El adiós a la casa
Las estancias estaban vacías,
las paredes, de cuadros desiertas,
las ventanas desnudas dejando
que la luz traspasara sus vetas.
Y allí, sola, en mitad de la sala
me detuve a pensar un instante
y volvieron a mí como pájaros
-en un vuelo rasante y sin ruido-
treinta años de vida y de sueños
en el tibio interior de esa casa.
Asombrada y alegre vi entonces
que se abría la puerta.
Justo enfrente, sentado el abuelo;
a su lado, sonriendo, mi madre,
mis hermanos y yo muy atentos
escuchando la voz de mi padre.
-Todo estaba igual que hace tiempo-
Vi mis pasos pequeños corriendo
por el largo pasillo, hasta el cuarto
y después, ya mujer, caminando,
con mi niña durmiendo en los brazos.
Otros días pasaron entonces
muy, muy lentos andando a mi lado;
cada uno dejando una marca:
un adiós, un silencio, un espacio,
en el pelo, prendido inconcluso
algún sueño fugaz de verano,
un pedazo de cielo y el sol
que quemara mi piel de veinte años.
Recorrí cada cuarto sin ruido
para no despertar más recuerdos.
Dije adiós a la tuya en el patio,
al ciruelo, al jazmín, a los nardos...
La tristeza invadió mis sentidos
al llegar otra vez a la sala...
Y al dar vuelta la llave en la puerta
comprendí que dejaba tras ella
encerrados, amor y pasado;
porque allí se quedó para siempre,
una niña, de apenas diez años.