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Más allá de Orión.
(de mitos, fantasmas y lugares imaginarios)

© Domingo Largo Rodríguez [ largo-rodriguez@terra.es ]




En Cidonia existe una colina con forma de rostro humano. Ello no sería nada especial, puesto que a lo largo y ancho del planeta existen muchos lugares en los que se repite esta coincidencia: colinas, sierras, valles, crestas en los que el caminante puede distinguir lo que parece el rostro, la silueta, el perfil de hombres o animales. Lo que hace realmente especial a Cidonia es que esta pequeña colina rocosa se encuentra en Marte.

Domingo Largo Rodríguez.
2 de julio de 2001.


Cualquiera que haya contemplado a través de un pequeño telescopio, de los habitualmente utilizados por los aficionados a la astronomía, el planeta Marte, o cualquier otro de los planetas más habitualmente observados, por razón de su tamaño o magnitud, sabe muy bien que la visión que se obtiene no se parece en casi nada a esos gráficos vistosos y llenos de colorido con los que nos obsequian las televisiones periódicamente, cada vez que un fenómeno astronómico de cierta importancia nos visita, y que invariablemente suelen resultar tan falsos como inoportunos, repetidos se trate de un cometa, un eclipse, o el descubrimiento de un nuevo planeta, y normalmente sin que las imágenes tengan que ver demasiado con la noticia, aunque eso sí, sin faltarles la "oportuna" voz en off informándonos de la "grandiosidad del Cosmos" o cosas similares.

A través de un telescopio de aficionado, Saturno o Júpiter aparecen, literalmente, como pequeños fantasmas blancuzcos, de silueta quebradiza e irregular, que atraviesan fugazmente nuestro campo de visión dándonos apenas tiempo a percibirlos levemente. Estos telescopios, por su escaso campo de visión, no permiten en cuanto colocamos un ocular de más de 200 aumentos, sino un reducidísimo y oscuro campo de pocos grados. Si a ello se une la rotación de la Tierra, cuyo efecto aparente es el movimiento nocturno de la esfera celeste y cuanto contiene, desde el este al oeste, alrededor de la Polar, la vista de los planetas se asemeja a contemplar una gotita de leche hundiéndose veloz en el seno de un vaso de agua turbia.

Contemplaba hace poco el Marte brillante y orgulloso con el que nos ha obsequiado junio en el sureste en estas condiciones, y no dejaba de pensar en Percival Lowell, el astrónomo americano que dedicó su vida, su vista y su salud a defender su idea de los canales de Marte. Contemplaba yo apenas un diminuto círculo rojizo que vibraba ante mis ojos cansados por efecto de la agitación de la atmósfera, y no podía dejar de comprender, hasta cierto punto, la fascinación con la que Percival Lowell debía contemplar, o imaginar que contemplaba, noche tras noche, a aquellas fantasmagóricas obras de ingeniería gigante que finalmente nunca han aparecido.

Lo realmente asombroso de Cidonia o de los canales de Marte radica no en sí mismos, sino en la capacidad de fascinación que ejercen sobre nosotros. Imaginamos lugares, mejor cuanto más lejanos, y proyectamos sobre ellos todos nuestros símbolos, aquellos arquetipos de los que hablaba Jung, que constituyen buena parte de nuestra vida inconsciente. A principios de siglo, cuando apenas comenzábamos a asomarnos a las maravillas del cielo nocturno, los primeros científicos, basándose en la hipótesis de Laplace según la cual los planetas se habían formado a partir de la materia solar, desde el Sol hacia la periferia, establecieron la idea de que si la Tierra era el mundo habitable, real y presente, Venus, más cercano al Sol, debería representar la juventud, la Edad Antigua: allí donde aún no había habido Hombres; Marte, por el contrario, más lejano y más viejo que nosotros, debía representar el futuro: allí donde ya había sucedido cuanto habrá de aparecer aquí. Además, la capa de nubes que cubre Venus hizo pensar de inmediato en el ambiente del Cámbrico. Aquel debía de ser sin duda el Jardín del Edén, un mundo que comienza, que seguramente oculta bajo sus nubes mundos oceánicos y bosques tropicales, donde, tal vez, pululaban aún los dinosaurios. ¿Y Marte? ¿Qué ocultarían sus desiertos de arena rojiza y sus canales? ¿Acaso no el paisaje de la pura melancolía, allí las ruinas de civilizaciones que fueron como la nuestra, que como nosotros se creyeron inmortales y que al igual que habrá de sucedernos, pasaron al olvido? Imaginad un mundo en el que empezar de nuevo: Venus; imaginad un mundo en el que reflexionar acerca de lo frágil de la vida y del Tiempo: Marte.

Importa poco que los descubrimientos científicos fueran poco a poco borrando esa imagen poética: en Venus no hay dinosaurios, en Marte no había canales. Sin embargo, la idea es tan cautivadora en sí misma, que no fueron pocos los escritores que la utilizaron en sus narraciones, durante la Edad de Oro de la Ciencia Ficción, cuando —como dice Asimov— "aún no habíamos pasado por muchas cosas, y éramos jóvenes, y el espacio estaba poblado por chicas estupendas con falditas plateadas". Años más tarde, Ray Bradbury retomará la imagen en sus Crónicas Marcianas aunque recuperando toda su carga de profunda desazón, de enorme tristeza. Como dirá Borges, "¿Por qué estos cuentos fantasiosos escritos por un hombre sencillo en el porche de su casa de campo, situados en un planeta Marte que en realidad es el pueblucho árido de su infancia, pueden causarme esta profunda inquietud?". En otros cuentos, al leer "año 3000" no podemos evitar una sonrisa burlona; leemos en éstos "año 2000" y verdaderamente al decir de Borges, precisamente por esa familiaridad con nuestro entorno conocido y al mismo tiempo por la distancia que supone el colocarlos en ese lugar mítico, no podemos evitar sentir en nuestro espinazo "la carga enorme del tiempo".

Entorno mítico, esa es la clave. Lo que logró el equipo de Blade Runner de manera tan magistral, mucho más convincente incluso que la novela de Dick, es enhebrar en nuestro ánimo la idea de que lo que contemplamos en la pantalla es la encarnación de un mito; de un mito nuevo, revestido de personajes desconocidos —Deckard, Rachael, Pris y Roy Batty— y al mismo tiempo reconocibles, como en cualquier auténtico mito. La literatura, como nuestro cerebro, se nutre en realidad de pocas figuras: Hamlet es Hamlet, pero está en Aquiles; igual que Aquiles está en Sansón; lo mismo que sobre Judas Iscariote cabalga la sombra de Caín. En una novela moderna aparecerán con otros nombres, pero será la referencia al mito del que se nutren lo que les haga perdurar. Cuando el Mito se encarna de forma especialmente magistral, como el caso de Blade Runner entonces serán los personajes del cuento los que adquieran a su vez, de forma separada, la condición de Mito. Así, Roy Batty es ya un mito en sí mismo, aunque tras su figura percibamos sin duda la figura del monstruo de Frankenstein.

Fue Rutger Hauer —actor encargado de dar vida en la pantalla a Roy Batty— el autor improvisado de ese monólogo maravilloso que ha quedado en la memoria de cuantos vimos Blade Runner con embeleso, convencidos de que aquella película quedaría ya para siempre en nuestras vidas. Orión... el cazador.

Según la mitología griega, Orión se jactaba de poder cazar cualquier criatura, por grande y poderosa que fuese. Para castigarle por su soberbia, Gea le envió un escorpión mientras dormía, que le mordió en un pie, causándole la muerte. Compadecida Diana Cazadora de su discípulo, le colocó en el firmamento, en forma de constelación.

Fue Flammarion el primero en referirse a Orión como "La California del Cielo", en feliz expresión que popularizaron después los astrónomos norteamericanos. En efecto, en pocos rincones del cielo pueden encontrarse juntos tantos fenómenos dignos de estudio.

Orión es un símbolo de la sucesión del Tiempo, de la alternancia entre la vida y la muerte. Tanto Rigel como Betelgeuse, sus dos gigantes blanco-azulada y roja respectivamente, están en la fase final de la vida de las estrellas. De su masa y de sus condiciones particulares, dependerá el que muy pronto tengan que "decidirse" entre seguir expandiéndose en una esfera rojiza, cada vez mayor y más tenue, más ligera, o, por el contrario, si sus masas son lo suficientemente grandes para atraer hacia su centro a su capa exterior, empezar a contraerse hasta convertirse en una enana blanca o quizás, en un agujero negro. Al mismo tiempo, radiotelescopios del mundo entero se orientan hacia el centro de la nebulosa que ocupa el centro de la constelación, cerca de las tres estrellas pálidas de lo que se conoce como "El Cinturón", también llamadas "Tres Marías" o "Tres Reyes". Allí, por el contrario, nacen nuevas estrellas azuladas y jóvenes, que todavía están formándose. Pero es que Orión y Escorpio se sitúan aproximadamente a la misma latitud y muy separadas, de forma que cuando una sale la otra se pone, y así al Cazador orgulloso en lo alto le sigue su verdugo, y viceversa, alternándose los dos en ostentar la máxima altura en el cielo nocturno o por contra la "humillación" del ocaso. De esta manera, ciencia y leyenda se unen de forma simple y a la vez maravillosa, para cuantos iniciados sepan leer las leyendas inscritas en las estrellas.

Remontémonos a los sabios griegos, a los navegantes fenicios o a los druidas celtas, fueron ellos los primeros en utilizar el cielo para dejar constancia en él de sus leyendas, de sus mitos, tejidos por siglos de observación, trenzados con siglos de sabiduría. También en el siglo XVIII los navegantes europeos pudieron poner nombre a las estrellas nuevas que iban descubriendo al adentrarse en el hemisferio sur. Pero, salvo excepciones, lo que pusieron en el cielo era lo que llevaban en sus cabezas modernas e ilustradas: telescopios y microscopios, máquinas e instrumentos. En el norte, por contra, civilizaciones volcadas a la observación de los astros dejaron constancia desde el principio de los tiempos de cuantos símbolos poblaban su memoria.

¿Por qué un cazador en el monólogo de Roy Batty? Desde siempre ha sido un tópico del género la aparición de un personaje que, formando parte del engranaje totalitario de una sociedad futura, en un momento dado tome conciencia e intente cambiar las cosas. Es el Montag de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, el Deckard de Scott en Blade Runner, el protagonista de La fuga de Logan. Todos ellos comenzarán las respectivas novelas formando parte de estructuras militares o paramilitares contra las que irán descubriendo una identidad propia que les irá acercando a sus víctimas, hasta ponerse de su parte. Orión, como Deckard, es el orgullo vencido, la soberbia que cae en la cuenta.

Al final, será cuestión de acercarnos a la ciencia ficción en particular, y a la literatura en general, tratando de ver lo que se esconde tras las apariencias. El ser humano no ve el mundo, lo reinventa a cada mirada. Esto lo sabemos desde siempre —probablemente desde La Caverna de Platón—, aunque fuese Kant quien lo redescubriese. Al final, cielo y tierra no son sino un gigantesco tapiz contra el que proyectamos nuestros propios fantasmas, o por decirlo de otro modo, un espejo en el que nos miramos a nosotros mismos, quizás sin darnos cuenta. Lo maravilloso de ciertas obras literarias o cinematográficas, como Blade Runner o las leyendas artúricas, es el grado de perfección, el número de matices diferentes, que pueden añadir a ese espejo. Igual que cuando Jung explicaba la baraja de Tarot no como medio de adivinar el futuro, sino como espejo para que aquel que echa las cartas se explore a sí mismo a través de los símbolos múltiples y a la vez interrelacionados que las cartas proponen, en cada tirada.

Y por supuesto, algo más, porque siempre hay algo más en un mito. Acudid a una biblioteca y consultad un mapa de estrellas, en el que encontraréis las distintas constelaciones. Cerca, muy cerca de la de Orión, os toparéis con la constelación de Monoceros: el Unicornio. Justo allí donde el amigo Hauer/Batty nos dijo que estaría: apenas un poco "Más allá de Orión".



©  2001, Domingo Largo Rodríguez.


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