La cabeza de pájaro, de ojos vacíos
© Jesús Ademir Morales Rojas [ cioranmx@yahoo.com.mx ]
Entonces, ahora era su turno.
Ollin, el cazareplicantes, guardó sus fotografías. Las atesoraba. Todas de los tiempos con Lisa, con el pequeño Tetsuo.
El hoy, sin ellos: un ámbito de brumas.
Acudió al llamado del capitán Bryant.
El del rostro mofletudo. Espinoso.
—Ya no contamos con el mejor. Pero te tenemos a ti. Contamos contigo. Por eso estás aquí.
Ollin asintió en silencio. Bryant le informó: tres replicantes. Tenían en su poder a un niño. Un pequeño de cinco. Había que recuperarlo. Se sospechaba que estaban ocultándose en un complejo industrial abandonado.
La familia del niño ejercía presión. Era preciso apresurarse. Ser discretos.
Bryant le mostró imágenes de los secuestradores replicantes. Adversarios poderosos. De cuidado. Una pareja. Orientales. Dos.
— ¿Y el tercero?
—No sabemos quién es. Pero lo que es seguro, es que está con ellos. Y es además, el líder.
Ollin medita. Bryant lo toma como un titubeo. Le ofrece un trago. No está dispuesto a arriesgarse a perderlo. A otro, como aquel anterior. Ya no.
El cazareplicantes acepta. Toma el vaso. Bebe de un tirón. Mezcal (sintético). Ollin no hace ni un gesto. Bryant se admira. Se sorprende (o parece hacerlo).
Ollin se despide. Toma su negra gabardina. Sale.
Afuera, su vehículo aéreo, su fiel y viejo spinner. Se sumerge con él en el inmenso mar de luces. Tráfico. Humo. Negrura. Luces difusas por doquier. Hologramas descomunales. Ominosos. Multicolores. Avisos. Publicidad. Más humo. Siempre es de noche. Las torres de escape, de innumerables refinerías y fábricas, rugen una vez más. Llamaradas feroces hacia el cielo oscuro. Queman. Los edificios colosales y grotescos. Castillos, fuertes, pirámides: metal, plástico y cristal, sobre roca gastada. Le salen al paso. Los esquiva al conducir a baja altura. Diluvia. Ollin se desorienta.
Desciende.
Una cafetería. Un oasis de luz y resguardo de la lluvia. Entra. (Se silencia la música allí). Sólo algunos comensales y el dependiente. Voltean a mirarlo. Todos sonríen (con la misma sonrisa).
Ollin les sostiene la mirada. Pero ellos no cejan. Afuera negrura y lluvia sucia. Dentro luz ciega y fría. Asepsia agobiante. Mosaicos, formaica y olor a café. (Y sonrisas).
Ollin se acerca al dependiente. Le pide cualquier cosa. El hombre calvo va, le sirve, y se queda junto a él. Siempre con aquella mueca bufonesca. El gran reloj digital del lugar. Sus números rojos. Parecen detenidos. Silencio. Ollin se incomoda. Nada parece real. Siente el contacto de sus fotografías. Esto le impulsa. Pregunta entonces al dependiente, por el complejo industrial abandonado. El hombre no dice una palabra. Sólo levanta el brazo lentamente, y señala un lugar más allá del umbral del establecimiento. De la luz. Ollin agradece y se dispone a partir (con premura). De pronto, un chasquido lo detiene. Sobresaltado, se vuelve para mirar. El dependiente. Su brazo estirado. La mueca. En el mostrador su dentadura. Se le ha caído. Nadie se mueve. Ni él. Calvo. Sonrisa.
Todos le miran salir. Se interna en las cortinas de lluvia. Detrás regresa la música, pero sólo por un instante: pronto se pierde, como todo, en las sombras y los reflejos inciertos de luminosidad fragmentada. ¿Estuvo allí, alguna vez?
Ollin localiza por fin el lugar. Un laberinto de bóvedas, torretas, escalerillas, y ductos interminables y retorcidos. El cazareplicantes. Sus oponentes. Los siente al llegar. Los percibe sin saber cómo. Ellos allá están. Ocultos. Aguardando.
Inicia la inspección del lugar, pistola en mano. Sus botines resuenan sobre el piso de aluminio. Óxido. Ecos. Vacío. Deambula durante mucho tiempo por aquel sitio desolado. Inesperadamente, le parece ver siluetas en movimiento. Sombras. Ecos. Sube por una escalera de caracol. Parece infinita. Pisadas. Murmullos. A la corta distancia, un compartimiento con la puerta entreabierta. Brota de allí, luz tenue. En ese mismo corredor, a las afueras de aquel compartimento, alguien. Dos figuras, de pie, inclinadas hacia algo. Observándolo. Extienden las manos hacia el objeto. Le hablan. Le acarician. Ollin se acerca. Es un motor antiguo. Las figuras se descubren siendo espiadas. Advierten la presencia de Ollin. Son los replicantes. La pareja asiática. Se ocultan presurosos en las tinieblas. Ecos.
Ollin va tras ellos (ni rastro del niño). Les dispara. El lugar entero se estremece. Siente un empujón. Cae. Rueda por la escalera. Se lastima (risas entre las sombras). Aturdido, otea en las penumbras. Descubre a los replicantes. Vienen hacia él. Dando maromas. Unidos, entrelazados por completo, contorsionados, parecen un monstruoso insecto hipertrofiado.
Llegan hasta él. Lo obligan por la fuerza, a participar de su grotesco anudamiento. De su abrazo mortífero. Ollin gime. Crujidos. Dolor.
Las fotografías caen de sus ropas rasgadas. Aún entre lágrimas, esto le hace reaccionar. Desoye por un instante, aquel llamado frío y casi irresistible. Lucha por liberarse de aquel conglomerado de torsiones. Los replicantes le sienten debatir. Sonríen en la oscuridad. Su brazo, libre ya. Su arma caída. Finalmente la alcanza. Un esfuerzo más. Un acomodo. Dispara. Se desata rotundamente el nudo de cuerpos. Uno de los replicantes. Ella. Se estremece como una muñeca de cuerda, estropeada. Se agita frenéticamente, en una desquiciada epilepsia. Luego se inmoviliza de golpe.
Su compañero busca escapar. Corre. Ollin le dispara por la espalda. El hombre da trompicones, cae y se estremece igual. Muere. Ollin intenta recuperarse, pero en eso, siente un dolor agudo en su pierna. Algo le muerde con fiereza. Le araña. Le rasga. Ollin se sacude a la criatura. Esta se aleja escabulléndose. Ollin persigue al ser chillón y rastrero, que se oculta detrás de unos desperdicios industriales. Allí acecha a Ollin. Cuando éste va por esa cosa, el ser furioso quiere volver a saltarle encima. Chillidos. Un nuevo disparo. Silencio.
Ollin alumbra al caído. Es el niño buscado. El cazareplicantes se alarma. Consternado, toca el cuerpo, lo revisa. Descubre cables, transistores, lubricantes artificiales. Otro replicante. El tercero. El líder.
Ollin no aguarda más. Recupera sus fotografías. Levanta los restos del diminuto replicante, y sale hacia su spinner.
Hacía la noche eterna.
Cuando se ha ido ya, varias figuritas emergen de entre las sombras del complejo industrial abandonado. Se dirigen dando saltos, hacia el compartimiento iluminado. La habitación misteriosa. La de la tenue luz. Se asoman allí. Le hablan a alguien que está en el interior. Luego por fin, sale el pequeño niño buscado. Se reúne con las figuritas, con sus replicantes. Se toman todos de la mano. Pronto han hecho una ronda alrededor del viejo motor silencioso.
Allí, entre las sombras, giran, danzan y cantan.
© 2007, Jesús Ademir Morales Rojas.
El presente ensayo pertenece al web site Jack Blade Runner Page:
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