muchos, nuestras notas habían mejorado. "¡El Grupo de Estudio funcionó!", llegó a exclamar la profesora Montero en una de las reuniones. Y bueno, ¡claro que funcionó!... a punta de sustos, ya que la Sra. Castro nos tuvo en ascuas hasta fin de año con el asunto de la acusación. Buen método, ¿no les parece?.
Cierta tarde un buen grupo de nuestro salón andaba de lo más entusiasmado jugando en la Sala de Ensayo de la Banda de Música. Recordarán que aquella estaba ubicada casi al fondo del colegio, ¿verdad?. Por aquellos días no había timbre por esa zona, así que era muy dificil saber en qué momento el recreo llegaba a su fin. Pero bueno, el asunto es que ese día estuvimos tan, pero tan entusiasmados, que nos olvidamos por completo del tiempo. De pronto escuchamos la voz de una profesora diciendo: "¡Alumnos, ¿qué hacen ustedes fuera de clase?!". Casi de inmediato nos hizo formar una fila y mientras nos hacía caminar ordenadamente hacia sabe Dios donde, todos nos preguntábamos que había pasado. Y la respuesta era simple: no habíamos escuchado el timbre. Cuando por fin nos detenemos, comprobamos que habíamos llegado a la entrada... ¡de la Dirección!. La implacable Srta. Susana, profesora del Segundo grado "A" por aquellos días, nos había llevado para demostrar lo malcriados que eran "esos chiquitos del B". A pesar de todo, esto no era lo peor de todo. Lo más dramático era que nos veríamos cara a cara... ¡con la Directora!. Y por aquellos días estaba la recordada Sra. Martinek. Los que se acuerdan de ella comprenderán por qué estábamos a punto de orinarnos en nuestros pantalones. Los minutos se hicieron eternos, hasta que por fin se abrió la puerta de la Dirección. Todos pálidos miramos y... ¡era la Srta. Perla!. Muy amable ella se nos acercó y nos preguntó que había pasado. De inmediato todos le explicamos al unísono que no habíamos escuchado el timbre, que éramos buenos chicos, etc. etc.; Acto seguido ella dibujó una cálida sonrisa en su rostro y nos dijo: "Bueno, váyanse a su salón... ¡pero que no se repita!". Todos también le agradecimos al unísono y, mientras comentábamos lo buena gente que era la Srta. Perla (que por entonces era la Sub-directora), retornamos al salón ubicado al fondo del colegio. Así fue, estimados amigos, cómo muchos de nosotros aprendimos a desarrollar el odio tan afinado que tenemos en la actualidad...
|