Ha sido una gran victoria de la poesía. En un siglo en que los vencedores son siempre los que sacan más votos, los que meten más goles, los hombres más ricos y las mujeres más bellas, es alentadora la conmoción que ha causado en el mundo entero la muerte de un hombre que no había hecho más nada que cantarle al amor. Es la apoteosis de los que nunca ganan.
Durante 48 horas no se habló de otra cosa. Tres generaciones -la nuestra, la de nuestros
hijos y la de nuestros nietos mayores- teníamos la impresión de estar viviendo una
catástrofe común, y por las mismas razones. Los reporteros de la televisión le preguntaron
a una señora de ochenta años cuál era la canción de John Lennon que le gustaba más, y
ella contestó como si tuviera quince: La felicidad es una pistola caliente [Happiness Is
A Warm Gun]. Un chico que estaba viendo el programa dijo: A mí me gustan todas. Mi
hijo menor le preguntó a una muchacha de su misma edad por qué habían matado a John
Lennon, y ella le contestó, como si tuviera ochenta años, porque el mundo se está
acabando.
Así es: la única nostalgia en común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles. Cada quien por motivos distintos, desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por primera vez de un modo consciente una canción de los Beatles. A partir de entonces descubrí que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de San Angel, donde apenas si teníamos donde sentarnos había sólo dos discos: una selección de preludios de Debussy y el primer disco de los Beatles. Por toda la ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muchedumbre: Help, I need somebody. Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de que los músicos mejores son los de la segunda letra del catálogo: Bach, Beethoven, Brahms y Bartok. Alguien volvió a decir la misma tontería de siempre: que se incluyera a Bozart. Alvaro Mutis, que como todo gran erudito de la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos sinfónicos, insistía en incluir a Bruckner. Otro trataba de repetir otra vez la batalla en favor de Berlioz, que yo libraba en contra porque no podía superar la superstición de que es un aisseau de maheur, es decir, un pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñé desde entonces en incluir a los Beatles.
Emilio García Riera, que estaba de acuerdo conmigo y que es un crítico e historiador de cine con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo después del segundo trago, me dijo por esos días: "Oigo a los Beatles con cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por todo el resto de mi vida". Es el único caso que conozco de alguien con bastante clarividencia para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias. Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo, con la música de los Beatles a todo volumen.
Como sucede siempre, pensábamos entonces que estábamos muy lejos de ser felices, y
ahora pensamos lo contrario. En la trampa de la nostalgia, que quita de su lugar a
los momentos amargos y los pinta de otro color, y los vuelve a poner donde ya no
duelen. Como los retratos antiguos, que parecen iluminados por el resplandor
ilusorio de la felicidad, y en donde sólo vemos con asombro cómo eramos de jóvenes,
y no sólo los que estábamos allí, sino también la casa y los árboles del fondo, y hasta las sillas en que
estábamos sentados.
El Che Guevara, conversando con sus hombres alrededor del fuego en las noches vacías de la guerra, dijo alguna vez que la nostalgia empieza por la comida. Es cierto, pero sólo cuando se tiene hambre. En cambio, siempre empieza por la música. En realidad nuestro pasado personal se aleja de nosotros desde el momento en que nacemos, pero sólo lo sentimos pasar cuando se acaba un disco.
Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con
más de cincuenta años encima y todavía sin saber muy bien quién soy, ni qué carajo
hago
aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que
los Beatles empezaron a cantar. Todo cambió entonces. Los hombres se dejaron crecer
el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió
el modo de vestir y de amar y se inició la liberación del sexo y de las drogas para
soñar.
Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres y los hijos, el principio de un nuevo diálogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos.
Última modificación: Septiembre 24 1996